lunes, 8 de septiembre de 2014

Juglaresas, lavanderas y otras odaliscas

Gérard Genette, en el tercero de sus libros de notas, recuerdos, ocurrencias y bosquejos variados, Apostille, vuelve a acordarse (ya lo hacía, me parece, en uno de los anteriores) de un grupo de gitanos que se había establecido no lejos de su casa, a la orilla de un río, y con los que hacía de chico muy buenas migas.
A mí esto me trae a la cabeza a la tribu de zíngaros que acampaba en el parque del palacio de Moulinsart, en Las joyas de la Castafiore de Hergé (1963). Pero a Genette, con sus vastos conocimientos, lo que se le ocurre es La leyenda de los siglos, de Victor Hugo, concretamente el poema El Cid desterrado, donde habla de los gitanos en tiempos de aquel caudillo y cuenta entre otras cosas cómo veían con cierto miedo supersticioso los cercos que dejaban los cubos húmedos en la piedra de los brocales, porque "todo círculo es la forma terrible de la noche". "Sus hijas -dice-, que van a lavar donde nacen los berros, hunden sus piernas rosadas en la corriente de los arroyos"...
Francis William Topham, Gitanos españoles (hacia 1855).
Hugo no se paraba en imaginaciones raras y anacronismos: en los días del Cid faltaban siglos para que los primeros gitanos asomasen por Valladolid (que es donde nos sitúa el poema). Aunque es dudoso, ya que no era gente muy dada a dejar trazas de su paso, parece que, oriundos del Noroeste del Indostán, aparecieron por la Península Ibérica en el siglo XV.
También parece que le falla aquí un poco la memoria a Genette: repasando el poema se ve que Hugo distingue a los gitanos de las demás "gentes del llano" y de las lavanderas en cuestión, tan sonrosadas de cutis, no se especifica que perteneciesen a aquel pueblo. 
Pero, opinión aún más extraña, para Hugo una cosa son las "gentes del llano" y otra distinta los "fríos españoles". La diferencia nace de que los llaneros son de sangre vasca y se manifiesta en que van cantando por los trigales un cantar extraño y loco, visten de lana y cuero y son de mucho rezar y más empinar el codo, que prefieren "el vino misterioso, del que nacen los cantares, al agua, ¡aunque sea del Tajo!" (las exclamaciones son mías). 
Normal: bastante misterioso es a veces el vino que le sirven a uno por ahí (hasta en tierra de tan ricos caldos), pero harto superfluo y trabajoso transportar agua del Tajo a Valladolid, y más en el siglo XI. 
La mujer llanera se ve en el poema que era bastante desinhibida, y si la muchacha gitana (gypsi) merodea por los trigales con la falda, ornada de guirnaldas de clavellinas, hecha jirones (dejando ver la pierna hasta el muslo, imaginamos), la honrada matrona, mientras da la teta a su criatura, ostenta con orgullo dos soberbios pechos de mármol y, hospitalaria, convida al viajero con los apetitosos torreznos del mostrador...
Francesco Hayez, Espigadora
(por este estilo debía de imaginar Victor Hugo
a la vallisoletana medieval).
Cosas del Romanticismo, que bien compensan hallazgos como ese "bouleversement farouche des nuées / quand les hydres de pluie ouvrent leurs noirs naseaux" ("conmoción zahareña de los nublados, cuando las hidras de lluvia abren sus negros ollares")...
Posiblemente, cuando Genette asigna las chapoteantes lavanderas a la raza calé pesa en su imprecisión la connotación erótica que da la tradición tanto al berro (ver Concepciones y partos raros) como al pueblo gitano. Basta recordar a la gitanilla cervantina o a la otra bailarina de Rubén Darío siglos después:
"...la gitana, embriagada de lujuria y cariño,
sintió cómo caía dentro de su corpiño
el bello luis de oro del artista de Francia"...
O, ya que de Valladolid se trata, las bellas acróbatas del romance de Góngora (Trepan gitanos...) que en esa ciudad  "desvanecen hombres" al ritmo y meneo de un disémico pandero, robando a la vez corazones y bolsas con el embeleco de la danza...
Aunque Cervantes y otros encomian la fidelidad de los gitanos en sus amores y matrimonios, no faltan quienes los tildan de promiscuos (entre ellos el propio Hugo y Collin de Plancy). 
Atribuirles esa libertad y falta de reglas es muestra clara de que ningún pueblo reconoce más ley que la suya. Vivir fuera de ella es vivir como los animales. Pero en fin, esta opinión infundada se extendió especialmente cuando, ya en el siglo XVII, se los empezó a distinguir mal de los moriscos, cuya gran fama de lujuriosos es sabida. La confusión llegó a los románticos como Potocky, que en el Manuscrito encontrado en Zaragoza mezcla a los gitanos de Don Avadoro con monfíes, judíos cabalistas y princesas granadinas. Y aún más tarde a Barbey d'Aurevilly, con su Vellini, la mujer fatal de Une vieille maîtresse, por cuyas venas corre sangre árabe y gitana, que enreda en una pasión diabólica e ineluctable al protagonista. 
Ya en el siglo XVII Juan de Luna, en su continuación del Lazarillo les negaba cualquier unidad étnica y afirmaba que, si había alguno que efectivamente fuese de origen egipcio, la inmensa mayoría la formaban fugitivos de la justicia y amantes de la vida libre, en particular monjas y frailes escapados de sus conventos.
