miércoles, 16 de enero de 2013

Un cilicio con seis patas

Foráith már ngur ngalar,
Carais már trom tredan
In grian bán ban Muman,
Íte Chluana credal.

Mucho ayudó en dolorosas dolencias,
Mucho gustó de  severa abstinencia,
El blanco sol de las mujeres de Mumu,
Ida de Cluain, la piadosa. 

El Santoral de Óengus dedica así a Santa Ida, exclusivamente, la estrofa correspondiente al 15 de Enero. Nada tiene de extrañar: Santa Ida es, probablemente, la santa irlandesa más popular y venerada después de Santa Brígida, de la que, por lo demás, era pariente lejana. Su fama se extendió más allá de su isla natal.
Santa Ida, vidriera moderna. Foto: Andreas F. Borchert.
http://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons
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Alcuino de York, hombre en quien los irlandeses no despertaban muchas simpatías, la menciona en un poema junto a Santa Brígida:
"Brigida femina santa, simul Christo Ita fidelis"
"La santa mujer Brígida, a la vez Ida fiel a Cristo", saludando la fama de ambas santas por toda la cristiandad.
Íta pertenecía a los Déisi de Mumu; era de noble estirpe. Algunas fuentes la hacen hija del rey Cend Faeladh, de los Uí Briúin (pueblo de Connacht). Estos Uí Briúin descendían de Brión o Brian, uno de los hermanastros de Niall Noígiallach hijos de Eochaid Muigmedón y de su mujer legítima Mongfind. Brión era el preferido de su madre.
Otras fuentes aseguran que Ida era nieta por parte de madre de Dallbrónach, lo que la convierte en prima de Santa Brígida. Se dice además que Fíona, la mujer irlandesa del rey Oswiu de Northumbria y madre del gran Aldfrith (llamado en irlandés Flann Fíona mac Ossa), que reinó desde el 685 hasta el 704 ó 5, era hermana de Santa Ida.
También estaba entre sus parientes cercanos San Mochoemhóg, su sobrino, hijo de su hermana Nessa (ver El hijo más deseado).
Todo esto nos sitúa en un tiempo mítico: Santa Brígida habría vivido en la segunda mitad del siglo V, mucho antes que Flann Fíona.
Las vidas más antiguas de Santa Ida que se conservan no parecen remontarse más allá del siglo XII. De la que recoge Plummer en Vitae sanctorum Hiberniae tomaré la mayor parte de las noticias de esta entrada. 
En esa vida se afirma que los milagros conocidos de la santa son muchos menos que los realmente acaecidos, debido a que por modestia los mantenía secretos y sólo se supieron los sucedidos públicamente o propalados contra su voluntad.
Al igual que ocurrió a otros santos, cuando era niña y jovencita se vio en varias ocasiones su alcoba resplandecer como devorada por un incendio; al surgir de esa claridad, Ida aparecía adornada de tan estupenda hermosura que la gente tenía que apartar de ella la mirada incapaz de soportar tanta belleza. Luego, iba desapareciendo ese efecto y quedando Ida con su aspecto natural, que ya era bastante bonito de por sí. 
Así, le salieron excelentes partidos, conque su padre pensaba casarla magníficamente; pero entre su madre y ella pudieron persuadirlo de que le permitiese seguir su vocación monástica y la muchacha partió a tierras de los Uí Conaill Gabhra, en la orilla sur del estuario del Shannon, donde floreciera tiempo atrás San Senan.
En sueños se le apareció un ángel y le entregó tres piedras preciosas, explicándole que eran las tres Personas de la Trinidad, que siempre la acompañarían en adelante. Eeste mismo ángel la auxilió en un combate que mantuvo con el Demonio, furioso de que hubiese venido al mundo tan gran santa.
Santa Ida tenía trato habitual y familiar con su ángel. 
Aparición angélica. Miniatura mozárabe. Siglo X.
Fue él, por ejemplo, quien vino del Cielo a reprenderla por lo excesivo de sus ayunos.
-¿Qué manía es ésta de no comer?
-No es manía: es penitencia.
-¿Ah, sí? Pues hay orden de Arriba que se te traiga la comida a diario, y como no te la comas a ver qué va a pasar.
Desde aquel día, Ida sólo probó de aquel menú celestial.
Como fueron bastantes los milagros que empezó a hacer, sanando enfermos y resucitando muertos, su fama creció y se le unieron bastantes mujeres deseosas de hacer vida monacal. Pero por culpa del Demonio, que siempre está al acecho, más de una cayó en la tentación. 
Ida tenía  para detectar estos deslices una clarividencia especial que la hacía temida de las monjas.
-¿Qué haces tú todo el día metida en el establo?
-Pues echar un vistazo a las vacas y ordeñar, como se me ha mandado.
-¿Y para eso tienes que estar panza arriba en la paja con los hábitos por la barbilla? No me vengas con cuentos. ¡Si el otro día casi tiras el cubo de la leche con el pie, sin darte cuenta! ¿Quieres que te diga a quién tenías encima?
Otra de sus monjas viajaba con frecuencia a Connacht y pasaba allí temporadas largas. Ida se enteró de que allí vivía en pecado y mandó recado a San Brendan (el famoso navegante) de que se la enviase.
-Eso de que me acusas -se defendía la monja- son chismes que te habrán venido contando personas que me quieren mal.
-No son chismes. A ver si es que no tienes tú un asuntillo en Connacht...
-¡¿Yo?!
-¡No me hagas hablar! ¿O de quién es esa niña, que te pasas la vida con ella? ¿Me vas a decir que no es tu hija?
-Pues es verdad -admitió la monja, confundida-. Pero ¡si no lo sabe ni su padre!
-Pues lo sé yo. Y si te mueres sin arreglar eso ya sabes adónde vas de patas.
Infierno. Manuscrito del siglo XII. Arriba a la izquierda,
 las lujuriosas castigadas con las serpientes comiéndoles
los pechos, en la tradición de la Mater Tellus.
