lunes, 7 de julio de 2014

Autores de ficción

James Carney fue uno de los grandes estudiosos de la literatura irlandesa en el siglo pasado. Aparte de formarse en Irlanda con grandes maestros como Osborne Bergin o T. F. O'Rahilly, pasó temporadas en el extranjero, estudiando y enseñando.
En pleno auge del nazismo, en 1936, viajó a Alemania para seguir las clases del gran filólogo suizo Thurneysen. Pasados los años, recordaba el ambiente mesiánico que se vivía entonces en aquel país. "Yo no puedo decir que sea un dios -le había comentado una mujer sencilla, cristiana, refiriéndose a Hitler-, pero en todo caso es un enviado de Dios"...
Celebración nazi en 1935.
En 1955 James Carney publicó un libro que causó sensación y revuelo: se titula Estudios sobre literatura e Historia irlandesas
Estoy leyendo estos días ese brillante libro, lleno de intuición crítica y de erudición. 
Una de las tesis que resultaron escandalosas en él en su momento hoy nos parece obvia y cosa de sentido común. La literatura temprana medieval es obra (o ha llegado a nosotros por obra) de letrados. Eran estos (especialmente los que procedían de fuera del Imperio Romano) personas que poseían al menos dos lenguas y dos culturas: la vernácula y la latina, esta con vocación de universalidad. En muchos lugares, distintas lenguas y culturas vernáculas estaban en contacto. Una de estas regiones eran las islas Británicas. No sería excepcional que un clérigo de la actual Escocia pudiese, aparte del latín, expresarse en más de un idioma: irlandés, británico, picto, inglés antiguo...  Este era un medio idóneo para que las ideas, las formas poéticas, los motivos y fórmulas narrativos, viajasen acá y allá. Lo irlandés, lo anglosajón, incluso lo nórdico y otros ámbitos culturales más lejanos no forman mundos aislados y estancos sino espacios de tránsito.
James Carney quería leer las obras antiguas con ojos de lector de literatura y no de filólogo. Admiraba al escritor como creador y artista. Cuando se enfrenta a una obra compuesta con arte, capaz de suscitar por medios técnicamente complejos una emoción estética, se dice: "Esta maravilla no puede ser obra del azar; tiene que tener un autor y ser fruto de la inspiración de un gran poeta".
Es lo de los famosos versos de Voltaire en la sátira Les cabales: considerando el mecanismo perfectamente concertado del cosmos, ¿cómo concebir que funcione el reloj sin que exista el relojero?
El razonamiento es bastante más viejo que Voltaire.
Dios, artífice del universo. Miniatura
del siglo XIII.
Otro de los libros que, casualmente, estoy leyendo estos días es De la naturaleza de los dioses, el diálogo de Cicerón. ¿Por qué lo traigo a cuento? Porque ese es exactamente el mismo razonamiento de uno de los interlocutores, Balbo el estoico, para demostrar la existencia de los dioses: la belleza, la perfección, la exacta complejidad del mundo no pueden explicarse sin un autor consciente, sabio y bueno.
Aplicándolo, pues, a la pequeña escala de las producciones humanas, se llega a la evidente conclusión de que no hay, no puede haber ni concebirse una obra de arte, obra excelsa, sin un artista que la haya creado.
El argumento puede invertirse y la incoherencia, la falta de acuerdo o de conexión entre unas partes y otras de la obra, las salidas de tono y todo lo que choque a los modelos del lector se atribuye a despiste, a impericia, a error del creador en suma: errar es humano y al fin y al cabo, ya se sabe, hasta el buen Homero echa una cabezadita de tanto en tanto. En suma, todo son rastros y trazas de la mano del artista, que es a su obra (guardando la proporción) lo que es al mundo Dios cuando se pasea por Su creación dejándola vestida de hermosura...
James Carney se complace en desmontar una obra literaria e identificar de dónde tomó el poeta cada uno de sus componentes: este episodio de la vida de un santo; esta fórmula de una leyenda; aquella situación de un sermonario; este detalle de las Etimologías de san Isidoro... Lo imaginamos como uno de esos clérigos de las pinturas medievales, sentado ante su atril y con su pequeña pero selecta biblioteca al alcance de la mano para ir espigando, como haría un farmacéutico con sus simples.
Oí hace unos meses, a propósito de los Cantares gallegos de Rosalía Castro (como es sabido, los Cantares gallegos son poemas que glosan o desarrollan una copla popular, tradicional), a Luis Alberto de Cuenca, fino poeta y humanista de vasta cultura, expresarse en términos parecidos a estos, que cito de memoria : "Cuando alguien les hable de tradición, de creación literaria colectiva, no se fíen ustedes. Al final, siempre encontraremos al poeta. El que quiera convencerles de otra cosa no es de fiar".
Claro que no era eso lo que pensaban los antiguos griegos para quienes las Musas eran alguien, seres divinos de existencia real y no figuras alegóricas; 
Alexander August Hirsch, Musa inspirando a Orfeo (1865)
