martes, 13 de mayo de 2014

Los hermanos más distintos

Terminaba la entrada anterior refiriéndome a las versiones modernas del relato del hallazgo de la Táin perdida. No creo que sean muchas las epopeyas cuyo asunto consista en la búsqueda de otra epopeya.
A la pluma de Samuel Ferguson se debe una de estas elaboraciones del cuento que dio origen al Tromdámh Guaire, a la que puso el título de The Tain Quest, La demanda de la Táin. Sin embargo, Ferguson se basó en otra versión de la historia.
Aquel  y Samuel Ferguson fue un precursor del renacimiento literario irlandés, y toda la crítica está de acuerdo en reconocerle una gran influencia en los autores más sobresalientes de ese movimiento.
Pertenecía a una familia de origen escocés llegada a Irlanda en el siglo XVII y afincada en el Ulster. De estos orígenes escoceses siempre estuvo orgulloso Samuel, y la influencia de lo escocés se deja percibir en su literatura a la par que la de lo irlandés y en primer lugar, aunque no sea la principal en la Historia de la Literatura.
Uno de los hermanos de Ferguson se ganó merecida fama fuera de Irlanda y aunque fue por motivos nada literarios, merece la pena referirse a él. William Owen Ferguson, que era mayor que Samuel y se llevaba muchos años con él, era un joven de exaltadas opiniones liberales que, como otros muchos compatriotas suyos, se alistó en la legión irlandesa para combatir por la independencia de las colonias españolas en América.
Monumento a la Legión Británica en Boyacá. Los voluntarios irlandeses
fueron de enorme ayuda a Bolívar en las batallas de Boyacá y Carabobo.
La expedición fue una terrible aventura. Muchos voluntarios murieron en la travesía o al llegar a tierra, sin haber entrado en combate, víctimas del clima y las enfermedades infecciosas. Otros se amotinaron y acabaron desterrados o descorazonados regresaron a Irlanda. Pero otros muchos permanecieron y acompañaron a Bolívar en sus campañas. Guillermo Ferguson se dio a conocer al Libertador en tiempos de sus luchas en Perú, y se distinguió por su valor hasta el punto de ascender al grado de comandante y ser nombrado uno de los edecanes de más confianza. Supo pagarla con lealísima fidelidad. Llevó a cabo varias hazañas sorprendentes, como cruzar en más de una ocasión los Andes en tiempo increíblemente breve y, al mando de un puñado de hombres, atraer al campo de Bolívar a enormes territorios, más con proclamas y entusiasmo que con las armas. 
En 1828,  mientras preparaba su viaje a Cartagena para su inminente boda acompañaba al Libertador en Bogotá. La novia era una hija del general Tatis, amigo de Bolívar, administrador de los bienes confiscados a los españoles y patriota perteneciente a una de las familias más importantes de la ciudad.  Estos Tatis eran comerciantes extranjeros afincados en Cádiz ("jenízaros" se les llamaba a estos descendientes de extranjeros mercaderes) y con negocios en Cartagena desde al menos principios del siglo XVIII. Ignoro de dónde procedían, aunque el apellido Tatty existe hoy día en Irlanda. José Manuel Tatis llevaba toda la vida luchando por la independencia de su tierra y había padecido persecuciones, saqueos, robos, cárcel y destierro. Preso después de la rendición de la ciudad a las tropas realistas de Morillo en 1815, estuvo a punto de ser condenado a muerte; quedó la pena en presidio en Ceuta. Fugado de la prisión antes de embarcar, había sobrevivido tres años escondido en la selva antes de lograr incorporarse a las tropas revolucionarias. 
Guillermo Ferguson estaba en su casa, cercana a la residencia de Bolívar, en cama enfermo de la garganta. Bolívar también estaba acostado, sin poder dormir por la inquietud: en el ambiente se palpaba la inminencia de un golpe de mano contra él. Era la razón que los más liberales de los patriotas americanos querían atajar la amenaza de un Bonaparte. Muchos patriotas venezolanos, por otro lado, no le perdonaban verse unidos y supeditados a Colombia.