Aquel don de Santa Ida le valió que acudiesen a ella para resolver casos de robos y otros misterios. Una vez fue a visitarla con ese fin una comunidad de monjas.
-Antes de nada -dijo Ida-, daos un baño, que vendréis cansadas. Y dadme un beso.
La principal sospechosa del robo no se atrevía a besar a la santa. Todas las hermanas la miraban mal, aunque con disimulo porque no estaban totalmente seguras de su culpabilidad, y la infeliz estaba volada. 
-Tú ¿por qué no me das un beso? ¿Es que tienes la conciencia sucia?
-Sabe Dios que no.
-Y yo también lo sé. Por eso te digo que me des un beso.
-Pues ¿quién es la ladrona?
-La ladrona yo sé quién es, y por más señas lleva lo robado entre la piel y la camisa. Y no digo quién es porque ella misma se va a castigar yéndose del convento y llevando una vida que no se la daría ni a mi peor enemiga.
En efecto, la culpable huyó al bosque (es de creer que antes de tenerse que desnudar para el baño) y se unió a una partida de guerreros errantes que la tenían de barragana común (apud silvaticos in fornicatione constuprata permansit).
Yo no sé si estos selváticos serían una gavilla de bandoleros o una tropa de fianna, como los del célebre Fionn, Oisín y los suyos. Pero imagino que su suerte no le parecería a la monja gatuna tan lamentable como a su superiora y al redactor de la vita.
Las monjas vieron venir un día hacia su convento una procesión de frailes.
-Venimos a ver si puedes aclarar un robo sacrílego. ¡Han desaparecido las hostias consagradas de nuestra iglesia!
-No es difícil. El responsable es ese fraile anciano que viene con vosotros. Cierto día sentí un ansia vehemente de comulgar de manos de un hombre santo. Dios me transportó milagrosamente a vuestro lejano monasterio y allí cumplió mi deseo. La modestia suya y la mía le cerraron la boca a vuestro santo hermano. Ahora quisiera que dijese misa para nosotras.
-Uno de nuestros hermanos se ha quedado ciego por el camino.
-Yo le devuelvo la vista; no hay cuidado.
Al despedirse los frailes, las monjas obsequiaron al sacerdote viejo con los ornamentos que le habían dado para oficiar.
-No puedo aceptar: el abad Óengus nos lo tiene prohibido.
-Decidle al abad Óengus que haga una excepción por mí, que soy la monjita que le secó los pies una vez que fue de visita hace mucho a ver a Santa Cinrecha. Veréis como no pone pega.
Pero santa Ida tampoco era amiga de dádivas. Una vez le daban una cantidad de oro en donación y lo arrojó al suelo, apartándolo asqueada con el pie. Luego pidió con qué lavarse y estuvo un rato largo restregándose las manos.
Uno le preguntó una vez:
-¿A quién conviene más obsequiar con nuestras riquezas, a los ricos o a los pobres?
-A los dos: a unos por los beneficios temporales que les puedes sacar y a otros por los beneficios espirituales.
-¿Y si no hay para las dos cosas?
-Pues calcula: tú verás lo que te trae más cuenta.
Un hombre le pidió audiencia un día.
-¿Qué quieres tú de mí? -le preguntó.
-Mira: yo tengo yeguas y quería que pariesen muchos potros.
-Bueno.
-Pero los quería blancos con la cabeza roja.
Esos dos colores, el blanco en el cuerpo y el rojo en la cabeza o en las orejas, son característicos de los ganados mágicos, de la raza del síd o de los Tuatha Dé Danann, los antiguos dioses de Irlanda.
-Muy difícil es eso para mí, eso te lo tendría que conceder Dios.
-Sí, pero verás: yo soy un hombre rico y no me va a hacer mucho caso; y si se lo pides tú como cosa tuya hay más posibilidades.
-Tienes fe en Dios y no en la riqueza, y por eso te vas a ganar los potros.
Y así se cumplió, como había dicho la santa.
En otra ocasión, Ida reunió a todas las hermanas:
-Pasa una cosa muy seria: para deshonra de nuestra familia, hay un lobo a punto de llevarse a una de nuestras ovejas.
El lobo se lleva una oveja. Marfil del siglo XIV.
-¿Quién será? ¡No sabemos por quién lo dices!
-La que es lo sabe.
-Pues yo no he hecho nada.
-Yo no he sido.
-Yo no.
-Tú tienes mucha cara, y hoy mismo has cometido pecado contra la pureza.
-Tú ves visiones.
-Claro: por eso sé lo que me digo. Y haz penitencia antes de que sea tarde.
-Yo no hago penitencia porque no tengo de qué. Y además, para que os enteréis, en mí no mando más que yo y no tengo que dar cuentas a nadie de nada.  
-Ya te llegará la hora de rendir cuentas.
-Pues las rendiré al que tenga que dárselas y a nadie más. ¡Esta tía que siempre está metiendo las narices en donde no la llaman!... Ahí os quedáis.
Pasaron años y Santa Ida, dirigiéndose otro día a las hermanas, dijo:
-¿Os acordáis de Fulanita, que porque no quería que mandase nadie en ella se fue del convento? Pues me he enterado de que la pobre está en Connacht...
-¿La pobre?
-La pobre, sí. Resulta que está de esclava con un druida, que no sé si se la vendieron o la ganó a las tabas, y tiene que hacer todo lo que le manda el demonio del druida o si no la muele a palos y con todo el derecho, que para eso es de él. Y para colmo de desgracias le toca ocuparse de una hija pequeña, que se duda si es del druida o del que se la traspasó.
-Ella se lo buscó.
-No hay que ser así. Ella querría arrepentirse pero tiene que pecar a la fuerza cada vez que al druida se le antoja, que es seguido, seguido; porque aunque druida, no es de piedra. 
-¡Jesús, Jesús!
-Sí. Hay que rescatarla y traérselas para acá a las dos.
