martes, 13 de mayo de 2014

Los hermanos más distintos

Terminaba la entrada anterior refiriéndome a las versiones modernas del relato del hallazgo de la Táin perdida. No creo que sean muchas las epopeyas cuyo asunto consista en la búsqueda de otra epopeya.
A la pluma de Samuel Ferguson se debe una de estas elaboraciones del cuento que dio origen al Tromdámh Guaire, a la que puso el título de The Tain Quest, La demanda de la Táin. Sin embargo, Ferguson se basó en otra versión de la historia.
Aquel  y Samuel Ferguson fue un precursor del renacimiento literario irlandés, y toda la crítica está de acuerdo en reconocerle una gran influencia en los autores más sobresalientes de ese movimiento.
Pertenecía a una familia de origen escocés llegada a Irlanda en el siglo XVII y afincada en el Ulster. De estos orígenes escoceses siempre estuvo orgulloso Samuel, y la influencia de lo escocés se deja percibir en su literatura a la par que la de lo irlandés y en primer lugar, aunque no sea la principal en la Historia de la Literatura.
Uno de los hermanos de Ferguson se ganó merecida fama fuera de Irlanda y aunque fue por motivos nada literarios, merece la pena referirse a él. William Owen Ferguson, que era mayor que Samuel y se llevaba muchos años con él, era un joven de exaltadas opiniones liberales que, como otros muchos compatriotas suyos, se alistó en la legión irlandesa para combatir por la independencia de las colonias españolas en América.
Monumento a la Legión Británica en Boyacá. Los voluntarios irlandeses
fueron de enorme ayuda a Bolívar en las batallas de Boyacá y Carabobo.
La expedición fue una terrible aventura. Muchos voluntarios murieron en la travesía o al llegar a tierra, sin haber entrado en combate, víctimas del clima y las enfermedades infecciosas. Otros se amotinaron y acabaron desterrados o descorazonados regresaron a Irlanda. Pero otros muchos permanecieron y acompañaron a Bolívar en sus campañas. Guillermo Ferguson se dio a conocer al Libertador en tiempos de sus luchas en Perú, y se distinguió por su valor hasta el punto de ascender al grado de comandante y ser nombrado uno de los edecanes de más confianza. Supo pagarla con lealísima fidelidad. Llevó a cabo varias hazañas sorprendentes, como cruzar en más de una ocasión los Andes en tiempo increíblemente breve y, al mando de un puñado de hombres, atraer al campo de Bolívar a enormes territorios, más con proclamas y entusiasmo que con las armas. 
En 1828,  mientras preparaba su viaje a Cartagena para su inminente boda acompañaba al Libertador en Bogotá. La novia era una hija del general Tatis, amigo de Bolívar, administrador de los bienes confiscados a los españoles y patriota perteneciente a una de las familias más importantes de la ciudad.  Estos Tatis eran comerciantes extranjeros afincados en Cádiz ("jenízaros" se les llamaba a estos descendientes de extranjeros mercaderes) y con negocios en Cartagena desde al menos principios del siglo XVIII. Ignoro de dónde procedían, aunque el apellido Tatty existe hoy día en Irlanda. José Manuel Tatis llevaba toda la vida luchando por la independencia de su tierra y había padecido persecuciones, saqueos, robos, cárcel y destierro. Preso después de la rendición de la ciudad a las tropas realistas de Morillo en 1815, estuvo a punto de ser condenado a muerte; quedó la pena en presidio en Ceuta. Fugado de la prisión antes de embarcar, había sobrevivido tres años escondido en la selva antes de lograr incorporarse a las tropas revolucionarias. 
Guillermo Ferguson estaba en su casa, cercana a la residencia de Bolívar, en cama enfermo de la garganta. Bolívar también estaba acostado, sin poder dormir por la inquietud: en el ambiente se palpaba la inminencia de un golpe de mano contra él. Era la razón que los más liberales de los patriotas americanos querían atajar la amenaza de un Bonaparte. Muchos patriotas venezolanos, por otro lado, no le perdonaban verse unidos y supeditados a Colombia.
Manuela Sáenz
Manuela Sáenz, compañera entonces de Bolívar, que estaba con él aquella noche -25 de septiembre- ha narrado vívidamente los acontecimientos. Los ladridos de los perros y otros ruidos insólitos, los vivas de los imprudentes conjurados, pusieron sobre aviso a la pareja. Bolívar se vistió a toda prisa. Manuela lo instaba a escapar por la ventana; él dudaba ante lo poco airoso y seguro de la huida. Al final no hubo otro remedio. Los conjurados llegaron a la habitación; Manuela -estampa romántica- los recibió a la puerta espada en mano, los despistó y entretuvo ganando todo el tiempo que pudo. Por una ventana vio a Ferguson que corría a defender al Libertador armado de dos pistolas y le advirtió que no entrase, que lo matarían.
-¡Yo moriré cumpliendo mi deber!
En efecto, poco después caía muerto de un tiro y de un sablazo que le abrió la cabeza. El autor de ellos había sido Pedro Carujo, otro coronel, criollo de origen canario, que al término de una vida de conspirador moriría también de las heridas recibidas en combate, preso y alegrándose de que su sentencia de muerte iba a llegarle demasiado tarde.
La audacia de Manuela salvó a Bolívar, que le diría más tarde bromeando:
-Tú eres la libertadora del Libertador.
Guillermo Ferguson no llegó a los treinta años y vivió una vida intensa, aventurera y novelesca de esas en que fue fecunda la primera mitad de nuestro siglo XIX y que dieron asunto a los Episodios nacionales o las Memorias de un hombre de acción.
Nada más opuesto a la poco asendereada existencia de su hermano Samuel, abogado, poeta, archivero y erudito, presidente de la Real Academia Irlandesa. Lo único que empañó, al principio, esta tranquilidad fueron las estrecheces económicas con las que tuvo que bregar, debidas a la prodigalidad y poco juicio de su padre, que había dilapidado la fortuna de la familia. Se dice que la excesiva afición al alcohol tuvo mucho que ver con su irresponsabilidad.
No sería de extrañar, por cierto, que esta situación apurada hubiese influido en la decisión de Guillermo de sentar plaza en la legión Irlandesa, sumándose a sus ideales liberales y filantrópicos. 
No fue William el único de los Ferguson que sintió el gusanillo de hacer las Américas: su hermano John emigró a la Argentina y Samuel se vio al parecer tentado por la fiebre del oro californiano.
Samuel tuvo que trabajar de firme en varios periódicos para ayudarse a costear los estudios. Aunque no era católico, su curiosidad por las antigüedades de Irlanda lo llevó a interesarse por los monjes escotos que habían peregrinado al continente y en particular san Columbano.
San Columbano. Imagen moderna austríaca.
A este estudio dedicó gran parte de un viaje por Europa que emprendió por prescripción facultativa en 1846 y durante el cual su salud no mejoró: al revés, contrajo unas peligrosas fiebres en Italia. 
A juzgar por las afectuosas páginas de su mujer, Samuel Ferguson fue siempre un hombre enfermizo, aunque resignado y alegre.
Nunca publicó ni elaboró las abundantes notas que había tomado en su viaje por Europa. El destino reservaba para su gran amiga Margaret Stokes el escribir dos interesantes libros de viajes, llenos de erudición, sobre las andanzas y hazañas de aquellos peregrinos por tierras germánicas e italianas.  Pero la expedición no le resultó inútil. A su regreso en 1847 coincidió en un salón con una joven a la que fascinó con el relato de su excursión. También, si hemos de creerla a ella misma, con su belleza y encanto, que se le entraron por los ojos a la primera. La muchacha compartía sus aficiones arqueológicas y tanto congeniaron que el encuentro acabó en boda en 1848. Como ella era una joven acaudalada -ella misma lo escribe con sinceridad, aunque con delicadeza-, le costó algún tiempo fiarse de las intenciones de Samuel. A su padre, todavía más. 
Es de creer que las dificultades de Samuel Ferguson se aliviarían tras su matrimonio. La novia era Mary Catherine Guinness, perteneciente a la importante familia de los Guinness, financieros, políticos y destiladores de cerveza, acaso más famosos en el mundo entero por esta que por ninguna otra de sus actividades. Catherine era notable escritora, interesada desde niña por las antigüedades de Irlanda (Publicaría, en 1868, una historia de la Irlanda anterior a los normandos). Colaboró con su marido en numerosos trabajos y escribió más tarde su biografía, donde retrata el ambiente entusiasta de aquel primer renacimiento cultural irlandés, que reunía a una notable pléyade de artistas y sabios: el doctor Stokes, padre de Whitley y Margaret, famosos investigadores de las antigüedades célticas, James Clarence Mangan el poeta, Robert Perceval Graves, erudito, tío de otro importante intelectual, Alfred Perceval Graves, cuyo hijos fueron Robert y Charles Patrick Graves, y otras muchas figuras de relieve. Más tarde también haría amistad con el matrimonio Wilde (los padres de Oscar).
Dilettantes se disponen a dar un paseo en burro. Así podemos imaginar
las excursiones arqueológicas de Ferguson y sus amigos.
Como Samuel Ferguson pasó una vida sin lances ni acontecimientos novelescos, la biografía es un curioso desfile de personajes que tuvieron amistad con él.
Ferguson estudió los monumentos megalíticos, dándose cuenta de que no fueron obra de los antiguos celtas ni, probablemente, de poblaciones finesas anteriores (teoría bastante extendida por entonces); se apasionó por las inscripciones oghámicas e inventó un sistema para hacer calcos de ellas y poderlas transcribir con mayor precisión.
En Bretaña hizo amistad con Villemarqué, autor de Barzaz Breiz  y principal impulsor del renacimiento nacional bretón, cuyas ideas panceltistas debían de sonar un tanto extravagantes a los oídos del devoto súbdito de la reina Victoria que era Ferguson. Lo mismo que sus sus deseos de ver florecer una gran literatura nacional en irlandés.