Manuela Sáenz
Manuela Sáenz, compañera entonces de Bolívar, que estaba con él aquella noche -25 de septiembre- ha narrado vívidamente los acontecimientos. Los ladridos de los perros y otros ruidos insólitos, los vivas de los imprudentes conjurados, pusieron sobre aviso a la pareja. Bolívar se vistió a toda prisa. Manuela lo instaba a escapar por la ventana; él dudaba ante lo poco airoso y seguro de la huida. Al final no hubo otro remedio. Los conjurados llegaron a la habitación; Manuela -estampa romántica- los recibió a la puerta espada en mano, los despistó y entretuvo ganando todo el tiempo que pudo. Por una ventana vio a Ferguson que corría a defender al Libertador armado de dos pistolas y le advirtió que no entrase, que lo matarían.
-¡Yo moriré cumpliendo mi deber!
En efecto, poco después caía muerto de un tiro y de un sablazo que le abrió la cabeza. El autor de ellos había sido Pedro Carujo, otro coronel, criollo de origen canario, que al término de una vida de conspirador moriría también de las heridas recibidas en combate, preso y alegrándose de que su sentencia de muerte iba a llegarle demasiado tarde.
La audacia de Manuela salvó a Bolívar, que le diría más tarde bromeando:
-Tú eres la libertadora del Libertador.
Guillermo Ferguson no llegó a los treinta años y vivió una vida intensa, aventurera y novelesca de esas en que fue fecunda la primera mitad de nuestro siglo XIX y que dieron asunto a los Episodios nacionales o las Memorias de un hombre de acción.
Nada más opuesto a la poco asendereada existencia de su hermano Samuel, abogado, poeta, archivero y erudito, presidente de la Real Academia Irlandesa. Lo único que empañó, al principio, esta tranquilidad fueron las estrecheces económicas con las que tuvo que bregar, debidas a la prodigalidad y poco juicio de su padre, que había dilapidado la fortuna de la familia. Se dice que la excesiva afición al alcohol tuvo mucho que ver con su irresponsabilidad.
No sería de extrañar, por cierto, que esta situación apurada hubiese influido en la decisión de Guillermo de sentar plaza en la legión Irlandesa, sumándose a sus ideales liberales y filantrópicos. 
No fue William el único de los Ferguson que sintió el gusanillo de hacer las Américas: su hermano John emigró a la Argentina y Samuel se vio al parecer tentado por la fiebre del oro californiano.
Samuel tuvo que trabajar de firme en varios periódicos para ayudarse a costear los estudios. Aunque no era católico, su curiosidad por las antigüedades de Irlanda lo llevó a interesarse por los monjes escotos que habían peregrinado al continente y en particular san Columbano.
San Columbano. Imagen moderna austríaca.
A este estudio dedicó gran parte de un viaje por Europa que emprendió por prescripción facultativa en 1846 y durante el cual su salud no mejoró: al revés, contrajo unas peligrosas fiebres en Italia. 
A juzgar por las afectuosas páginas de su mujer, Samuel Ferguson fue siempre un hombre enfermizo, aunque resignado y alegre.
Nunca publicó ni elaboró las abundantes notas que había tomado en su viaje por Europa. El destino reservaba para su gran amiga Margaret Stokes el escribir dos interesantes libros de viajes, llenos de erudición, sobre las andanzas y hazañas de aquellos peregrinos por tierras germánicas e italianas.  Pero la expedición no le resultó inútil. A su regreso en 1847 coincidió en un salón con una joven a la que fascinó con el relato de su excursión. También, si hemos de creerla a ella misma, con su belleza y encanto, que se le entraron por los ojos a la primera. La muchacha compartía sus aficiones arqueológicas y tanto congeniaron que el encuentro acabó en boda en 1848. Como ella era una joven acaudalada -ella misma lo escribe con sinceridad, aunque con delicadeza-, le costó algún tiempo fiarse de las intenciones de Samuel. A su padre, todavía más. 