-Pues vaya gracia. A ver si vamos a ser igual las que nos portamos como Dios manda que las perdidas. ¡Para eso nos ponemos todas a pasárnoslo bien y luego cuando vengan mal dadas, a pedir árnica! Qué bonito.
-Acuérdate del hijo pródigo, mujer.
Santa Ida mandó a su amigo y antiguo discípulo San Brendan a que liberase (ignoro si con oro o amenazas) a la pecadora y la devolviese al convento, donde madre e hija vivieron edificantemente desde entonces.
Santa Ida tuvo escuela donde educó a varios niños que luego fueron santos. Uno de ellos fue Cummian Fada, o sea Cummian el Largo. Aquel pobre niño era hijo de su madre y de su abuelo, según se lee en el Liber Hymnorum, colección de himnos irlandeses. Concepciones incestuosas así no son raras en la mitología y folclore universales. En Irlanda, está la historia de la concepción de Cú Chulainn. Ya he contado una vez la pasión delirante del padre de Santa Dymphna (ver Piel de Asno irlandesa en Bélgica). El rey Fiacha, una noche de borrachera, había tomado por fuerza a su hija, y cuando la pobre le contó el origen de su preñez, se horrorizó como aquel que no recordaba nada de lo sucedido. Tal debía de ser la cogorza que llevaba. Y para arreglar el desaguisado, no se le ocurrió mejor arbitrio que matar a la criatura, que era Cummian. Pero en vez de ello, la llevaron discretamente a Santa Ida y sólo su madre estaba en el secreto y lo iba a visitar con frecuencia.
Una vez el niño pidió de beber y la princesa le sirvió agua en la taza de Santa Ida. Las monjas pusieron el grito en el Cielo y por poco le dan un cachete al niño. Entonces saltó su madre:
-¡Las manos quietas! ¡Este niño tiene más derecho que la propia Ida, porque es hijo y hermano de la princesa y es hijo del rey y nieto del rey!
Así se descubrió el pastel. 
Pero el favorito de Ida fue siempre San Brendan. Éste le preguntó una vez:
-¿Qué tres cosas agradan más a Dios y qué tres le molestan más?
-Que le gusten, fe con corazón puro, vida sencilla y devota, generosidad y amor al prójimo. Que le molesten, hablar mal de los demás, tener cariño a los malos y fiarse de las riquezas materiales.
San Laseriano y san Luchtigerno, un día que iban de visita a ver a Santa Ida, avisaron a un joven discípulo.
-¿Qué? ¿Te vienes?
 -No sé qué se os ha perdido en casa de esa pobre vieja. ¡Vosotros, que sois dos sabios eminentes!
-No seas tonto y vente. Esa mujer puede mucho y no te conviene estar a mal con ella.
Desde lejos, las monjas conocieron a San Luchtigerno, que era visita habitual del convento.
-Preparad el baño para tres, que además de San Luchtigerno viene también San Laseriano mac Colmáin, que es igual de santo, y sería una vergüenza no atenderle como se merece; además se han traído a un discípulo joven, aunque un poco impertinente.
Santa Ida salió a saludar a los dos santos y se encaró con el joven:
-¿Y a ti qué se te ha perdido en casa de una pobre vieja cascada y chocha?
-¡Vive Dios que esta mujer es vidente! -se dijo el mozo, asustado.
 Y por lo que pudiera suceder hizo severa penitencia con que la cosa quedó ahí.
-Y estos dos que han venido a vernos -preguntó una vez a la monja portera- ¿quiénes son?
-¡Anda! ¿Y tú que lo sabes todo, no los has conocido? ¡Si son los hermanos Menganito, que vienen muchas veces a traer limosna!
-¡Ay Dios! ¡No hay quien los conozca! Y estos dos que tanto se quieren van a acabar matándose...
En efecto, poco tiempo después le fueron a Ida con la noticia:
-Tenías razón. Aquellos dos hermanos empezaron a discutir por cualquier nadería, se enzarzaron y uno mató a otro. Pero por suerte ya lo han cazado y lo tienen en capilla.
Una lucha fratricida. Caín y Abel, marfil del siglo XI.
-¿Por suerte? Nadie ha pensado en la pobre madre. Primero un hijo le mata a otro y ahora el rey le ajusticia al que quedaba. ¡Una justicia muy meditada!
-Por la madre lo siento -le dijo el rey a Ida-. Pero comprenderás que no puede consentirse que se atropelle la ley. Eso tenía que haberlo pensado él antes de cargarse al hermano. Si no, ¿qué iba a ser esto, a ver? Pero en fin, si tú crees  que va a portarse bien en adelante, por ser un favor para ti lo perdono.
-No, señor, va a vivir malamente: fatal. Pero si lo ahorcas ahora se condena seguro. En cambio, si le das una oportunidad a lo mejor se arregla.
-Probaremos.
El rey lo soltó porque le debía muchos favores a Ida. Sus rezos eran de gran ayuda en las guerras que mantenían los Uí Chonaill Gabhra con sus vecinos. El asesino vivió largos años como un canalla redomado. Pero al cabo de muchos años, después de una sangrienta batalla, Ida dijo al capitán de los guerreros:
-Menganito el fratricida está en el campo de batalla, entre los muertos. Está malherido, pero vivo. Traedlo y lo sacaremos adelante.
-No sé si merece la pena. Es una mala persona y mejor estaría con todos los demonios.
-No digas disparates. Buscadlo y me lo traéis.
Aquel pecador criminal se salvó así por aquella vez. Como nacido de nuevo, se arrepintió del mal que había hecho y con el final de su vida compensó todas sus fechorías pasadas.
A otro criminal le prometió, si se arrepentía, que no moriría de muerte violenta; pero lo mataron en la guerra. Ida lo resucitó para que tuviera tiempo de hacer penitencia y así se cree que se salvó.
Lo mismo que otro, que antes de morir se había quedado mudo sin que le diese tiempo a confesarse. Sus padres imploraban a Santa Ida un día más de vida para él, para que arreglase sus cuentas con Dios.