Otros estudiosos, más próximos al nuevo positivismo que el romántico Villemarqué, también se encontraban entre sus amigos: el celtista D'Arbois de Jubainville y Gaidoz, fundador de la Revue celtique y de la revista Mélusine, dedicada al estudio del folclore.
A pesar de su amistad con varios simpatizantes de la Joven Irlanda, movimiento que acabó cuajando en un levantamiento revolucionario (uno más de los que agitaron Europa en 1848), Ferguson se apasionaba por la edad heroica gaélica como por algo pasado y ajeno. Sin mucho exagerar, se podría comparar su entusiasmo con el de su contemporáneo Longfellow por las leyendas de los pieles rojas.
Ferguson compartía, sin embargo, algunas ideas con los revolucionarios y no era insensible a la tragedia causada en el país por las crisis de subsistencia que precipitaron el estallido de la revuelta. Tras su fracaso, fue el defensor de uno de sus principales impulsores, el médico poeta Richard Dalton -o D'Alton- Williams, acusado de traición, que resultó absuelto.
Esto no debe impedir que uno perciba en la actitud de Samuel Ferguson, a lo largo de toda su vida y obra, un regusto de autocomplacida y paternalista superioridad frente a los irlandeses gaélicos.
Sir Samuel Ferguson en sus últimos años.
No sé si es igual que la del colonizador que obsequia al colonizado los beneficios de la civilización, pero la recuerda mucho. Un colonizador bueno y filantrópico que pretende velar como buen pastor sobre unos colonizados sanos, bien alimentados y felices.
No es esto obstáculo para que la literatura de Ferguson, y en particular la de asunto épico antiguo, haya contribuido a la creación de un edificio ideológico, mítico, que luego sería adoptado con entusiasmo por los constructores de la Irlanda independiente. Seguramente a él no le habría hecho nada feliz este efecto, porque en sus últimos días preveía la independencia de Irlanda y la temía, pero eso es cuestión de escasa importancia.
A la crítica contemporánea (y, lo que es peor, al público), como demuestra Peter Denman, le hicieron poca gracia esos ensayos de poesía narrativa. Tal vez porque en su origen se encuentra el afán de dotar a una nación de su propia Historia, y ya se ve adónde puede llevar eso. Ferguson tuvo el mérito de permanecer fiel a sus convicciones estéticas, a pesar de la indiferencia de los lectores. Le bastaba con el público escogido de su pequeño y amistoso círculo de eruditos.
También entre nosotros, en Galicia precisamente (y menciono ese caso no porque sea el único, sino porque es el que conozco), se sintió dolorosamente esa aporía: no puede haber nación sin Historia, cuando se cree, como los historiadores románticos, que una nación es una criatura viva, hija y fruto de su pasado. Pero a la vez no puede haber Historia sin que exista una nación como sujeto colectivo de ella.
La reflexión que se impone es que esa Historia existe, pero está oculta o ha sido robada, escamoteada. Ferguson lo afirma así. La tarea del historiador, la del poeta (no tan distintos a ojos de un hombre de su tiempo como a los nuestros), debe pues consistir en restaurar esa Historia para que pueda cumplir su misión.
Aquellos románticos y sus sucesores decimonónicos ya sabemos cómo restauraban: recurriendo a su propia intuición imaginativa donde los datos faltaban. Trataban a la Historia lo mismo que a las ruinas de las antiguas catedrales.
Es de notar (y vuelvo a recordar el caso gallego) que esa hambre de Historia trae aparejada una sensibilidad casi mística del territorio, de la tierra y del paisaje. ¡¡No es casualidad que sea precisamente Austin Clarke, el poeta que ha servido de punto de partida a esta larga divagación, el que celebra esa unión de hombre, paisaje y leyenda!! El paisaje está borracho de leyenda como lo está de almíbar un bizcocho (ver las dos entradas anteriores). 
Pero lo que pasa por alto Clarke (y señala Denman) es que esa impregnación mítica debe mucho al esfuerzo de Ferguson y sus amigos. Como, en Galicia, al de Pondal y otros autores de menor fama. 
El impulso creador de Ferguson, de sus maestros y amigos, acabó dando su fruto. Otra cosa es que el fruto que dio no era el que Ferguson y los suyos habían previsto, ni el que les hubiera gustado. Ahora vemos que su fantaseada unión de reinos prósperos, iguales y hermanos bajo el manto imperial británico era utópica e inviable. A ellos no se lo parecía.
También es notable (lo decía al principio) su influencia en la literatura de autores posteriores como Yeats o el mismo Clarke.
El primer volumen de poemas de Ferguson, The Lays of the Western Gael,  apareció en 1864. Algunas son composiciones narrativas en verso, como las que aquí se llamaron en el romanticismo y la época isabelina "leyendas históricas". Es a estas a las que precisamente designa como lays. En el libro se mezclan obras originales, traducciones de poemas y versiones de relatos medievales. Estas resultan ser más bien recreaciones poéticas, ya que Ferguson se complacía en verter las antiguas leyendas en verso inglés. En esto seguía el ejemplo del poeta escocés Thomas Macauley, que dio forma poética, métrica, a algunas de las historias romanas contadas por Tito Livio. ¡Por versificar, incluso puso Ferguson en verso las obras de san Patricio!
Ferguson había estudiado el irlandés -no muy profundamente- y las lecturas que realizó durante aquellos cursos ejercieron honda influencia en su poesía.
A los Lays of the  Western Gaels siguieron un ambicioso y vasto poema épico, Congal, en 1872, y un segundo volumen de poesías, varias de las cuales narran antiguas sagas de Irlanda, en 1880.
En Ferguson el poeta nunca logra desembarazarse del erudito, de modo que sus poesías van arropadas y recargadas con un voluminoso aparato de notas e introducciones, constituyendo un curioso género híbrido entre lo didáctico y lo épico. Mucha de la erudición de Ferguson proviene de su laboriosa tarea en distintos archivos, que le valió, al cabo de los años, un relevante puesto de archivero. También contó con la ayuda de amigos más versados en la lengua irlandesa.
Deirdré y  Naoise. Ilustración americana de princi-
pios del siglo XX. el de Deirdre fue uno de los
relatos que versificó Ferguson.
Diré de paso que la carrera de Ferguson coincide, curiosamente, en varios aspectos con la de Murguía, el gran intelectual del regionalismo gallego. Ambos probaron fortuna en la literatura, el periodismo, la erudición, y encontraron su medio de vida en la archivística.
La leyenda del redescubrimiento de la Táin Bó Cuailnge es el primer lay de la colección de 1864. Para contarlo Ferguson se vale de las dos versiones antiguas, la de Tromdámh Guaire (ver la entrada anterior) y otra recogida en el manuscrito llamado Libro de Leinster. No es de extrañar que Ferguson utilice fundamentalmente esta, donde no interviene san Marbhán. Los milagros de santos no eran precisamente lo que más entusiasmaba a Ferguson, persona muy vinculada a la iglesia de Irlanda (iglesia reformada).
Ferguson, hombre racionalista, moderado y clasicista, rechazaba con idéntica actitud las maravillas de las antiguas vidas de santos, el neomedievalismo de los prerrafaelitas y de William Morris (Incluso el de Tennyson, coetáneo suyo) y lo que le parecían extravagancias y excesos de las antiguas sagas irlandesas. Para él, estas, en la forma en que nos han llegado (narraciones en prosa con fragmentos poéticos intercalados), no eran más que vestigios inconexos supervivientes de antiguos poemas épicos en verso unidos torpe y absurdamente mediante pasajes en prosa por compiladores tardíos, posteriores al siglo XII y a la conquista normanda.
Con su nueva redacción en verso, despojada de exageraciones y lances que le parecían de mal gusto,  Ferguson -señala el crítico ya citado Peter Denman- estaba convencido de estar restaurando el verdadero espíritu de la antigua épica irlandesa, perdido durante siglos de decadencia. Es decir, que él se veía repitiendo la hazaña de Senchán Torpeist cuando, en la narración medieval, halló el antiguo texto del cuento perdido. 
Es la misma actitud que antes señalaba ante la recreación de la Historia patria. 
De hecho, hasta la curiosidad de los personajes frente a las inscripciones oghámicas, ya indescifrables según el poema en tiempos de Guaire, reproduce de manera involuntariamente humorística la de Ferguson y su docta tertulia, cuando recorrían el país en busca de venerables vestigios de las pasadas glorias.
Y así, el héroe del Ulster y autor del poema no regresa al mundo por los conjuros mágicos ni los rezos y ayunos de los santos de Irlanda.
Muirgen, hijo de Senchán Torpeist el archibardo, personaje inventado enteramente por Ferguson, no puede regresar a casa y a los brazos de su amada sin llevar el poema consigo. Y así apela a la compasión del antiguo guerrero, que también fue enamorado y fue padre. Un rasgo de sensibilidad mucho más victoriana que propia de la Edad de los santos.
Pero ni esa tecla resulta eficaz. Lo que levanta a Fergus de la tumba es la indignación por la postración de Irlanda, debida en parte a la ausencia de una poesía propia: "los hombres sin cantares para esclavos son buenos (songless men are meet for slaves)". 
Una vez más parece que oímos el eco de la misma voz que clamaba en boca de los poetas gallegos del Romanticismo.
El desenlace es sin embargo trágico. La recitación del poema sucita la presencia fantasmal de sus héroes y causa la muerte del joven bardo, Muirgen. Su amada pronuncia una maldición por la que el cantar cae nuevamente en el olvido. La Táin sólo habría sido escuchada una vez antes de volverse a perder para siempre.
Y, de hecho, todo el poema puede ser comprendido como una invitación a la creación de una literatura irlandesa propia, con sus propios temas y formas poéticas (una repetición de la gesta de Muirgen), aunque a Ferguson no se le pasase por la cabeza que tal empeño pudiese lograrse a través de otra lengua que no fuese la inglesa.