Es de creer que las dificultades de Samuel Ferguson se aliviarían tras su matrimonio. La novia era Mary Catherine Guinness, perteneciente a la importante familia de los Guinness, financieros, políticos y destiladores de cerveza, acaso más famosos en el mundo entero por esta que por ninguna otra de sus actividades. Catherine era notable escritora, interesada desde niña por las antigüedades de Irlanda (Publicaría, en 1868, una historia de la Irlanda anterior a los normandos). Colaboró con su marido en numerosos trabajos y escribió más tarde su biografía, donde retrata el ambiente entusiasta de aquel primer renacimiento cultural irlandés, que reunía a una notable pléyade de artistas y sabios: el doctor Stokes, padre de Whitley y Margaret, famosos investigadores de las antigüedades célticas, James Clarence Mangan el poeta, Robert Perceval Graves, erudito, tío de otro importante intelectual, Alfred Perceval Graves, cuyo hijos fueron Robert y Charles Patrick Graves, y otras muchas figuras de relieve. Más tarde también haría amistad con el matrimonio Wilde (los padres de Oscar).
Dilettantes se disponen a dar un paseo en burro. Así podemos imaginar
las excursiones arqueológicas de Ferguson y sus amigos.
Como Samuel Ferguson pasó una vida sin lances ni acontecimientos novelescos, la biografía es un curioso desfile de personajes que tuvieron amistad con él.
Ferguson estudió los monumentos megalíticos, dándose cuenta de que no fueron obra de los antiguos celtas ni, probablemente, de poblaciones finesas anteriores (teoría bastante extendida por entonces); se apasionó por las inscripciones oghámicas e inventó un sistema para hacer calcos de ellas y poderlas transcribir con mayor precisión.
En Bretaña hizo amistad con Villemarqué, autor de Barzaz Breiz  y principal impulsor del renacimiento nacional bretón, cuyas ideas panceltistas debían de sonar un tanto extravagantes a los oídos del devoto súbdito de la reina Victoria que era Ferguson. Lo mismo que sus sus deseos de ver florecer una gran literatura nacional en irlandés.
Otros estudiosos, más próximos al nuevo positivismo que el romántico Villemarqué, también se encontraban entre sus amigos: el celtista D'Arbois de Jubainville y Gaidoz, fundador de la Revue celtique y de la revista Mélusine, dedicada al estudio del folclore.
A pesar de su amistad con varios simpatizantes de la Joven Irlanda, movimiento que acabó cuajando en un levantamiento revolucionario (uno más de los que agitaron Europa en 1848), Ferguson se apasionaba por la edad heroica gaélica como por algo pasado y ajeno. Sin mucho exagerar, se podría comparar su entusiasmo con el de su contemporáneo Longfellow por las leyendas de los pieles rojas.
Ferguson compartía, sin embargo, algunas ideas con los revolucionarios y no era insensible a la tragedia causada en el país por las crisis de subsistencia que precipitaron el estallido de la revuelta. Tras su fracaso, fue el defensor de uno de sus principales impulsores, el médico poeta Richard Dalton -o D'Alton- Williams, acusado de traición, que resultó absuelto.
Esto no debe impedir que uno perciba en la actitud de Samuel Ferguson, a lo largo de toda su vida y obra, un regusto de autocomplacida y paternalista superioridad frente a los irlandeses gaélicos.
Sir Samuel Ferguson en sus últimos años.
No sé si es igual que la del colonizador que obsequia al colonizado los beneficios de la civilización, pero la recuerda mucho. Un colonizador bueno y filantrópico que pretende velar como buen pastor sobre unos colonizados sanos, bien alimentados y felices.
No es esto obstáculo para que la literatura de Ferguson, y en particular la de asunto épico antiguo, haya contribuido a la creación de un edificio ideológico, mítico, que luego sería adoptado con entusiasmo por los constructores de la Irlanda independiente. Seguramente a él no le habría hecho nada feliz este efecto, porque en sus últimos días preveía la independencia de Irlanda y la temía, pero eso es cuestión de escasa importancia.