-No un día: siete años, siete meses y siete días le doy. Pero ya los puede emplear en eso que decís, porque si no al cabo de ese tiempo se verá ardiendo con Satanás y los suyos.
También pasó lo contrario en otra ocasión: Santa Ida tenía una amiga llamada Santa Richena, que un día fue a visitarla en compañía de un sobrino suyo, joven aventajado que había estudiado en Iona y había llegado rápidamente a obispo.
-El motivo de nuestra visita es que tenemos una monjita muy enferma y está pasando las de Caín: que a ver si podías hacer algo por ella.
-Poder, puedo, sí; pero ¿qué queréis? Si se muere ahora va al Cielo derecha con todo lo que purifica y acendra el sufrimiento; si se cura, es fácil que vaya al Infierno andando el tiempo y ahí sí que lo va a pasar mal.
-Visto así, mejor que se muera.
-Pues eso está hecho. Y a ti te digo que menos mal que has venido acompañada por el señor obispo, porque aunque no lo sepas te anda acechando el Demonio y si hubieras venido sola te hubiera salido al camino. Los demonios se ceban en las mujeres que van de viaje solas y es cosa peligrosísima. 
Ida no sólo sabía de los secretos de tejas abajo, sino también de los ultraterrenos. Una vez llamó a sus primos que habían quedado huérfanos.
-Vuestro padre, siento decirlo, está ardiendo en el Infierno por rico avaricioso. Si queréis sacarlo no tenéis más reemedio que dar limosna durante un año para pan y mantequilla para los pobres y para cera y aceite para la iglesia.
-Bueno, qué se le va a hacer.
Así pasó el año.
-¿Está ya fuera nuestro padre?
-Sí; está ya en el Cielo; pero está desnudo, con lo que pasa una vergüenza muy grande. Y eso es por culpa de que nunca dio ropa para los pobres. Vosotros haced por él lo que él no hizo si lo queréis librar de ese bochorno.
Era Santa Ida tan modesta que se encerraba en el mayor secreto para hacer sus devociones, por miedo de que se viesen sus penitencias tremendas y los favores estupendos que Dios le concedía. Sus monjas, vencidas de la curiosidad, a veces la espiaban. Una de ellas vio en la celda de la superiora tres soles brillantísimos cuyo fulgor la arrojó de espaldas al suelo y casi la deja ciega para siempre.
Otras -se lee en una de las notas del Santoral de Óengus- descubrieron horrorizadas que la santa ocultaba debajo de la camisa un escarabajo gigantesco, del tamaño de un perro pequeño, el cual vivía agarrado a sus carnes y se sustentaba de írselas royendo, con terribles dolores y padecimientos para ella. 
Cuando después de sus oraciones la santa cayó al suelo exhausta de ese martirio, el escarabajo se bajó de sus espaldas y se fue tranquilamente a dormir su hartazga en un rincón, con el paso soñoliento de un tragaldabas gordinflón bien atiborrado. 
Seguramente sería de la misma especie que el parásito vampiro del cuento El almohadón de plumas, de Horacio Quiroga.
Las monjas, muertas de miedo y de asco, aprovecharon el momento para emprenderla a trancazos con el bicho repugnante.
-¡Toma, toma y toma!
-¡Para que aprendas a comerte a las vírgenes del Señor!
-¡Garrapata de Satanás! 
Entre todas, lo dejaron hecho papilla.
Cuando Santa Ida despertó, vio los restos espachurrados del parásito y empezó a mesarse los cabellos.
-¡Ay mi escarabajito faldero, compañero de mis plegarias, instrumento de mis penitencias! 
Ilustración de Harry Furniss para Sylvie and Bruno de Lewis Carroll (1889).
¡Ay gusanillo de mi conciencia, caricia de mis costillas, recordatorio de mis pecados, roedor de mi soberbia! ¿Quién  ha sido el inconsciente que me ha robado tus favores y beneficios? ¡Ésta sí que es una cruz que me manda el Señor!
Las monjas, con toda su buena intención, no salían de su asombro. Ida sólo se consolaba pensando que aquella pérdida había sido voluntad de Dios.
Esa actitud recuerda el cariño y familiaridad con que San Yvo Helory trataba a sus innumerables piojos (ver El justiciero). 
Aquella vez, Santa Ida tuvo la osadía de pedirle cuentas a Dios.
-Señor, ya que has tenido a bien privarme de mi mayor tesoro, tendrás que compensarme con algún don...
-Ya que te pones así, te voy a dar a cambio de ese sapillo a mi propio hijo. ¡Me parece que sales ganando!
Desde entonces, cada noche los ángeles le bajaban a Ida al niño Jesús del Cielo para que lo tuviese. De manera que si Santa Brígida fue la comadrona de la Virgen, Santa Ida fue la niñera de Jesús. Y en su honor compuso una poesía que aún se conserva y que está recogida en las notas del Santoral de Óengus. Es uno de los más célebres poemas de la literatura irlandesa medieval y es como una nana a lo divino en que se cree escuchar un eco de las de verdad, con que las madres dormirían a sus niños en aquellos tiempos tan remotos.
Cuando Santa Ida ya era muy anciana, mandó a sus monjas que prepararan gran cantidad de agua bendita.
-Tenéis que tenerla preparada para cuando lleguen por ella, que van a venir a pedirla de Clonmacnoise. La quieren para San Óengus, que se les ha puesto muy malito y creen que con ella se curará, Dios mediante. No quisiera que se fueran de vacío, aunque para mí que de poco les va a servir, pero por nosotras que no quede. Yo no voy a tener tiempo de dársela y él de tomársela tampoco...
En efecto, cuando aparecieron los enviados de Clonmacnoise, Santa Ida acababa de pasar a mejor vida. En cuanto a San Óengus, murió en su monasterio poco antes de que llegasen los monjes con el agua curativa.
La festividad de Santa Ida se celebra el día 15 de enero. 