   

viernes, 11 de abril de 2014

Porquero contra poetas

Ethna y Aidan, la joven pareja protagonista de la novela de Austin Clarke The Bright Temptation (ver la entrada anterior), en el curso de su solitaria peregrinación llegan a un ameno valle donde encuentran una cueva a propósito para guarecerse y esconderse de sus perseguidores.
No merece la pena extenderse ahora sobre el simbolismo del valle, cuna y regazo acogedor, ni menos de la cueva, seno y vientre protector de la tierra, escenario propicio a los amores, como la de Dido y Eneas, la de Acis y Galatea y otras muchas más que se podrían venir a la cabeza. 
Dido y Eneas en su cueva. Manuscrito del siglo V
Tal es la sensación de amparo que Ethna siente y expresa el deseo de quedarse a vivir allí como ermitaña según una elemental regla de su invención: pasarlo bien y hacer lo que se le antoje. Es la regla de la abadía de Thélème fundada por el hermano Jean des Entommeures de Gargantua, siete siglos después de Ethna.
Como suele suceder en estas novelas de Clarke, cada lugar es significativo, como si fuese un hipervínculo que remite a los personajes (y por tanto al lector) a un episodio mítico o legendario de la antigua Irlanda. Aquí son dos; uno, de los tiempos del paganismo: la infancia de Deirdre custodiada por Leborcham en su casa del bosque, y otro ya de tiempos cristianos: la conversación entre san Marbhán y el rey Guaire.
Guaire, rey de Connacht proverbial por su generosidad, ya ha aparecido repetidamente en etas entradas. 
Marbhán es conocido fundamentalmente por dos textos medievales, una narración y un poema lírico dialogado, al que su editor Kuno Meyer dio el título de Rey y Ermitaño, y que por su emocionante sentimiento de la naturaleza ha sido recogido en distintas antologías y comentado por autores de la talla de Kenneth Jackson o Gerard Murphy.
Del poema, que parece datar del siglo X, no hay más que una copia tardía y defectuosa, de principios del XVI. 
En las primeras estrofas el rey Guaire se dirige a san Marbhán, su medio hermano, al que le ha llegado la hora de hacer testamento, preguntándole por qué prefiere dormir al raso, en el campo, en vez de en una cama decente.
Marbhán, cuyo nombre significa "Muertecito" -tal vez esté a las puertas de la muerte y por eso debe testar: en todo caso ha muerto para el mundo, por el hecho de haber renegado del siglo y haberse acogido al bosque, espacio ajeno al cosmos- comienza por legar a distintos santos sus pertenencias: su taza, su animal de compañía favorito, su cuchillo, su garrota, su choza, su zurrón, un objeto que no se sabe qué es llamado "spedudhud"... A continuación, se explaya en la descripción de las delicias de su vivienda eremítica. Entre fresnos, avellanos, manzanos, brezos y madreselvas, un gran tejo sostiene el cielo y el roble desafía a la tormenta. La hiedra se enreda en los troncos... Ante unas admirables vistas de Connacht, acuden a visitarlo los habitantes del bosque: el mirlo, como una dama vestida de negro, viene a cantarle, los ciervos retozan en los arroyos donde verdean los berros y nadan salmones y truchas; cabras, cerdos, zorros, jabalíes y tejones pasean, juegan o remolonean alrededor. ¡El bosque es un gran banquete!: manzanas, serbas, endrinas, arándanos, fresas, uvas de perro, bellotas, nueces, mejorana, ajos silvestres, avellanas, ácoros, huevos, miel. Pero también es un concierto: junto a mirlos, petirrojos y cuclillos, abejas y abejorros, patos, cisnes y gansos, trogloditas, pájaros carpinteros, garzas, gaviotas, urogallos, el mugido de las vacas, la música del viento y del agua. Nada tiene que envidiar, en suma, el ermitaño al rey.
Este poema pertenece a un conjunto lírico de poemas celebración de la vida solitaria en la naturaleza verdaderamente excepcional en la Edad Media por su temática, su mística cósmica y su sencillez formal. Algo muy característico de la literatura irlandesa. Kenneth Jackson los estudia en su clásico libro de 1935 Studies in Early Celtic Nature Poetry.
La relación con la naturaleza no era tan seráfica como
la pinta la poesía. Escena de caza en la interpretación
dieciochena de una estela picta.
El espíritu de pobreza, de alegría y de fraternidad universal extendida no sólo a los hombres, sino a la creación entera, parece anunciar lo que serán tres siglos más tarde los ideales franciscanos.
El segundo texto, también justamente famoso, se llama Tromdámh Guaire, algo así como La panda de pesados o de gorrones de Guaire; también conocido, aunque menos, por Imtheacht na Tromdáimhe, La incursión de los pelmazos o gorrones. Con este título apareció la primera edición moderna, obra de Owen Connellan, un estudioso del siglo XIX. Ya en el XX fue editada por Maud Joynt.
Maud Joynt fue uno de los muchos personajes pintorescos que dio Irlanda a finales del siglo XIX y principios del XX.
Pertenecía a una familia de origen francés y de credo metodista. Su padre, que era cirujano, ocupó un alto cargo en la administración sanitaria británica en la India, donde pasó Maud parte de su infancia, aunque se duda si nació allí o en Irlanda, en Ros Comáin (Roscommon). Siendo muy niña, aprendió con su padre el griego clásico y con su niñera el hindi. Cuando la familia regresó a Irlanda Maud se hizo maestra y empezó a estudiar el sánscrito, el galés y el irlandés antiguo y moderno, viajando a las zonas donde se conservaba el idioma. También conocía el alemán y otros idiomas modernos.  Trabajó como lexicógrafa, traductora y editora de textos medievales, pero también  le interesaron la pintura, la filosofía y la espiritualidad. Era radicalmente feminista. Se la tenía por teósofa y "medio budista". Era vegetariana, dormía en una cama de campaña y no calzaba más que sandalias. 
Veo ahora aquí que existía en Dublín una larga tradición vegetariana, y que el vegetarianismo solía coincidir con el esoterismo  y también, por otro lado, con el movimiento independentista.
Hay que añadir a todo esto su aspecto: era muy bajita y su rostro y actitud siempre traducían una paz extática y como de otro mundo, fácil de confundir con una inexpresividad glacial. Según se cuenta, la gente de los pueblos donde solía acudir a perfeccionar su manejo del irlandés la consideraba un bicho raro y amablemente la tomaba a chirigota.
Aunque fue poco lo que escribió, basta su colección de antiguos cuentos irlandeses The Golden legends of the Gael para demostrar que era una autora nada desdeñable.
Pero volviendo a san Marbhán: cuenta el Tromdámh Guaire que a la muerte de Dallán Forgaill, a quien se atribuye el largo y oscuro poema encomiástico Amhra Coluim Cille, elogio de san Colum Cille, heredó su puesto de archipoeta irlandés Senchán Torpeist. 
Una imagen del bardo romántica, como Moisés
céltico. The bard , por Benajmin West (1778).