ni tampoco los cristianos que creían y creen en el carácter inspirado de muchas obras literarias. Ya he traído a colación alguna vez al poeta Caedmon y su himno revelado, inaugural de la poesía inglesa. 
San Gregorio inspirado por el Espíritu Santo. Miniatura del
siglo XII.
Otra de las lecturas que tengo entre manos es de Azorín. Un libro de ensayos titulado Andando y pensando que casualmente he adquirido el otro día. Es del año veintinueve. En la página 113 leo: "la obra de arte es la creación de la multitud, en el tiempo y en el espacio, y <que> la crítica es la revelación a la multitud de la obra que ella misma ha creado. Sí: para nosotros el "genio" es la condensación de la muchedumbre". Y en apoyo de su opinión cita unas palabras de su amigo Baroja: "el genio no es más que el punto de confluencia, en un cerebro, de las grandes corrientes creadas por las muchedumbres inconscientemente".  
Yo confieso que me fío más de Azorín y de Baroja que de Luis Alberto de Cuenca.
Y me resulta extraño que siga coleando hoy día la polémica agria y sobada de tradicionalistas e individualistas en el origen de la épica medieval, que es la raíz y la madre del cordero de todo este campo de Agramante.
Pasados los años, se ve cómo franceses y alemanes, a finales del XIX, hicieron de la épica medieval y sus orígenes una liza en que se combatían con el mismo encono aunque menos mortíferamente que harían en las líneas de trincheras en la Gran Guerra.
A. von Kaulbach, Germania.
La idea de la poesía épica como emanación del espíritu colectivo de un pueblo tenía un tufillo de Romanticismo nacionalista alemán muy malo de tragar para unos franceses nutridos de revanchismo desde la humillante derrota de 1870. Ellos le oponían un ideal luminoso, humanista y mediterráneo, que ensalzaba al individuo, a sus derechos y libertades: en suma, los valores republicanos de la Revolución Francesa.
No es de extrañar que los grandes iniciadores de los estudios célticos en Irlanda, germanófilos muchos de ellos, se sintiesen atraídos por la exaltación de la lengua y la tradición como máximos exponentes del espíritu nacional (poco más quedaba para entonces de la gran cultura irlandesa del pasado).
Tampoco tiene nada de raro que a diez años del final de la segunda gran contienda, y con la agobiante angustia de sus consecuencias (la amenaza atómica en primerísimo lugar) encima, aquellas teorías del espíritu nacional, que en parte habían servido para cimentar ideológicamente al nazismo, fuesen objeto de repulsa y causa de grima. 
"Formación del espíritu nacional" se llamaba una asignatura, tibiamente fascista y abrumadoramente aburrida, sucesora de la de "Formación política", por la que tuvieron que pasar muchos estudiantes españoles de Enseñanza Media durante el crepúsculo del franquismo. Y tengo comprobado que a muchos de ellos (igual que a mí) les basta ese sintagma, "espíritu nacional", para provocarles una dentera como si mordieran en un limón. Lo de menos es su noble estirpe romántica. 
Ya he dicho de paso que James Carney había tenido ocasión de vivir una temporada en plena Alemania del III Reich y comprobar por sí mismo el ambiente que reinaba allí.
Hoy día, que ya peinan canas los nacidos veinte años después de la guerra y que los conflictos son otros, pesan menos esas circunstancias históricas. El papel activo, creativo, del artista y de la persona en general está en tela de juicio. 
El de la colectividad como autor ha vuelto a reivindicarse, por ejemplo en los estudios de Paul Zumthor. Y los de Grisward, de Sergent, de Lecouteux demuestran que mitos antiquísimos se abren paso en la literatura sin que tengan ni puedan tener conciencia de ello los mismos autores de las obras que los acogen.
Los llamados (por comodidad) autores hacen sin saber lo que hacen. ¿Qué sabía Shakespeare de las tremendas connotaciones del motivo de las tres cajas, estudiado por Freud, tan importante en El mercader de Venecia? Seguramente muy poco o nada. 
Ya es un tópico (pero un tópico que es una verdad) el que la obra artística cobra distinto sentido a la luz de las demás que conviven con ella en la literatura y va transformándose a medida que estas van apareciendo. Al fin y al cabo, según la etimología, un autor (del latín augeo) es un aumentador, un añadidor.  ¿Cómo leer cualquier texto medieval sobre Tristán e Isolda sin que le resuene a uno en la cabeza la música de Wagner? 
Tristán e Isolda, por Waterhouse.
Nada de la materia de Bretaña puede verse hoy como si no hubiesen existido Mallory, Tennyson, los prerrafaelitas... Y de eso ¿qué culpa tienen ni qué podían saber los autores que escribían en la Edad Media, ya fuesen unos habilidosos artistas o se limitasen a poner por escrito unas leyendas tradicionales? 
La impresión que uno tiene es que el escritor controla mucho menos de lo que pensaba James Carney.





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