sábado, 12 de enero de 2013

Divagaciones lusas

Ya hace bastantes días, en la última entrada del blog este, aparecía en la persona de Santa Azenor o Henori, princesa bretona, la arquetípica figura de la Diosa con la Serpiente: una de las manifestaciones, según Marija Gimbutas, de la diosa principal de la Eurasia neolítica anterior a la invasión de los indoeuropeos.
La diosa de las serpientes. Estatuilla minoica.
La serpiente, animal telúrico y casi tierra animada, representa (al remozarse periódicamente mudando la piel) la fuerza regenerativa y renovadora de la Tierra, que al igual que abriga y cocina a la simiente para devolverla en forma de planta lozana, cobija al muerto a la espera de la resurrección.
De manera que esta secuencia asociativa de imágenes nos conduce paso a paso a la de la mujer que surge triunfante del vientre de la serpiente, Santa Margarita (la suave y brillante perla encerrada en su ruda cáscara) o Santa Marina (ver El insoslayable Olibrio) y a las santas matadragones, de las que acaso la más famosa sea Santa Marta, vencedora de la Tarasca.
Ahora leo por casualidad un par de milagros relacionados con este conjunto de símbolos y que tenen lugar en tierras portuguesas. Los encuentro en el libro de Aquilino Ribeiro Geografia sentimental, libro ameno y lleno de noticias interesantes y curiosas sobre las ásperas comarcas de la Beira.
Bernardo de Brito, al que se refiere Ribeiro, narra pues en el segundo tomo, libro séptimo, de su Monarchia Lusitana las correrías devastadoras del moro Almanzor y cómo arrasó, según iba de paso desde Lamego a Trancoso, el monasterio femenino de Sismiro, junto a Aguiar da Beira. 
Allí los cristianos resistieron a los invasores e incluso, cayendo de noche por sorpresa sobre su retaguardia, estuvieron a punto de infligirles una derrota memorable. Pero la pericia militar de Almanzor no lo permitió y las monjas supervivientes del convento fueron arrastradas a Córdoba en cautividad como botín de guerra. 
Jean-Léon Gérôme, Mercado de esclavas.
Si bien Aquilino Ribeiro puntualiza que no todas, sino sólo las jóvenes y bonitas, habiendo podido las demás embreñarse en la sierra con su más preciado tesoro: la imagen de la Virgen.
Esta pequeña escultura la escondieron en una cueva o lapa formada de cuatro lajas por la naturaleza, cerca del pueblo de Sernancelhe y allí permaneció durante siglos hasta que dio con ella una pastorcilla llamada Joana, que andaba por aquellas soledades con sus ovejas.
Claro que la imagen escondida en la cueva esperando su providencial hallazgo es otra representación simbólica más, como la perla en la concha, de la chispa inmortal sepultada en las profundidades de la tierra. Y, por supuesto, de la vida latente en la gruta y horno alquímico que es el vientre femenino.
La pastorcita, como por casualidad (y dicho sea de paso), era muda. En el artículo de Freud sobre el motivo de las tres arquetas, a que me refería en esa última entrada, se recalca que la mudez es, en el código del inconsciente y de los sueños, sinónimo de la muerte, como por otro lado indica nuestra fraseología. En su inocencia, Juana se apropia de la imagen para tenerla de muñeca y la esconde en la cesta donde solía llevar la merienda.
A diario la sacaba, la adornaba con flores del campo y jugaba con ella, teniéndola en la mayor veneración.
Los vecinos empezaron a extrañarse de lo mucho que prosperaban y medraban los ganados de aquella pastora a pesar del poco caso que les hacía, constantemente jugando con su muñeca, y de que siempre los apacentaba en el mismo lugar, que era junto a la cueva en cuestión. Y como en los pueblos hay tantas envidias, iban cogiéndole ojeriza y su madre se ponía nerviosa de no entender qué estaba pasando allí.
La Historia se repite, y más en estas cosas de la hagiografía. La imagen de la Virgen tenida como muñeca no puede dejar de recordar a la emperatriz bizantina Teodora, mujer de Teófilo y venerada como santa en la Iglesia griega.
Durante los primeros tiempos de su reinado, el emperador Teófilo gobernó junto con su madrastra Eufrosine, y cuando ésta pensó que era hora de casar a su hijastro, mandó traer a la corte las jóvenes casaderas más dignas del trono que se pudiese encontrar en cada una de las provincias del imperio. 
Eufrosine lo que estaba deseando era descargarse del peso de la regencia y volver al convento de donde su difunto marido la había sacado casi a la fuerza para casarse con ella por motivos políticos.
Puso en la mano del joven una manzana de oro diciéndole que la entregase a su elegida. Las candidatas estaban en dos filas, formando un pasillo que recorrería el emperador, mirando a un lado y otro. No tardó en detenerse ante una belleza deslumbrante, que lo dejó atónito.
-¡Y que por una mujer
se echase el mundo a perder...! -le dijo.
-Fue por una mujer, sí señor;
pero de otra nació el Salvador -replicó la muchacha rápidamente.
-¡Atiza, qué aguda! Muy lista es la niña para emperatriz -se dijo Teófilo. 
-Y... ¿cómo te llamas tú, bonita?
-Casia, para servirle.
-Bien, bien.
Y pasó de largo. La manzana fue a parar a manos de otra pretendiente casi igual de bella pero menos viva y respondona. Tiempo más tarde, Casia entró en religión y se convirtió en una de las compositoras de himnos más famosas de la Iglesia ortodoxa. 
La elegida se llamaba Teodora, venía de la costa del Mar Negro y era de estirpe armenia. 
Al parecer la suegra tuvo mano en la elección. Igual que ella, Teodora era partidaria del culto a las imágenes y se oponía a la iconoclasia oficial. Era una niña y, toda una emperatriz de Bizancio jugando con muñequitas, parecía una boba de las comedias. La infantil y ñoña dama de Las muñecas de Marcela, de Cubillo de Aragón, por ejemplo (al menos al principio de la obra). Pero en realidad se hacía la tonta y al menos en eso resultó más lista que su contrincante. Las muñecas eran las imágenes de la Virgen y los santos y los juegos pueriles el ardid con el que burlaba la prohibición de su culto.