Si es muy posible que parte de la obra de Dallán se nos haya conservado, nada nos ha llegado de su sucesor. Lo primero que hizo el nuevo rey de poetas fue, a la cabeza de una numerosa tropa de bardos con sus respectivas familias, presentarse en Durlas, la corte del rey Guaire, famoso por su generosidad.
La visita de los poetas era para echarse a temblar, dado lo excesivo y caprichoso de sus exigencias. Podían arruinar al más acaudalado en pocos días y quien les negase el menor capricho se exponía a ser víctima de sus sátiras. Esto no solo acarreaba el ridículo y la deshonra, sino que podía provocar verdaderas enfermedades: en particular, tumores repugnantes en la cara que incluso llegaban a ser mortales. Es cierto que si la sátira era injusta el propio poeta caía bajo su propia maldición (de manera que le convenía pensárselo dos veces), pero esto no libraba a la víctima del dicterio.
Guaire recibió a los gorrones con la magnificencia que lo caracterizaba pero los poetas no quedaron contentos y no tardaron en exigir sus antojos estrambóticos. Empezaron, no poía ser de otra manera, las mujeres. Por suerte, el rey contaba con su medio hermano Marbhán, "primer profeta del cielo y de la tierra", que se había hecho porquero del rey para poder llevar vida retirada y solitaria en los bosques.
Aparte de por su nombre, que ya he comentado, por este oficio de porquero se relaciona inequívocamente el personaje con el Más Allá. A lo largo de estas entradas nos has ido saliendo una y otra vez los porqueros. Hay que recordar que el mismo san Patricio fue porquero. El cerdo era un animal cargado de sacralidad para los galos, britanos e irlandeses; probablemente para todos los celtas. Y también entre otros indoeuropeos: en el momento del rapto de Proserpina, un porquero, Eubuleo, estaba presente; la tierra, al abrirse, se tragó su piara. En memoria de eso, las mujeres griegas arrojaban cochinillos en sacrificio a pozos consagrados a Proserpina y Deméter, su madre, durante la fiesta de las tesmoforias. Al cabo de algún tiempo, los restos podridos se recogían y utilizaban como abono divino. Eubuleo se convirtió en un dios importante en el culto de Eleusis y se lo identificaba con Hades y Plutón; también con Dionisos. Según indica Kerenyi, probablemente Eubuleo fuese el autor material del rapto en una versión antigua del mito.
Cabeza de Eubuleo. Copia de un original
de Praxíteles. 
En el mito griego, pues, también se relaciona estrechamente el porquero con el reino de los muertos.
Marbhán hace en el relato de los bardos pedigüeños el papel del auxiliar ingenioso, a veces sobrenatural, de los cuentos tradicionales, que resuelve los problemas o retos que debe superar el héroe.
Uno de los primeros antojos fue que Marbhán matase a su cerdo blanco, animal de compañía que le servía de pastor, de callista y de músico, para sacarle las mantecas. Sus lengüetazos curaban las heridas y durezas de los pies y cantaba mejor que los mirlos de manera que Marbhán lo usaba para conciliar el sueño cuando estaba insomne. Era el mejor amigo de su amo. La viuda de Dallán quería su gordura para darse friegas en la espalda, pero no le prestaron, porque el caballo en que iba montada se cayó, aplastándola.
Harto de las exorbitantes exigencias de los poetas y rencoroso por la muerte del cerdo blanco, san Marbhán se presentó en los aposentos que les habían dispuesto. Comenzó entonces un torneo de preguntas y respuestas entre uno y otros. Marbhán fue venciendo a todos los poetas y rindiéndolos por cansancio. Del esfuerzo, al propio Senchán se le saltó un ojo, que el santo le volvió a poner milagrosamente en su cuenca por temor al enfado de Guaire, bajo cuya hospitalidad y protección estaban al fin y al cabo (este milagro de la restitución del ojo a su órbita ya nos ha aparecido en la vida de otros santos; el más famoso probablemente san Guenole). Al final los retó a recitar la Táin bó Cuailngé. Así se titula el principal relato épico de la Irlanda medieval. En época de Senchán Torpeist estaba olvidado y perdido y ninguno de los poetas era capaz de recordarlo entero. Marbhán les impuso los geasa de no poder componer poemas ni dormir dos días bajo el mismo techo hasta que no lo consiguiesen. Así se deshacía de ellos para siempre.
Los poetas partieron a Escocia en busca del cantar perdido. Por el camino se encontraron con un leproso.
-Buen hombre, ¿está lejos la corte de Laiginn?
-Ahí cerca.
-¿Nos dejaría el rey un barco para pasar a Escocia?
-Sí, a cambio de un cantar que compongáis en su honor.
-Eso no podemos hacerlo, por culpa de una maldición que nos han echado.
-No os preocupéis: yo os lo hago. Pero no os saldrá de balde.
-¿Qué pides?
-Un beso en la boca; un beso de vuestro jefe.
Baño de un leproso: Naamán. Esmalte del siglo XII.
Senchán recordó entonces que aquella era una de las maldiciones de Marbhán, irritado por su soberbia: "¡Así te veas morreándote con un leproso!"
Y comprendió que tenía que pasar por ahí.
El leproso es otro personaje que se mueve en la tierra de nadie, entre dos mundos. Es un muerto en vida, pertenece a una sociedad aparte cuando no es directamente un solitario, un ermitaño voluntario o forzoso. Y, como en el caso de otros marginados, su avidez sexual era proverbial. También es cierto que se le prestaba a la lepra un origen sexual, viéndose en ella más castigo que enfermedad...
Senchán estuvo buscando el poema por Escocia durante todo un año, y nada. Al volver a Irlanda, se encontró con un santo, san Caillín, que era hermano de madre suyo. Senchán se alegró mucho y empezó a contarle sus tribulaciones.
-¿Qué me vas a contar que yo no sepa? ¡El leproso del morreo era yo!
-¿Qué dices?
-Lo que oyes. Era un escarmiento que Dios te mandaba por ser tan creído. Y para que te enteres, habéis hecho el viaje a lo tonto, porque el único que sabe algo de la Táin es precisamente san Marbhán. 
Cuando preguntaron al santo porquero, contestó este:
-Ni entre los vivos ni entre los muertos hay quien se sepa el cuento bien, como no sea Fergus mac Roi, que tomó parte en los hechos.
-¡Dónde estará ya! ¿Cuántos siglos hace de esa guerra?
-Dios todo lo puede, y más si se lo pedimos los santos de Irlanda, que somos muchos, todos a una. 
Se invitó a todos los santos que se pudo y, reunidos ante la tumba de Fergus, se pusieron a rezar hasta que Dios le permitió alzarse de la tumba. Era tan alto que su voz no llegaba a oídos de los hombres cuando estaba de pie y tuvo que sentarse para que lo oyesen. Iba recitando y san Ciarán de Cluain lo cogía al dictado. Cuando terminó, cansado, el héroe se volvió a su tumba.
Hasta aquí la historia de los poetas gorrones y la recuperación de la Táin.
Este cuento ha gozado de cierta fortuna literaria en tiempos modernos.
Pero de eso hablaré otro día.