A la crítica contemporánea (y, lo que es peor, al público), como demuestra Peter Denman, le hicieron poca gracia esos ensayos de poesía narrativa. Tal vez porque en su origen se encuentra el afán de dotar a una nación de su propia Historia, y ya se ve adónde puede llevar eso. Ferguson tuvo el mérito de permanecer fiel a sus convicciones estéticas, a pesar de la indiferencia de los lectores. Le bastaba con el público escogido de su pequeño y amistoso círculo de eruditos.
También entre nosotros, en Galicia precisamente (y menciono ese caso no porque sea el único, sino porque es el que conozco), se sintió dolorosamente esa aporía: no puede haber nación sin Historia, cuando se cree, como los historiadores románticos, que una nación es una criatura viva, hija y fruto de su pasado. Pero a la vez no puede haber Historia sin que exista una nación como sujeto colectivo de ella.
La reflexión que se impone es que esa Historia existe, pero está oculta o ha sido robada, escamoteada. Ferguson lo afirma así. La tarea del historiador, la del poeta (no tan distintos a ojos de un hombre de su tiempo como a los nuestros), debe pues consistir en restaurar esa Historia para que pueda cumplir su misión.
Aquellos románticos y sus sucesores decimonónicos ya sabemos cómo restauraban: recurriendo a su propia intuición imaginativa donde los datos faltaban. Trataban a la Historia lo mismo que a las ruinas de las antiguas catedrales.
Es de notar (y vuelvo a recordar el caso gallego) que esa hambre de Historia trae aparejada una sensibilidad casi mística del territorio, de la tierra y del paisaje. ¡¡No es casualidad que sea precisamente Austin Clarke, el poeta que ha servido de punto de partida a esta larga divagación, el que celebra esa unión de hombre, paisaje y leyenda!! El paisaje está borracho de leyenda como lo está de almíbar un bizcocho (ver las dos entradas anteriores). 
Pero lo que pasa por alto Clarke (y señala Denman) es que esa impregnación mítica debe mucho al esfuerzo de Ferguson y sus amigos. Como, en Galicia, al de Pondal y otros autores de menor fama. 
El impulso creador de Ferguson, de sus maestros y amigos, acabó dando su fruto. Otra cosa es que el fruto que dio no era el que Ferguson y los suyos habían previsto, ni el que les hubiera gustado. Ahora vemos que su fantaseada unión de reinos prósperos, iguales y hermanos bajo el manto imperial británico era utópica e inviable. A ellos no se lo parecía.
También es notable (lo decía al principio) su influencia en la literatura de autores posteriores como Yeats o el mismo Clarke.
El primer volumen de poemas de Ferguson, The Lays of the Western Gael,  apareció en 1864. Algunas son composiciones narrativas en verso, como las que aquí se llamaron en el romanticismo y la época isabelina "leyendas históricas". Es a estas a las que precisamente designa como lays. En el libro se mezclan obras originales, traducciones de poemas y versiones de relatos medievales. Estas resultan ser más bien recreaciones poéticas, ya que Ferguson se complacía en verter las antiguas leyendas en verso inglés. En esto seguía el ejemplo del poeta escocés Thomas Macauley, que dio forma poética, métrica, a algunas de las historias romanas contadas por Tito Livio. ¡Por versificar, incluso puso Ferguson en verso las obras de san Patricio!
Ferguson había estudiado el irlandés -no muy profundamente- y las lecturas que realizó durante aquellos cursos ejercieron honda influencia en su poesía.
A los Lays of the  Western Gaels siguieron un ambicioso y vasto poema épico, Congal, en 1872, y un segundo volumen de poesías, varias de las cuales narran antiguas sagas de Irlanda, en 1880.
En Ferguson el poeta nunca logra desembarazarse del erudito, de modo que sus poesías van arropadas y recargadas con un voluminoso aparato de notas e introducciones, constituyendo un curioso género híbrido entre lo didáctico y lo épico. Mucha de la erudición de Ferguson proviene de su laboriosa tarea en distintos archivos, que le valió, al cabo de los años, un relevante puesto de archivero. También contó con la ayuda de amigos más versados en la lengua irlandesa.