Como en la novela de Tristán e Isolda, un bufón enano se encargó de destapar ante el emperador la superchería. Teodora se defendió con unas excusas absurdas pero Teófilo, que no se chupaba el dedo, hizo como que se tragaba el anzuelo. La emperatriz hizo pagar al acusador su culpa con una azotaina memorable: tanto que, cuando después el emperador por broma le preguntaba al chivato sobre las devociones de su esposa, el bufón huía tapándose con una mano la boca y con la otra las posaderas, donde había recibido los zurriagazos.
La emperatriz Teodora (arriba, a la izquierda del ángel) proclama
el culto de las imágenes. Icono de principios del siglo XV.
Pero por volver a Joana, la pastora portuguesa, una tarde su madre la sorprendió jugando junto a la chimenea con su muñeca, y como ya estaba irritada por los cuchicheos de los vecinos, estalló.
-¡Ya está bien! ¿Toda la vida vas a estar jugando con las muñecas como una niña de cinco años? ¡Trae acá eso, mecachis!
Y arrebatándole la imagen, la arrojó a la lumbre.
-¿Qué hace usted, madre? -exclamó Juana la mudita, para asombro de la otra- ¡Que abrasa usted a la madre de Dios!
Estos casos de mudos que recuperan la palabra por un suceso traumático no son raros en las leyendas. Los hay de infantes que arrancan a hablar para reconocer a su padre verdadero (como en el milagro de San Antonio), para consolar a su madre en la tribulación, como San Budoc, o para advertir de un peligro, como en la famosa balada de la envenenadora:
"L'enfant du bré jamais ne parle, 
a bien parlé:
-Ne buvez pas de ça, mon père,
vous en mourrez"...
Uno recuerda al famoso mudo de la leyenda irlandesa, Labraid Loingsech, que recobró el don de la palabra (perdido en la matanza que acabó con sus familiares) a causa de un golpe en una pierna mientras jugaba a la pelota. Y es que resulta que Labraid Loingsech tiene algún parecido notable con el rey Mark, marido de Isolda y amo del enano delator Frocino. El principal, claro es, las orejas de caballo que tenían los dos.
La madre de Joana no tuvo mucha ocasión de alegrarse de la portentosa curación de su hija, porque a la vez se le había quedado seco a ella el brazo con el que había lanzado a la lumbre la virgen milagrosa. Y es que a los santos no les gusta que les chamusquen sus imágenes. Que lo diga si no aquel bretón de la leyenda que cuenta Anatole Le Braz, que había comprado una imagen proveniente de la desamortización de un convento para hacerla astillas y prender la lumbre. Cuando fue a coger una brasa para encender la pipa, le saltó a la muñeca la mano del santo abrasándosela y agarrándosela con tal fuerza que a duras penas pudo arrancársela y toda la vida le quedó, a modo de pulsera, la cicatriz de la quemadura.
La madre de Joana se arrepintió de su involuntario sacrilegio. La imagen se extrajo incólume de entre las llamas y ante los vecinos asombrados, que habían acudido a los gritos, se proclamó el doble milagro. La virgen se condujo en procesión a la cueva de su hallazgo. Allí entronizada, sanó el brazo de la irascible madre. Y a pesar de varios intentos de los párrocos vecinos de llevársela a sus iglesias no hubo manera ya de desplazarla. Allí mismo quedó y se venera hasta hoy. En el siguiente enlace puede verse una serie de fotografías de la aldea y del santuario
Entre ellas se encuentra la de un gran lagarto o cocodrilo que pende del techo y que, según dice Aquilino Ribeiro (buen conocedor del lugar porque, según  cuenta, estudió algunos años en la escuela que había allí), servía antaño de coco para asustar a los niños de la comarca.
Aquel dragón (démosle el rango que su función hagiográfica merece) se relaciona también con la leyenda de la pastora Joana, que continuaba con su oficio pastoril. La ocupación con que entretenía sus largos ratos de soledad mientras cuidaba del ganado era la de hilar, como solían otras pastoras santas: Margarita, Marina, Genoveva, Regina (ver El insoslayable Olibrio)... 
Ya me refería en esa entrada a que el hilado y tejido (podría añadirse la cestería), tareas femeninas en la mayor parte de las culturas, se ven generalmente asociadas al curso del tiempo y al destino. Son trabajos cíclicos, giratorios y de vaivén, como las estaciones del año y las fases de la luna. El acontecer y las que lo hilan (inglés weird) son "los que dan vueltas" (latín verto). La mujer, responsable de estos trabajos, se hace dueña de "las vueltas que da el mundo" y adquiere (o conserva) un poder temible sobre los grandes acontecimientos como el nacimiento y la muerte.
las tres parcas , por el Sodoma.
Un buen día, volviendo Joana a casa por esos montes de Dios, vio asomar apartando los matorrales entre dos peñas la cabeza del reptil monstruoso.
La miraba volviendo en sus cuencas unos ojos como tazones, bramando de una manera que ponía los pelos de punta y abriendo y cerrando con seco y amenazador chasquido unas mandíbulas provistas de dos filas de dientes como puñales. 
Confiada en la Virgen que ya le había mostrado su predilección, Joana en vez de amilanarse cogió de su cesta (la misma que había servido de cuna a la divina muñeca) lo único que tenía por arma arrojadiza, un ovillo de los que había hilado, y lo lanzó a las fauces del monstruo conservando un cabo bien agarrado en la mano. El dragón famélico engulló el hilo sin apenas enterarse y abrió la boca otra vez con el ansia de un pollo hambriento en el nido. Otro ovillo y otro más siguieron al primero y cuando los ovillos se terminaron Joana echó mano de los copos que tenía sin hilar.
