domingo, 16 de marzo de 2014

Dioses, ángeles, genios y santos. El sol baila por Pascua.

Días atrás hablaba de san Naile o Natal y lo hacía a propósito de santa Éithne, tomando por motivo el que ambos santos se dan cita en las páginas de la novela de Austin Clarke The Sun Dances at Easter, El sol baila en pascua.
De hecho el eje -eje espacial- de la novela es la peregrinación a la fuente milagrosa de san Naile de los dos jóvenes personajes principales: Orla, una casada atormentada por su esterilidad, y Enda, aspirante a clérigo y fraile de un monasterio.
La peregrinación, a campo traviesa como dice la propia palabra -per agros-, es a la vez (como Dios manda) un viaje espiritual o camino de perfección que culmina en un estado superior de conocimiento.
La vida y el culto de los santos y los mitos de los antiguos dioses están presentes constantemente en la narración como lo están en la mente y conversación de los personajes, pero no sólo allí, puesto que intervienen realmente en el curso de sus vidas y son ellos los que mueven sus hilos y los atraen con más o menos picardía a su propio terreno, como fichas de un juego que los trasmuta y enaltece.
El tablero de este juego, el mundo, se deshoja en distintos planos que no están aislados unos de otros ni carecen de pasadizos para comunicarse. Uno de ellos es la narración, porque el acto de contar da realidad al cuento y lo trae como de los pelos a presencia de los que relatan y oyen.
Los Tuatha Dé Danann viajaban en las nubes. Ossian invocando
a los dioses,
por François Gérard.
En la antigua Irlanda el paisaje contaba, como puntos de referencia, con episodios de la mitología. Algo semejante pasaba en Grecia, como vemos leyendo a Pausanias. El irlandés se orientaba sabiendo que en tal sitio combatieron a muerte los toros de la Táin (la gran epopeya), más allá murió Macha extenuada por su carrera contra los caballos del rey y en el otro lado desembarcaron de sus nubes los Tuatha Dé Danann cuando comenzaron a adueñarse de la isla.
Esta íntima asociación de cada elemento del paisaje con seres y acontecimientos míticos, que tan bien supo captar poéticamente en Galicia, entre otros, Pondal (aunque para él se tratase ya más de un artificio poético romántico que de una vivencia religiosa, pero quién sabe), había dado pie en la Edad Media irlandesa a todo un género literario, el dindsenchus o explicación de topónimos, que se cultivó al menos desde el siglo IX al XII, recogiendo ciertamente conocimientos muy anteriores.
Los santos cristianos, sus vidas y milagros, heredaron esta función de marcar determinados puntos del territorio, sin por ello desplazar a las narraciones anteriores.
No lejos, pues, de donde los Tuatha Dé Danann se apearon de sus nubes comienza el viaje de Orla, la protagonista de la novela. Al principio de su camino ve las aguas de Loch Conn, en una de cuyas islas sufrió martirio san Cellach. Loch Conn había brotado de las pezuñas de un ciervo que huía de Fionn mac Cumhail, el Fingal de Macpherson, que le daba caza. Siglos después de la muerte de los Fianna, en tiempos del rey Guaire, en el siglo VII, Loch Conn albergaba a un monstruo feroz, perro acuático salvaje al que daría muerte el vengador de san Cellach, Cú Coingelt, héroe que debe precisamente el nombre por el que se lo conoce a aquella hazaña ( significa "perro"). 
Y si la meta de Orla es el manantial milagroso de un santo, lo que le da el impulso de partida es la aparición de un personaje pánico que resulta ser el dios Óengus Mac Óg, en persona hijo de Dagda y tradicionalmente considerado como el Apolo celta, pero más recientemente relacionado por Bernard Sergent con Hermes.
Hermes, Pan, ninfas y embriaguez forman parte del mundo numinoso
evocado por Austin Clarke. Relieve griego del siglo IV antes de Cristo.