miércoles, 2 de abril de 2014

Frustración o revoltijo (The Bright Temptation)

La pista de Éithne, santa de la mítica estirpe de los Tuatha Dé Danann, nos condujo a la novela de Austin Clarke El sol baila por Pascua. Baile del sol, júbilo danzarín que también se da por estas tierras, en unos sitios por pascua, en otros por san Juan... 
Es esa la última novela de Clarke y data de 1952. Despertada la curiosidad, me dio por acudir a la primera, The Bright Temptation, de 1932. 
Ilustración de Ruth Brandt para The Bright Temptation, (1965).
A pesar de los veinte años transcurridos entre una y otra, las novelas se parecen. En las dos se trata de una pareja, más joven y casi niña en esta primera, que a lo largo de una peregrinación de iniciación amorosa va recorriendo un territorio, un paisaje marcado por distintos hitos que son referencias míticas al mundo de los dioses y héroes paganos (aquí, insistentemente, los fianna de Fionn mac Cumhail y la huida y persecución de Darmaid y Gráinne, relato antecesor de Tristán e Isolda). Las andanzas y milagros de los primeros santos del cristianismo insular se confunden en el mismo tiempo primordial con las maravillas de aquellos otros héroes.
Esta es la lección que se extrae del la leyenda de santa Éithne: que unos y otros no pertenecen a mundos separados y estancos.
La clara y simétrica estructura que se deja ver en El sol baila por Pascua, con sus dos ampliaciones narrativas, una sobre santa Éithne y otra sobre el rey transformado en macho cabrío, no aparece en la primera, que da la sensación de vértigo y desconcierto de un torbellino que arrastra sin tregua a los personajes en un constante rebotar de peripecias, como pedruscos rodando cuesta abajo. Las aventuras que se suceden sin descanso: pérdidas, reencuentros, prisiones, desapariciones, secuestros, recuerdan al ritmo acelerado de la novela bizantina.
Es verdad que la leyenda de los santos no desdeñó verterse en el molde de la novela griega, de lo que es prueba la de san Eustaquio, reconocible en la novela de El caballero Zifar
Una nítida bipartición divide la realidad en dos espacios: uno disciplinado, luminoso y tranquilizador: el del claustro, ordenado en horario, calendario, paisaje y arquitectura según la regla, y el otro desquiciante, caótico y nocturno del mundo profano, donde habitan las pasiones y los demonios. El bosque y el pantano, espacios limítrofes entre nuestro mundo y el Más Allá, tierras de nadie que no acaban de pertenecer a ninguno de los dos, son muestras extremas de esta geografía caótica, poblada de seres a medio camino entre lo humano y lo monstruoso, como los guerreros errantes, capaces de las más asombrosas proezas, los cortadores de turba, que parecen pedazos arrancados de la tierra o el Prumpolawn (Escarabajo), que fue un forzudo al servicio de un santo, como san Maccarthinn de Cloghar, el compañero de san Patricio.
La turbera no pertenece ni a este mundo ni al otro. Turbera, por
 Kitty Kielland.
Clarke para explicar esta jungla a la que subyace un orden misterioso se vale ya aquí del símil del aparente desorden de las miniaturas medievales, pobladas de hojarasca y monstruosas sabandijas pintorescas.
Por supuesto que cabe una lectura jungiana de estos dos mundos: el profundo, tenebroso y aterrador de las profundidades y el diáfano y geométrico del individuo racional y civilizado. Pero he aquí que según Clarke la seguridad y la paz del primero se pagan con la ablación de aspiraciones, deseos y posibilidades que constituyen la verdadera riqueza del individuo y dan sentido pleno al mundo. La síntesis está en el amor, espiritual y sexual.
Clarke, proyectando un tanto anacrónicamente la psicología colectiva de la Irlanda de su tiempo a la época de su novela, culpa a esa elección empobrecedora de la Iglesia de muchos de los vicios y taras de la sociedad contemporánea. La moral cristiana basada en la frustración conduce a la locura. Esta es una idea que repite machaconamente.
En este sentido, la prohibición por la censura irlandesa de esta novela de la tentación (en la que se nos anima a caer pintándola con los más líricos, inocentes y seductores colores y brillos) es mucho más comprensible que la de la última, aunque no reluzca tan luminosa, atractiva y clara la seducción del mundo pagano. Pero sí hay una visión sarcástica de la época heroica del primer cristianismo irlandés con su (supuesta) rigidez moral rayana en lo ridículo, especialmente en lo que concierne al cuerpo: esa santa Brígida que nunca se lavó los pies en presencia de nadie, por pudor...
En definitiva, lo que Clarke ve en esa rigidez es una paralizante coraza que el individuo va osificando en torno a sí para protegerse de sus propios deseos que representan lo transitorio, lo siempre cambiante y, a fin de cuentas, la disolución del sujeto en el todo, la muerte.
Para huir de ese tiempo sin asideros, una de las posibilidades es el claustro, que lo sustituye por otro rigurosamente regulado, puerta de la Eternidad.
El orden geométrico del claustro contrasta con el caos exterior.
Esto lo simboliza la figura del fraile que, embobado por el canto de un pajarito en el huerto monacal, deja transcurrir siglos, que se le antojan un instante, en ese éxtasis. La versión irlandesa de esta historieta tan difundida universalmente aparece recogida en 1870 en el libro The Fireside Stories of Ireland, de Patrick Kennedy (puede leerse en Internet Archive)
El huerto monacal es imagen del Paraíso, mundo idealizado que sólo puede mantenerse a base de tensión, de disciplina, de lucha contra las malas yerbas que acechan alrededor.
Claro que el contacto con la eternidad (ya sea por el amor o por la fe) no esta libre de peligros: el fogonazo puede ser mortal, como en la leyenda piadosa de las princesas Eithne y Feidlimid, convertidas por san Patricio y partidas inmediatamente a disfrutar del reino del Cielo recién conquistado. Este es también el destino que solía esperar a los grandes personajes que desembarcaban del mundo mitológico: santa Éithne, santa Lí Ban, los hijos de Ler...
En la novela, la meta de los personajes es una comunidad de monjes de vida recoleta, de los que se llamaron céilí Dé, "Compañeros de Dios". Este movimiento de renovación monástica se produjo en Irlanda en el siglo VIII y acabaron con él poco después las invasiones vikingas.
Tras las tapias del convento, gusanea la incesante destrucción de la que se nutre la no menos continua creación de nueva vida. La naturaleza en constante putrefacción y regeneración, cuyo símbolo bien pudiera ser el caldero de los Tuatha Dé Danann, al que eran arrojados los guerreros heridos o muertos para resurgir en plena forma.
A nadie se le pasará por alto que el tal caldero, antiquísimo símbolo (tal como lo estudia Gimbutas) es la matriz, es la tierra y es el Grial, una vez cristianizado y cargado de significación eucarística.
La idea de la mujer a la vez terrorífica y amable, destructora y creadora, atractiva y repelente, cuaja en forma plástica en la escultura obscena y grotesca de la Síle na Gíog, frecuente en edificios religiosos o civiles de Edad Media irlandesa. El protagonista de esta novela entreveé una en la penumbra y se lleva el susto de su vida. Para Clarke, Síle na Gíog es una antigua deidad pagana convertida por el cristianismo en personaje diabólico.
Síle na Gíog en un canecillo románico de Inglaterra. Tampoco faltan en
España representaciones semejantes.
Curiosamente, esta idea del universo como contenedor de reciclaje autoalimentado de su propia materia prima es la que aparece atribuida al papa Pío VI en la Juliette de Sade y permite al pontífice convertir en valor ético supremo al crimen, en cuanto favorece el proceso natural de destrucción y creación.
Estas ideas absurdamente puestas en boca del refinado e infortunado papa (murió desterrado en Francia y depuesto por su República), amante de las artes y gobernante tibiamente ilustrado, llamaron la atención de Jacques Lacan, que se ocupa ampliamente de ellas en el libro VII de su Seminario, una ética basada en el principio de muerte, en la destrucción y recreación "siempre empezada de nuevo", como dice Valéry del mar.
Ahora bien, esta valoración ética y cosmológicamente positiva de la muerte es la que encontramos en algunas reflexiones propias del folklore.
Entre los cuentos narrados por el hojalatero nómada escocés Duncan Williamson y recientemente traducidos al castellano y estudiados por Javier Cardeña en su libro La bruja del mar, encontramos el del niño que sorprende a la Muerte cuando se dispone a llevarse a su madre. Compadecido de esta, el niño mediante un ardid encierra a la Muerte en una cáscara de nuez. Automáticamente, el mundo, incapaz de destrucción y de generación, se congela en un desesperante marasmo de sufrimiento eterno.
No tengo ahora a mano el estudio de Javier Cardeña, donde me enteraría de los paralelos de este cuento fuera de Escocia. En cualquier caso no me parece imposible que la reflexión filosófica de Sade parta de la sabiduría tradicional, de la "filosofía vulgar". Una manera de pensar emparentada con esta es la de Menocchio, el molinero hereje perseguido y finalmente ajusticiado en la hoguera. Este es a quien estudia Carlo Ginzburg en su famoso libro Il formaggio e i vermi.  Menocchio consideraba el mundo como una masa en fermentación de la que surgían por un proceso natural las criaturas, como gusanos del queso.
Pío VI come queso. Estampa popular
del siglo XVIII
Será casualidad, pero el queso, lo mismo que el caldero, es representación de la feminidad en la simbología imaginaria.
Afirma Lacan, hablando de esta necesidad insoslayable de satisfacer la llamada de la destrucción, que determinados pueblos sabios han tenido la habilidad de encauzarla mediante la institución del "potlatch" o concurso de obsequios, donde inmensas cantidades de riquezas se consumen sin más propósito que el de su propia destrucción. Habría que añadir a la lista la celebración de fiestas costosísimas a cargo de un individuo voluntario o no, como las bodas neocaledonias, los juegos rituales en la antigua Roma, y otros vestigios actuales como el derroche en ritos religiosos o de origen religioso (procesiones, comuniones, fallas...).
En la antigua Irlanda había una institución curiosa, el bruiden, hostal donde se acogía espléndidamente a los viajeros y se los colmaba de regalos valiosos (al menos tal aparece en la literatura) hasta el punto de que el que estaba al cargo del establecimiento a menudo acababa en la miseria.
Desde luego, una de las características del buen monarca era el despilfarro y la disposición a repartir presentes con buena cara por doloroso que le resultase desprenderse de ellos.
Uno de los reyes más proverbialmente generosos fue Guaire, rey de Connacht allá por el siglo VII, con el que ya nos hemos encontrado repetidamente a lo largo de estas entradas. Esta ya va siendo larga y voy a cortarla aquí, prometiéndome continuarla pronto con Guaire como asunto, porque aunque indirectamente, Guaire viene a cuento de esta novela.
Y es que si no aparece en ella una larga narración hagiográfica como la de santa Éithne que sale en El sol baila por pascua, son constantes las alusiones a las leyendas de los santos, lo que sin que requiera del lector un buen conocimiento de la  leyenda áurea irlandesa permite una lectura más grata al que lo tenga.
Y el primero de los santos citados en que me va a apetecer detenerme es hermano de Guaire.


domingo, 16 de marzo de 2014

Dioses, ángeles, genios y santos. El sol baila por Pascua.