Es de creer que aquellos hilos, como los de la otra tejedora famosa, Aracne, estaban dotados de alguna virtud viscosa y adhesiva porque como si tuviesen anzuelos quedaban prendidos en la panza del dragón.
No tendrá nada que ver, pero uno se acuerda, al escribir esto, de Bran mac Febal, el mítico navegante irlandés, que cuando llegó a la Isla de las Mujeres no se atrevía a desembarcar (le daban miedo, como es natural). La que mandaba en ellas le arrojó un ovillo de hilo; él lo paró instintivamente con la palma de la mano, a la que se le quedó pegado y así lo remolcaron a tierra con sus compañeros las impacientes isleñas, relamiéndose. Y es que la fuerza de atracción de la mujer es grande (ahí está el refranero para atestiguarlo) y mayor que la del Hércules galo, que arrastraba con las cadenas que salían de su boca, a decir de Luciano. (Hay traducción castellana -y gallega- del viaje de Bran en Cuentos medievales irlandeses, publicado por la editorial Toxosoutos).
Aracne es una tejedora muy femenina, que lo que teje es a sí misma, sus propias entrañas hiladas, trenzándose en la red con que atrapa a sus víctimas (y viene a sumarse en ella, por araña, el arquetipo de la hembra que devora al macho una vez consumados los amores).
Decía que la cestería es también tarea de mujeres en muchas partes, y el cesto figura del vientre de la mujer. Cesto llaman a la matriz en varias lenguas; en el criollo de Vanuatu, por ejemplo, veo ahora que se dice basket blong pikinini, o sea "cesta de niños". 
De ahí, de esa metáfora, dice Rank en El mito del nacimiento del héroe, el cesto de Moisés flotando en las aguas del Nilo. Joana se defiende del dragón con el hilo que brota de su cesto, seno en otro tiempo preñado de la muñeca sagrada.
El obrador de Aracne en el famoso cuadro de Velázquez.
Lo contrario de Aracne es Ariadna, cuyo hilo sirve para desenmarañarse de la telaraña del laberinto. Las telarañas tienen un hilo de Ariadna que no es pegajoso y que es por el que se desplaza la araña para no acabar presa de su propia trampa. Pero, en fin, si es verdad que la leyenda de Teseo representa el proceso iniciático, seguir el hilo de Ariadna es recorrer los caminos de la muerte. Y además, la pobre Ariadna acabó cayendo víctima de su hilo al abandonarla Teseo en su isla. Teseo hace al revés que Bran: a Bran la reina de las mujeres lo remolca a su isla con un hilo para quedárselo; Teseo con él escapa de la isla y se lleva a la hija del rey.
Teseo abandona a Ariadna. Fresco pompeyano.
Aquí se viene a la cabeza una reflexión curiosa.
Parece ser que entre los antiguos griegos la mujer ni cazaba ni sacrificaba ni guerreaba porque quien derrama su propia sangre (en menstruaciones y partos) no debe verter la ajena. De un modo parecido, se dedica a hilar y tejer porque ella misma no tiene textura. Los hipocráticos comparan a la mujer con el copo de lana, carente de la trabazón que le dan el hilado y tejido. Más aún: al hilo -es un decir- de su desarrollo, la carne femenina se va aflojando y como cardando, a la manera de lana de colchón que se mulle o de barbas de una pluma que se deshila. Y es precisamente esa esponjosidad lo que la convierte en un ser cíclico que periódicamente rezuma el exceso de humedad absorbido. 
Al contrario que la tela, que con una malla que se le suelte ya se va toda por ese punto, la mujer (siempre según los hipocráticos) tiene que estar suelta y expedita. Cualquier obstrucción puede conllevar asfixia. Y el suicidio natural de la mujer es por estrangulación, muerte que anuda incruenta. Todo esto lo explica el libro Hipocrates' woman de Helen King, ya citado aquí algunas veces. 
El nudo, en el amor y la guerra, es el arma de la mujer. Entre los germanos, Freija es la maestra del seidhr, la magia que ata y paraliza.
Total: se lee de santos que mataron dragones a lanzazos, con espada, a pedradas, que los sometieron con sus estolas, sus cíngulos o el poder de su palabra. Pero lo que yo no recuerdo es otro caso de dragón pescado con sedal como un pancho del puerto. 
Joana trenzó los cabos de hilo que sobresalían por entre los dientes del monstruo y tirando de la cuerda no sé si lo arrastró o le sacó los mondongos por la boca entre el espanto de los lugareños acudidos al fragor de los rugidos y coletazos de la bestia infernal.
Joana la pastora, la valiente portuguesa, nació en la época que no debía. 1498, fecha que da Brito para el hallazgo de la imagen de Nuestra Señora de la Lapa, ya no era tiempo para esas capturas de endriagos. Hubiera vivido en el siglo V o VI y tendría hoy, quién sabe, la consideración de otra Santa Marina. Hubiera estado guardando sus ovejas  en mil ochocientos y tantos y sería otra pastorcita de Fátima... Pero sin el milagro del dragón, que ya se habían extinguido entonces, es de creer, en las sierras de la Beira.
Por cierto, según Aquilino Ribeiro, que toma la noticia de otro erudito libro, el Olympo Mystico, del siglo XVIII, la bestia horrorosa que pende en el santuario de la Lapa es un señor cocodrilo cazado en el río Zambeze por un soldado portugués en tiempos de Felipe III.

viernes, 7 de diciembre de 2012

El culebrón de la condesa.

De la popular leyenda de San Budoc no existe versión muy antigua. La que lo es más se encuentra recogida en una tardía crónica, de finales del siglo XIV y principios del XV, titulada Chronicon briocense, o sea Crónica de Saint Brieuc, obra llena de elementos fantásticos y de ficción, que permaneció inédita o sólo parcialmente editada hasta muy recientemente.
Lo relativo a este santo fue publicado en el siglo XIX por la Société d'émulation des Côtes du Nord, que no tengo a mano ni encuentro en línea en este momento.