Deirdré y  Naoise. Ilustración americana de princi-
pios del siglo XX. el de Deirdre fue uno de los
relatos que versificó Ferguson.
Diré de paso que la carrera de Ferguson coincide, curiosamente, en varios aspectos con la de Murguía, el gran intelectual del regionalismo gallego. Ambos probaron fortuna en la literatura, el periodismo, la erudición, y encontraron su medio de vida en la archivística.
La leyenda del redescubrimiento de la Táin Bó Cuailnge es el primer lay de la colección de 1864. Para contarlo Ferguson se vale de las dos versiones antiguas, la de Tromdámh Guaire (ver la entrada anterior) y otra recogida en el manuscrito llamado Libro de Leinster. No es de extrañar que Ferguson utilice fundamentalmente esta, donde no interviene san Marbhán. Los milagros de santos no eran precisamente lo que más entusiasmaba a Ferguson, persona muy vinculada a la iglesia de Irlanda (iglesia reformada).
Ferguson, hombre racionalista, moderado y clasicista, rechazaba con idéntica actitud las maravillas de las antiguas vidas de santos, el neomedievalismo de los prerrafaelitas y de William Morris (Incluso el de Tennyson, coetáneo suyo) y lo que le parecían extravagancias y excesos de las antiguas sagas irlandesas. Para él, estas, en la forma en que nos han llegado (narraciones en prosa con fragmentos poéticos intercalados), no eran más que vestigios inconexos supervivientes de antiguos poemas épicos en verso unidos torpe y absurdamente mediante pasajes en prosa por compiladores tardíos, posteriores al siglo XII y a la conquista normanda.
Con su nueva redacción en verso, despojada de exageraciones y lances que le parecían de mal gusto,  Ferguson -señala el crítico ya citado Peter Denman- estaba convencido de estar restaurando el verdadero espíritu de la antigua épica irlandesa, perdido durante siglos de decadencia. Es decir, que él se veía repitiendo la hazaña de Senchán Torpeist cuando, en la narración medieval, halló el antiguo texto del cuento perdido. 
Es la misma actitud que antes señalaba ante la recreación de la Historia patria. 
De hecho, hasta la curiosidad de los personajes frente a las inscripciones oghámicas, ya indescifrables según el poema en tiempos de Guaire, reproduce de manera involuntariamente humorística la de Ferguson y su docta tertulia, cuando recorrían el país en busca de venerables vestigios de las pasadas glorias.
Y así, el héroe del Ulster y autor del poema no regresa al mundo por los conjuros mágicos ni los rezos y ayunos de los santos de Irlanda.
Muirgen, hijo de Senchán Torpeist el archibardo, personaje inventado enteramente por Ferguson, no puede regresar a casa y a los brazos de su amada sin llevar el poema consigo. Y así apela a la compasión del antiguo guerrero, que también fue enamorado y fue padre. Un rasgo de sensibilidad mucho más victoriana que propia de la Edad de los santos.
Pero ni esa tecla resulta eficaz. Lo que levanta a Fergus de la tumba es la indignación por la postración de Irlanda, debida en parte a la ausencia de una poesía propia: "los hombres sin cantares para esclavos son buenos (songless men are meet for slaves)". 
Una vez más parece que oímos el eco de la misma voz que clamaba en boca de los poetas gallegos del Romanticismo.
El desenlace es sin embargo trágico. La recitación del poema sucita la presencia fantasmal de sus héroes y causa la muerte del joven bardo, Muirgen. Su amada pronuncia una maldición por la que el cantar cae nuevamente en el olvido. La Táin sólo habría sido escuchada una vez antes de volverse a perder para siempre.
Y, de hecho, todo el poema puede ser comprendido como una invitación a la creación de una literatura irlandesa propia, con sus propios temas y formas poéticas (una repetición de la gesta de Muirgen), aunque a Ferguson no se le pasase por la cabeza que tal empeño pudiese lograrse a través de otra lengua que no fuese la inglesa.



   

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