Días atrás hablaba de san Naile o Natal y lo hacía a propósito de santa Éithne, tomando por motivo el que ambos santos se dan cita en las páginas de la novela de Austin Clarke The Sun Dances at Easter, El sol baila en pascua.
De hecho el eje -eje espacial- de la novela es la peregrinación a la fuente milagrosa de san Naile de los dos jóvenes personajes principales: Orla, una casada atormentada por su esterilidad, y Enda, aspirante a clérigo y fraile de un monasterio.
La peregrinación, a campo traviesa como dice la propia palabra -per agros-, es a la vez (como Dios manda) un viaje espiritual o camino de perfección que culmina en un estado superior de conocimiento.
La vida y el culto de los santos y los mitos de los antiguos dioses están presentes constantemente en la narración como lo están en la mente y conversación de los personajes, pero no sólo allí, puesto que intervienen realmente en el curso de sus vidas y son ellos los que mueven sus hilos y los atraen con más o menos picardía a su propio terreno, como fichas de un juego que los trasmuta y enaltece.
El tablero de este juego, el mundo, se deshoja en distintos planos que no están aislados unos de otros ni carecen de pasadizos para comunicarse. Uno de ellos es la narración, porque el acto de contar da realidad al cuento y lo trae como de los pelos a presencia de los que relatan y oyen.
Los Tuatha Dé Danann viajaban en las nubes. Ossian invocando
a los dioses,
por François Gérard.
En la antigua Irlanda el paisaje contaba, como puntos de referencia, con episodios de la mitología. Algo semejante pasaba en Grecia, como vemos leyendo a Pausanias. El irlandés se orientaba sabiendo que en tal sitio combatieron a muerte los toros de la Táin (la gran epopeya), más allá murió Macha extenuada por su carrera contra los caballos del rey y en el otro lado desembarcaron de sus nubes los Tuatha Dé Danann cuando comenzaron a adueñarse de la isla.
Esta íntima asociación de cada elemento del paisaje con seres y acontecimientos míticos, que tan bien supo captar poéticamente en Galicia, entre otros, Pondal (aunque para él se tratase ya más de un artificio poético romántico que de una vivencia religiosa, pero quién sabe), había dado pie en la Edad Media irlandesa a todo un género literario, el dindsenchus o explicación de topónimos, que se cultivó al menos desde el siglo IX al XII, recogiendo ciertamente conocimientos muy anteriores.
Los santos cristianos, sus vidas y milagros, heredaron esta función de marcar determinados puntos del territorio, sin por ello desplazar a las narraciones anteriores.
No lejos, pues, de donde los Tuatha Dé Danann se apearon de sus nubes comienza el viaje de Orla, la protagonista de la novela. Al principio de su camino ve las aguas de Loch Conn, en una de cuyas islas sufrió martirio san Cellach. Loch Conn había brotado de las pezuñas de un ciervo que huía de Fionn mac Cumhail, el Fingal de Macpherson, que le daba caza. Siglos después de la muerte de los Fianna, en tiempos del rey Guaire, en el siglo VII, Loch Conn albergaba a un monstruo feroz, perro acuático salvaje al que daría muerte el vengador de san Cellach, Cú Coingelt, héroe que debe precisamente el nombre por el que se lo conoce a aquella hazaña ( significa "perro"). 
Y si la meta de Orla es el manantial milagroso de un santo, lo que le da el impulso de partida es la aparición de un personaje pánico que resulta ser el dios Óengus Mac Óg, en persona hijo de Dagda y tradicionalmente considerado como el Apolo celta, pero más recientemente relacionado por Bernard Sergent con Hermes.
Hermes, Pan, ninfas y embriaguez forman parte del mundo numinoso
evocado por Austin Clarke. Relieve griego del siglo IV antes de Cristo.

Óengus, como un dios de la epopeya homérica, es quien gobierna a los personajes, los guía o despista, se divierte jugando con ellos mientras los encamina al destino que les tiene planeado.
Maravillados, los hombres asisten al ir y venir de los seres sobrenaturales (cuando les place dejarse ver), sin poder a veces distinguir si se trata de ángeles o del pueblo del síd, los antiguos dioses, que son demonios para la nueva fe. 
Enda, compañero de viaje de Orla, se encuentra bajo la influencia y protección de san Fechin, fundador del monasterio de Favoria o Fore, donde el joven clérigo estudia. Favoria era un monasterio especialmente famoso por su escuela de miniaturistas y escribas. Austin Clarke, el autor de la novela, se sentía atraído y fascinado por el arte de estos minuciosos pintores medievales irlandeses que trabajaban en el límite de la abstracción geométrica y la figuración. También aparecen los miniaturistas en su primera novela, The Bright Temptation.
El segundo epígrafe de esta The Sun Dances at Easter es de Rémy de Gourmont y se refiere precisamente a ese hormigueo de personajes diminutos que pueblan las páginas de algunos manuscritos cuya decoración hace difícil a los ojos del inexperto discernir la estructura del texto que se oculta bajo la hojarasca de la ilustración.
¿Dónde está el texto? Inicio del Evangelio de San
Marcos en el Libro de Kells, principios del siglo IX.

Es curioso que Clarke se acordase de Gourmont, con el que coincide en algunos aspectos, más allá de que se trata de dos autores católicos, interesados en la Edad Media y profundamente intrigados por el amor y la psicología femenina. También ambos fueron denostados y tratados con hostilidad en sus países por motivos ideológicos y literarios y anduvieron en lenguas por culpa de sus relaciones personales. Ambos, por cierto, tuvieron que ver con mujeres apasionadas por el ocultismo.
Pero, volviendo a san Fechin, apóstol de Conamara, fue según se dice un santo que, al igual que Natal (del que hablaba la última vez) tuvo mucho que ver con las aguas y las fuentes, y es fama que fue de los primeros, si no el primero, que instaló un molino fluvial en Irlanda.
Se dice de pasada en la novela que este santo solía pasarse largos ratos en oración, y lo hacía ante un barreño lleno de agua fría y con una pesada piedra en las manos, para que, si llegaba a vencerle el sueño, al empaparlo salpicándolo lo despabilase.
Fechin -dice Clarke- aborrecía el sueño, "al que a menudo acompañan muchos placeres secretos e inconfesables" (salvo en la penitencia, es de suponer): ya sabemos, pues, la opinión del santo en lo que se refiere al carácter pecaminoso de los pensamientos tenidos en sueños, cuestión bastante discutida.
En todo caso, el comentario citado como de pasada cobra todo su sentido al final de la novela cuando ambos protagonistas alcanzan en un sueño la plenitud del conocimiento y del gozo amoroso, ilícito para ellos.
Se conservan varias versiones medievales de la vida de Fechin, todas ellas tardías aunque dependientes algunas de ellas de redacciones anteriores en latín o irlandés, hoy desaparecidas.
Uno de estos manuscritos, ya dieciochesco, trae una nota marginal de quien lo copió: "Mucho ha cambiado el mundo desde los días de san Fechin, y dudo que haya sido para bien..."
Del que no es muy devoto el estudiante Enda es de san Patricio, cuyo culto considera agigantado por los intereses políticos de los poderosos Uí Neill, que se jactaban de haber favorecido al apóstol de Irlanda en sus primeros pasos misioneros.
De él se señala, curiosamente, la creencia de que se le debe la introducción de la cebada en Irlanda. Esto lo incorpora a la nómina de los santos importadores de cereales, asunto erudita y amenamente estudiado por José Manuel Pedrosa en el libro Gilgamesh, Prometeo, Ulises y San Martín (ver A vueltas con las abejas).
La leyenda de Eithne y Ceasán (de donde parten todas estas divagaciones) ocupa la parte central de la novela, con notable extensión. La santa, casi niña, de los Tuatha Dé Danann se aparece al joven monje con el fantástico atavío verde, coruscante de alhajas, que corresponde a su estirpe. Nada se nos cuenta, salvo por alusiones, de su vida en el Otro Mundo, parte esencial del relato medieval.
Gracias a ella, Ceasán descubre tanto el verdadero sentido de su vocación de pescador de almas como el poder atractivo de la tentación. Especialmente (y ahí entra en juego el gran talento lírico y plástico de Clarke) cuando la sorprende casi desnuda en sueños, a la luz de la luna que refulge en sus preseas.
Bastaría esa descripción para recomendar la lectura de la novela.
La misma ambigüedad que mantiene a los personajes suspensos entre dos mundos (si no tres) afecta al alimento milagroso que la pareja ermitaña encuentra cada día a modo de maná en el hueco de un árbol. Rebanadas de pan, manzanas, leche, todo ello divinamente sencillo y sobrenaturalmente delicioso.
Son obvias las resonancias eucarísticas, pero ¿cómo no recordar a Galatea:
"fruta en mimbres halló, leche exprimida
en juncos, miel en corcho, mas sin dueño..."?:
Y es que en efecto las ofrendas, vengan del Cielo o del síd resuenan a nuestros oídos con connotaciones clásicas y bucólicas.
Esta ambigüedad en que se cifra toda la tragedia de Eithne tiene su explicación, harto sorprendente, y consiste en que, según se desprende de la novela de Clarke, los Tuatha Dé Danann no se libran del pecado original. Así, su nostalgia de la morada paradisíaca de los viejos dioses puede concebirse como aspiración al verdadero paraíso, que se logra en la muerte.
La segunda hoja de este díptico de narraciones ajenas al cuerpo principal de la novela, aunque enlazados a él por una intrincada red de alusiones y de repeticiones, nos mete de lleno en un mundo numinoso plenamente pagano, más cerca aún de la mitología clásica.
La utilización del punto de vista de un personaje especial, víctima de una metamorfosis mágica, recuerda irresistiblemente al Asno de oro.
Como en este relato, la relación dialéctica entre el mirón y el mirado (o mirada para más precisión) cobra importancia primordial. Acteón, Semele, Psique... Mitos que actúan como metáforas de la intrépida curiosidad humana (y en esa clave, pensaría Orla, protagonista de la novela, puede entenderse también la tentación y caída de Eva), que es aspiración a la Verdad, y por tanto a lo divino.
Jordaens. Alegoría de la fertilidad-
La semejanza (acaso el parentesco) con Apuleyo es obvia, cambiando el asno por el macho cabrío (dos animales, por cierto, que comparten fama de desmesura sexual y tufo sulfuroso). El papel de Isis lo hace aquí Óengus: energía vital y amorosa que mantiene el cosmos cohesionado y en marcha.
Aquí nos sentimos mucho más en la bucólica antigua, acaso más precisamente en la de la baja latinidad,  que en los primeros tiempos del cristianismo irlandés.
Seguimos en un mundo donde bulle lo numinoso. Jacques Lacan dice cómo lo numinoso pulula y actúa por todas partes, surge a cada paso y cada uno de sus pasos deja una huella que, en resumidas cuentas, es un templo. Y esos templos son como marcadores que a su vez remiten a fábulas de las que se desprende "no sé qué desorden, embriaguez, anarquismo de las pasiones divinas". Así se expresa Lacan en el libro VII del Seminario y es exactamente la sensación que transmite la novela de Austin Clarke.
Lo más grave es que ni los propios personajes son capaces de distinguir bien entre dioses, genios, ángeles y santos. Lo que más claramente perciben es a la figura disfrazada del Amor (Óengus) que los empuja a zambullirse en una mayor intensidad de vida.
Efervescencia de lo divino que ciertamente no es exclusiva del paganismo grecolatino. Si no, véase el libro de Lecouteux sobre los númenes locales que animan casi cada palmo del paisaje. Y que, contrariamente a lo que cree Lacan, en opinión de Clarke no es más que aparentemente caótica, como las líneas y colores de las antiguas miniaturas.
Probablemente fuera este panteísmo naturalista y amoroso (presidido por la Venus de Lucrecio... o del Arcipreste de Hita), crisol de todas las fes y experiencias sagradas lo que causara la aversión de la Iglesia y la censura del libro. Mucho más, desde luego, que su erotismo ciertamente delicado y alusivo. Muy estricta o muy gazmoña tenía que ser aquella sociedad para que resultase ofensivo a oídos de personas con uso de razón.

