miércoles, 2 de abril de 2014

Frustración o revoltijo (The Bright Temptation)

La pista de Éithne, santa de la mítica estirpe de los Tuatha Dé Danann, nos condujo a la novela de Austin Clarke El sol baila por Pascua. Baile del sol, júbilo danzarín que también se da por estas tierras, en unos sitios por pascua, en otros por san Juan... 
Es esa la última novela de Clarke y data de 1952. Despertada la curiosidad, me dio por acudir a la primera, The Bright Temptation, de 1932. 
Ilustración de Ruth Brandt para The Bright Temptation, (1965).
A pesar de los veinte años transcurridos entre una y otra, las novelas se parecen. En las dos se trata de una pareja, más joven y casi niña en esta primera, que a lo largo de una peregrinación de iniciación amorosa va recorriendo un territorio, un paisaje marcado por distintos hitos que son referencias míticas al mundo de los dioses y héroes paganos (aquí, insistentemente, los fianna de Fionn mac Cumhail y la huida y persecución de Darmaid y Gráinne, relato antecesor de Tristán e Isolda). Las andanzas y milagros de los primeros santos del cristianismo insular se confunden en el mismo tiempo primordial con las maravillas de aquellos otros héroes.
Esta es la lección que se extrae del la leyenda de santa Éithne: que unos y otros no pertenecen a mundos separados y estancos.
La clara y simétrica estructura que se deja ver en El sol baila por Pascua, con sus dos ampliaciones narrativas, una sobre santa Éithne y otra sobre el rey transformado en macho cabrío, no aparece en la primera, que da la sensación de vértigo y desconcierto de un torbellino que arrastra sin tregua a los personajes en un constante rebotar de peripecias, como pedruscos rodando cuesta abajo. Las aventuras que se suceden sin descanso: pérdidas, reencuentros, prisiones, desapariciones, secuestros, recuerdan al ritmo acelerado de la novela bizantina.
Es verdad que la leyenda de los santos no desdeñó verterse en el molde de la novela griega, de lo que es prueba la de san Eustaquio, reconocible en la novela de El caballero Zifar
Una nítida bipartición divide la realidad en dos espacios: uno disciplinado, luminoso y tranquilizador: el del claustro, ordenado en horario, calendario, paisaje y arquitectura según la regla, y el otro desquiciante, caótico y nocturno del mundo profano, donde habitan las pasiones y los demonios. El bosque y el pantano, espacios limítrofes entre nuestro mundo y el Más Allá, tierras de nadie que no acaban de pertenecer a ninguno de los dos, son muestras extremas de esta geografía caótica, poblada de seres a medio camino entre lo humano y lo monstruoso, como los guerreros errantes, capaces de las más asombrosas proezas, los cortadores de turba, que parecen pedazos arrancados de la tierra o el Prumpolawn (Escarabajo), que fue un forzudo al servicio de un santo, como san Maccarthinn de Cloghar, el compañero de san Patricio.
La turbera no pertenece ni a este mundo ni al otro. Turbera, por
 Kitty Kielland.
Clarke para explicar esta jungla a la que subyace un orden misterioso se vale ya aquí del símil del aparente desorden de las miniaturas medievales, pobladas de hojarasca y monstruosas sabandijas pintorescas.
Por supuesto que cabe una lectura jungiana de estos dos mundos: el profundo, tenebroso y aterrador de las profundidades y el diáfano y geométrico del individuo racional y civilizado. Pero he aquí que según Clarke la seguridad y la paz del primero se pagan con la ablación de aspiraciones, deseos y posibilidades que constituyen la verdadera riqueza del individuo y dan sentido pleno al mundo. La síntesis está en el amor, espiritual y sexual.
Clarke, proyectando un tanto anacrónicamente la psicología colectiva de la Irlanda de su tiempo a la época de su novela, culpa a esa elección empobrecedora de la Iglesia de muchos de los vicios y taras de la sociedad contemporánea. La moral cristiana basada en la frustración conduce a la locura. Esta es una idea que repite machaconamente.
En este sentido, la prohibición por la censura irlandesa de esta novela de la tentación (en la que se nos anima a caer pintándola con los más líricos, inocentes y seductores colores y brillos) es mucho más comprensible que la de la última, aunque no reluzca tan luminosa, atractiva y clara la seducción del mundo pagano. Pero sí hay una visión sarcástica de la época heroica del primer cristianismo irlandés con su (supuesta) rigidez moral rayana en lo ridículo, especialmente en lo que concierne al cuerpo: esa santa Brígida que nunca se lavó los pies en presencia de nadie, por pudor...
En definitiva, lo que Clarke ve en esa rigidez es una paralizante coraza que el individuo va osificando en torno a sí para protegerse de sus propios deseos que representan lo transitorio, lo siempre cambiante y, a fin de cuentas, la disolución del sujeto en el todo, la muerte.
Para huir de ese tiempo sin asideros, una de las posibilidades es el claustro, que lo sustituye por otro rigurosamente regulado, puerta de la Eternidad.
El orden geométrico del claustro contrasta con el caos exterior.
Esto lo simboliza la figura del fraile que, embobado por el canto de un pajarito en el huerto monacal, deja transcurrir siglos, que se le antojan un instante, en ese éxtasis. La versión irlandesa de esta historieta tan difundida universalmente aparece recogida en 1870 en el libro The Fireside Stories of Ireland, de Patrick Kennedy (puede leerse en Internet Archive)
El huerto monacal es imagen del Paraíso, mundo idealizado que sólo puede mantenerse a base de tensión, de disciplina, de lucha contra las malas yerbas que acechan alrededor.