Óengus, como un dios de la epopeya homérica, es quien gobierna a los personajes, los guía o despista, se divierte jugando con ellos mientras los encamina al destino que les tiene planeado.
Maravillados, los hombres asisten al ir y venir de los seres sobrenaturales (cuando les place dejarse ver), sin poder a veces distinguir si se trata de ángeles o del pueblo del síd, los antiguos dioses, que son demonios para la nueva fe. 
Enda, compañero de viaje de Orla, se encuentra bajo la influencia y protección de san Fechin, fundador del monasterio de Favoria o Fore, donde el joven clérigo estudia. Favoria era un monasterio especialmente famoso por su escuela de miniaturistas y escribas. Austin Clarke, el autor de la novela, se sentía atraído y fascinado por el arte de estos minuciosos pintores medievales irlandeses que trabajaban en el límite de la abstracción geométrica y la figuración. También aparecen los miniaturistas en su primera novela, The Bright Temptation.
El segundo epígrafe de esta The Sun Dances at Easter es de Rémy de Gourmont y se refiere precisamente a ese hormigueo de personajes diminutos que pueblan las páginas de algunos manuscritos cuya decoración hace difícil a los ojos del inexperto discernir la estructura del texto que se oculta bajo la hojarasca de la ilustración.
¿Dónde está el texto? Inicio del Evangelio de San
Marcos en el Libro de Kells, principios del siglo IX.