Moriscos, judíos y leprosos (a los que en algún momento, allá a principios del siglo XIV, se supuso conjurados unos con otros para dominar al mundo y alguno acabó en la hoguera) comparten esta reputación de lascivia. 
Los judíos (tildados repetidamente, ellos y ellas, de exacerbada, perversa y a menudo interesada lujuria) son pueblo vagabundo, una y otra vez expulsados de acá y allá. Incluso cuando se establecen en su aljama bien delimitada, ocupan -a decir de Zumthor- un espacio fuera del espacio, lo que constituye otra manera de ser vagabundo. Su figura emblemática es el Judío Errante, castigado al vagabundeo perpetuo por haberse burlado de Cristo en su pasión. También de los gitanos decía la leyenda que estaban condenados por Dios a errar perpetuamente a causa de haber maltratado a la Virgen María durante su estancia en Egipto. Pues la creencia de que los gitanos eran originariamente judíos también existió y hasta la recoge como la más probable el Diccionario infernal de Collin de Plancy. 
Pierre Bonnaud, Salomé. La tópica piel de tigre
también era atributo de la Vellini de Barbey.
La fusión de lo gitano con el tipo de la bella judía encuentra su representación gráfica en la Salomé de Julio Romero de Torres.
Cuando el rey Mark decide castigar la infidelidad de su mujer Isolda, la condena a ser entregada a los leprosos del bosque: le inflige una pena adecuada a su delito: la destierra al mundo salvaje, dejándola a la merced de unos instintos indómitos.
En las novelas de Austin Clarke de las que hablaba en entradas recientes sucede que cuando los personajes emprenden el camino se adentran en el caos de lo no regulado, donde imponen su capricho los dioses Pan y Óengus (bastante parecido, por cierto, en alguna de sus apariciones, al peludo salvaje medieval). Y comienza su gozoso, pero aterrador a veces, descubrimiento del amor y la sexualidad.
Advierte Paul Zumthor en su libro La medida del mundo que el viajero, en la Edad Media, es siempre marginado. Victor Hugo ve acertadamente que el Cid desterrado comparte su marginación con los gitanos sin techo fijo y los demás llaneros, que habitan en chozas y madrigueras en vez de casas. 
El grado ínfimo de la humanidad lo ocupa el salvaje, habitante de países lejanos e incógnitos, cubierto de vello y armado con su cachiporra, heredada hasta no hace mucho por los gorilas de las ilustraciones populares. El salvaje, observa Zumthor, empieza a aparecer con profusión en el arte coincidiendo con el inicio de los grandes viajes a Oriente. Roger Bartra, que estudia profundamente a esta figura en El salvaje en el espejo, insiste en que en ella se encarnan todos los impulsos primitivos e incontrolados de la sexualidad. En La cárcel de amor, de Diego de San Pedro, el salvaje es la representación alegórica del deseo y el narrador se lo encuentra en unos fragosos e inaccesibles parajes boscosos de Sierra Morena, una Sierra Morena que prefigura la del Quijote. Es la representación visible de la irracionalidad, de la cara oscura del alma, imagen del sueño de la razón. Como dice el poeta Francisco López de Zárate:
"dos salvajes salieron, del dormido
entendimiento símbolo vistoso..."
Salvajes. Tapiz alemán del siglo XV.
Que al marginado se le suponga un apetito, unos poderes o un desenfreno sexual fuera de lo común no tiene nada de extraño, puesto que es por definición el que se sitúa fuera de la norma y a medio camino entre la naturaleza y la civilización.
El forastero, el viajero, siempre es peligroso y enemigo en potencia.
El pastor, ya lo hemos visto en la anterior entrada, pertenece a ese mismo mundo fronterizo: es hombre al que alguna parte le cabe de la índole natural de las bestias que pastorea. Hombre que vive al raso, que se mueve según las necesidades de su rebaño. Los pastores forman a veces comunidades cerradas y misteriosas, como los de Normandía que saca Barbey en La embrujada (L'ensorcelée), los cuales poseen los secretos de una terrible magia erótica (tal es el asunto de esa novela, por cierto: una mujer torturada hasta el suicidio por la maldición de una pasión sacrílega, consecuencia de una venganza).
El hombre medieval, sobre todo hasta el siglo XIII, aspira a la estabilidad. Como se lee una y otra vez en los textos irlandeses, ansía que la resurrección de la carne lo sorprenda donde nació. El viaje, que para muchos es hoy la más deseada realización del placer y del ocio, en la Edad Media es una desgracia o un sacrificio. La palabra inglesa travel, 'viaje', está tomada del francés travail (sigue apuntando Zumthor). ¿No dio Cervantes el título de Los trabajos de Persiles y Sigismunda al relato, fundamentalmente, de sus viajes? Así que en inglés un viaje es, en definitiva, una tortura: que es lo que designaba en latín el tripalium de donde viene nuestro trabajo.

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