Claro que el contacto con la eternidad (ya sea por el amor o por la fe) no esta libre de peligros: el fogonazo puede ser mortal, como en la leyenda piadosa de las princesas Eithne y Feidlimid, convertidas por san Patricio y partidas inmediatamente a disfrutar del reino del Cielo recién conquistado. Este es también el destino que solía esperar a los grandes personajes que desembarcaban del mundo mitológico: santa Éithne, santa Lí Ban, los hijos de Ler...
En la novela, la meta de los personajes es una comunidad de monjes de vida recoleta, de los que se llamaron céilí Dé, "Compañeros de Dios". Este movimiento de renovación monástica se produjo en Irlanda en el siglo VIII y acabaron con él poco después las invasiones vikingas.
Tras las tapias del convento, gusanea la incesante destrucción de la que se nutre la no menos continua creación de nueva vida. La naturaleza en constante putrefacción y regeneración, cuyo símbolo bien pudiera ser el caldero de los Tuatha Dé Danann, al que eran arrojados los guerreros heridos o muertos para resurgir en plena forma.
A nadie se le pasará por alto que el tal caldero, antiquísimo símbolo (tal como lo estudia Gimbutas) es la matriz, es la tierra y es el Grial, una vez cristianizado y cargado de significación eucarística.
La idea de la mujer a la vez terrorífica y amable, destructora y creadora, atractiva y repelente, cuaja en forma plástica en la escultura obscena y grotesca de la Síle na Gíog, frecuente en edificios religiosos o civiles de Edad Media irlandesa. El protagonista de esta novela entreveé una en la penumbra y se lleva el susto de su vida. Para Clarke, Síle na Gíog es una antigua deidad pagana convertida por el cristianismo en personaje diabólico.
Síle na Gíog en un canecillo románico de Inglaterra. Tampoco faltan en
España representaciones semejantes.
Curiosamente, esta idea del universo como contenedor de reciclaje autoalimentado de su propia materia prima es la que aparece atribuida al papa Pío VI en la Juliette de Sade y permite al pontífice convertir en valor ético supremo al crimen, en cuanto favorece el proceso natural de destrucción y creación.
Estas ideas absurdamente puestas en boca del refinado e infortunado papa (murió desterrado en Francia y depuesto por su República), amante de las artes y gobernante tibiamente ilustrado, llamaron la atención de Jacques Lacan, que se ocupa ampliamente de ellas en el libro VII de su Seminario, una ética basada en el principio de muerte, en la destrucción y recreación "siempre empezada de nuevo", como dice Valéry del mar.
Ahora bien, esta valoración ética y cosmológicamente positiva de la muerte es la que encontramos en algunas reflexiones propias del folklore.
Entre los cuentos narrados por el hojalatero nómada escocés Duncan Williamson y recientemente traducidos al castellano y estudiados por Javier Cardeña en su libro La bruja del mar, encontramos el del niño que sorprende a la Muerte cuando se dispone a llevarse a su madre. Compadecido de esta, el niño mediante un ardid encierra a la Muerte en una cáscara de nuez. Automáticamente, el mundo, incapaz de destrucción y de generación, se congela en un desesperante marasmo de sufrimiento eterno.
No tengo ahora a mano el estudio de Javier Cardeña, donde me enteraría de los paralelos de este cuento fuera de Escocia. En cualquier caso no me parece imposible que la reflexión filosófica de Sade parta de la sabiduría tradicional, de la "filosofía vulgar". Una manera de pensar emparentada con esta es la de Menocchio, el molinero hereje perseguido y finalmente ajusticiado en la hoguera. Este es a quien estudia Carlo Ginzburg en su famoso libro Il formaggio e i vermi.  Menocchio consideraba el mundo como una masa en fermentación de la que surgían por un proceso natural las criaturas, como gusanos del queso.
Pío VI come queso. Estampa popular
del siglo XVIII
Será casualidad, pero el queso, lo mismo que el caldero, es representación de la feminidad en la simbología imaginaria.
Afirma Lacan, hablando de esta necesidad insoslayable de satisfacer la llamada de la destrucción, que determinados pueblos sabios han tenido la habilidad de encauzarla mediante la institución del "potlatch" o concurso de obsequios, donde inmensas cantidades de riquezas se consumen sin más propósito que el de su propia destrucción. Habría que añadir a la lista la celebración de fiestas costosísimas a cargo de un individuo voluntario o no, como las bodas neocaledonias, los juegos rituales en la antigua Roma, y otros vestigios actuales como el derroche en ritos religiosos o de origen religioso (procesiones, comuniones, fallas...).
En la antigua Irlanda había una institución curiosa, el bruiden, hostal donde se acogía espléndidamente a los viajeros y se los colmaba de regalos valiosos (al menos tal aparece en la literatura) hasta el punto de que el que estaba al cargo del establecimiento a menudo acababa en la miseria.
Desde luego, una de las características del buen monarca era el despilfarro y la disposición a repartir presentes con buena cara por doloroso que le resultase desprenderse de ellos.
Uno de los reyes más proverbialmente generosos fue Guaire, rey de Connacht allá por el siglo VII, con el que ya nos hemos encontrado repetidamente a lo largo de estas entradas. Esta ya va siendo larga y voy a cortarla aquí, prometiéndome continuarla pronto con Guaire como asunto, porque aunque indirectamente, Guaire viene a cuento de esta novela.
Y es que si no aparece en ella una larga narración hagiográfica como la de santa Éithne que sale en El sol baila por pascua, son constantes las alusiones a las leyendas de los santos, lo que sin que requiera del lector un buen conocimiento de la  leyenda áurea irlandesa permite una lectura más grata al que lo tenga.
Y el primero de los santos citados en que me va a apetecer detenerme es hermano de Guaire.


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