lunes, 3 de marzo de 2014

San Natal el iracundo

Entre los santos irlandeses los había de armas tomar y uno de ellos era San Natal o Naile.
La vida de este santo se conserva en una redacción tardía, que recogió Plummer en 1925 en un volumen llamado Miscellanea hagiographica hibernica, publicado en Bruselas por los Bolandistas.
Por lo que cuenta este relato, San Naile fue hijo de Oengus mac Nadfroech, el famoso rey de Cashel convertido por San Patricio, a quien el santo durante su bautizo atravesó el pie accidentalmente con la punta herrada de su báculo. A este rey le han atribuido algunos historiadores la paternidad de Isolda la Rubia, la amante de Don Tristán: y aunque la conjetura no tiene mucho fundamento a mí me gusta creerla.
La mujer de Oengus era Éithne ingen Crimthann, que murió trágicamente a manos de sus enemigos, junto a su marido, allá por el año 490. En aquella batalla luchaba contra el de Cashel una coalición de reyes entre los que se encontraba Muirchertach mac Erca, que se enamoró de un hada o mujer del síd,  repudió por ella a su legítima esposa, expulsó a los monjes de su corte y acabó muriendo ahogado en un tonel de vino, víctima de los hechizos de su amante. Porque aquella bellísima y sobrenatural criatura, aunque estaba profundamente enamorada de él, había venido de su mundo para vengar en el rey la muerte de su padre.
Al menos, esto es lo que se cuenta en el relato llamado La muerte de Muirchertach mac Erca.
Dice la tradición que Oengus y Eithne no conseguían tener descendencia y que ya a las puertas de la vejez, después de treinta años de plegarias, la reina concibió un hijo. Este elemento folclórico no se encuentra en el texto que se nos ha conservado de su vida.
Aquel niño fue luego santo y lo invocan las mujeres que padecen esterilidad.
Una noche, Eithne se vio en sueños pariendo un perrito al que luego bañaban en una tina de leche, y aquella leche rebosando se vertía e inundaba Irlanda entera.
Sueño de  Juana de Aza. Prato, San Domenico.
Foto de Saliko, tomada de Wikimedia Commons.
Esta visión de dar nacimiento a un perro, que simboliza a un santo, se repetiría luego en Juana de Aza, la madre de Santo Domingo de Guzmán.
Curiosamente, los dos elementos se dan en el mito de Hécuba, reina de Troya, que soñó que paría una antorcha sin perro (que resultó ser Paris), pero era medio perra ella y transformada en perra acabó.
Pero, entre los celtas, el perro tenía un significado simbólico especial, del que carecía en Burgos en el siglo XII. Para la beata Juana, me atrevo a suponer, el perro era el animal dócil y fiel frente a su amo, guardián de la casa, defensor y guía de los rebaños (papel que gustaba asignarse en la Iglesia la orden dominica). Para Éithne hija de Crimthann el perro, animal del dios Lug, imagino que no habría perdido su relación simbólica con la soberanía. De perro llevaban el nombre el máximo héroe de Irlanda, Cú Chulainn y su rey Conchobar, así como otros muchos paladines: Cú Roí, Cú Coingelt... Recordemos que en irlandés no hay nombre para el lobo y que estos otros que contienen Cú y Con son los equivalentes, por ejemplo, de los germánicos que tienen Ulf o Wulf.
Nació, pues, el niño, y a la hora de bautizarlo un ángel se apareció sobre el altar mandando que le pusieran el nombre de Naile, que en latín suele escribirse Natalis.
A los siete años de edad, el pequeño Naile ya era un maestro en todas las ciencias y no mucho después sus padres decidieron enviarlo a estudiar con San Colum Cille, el hombre más sabio que se les ocurrió.
El jovencísimo discípulo se encaminó hacia su maestro escoltado por un séquito de monjes y por un escuadrón de mil ángeles que lo acompañaban volando sobre sus cabezas.
Colum Cille, viendo venir de lejos la sobrenatural procesión, salió a su encuentro. Se encontraron en una playa. Cayeron de hinojos el uno ante el otro y se dieron mutuas bendiciones.
Natal se sintió espléndido y quiso convidar a Colum Cille y los suyos; como no tenía con qué alzó los brazos al cielo y al momento las arenas se cubrieron de trigo y el mar se convirtió en un hervidero de peces donde todos pudieron coger para comer hasta saciarse.
San Antonio predicando a los peces (detalle). Azulejos portugueses
del siglo XVII.
Naile era hombre generoso y amigo de dar grandes convites. Uno de ellos, al que había convidado a muchos otros santos, tuvo lugar en tierras de San Ternoc. El banquete era espléndido, pero el agua escaseaba. Fueron a advertírselo al anfitrión, que presidía el festejo sentado al pie de una piedra hita.
-Flannan, hijo, ve a pedirle agua a Ternoc, que de él dependen estas tierras.
Pero Ternoc, que no estaba entre los invitados, se indignó.
-Mira, dile a tu jefe que para un santo como Dios manda hacer brotar manantiales milagrosos es coser y cantar. Todos hemos hecho manar fuentes a golpe de báculo. Yo, muchísimos; y los demás otro tanto. Si Natal quiere agua, que se moleste él en sacarla de la tierra...
-Yo se lo digo, pero se va a enfadar...
Flannan volvió con el recado a San Naile, que efectivamente montó en cólera.
-¡Si será el tío...!
Y furioso arrojó el báculo como si fuese una lanza, con tal fuerza que al momento desapareció de su vista.
-Flannan, coge mi copa de piedra roja como sangre y sigue la dirección del báculo. Donde lo encuentres, verás agua: recógela en la copa y la traes.
Flannan obediente salió en pos del báculo y después de andar largo trecho lo encontró hincado en una peña durísima. Sin dificultad lo arrancó de ella y por el hueco que dejó comenzó a brotar agua cristalina como por un abundante caño. Flannan llenó la copa y regresó al festín. A Natal no se le había pasado el enfado, y con la copa de agua en la mano lanzó una maldición contra Ternoc, prometiéndole mala muerte y,  tras ella, el Infierno.
-¡Yo soy el fuego que arde con fuerza,
Yo soy la serpiente que ciñe implacable,
Más afilados que la lanza cuando hiere
son mis monjes y mis reliquias!
Cuando esto llegó a oídos de san Ternoc se aterrorizó, y no era para menos. Acudió de rodillas ante San Natal a ver si le levantaba tan terrible maldición.
-Bueno, te levanto la maldición, pero sólo si te vas de estas tierras y me las cedes a mí.
-¡Eso es un abuso!
-Para que aprendas a dar de beber al sediento. Además, te advierto una cosa: que adonde quiera que pongas tu iglesia, esa tierra estará infestada de lobos y de zorros, que los muertos no podrán descansar en paz porque las alimañas revolverán las sepulturas.
-¿Ah, sí? Pues yo tendré lobos, pero tú no vas a tener ovejas. ¡Que no haya ovejas en tus tierras!
-Pues a ti no te van a faltar las ovejas, pero con menos lana que las truchas. ¡Ya te lo digo!
-Pues si esas tenemos, que os coman los ratones y las pulgas.
-Los mandaré ir al bosque y que se queden allí sin salir. Y en tus terrenos, los juncos, cuando salgan, durarán una noche, y os tendréis que acostar en el duro suelo.
-Durarán poco, pero serán tantos que, una vez cortados, llegarán los montones hasta el techo.
Así se separaron los dos santos, sin despedirse y airados el uno contra el otro.
Durante otro de los sínodos festivos que solía organizar Natal, los asistentes vieron acercase una solemne y fastuosa comitiva a caballo. La encabezaba un hermoso caballero en la primera juventud.
-¿Quién eres tú, jovencito, que vienes a esta junta de ascéticos ancianos?
-Yo, venerable maestro, soy un príncipe del Norte de Irlanda, y aunque resulte difícil de creer estoy sin bautizar aún; vengo a recibir el bautismo de tus manos.
-Eso me honra. ¡Que traigan mi almohada!
-¿Por qué traen una campana?
-Porque esta campana es lo que me sirve a mí de almohada -explicó Natal-. Y es una campana que tiene su historia. Has de saber que una vez iba navegando con sus monjes San Colum Cille, mi maestro, cuando hete aquí que ven surgir de las aguas la cabezota enorme de un monstruo marino con unas fauces como la puerta de un templo abiertas para tragárselos como quien sorbe un huevo crudo. El terror se apoderó de todos, incluso del gran santo. Y a Colum Cille no se le ocurrió otra idea que pensar en su hermano, Senach el herrero. Pero era hermano de madre solamente.