Es curioso que Clarke se acordase de Gourmont, con el que coincide en algunos aspectos, más allá de que se trata de dos autores católicos, interesados en la Edad Media y profundamente intrigados por el amor y la psicología femenina. También ambos fueron denostados y tratados con hostilidad en sus países por motivos ideológicos y literarios y anduvieron en lenguas por culpa de sus relaciones personales. Ambos, por cierto, tuvieron que ver con mujeres apasionadas por el ocultismo.
Pero, volviendo a san Fechin, apóstol de Conamara, fue según se dice un santo que, al igual que Natal (del que hablaba la última vez) tuvo mucho que ver con las aguas y las fuentes, y es fama que fue de los primeros, si no el primero, que instaló un molino fluvial en Irlanda.
Se dice de pasada en la novela que este santo solía pasarse largos ratos en oración, y lo hacía ante un barreño lleno de agua fría y con una pesada piedra en las manos, para que, si llegaba a vencerle el sueño, al empaparlo salpicándolo lo despabilase.
Fechin -dice Clarke- aborrecía el sueño, "al que a menudo acompañan muchos placeres secretos e inconfesables" (salvo en la penitencia, es de suponer): ya sabemos, pues, la opinión del santo en lo que se refiere al carácter pecaminoso de los pensamientos tenidos en sueños, cuestión bastante discutida.
En todo caso, el comentario citado como de pasada cobra todo su sentido al final de la novela cuando ambos protagonistas alcanzan en un sueño la plenitud del conocimiento y del gozo amoroso, ilícito para ellos.
Se conservan varias versiones medievales de la vida de Fechin, todas ellas tardías aunque dependientes algunas de ellas de redacciones anteriores en latín o irlandés, hoy desaparecidas.
Uno de estos manuscritos, ya dieciochesco, trae una nota marginal de quien lo copió: "Mucho ha cambiado el mundo desde los días de san Fechin, y dudo que haya sido para bien..."
Del que no es muy devoto el estudiante Enda es de san Patricio, cuyo culto considera agigantado por los intereses políticos de los poderosos Uí Neill, que se jactaban de haber favorecido al apóstol de Irlanda en sus primeros pasos misioneros.
De él se señala, curiosamente, la creencia de que se le debe la introducción de la cebada en Irlanda. Esto lo incorpora a la nómina de los santos importadores de cereales, asunto erudita y amenamente estudiado por José Manuel Pedrosa en el libro Gilgamesh, Prometeo, Ulises y San Martín (ver A vueltas con las abejas).
La leyenda de Eithne y Ceasán (de donde parten todas estas divagaciones) ocupa la parte central de la novela, con notable extensión. La santa, casi niña, de los Tuatha Dé Danann se aparece al joven monje con el fantástico atavío verde, coruscante de alhajas, que corresponde a su estirpe. Nada se nos cuenta, salvo por alusiones, de su vida en el Otro Mundo, parte esencial del relato medieval.
Gracias a ella, Ceasán descubre tanto el verdadero sentido de su vocación de pescador de almas como el poder atractivo de la tentación. Especialmente (y ahí entra en juego el gran talento lírico y plástico de Clarke) cuando la sorprende casi desnuda en sueños, a la luz de la luna que refulge en sus preseas.
Bastaría esa descripción para recomendar la lectura de la novela.
La misma ambigüedad que mantiene a los personajes suspensos entre dos mundos (si no tres) afecta al alimento milagroso que la pareja ermitaña encuentra cada día a modo de maná en el hueco de un árbol. Rebanadas de pan, manzanas, leche, todo ello divinamente sencillo y sobrenaturalmente delicioso.
Son obvias las resonancias eucarísticas, pero ¿cómo no recordar a Galatea:
"fruta en mimbres halló, leche exprimida
en juncos, miel en corcho, mas sin dueño..."?:
Y es que en efecto las ofrendas, vengan del Cielo o del síd resuenan a nuestros oídos con connotaciones clásicas y bucólicas.
Esta ambigüedad en que se cifra toda la tragedia de Eithne tiene su explicación, harto sorprendente, y consiste en que, según se desprende de la novela de Clarke, los Tuatha Dé Danann no se libran del pecado original. Así, su nostalgia de la morada paradisíaca de los viejos dioses puede concebirse como aspiración al verdadero paraíso, que se logra en la muerte.
La segunda hoja de este díptico de narraciones ajenas al cuerpo principal de la novela, aunque enlazados a él por una intrincada red de alusiones y de repeticiones, nos mete de lleno en un mundo numinoso plenamente pagano, más cerca aún de la mitología clásica.
La utilización del punto de vista de un personaje especial, víctima de una metamorfosis mágica, recuerda irresistiblemente al Asno de oro.
Como en este relato, la relación dialéctica entre el mirón y el mirado (o mirada para más precisión) cobra importancia primordial. Acteón, Semele, Psique... Mitos que actúan como metáforas de la intrépida curiosidad humana (y en esa clave, pensaría Orla, protagonista de la novela, puede entenderse también la tentación y caída de Eva), que es aspiración a la Verdad, y por tanto a lo divino.
Jordaens. Alegoría de la fertilidad-
La semejanza (acaso el parentesco) con Apuleyo es obvia, cambiando el asno por el macho cabrío (dos animales, por cierto, que comparten fama de desmesura sexual y tufo sulfuroso). El papel de Isis lo hace aquí Óengus: energía vital y amorosa que mantiene el cosmos cohesionado y en marcha.
Aquí nos sentimos mucho más en la bucólica antigua, acaso más precisamente en la de la baja latinidad,  que en los primeros tiempos del cristianismo irlandés.
Seguimos en un mundo donde bulle lo numinoso. Jacques Lacan dice cómo lo numinoso pulula y actúa por todas partes, surge a cada paso y cada uno de sus pasos deja una huella que, en resumidas cuentas, es un templo. Y esos templos son como marcadores que a su vez remiten a fábulas de las que se desprende "no sé qué desorden, embriaguez, anarquismo de las pasiones divinas". Así se expresa Lacan en el libro VII del Seminario y es exactamente la sensación que transmite la novela de Austin Clarke.
Lo más grave es que ni los propios personajes son capaces de distinguir bien entre dioses, genios, ángeles y santos. Lo que más claramente perciben es a la figura disfrazada del Amor (Óengus) que los empuja a zambullirse en una mayor intensidad de vida.
Efervescencia de lo divino que ciertamente no es exclusiva del paganismo grecolatino. Si no, véase el libro de Lecouteux sobre los númenes locales que animan casi cada palmo del paisaje. Y que, contrariamente a lo que cree Lacan, en opinión de Clarke no es más que aparentemente caótica, como las líneas y colores de las antiguas miniaturas.
Probablemente fuera este panteísmo naturalista y amoroso (presidido por la Venus de Lucrecio... o del Arcipreste de Hita), crisol de todas las fes y experiencias sagradas lo que causara la aversión de la Iglesia y la censura del libro. Mucho más, desde luego, que su erotismo ciertamente delicado y alusivo. Muy estricta o muy gazmoña tenía que ser aquella sociedad para que resultase ofensivo a oídos de personas con uso de razón.

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