Los primeros herreros de la Historia. Manuscrito del siglo XIV.
-De todas maneras, se le podía haber venido a la cabeza encomendarse a la Virgen María o algo.
-Fue inspiración divina. Verás: en aquel mismo momento, Senach sintió que su hermano estaba en peligro, aunque no sabía cuál ni dónde, y guiado por el brazo de Dios, como tenía en aquel momento un trozo de hierro candente agarrado con las tenazas, ¡zas!, lo lanzó con todas sus fuerzas a lo lejos. Como un relámpago, la masa de hierro salió volando hasta el mar de Escocia con tal puntería que se le entró a la serpiente de mar o el monstruo que fuese (que no lo sé) por la boca y lo dejó muerto en el momento.
"Los monjes lo ataron a su barca de cuero y de mimbre y lo remolcaron hasta la playa. Le abrieron la barriga y extrajeron el bloque de hierro, que le devolvieron a su dueño. Senach lo dividió en tres partes, y de una de ellas hizo una campana maravillosa. San Colum Cille se la regaló a san Tigernach, y san Tigernach a San Molaise.
-¿Y cómo llegó a tus manos?
-San Molaise la solía usar de almohada, que de él lo he aprendido yo; y cuando estaba muriendo dijo: "Conoceréis por esta campana al que Dios quiere que sea mi sucesor". Yo fui a despedirme de aquel gran santo, y cuando estaba sentado a la cabecera de su cama la campana se escurrió de debajo de su cabeza y de un salto vino a posárseme en el regazo. Desde entonces la conservo como un gran tesoro. Y no por nada. Esta campana proporciona protección y victoria en las batallas, y lo que es más, porque se puede usar más a menudo: si la colocas en la cocina, garantiza que venga del Cielo comida para cien comensales.
-Pues sí que es una bicoca.
-Sí. Yo te voy a bautizar de las dos maneras: primero con ella y después chapuzándote en las aguas del río. Y el nombre que te voy a poner será Lua.
-Me parece muy bien.
Así se hizo, y al salir el joven de las aguas después de recibir el bautismo, tenía un pescado en cada mano.
-¡Mira lo que he pescado! ¡Esto se llama aprovechar el tiempo!
-Muy bien. El pescado es el símbolo de Cristo y Cristo, con el bautismo, te ha pescado a ti. esto que has cogido es señal de prosperidad y abundancia. Recuerda que Cristo dio de comer a una multitud con tres peces. Así que no seas ingrato ni tacaño.
-Eso no se dirá de mí. Porque yo soy un príncipe del Norte de Irlanda. Desde hoy instituyo para mí mismo y mis sucesores un tributo pagadero a ti y a los tuyos.
Corto aquí el relato para recordar a la santa que fue objeto de la anterior entrada de este blog, Santa Éithne, también pescadora prodigiosa y cómo Van Hamel ya vio en los años 30 del pasado siglo la conexión entre su leyenda piscatoria y el complejo imaginario del Graal.
Este príncipe bautizado por San Natal entra así en la serie de los reyes pescadores que adquirirán tal importancia en la leyenda medieval del ciclo de San José de Arimatea y el Graal.
Y vuelta a la historia.
-¡Qué poco dura lo bueno! -dijo San Natal-. Tú, tan entusiasta ahora, dentro de poco me traicionarás y te olvidarás de mí. Me causarás un hondo pesar y una ira más honda todavía.
-No lo digas ni en broma. Eso es imposible. Tú eres mi queridísimo maestro y te honro como sabio y santo más que a ningún hombre que esté vivo.
-Bueno, pues que siga así. Dios te bendiga.
-Adiós.
Fue el caso que, no mucho tiempo después, Lua organizó un banquete de los que dejan memoria durante siglos. mandó traer los mejores ingredientes, los más abundantes y los más variados, las viandas y bebidas más exquisitas y contrató a los cocineros más excelsos. Más que un festín, aquello parecía una feria por la abundancia y animación de los asistentes.
-Me extraña que no haya aparecido aún por aquí San Natal, con lo que le gustan estas fiestecillas.
-¡Arrea! -dijo Lua dándose una palmada en la frente- ¡San Natal! ¡Se me había olvidado completamente! Ahora sí que la hemos hecho buena... Como nos eche una de sus maldiciones... ¡Que nadie se atreva tocar un bocado de comida mientras no hayamos ido a pedir perdón al santo!
-¿Qué te había dicho yo? -dijo San Natal, triste y encolerizado, cuando tuvo ante sí al príncipe temblando y de rodillas.
-Un fallo lo tiene cualquiera...
-Ya lo sé, y por eso no te maldigo. Además tienes buen fondo. Pero has de saber que es una gran soberbia creerse que está uno a salvo del pecado y de la tentación. No hay que descuidarse ni un momento, y para que esto te sirva de lección, te pongo por penitencia que me paguéis un nuevo tributo.
En realidad, como sucede con muchas vidas de santos irlandesas, el propósito del relato entero es la justificación del cobro de unos impuestos por determinada autoridad eclesiástica o de que tenga mando sobre tal o cual territorio.
Aunque no se haya notado mucho, el motivo de hablar hoy de San Natal es su relación con la santa de la anterior entrada, Santa Éithne.
Ya he comentado que ambos se relacionan con pescados y con la pesca. Según lo que cuenta Austin Clarke, la festividad anual de San Naile se veía marcada por la aparición de una trucha prodigiosa nadando en las aguas de su fuente sagrada, y el peregrino que la veía podía confiar en la concesión de lo que había acudido a pedir.
Esta trucha no puede dejar de recordarnos al mitológico Salmón de la Sabiduría y a los dos pescados bautismales del príncipe Lua, que precisamente eran salmones según el texto medieval de la vida.
Multiplicación de los panes. Relieve
paleocristiano
Naturalmente, por asociación con el episodio evangélico de la multiplicación de los panes y los peces, el pescado adquiere connotaciones eucarísticas (en la vida de San Naile aparecen asociados los pescados de Lua a la campana del santo, especie de cuerno de la abundancia y multiplicador de alimentos) que se verán desarrolladas en el ciclo del Graal. Pero también las tiene la leche, como vimos al hablar de Santa Éithne.
Recipientes sobrenaturales relacionados con el Graal consideró Van Hamel a los de Santa Éithne, donde se ordeñaba la leche de las vacas mágicas de los Tuatha Dé Danann. A la misma categoría habría que adscribir la copa de piedra roja y la campana de la abundancia forjada por el herrero Senach.
Consultando, por ejemplo, el tratado de San Ambrosio sobre el Evangelio de San Lucas, encontramos consideraciones muy interesantes. San Ambrosio, por cierto, escribía dos siglos antes de San Colum Cille. En ese libro vemos que si tanto la leche como los panes significan el alimento espiritual (es decir, se entienden en clave eucarística), aquélla es la que se destina al que está aún débil y enfermo, o como el niño de teta que no puede asimilar otro sustento más sustancioso: exactamente como le sucedía a Santa Éithne antes de conocer a San Ceasán y pasarse al pescado.
La leche, alimento espiritual. Lactación de
San Bernardo
, pintura flamenca del siglo XV
Una cosa que llama la atención en el pasaje de San Ambrosio es lo mucho que habla de los panes y aun de la harina con que están amasados unos y otros, y lo poco que se refiere a los peces.
Sabemos, por los estudios de Sterckx, que la leche era para los celtas, al igual que para otros pueblos, aparte del alimento primordial, el fluido que transmitía la fuerza y energía vitales de generación en generación por medio de la lactancia. Es obvio lo fácilmente que se puede pasar de una concepción semejante a tomar la lactancia como símbolo de la adquisición de dones naturales como la ciencia o sobrenaturales como la gracia.
Y si la vida de Éithne (a la que pienso volver si Dios quiere) está claramente marcada por el alimento lácteo, también Naile o Natal lo está desde antes de su nacimiento, por la visión simbólica de su madre.