Aunque es fama que San Budoc estuvo en Cornualles y Devon, donde le están consagradas algunas iglesias, Roscarrock, humanista del siglo XVI,  tampoco da apenas noticia de él. 
Los hagiógrafos del siglo XVII y XVIII como Albert Le Grand y Lobineau se ocuparon extensamente de este santo y de su madre y la musa popular narró su historia en un gwerz o larga canción narrativa, que luego recogería y puliría Hersart de la Villemarqué en su Barzaz Breiz (Tour an Arvor); Luzel la transcribe con más afán de exactitud en sus Gwerziou Breiz Izel (Santez Henori). Alan Stivell, el cantante bretón, reelaboró la versión de Villemarqué en su disco Legend.
Capitular de la Historia regum Britanniae. Manuscrito del siglo XII.
Dice, pues, Albert Le Grand (ampliando la Historia regum Britanniae de Monmouth), que en la famosa batalla de Langres, en la que el rey Arturo derrotó a los ejércitos imperiales de Roma, Hoel de Bretaña confió parte de sus huestes al conde Chunario de Tréguier, que otras fuentes nombran Kinmarck o Kimmarcoch y que murió de un lanzazo en la batalla. No se sabe cuántos hijos dejó, pero sí que el mayor (cuyo nombre se desconoce) a la hora de casarse, después de buscar novia cuidadosamente, se decidió por la guapísima Azenor, alta y derecha como una palmera -dice Le Grand- y aún más estimable por sus virtudes cristianas que por su belleza.
Azenor era hija del príncipe de León, lindante con Trégor, que tenía su corte en Brest: así que el conde de Tréguier no tuvo que ir muy lejos a buscarla. Pero sí que costó convencerla, ya que íntimamente había hecho voto de consagrarse a Dios.
El príncipe, o rey según las baladas populares, de Léon se negaba a forzar la voluntad de su hija, a la que quería mucho y con sobrada razón. He aquí por qué:
Según el gwerz de Santa Azenor o Henori que trae Luzel, el rey de Léon un día, encontrándose muy enfermo, mandó llamar a sus profetas.
-¡Bueno, hombre! Esto se cura fácilmente. Un poco de teta de virgen, y listo. Pero, eso sí: la virgen tiene que ser una hija tuya.
-¡Tengo tres!... Mal se tiene que dar...
Pero el rey no contaba con el motivo folclórico del rey Lear y sus tres hijas, que lo afectaba de lleno. 
De pasada mencionaba yo una vez (ver Teilo el peregrino) el importante artículo de Freud sobre el motivo de la elección entre las tres arquetas que aparece en El mercader de Venecia de Shakespeare, motivo que se relaciona con el de las dos hermanas celosas de otra tercera: Psique, Cenicienta... Freud llega a la conclusión de que las tres hermanas son las Parcas y la elección final de la Cenicienta o de Cordelia traduce la conciencia de lo ineluctable de la muerte, que es el regreso a la Tierra Madre. 
De manera que cuando acudió a las dos mayores, con buenas palabras se llamaron andana.
-¡Vaya por Dios! No me queda más remedio que recurrir a Henori, la pequeña. ¡A ver adónde me manda!
El caso era que el rey desde pequeñita había tenido manía a aquella niña y la había tratado peor que a sus hermanas. A decir verdad, se había portado muy mal con ella. La había hostigado continuamente y había acabado por ponerla en el brete de desterrarse. Vivía más que modestamente en otro país. 
Pero por muy cuesta arriba que se le hiciese a su padre no tenía escapatoria y fue a verla con las orejas gachas.
Henori no se hizo de rogar:
-¡Bendito sea Dios que me permite demostrarte mi cariño y a ti comprobarlo! Lástima que sea con tan poca cosa... Ea, coge una banqueta y ponte ahí a mis pies, que me desabrocho la pechera... pero ¡ay!...
Una serpiente tremenda, que el rey albergaba en las entrañas y lo estaba royendo por dentro, saltó como un rayo al pecho virgen y se clavó en él con tan recio mordisco que no había modo de separarlo.
¡Ñac! Muerte de Cleopatra, detalle. Giampietrino.
-¡Ahí va!..., pues ya sé de qué era el mal que tenía.
-Pues ya lo tienes solucionado. ¡A ver yo ahora cómo arreglo esto! 
Ya me he referido no hace mucho a la imagen simbólica de la mujer con la serpiente colgando del pecho, estudiada por Pamela Berger en The Goddess obscured (ver Dos ermitañas discretas). Un símbolo que, según ella, podría remontarse a la diosa neolítica con la serpiente, la diosa minoica, numen de la Tierra creadora -ya la tenemos aquí otra vez- cuyo poder (re)generativo representa la serpiente, animal telúrico y eternamente renovado mediante su cambio de piel.
Son frecuentes las representaciones antiguas de la Mater Tellus amamantando a su serpiente; perviven en la Edad Media y acaban, debido a las connotaciones negativas que adquieren tanto la serpiente como el desnudo femenino (asociados a la escena de la tentación de Eva), convirtiéndose en emblema del castigo infernal de la Lujuria.
Una versión del gwerz recogida por Donatien Laurent (y cantada por Yann-Fañch Kemener en su disco An Dorn) narra que hubo que resignarse a la ablación. Y cuando estuvo separada la sierpe, sin haber soltado su presa, apareció un ángel bajado de las alturas. Portaba un pecho de oro: un pecho maravilloso, que irradiaba esplendorosa luz "para alumbrarla y servirle de candelabro", con el cual -no hay que olvidar tampoco este aspecto- nunca volvería a ser pobre.
Otra heroína, galesa ésta, tenía un pecho de oro: Tegau Eurfron (Eurfron significa precisamente eso, "Pecho de Oro"). Perdió el suyo o en un combate o de la misma manera que Azenor, mordida por una serpiente, dfendiendo a su marido Caradoc Vreichvras.
Tropezamos aquí con otros dos motivos frecuentes: la prótesis milagrosa, como la mano de plata de Nuadu Argatlám en la mitología irlandesa -Lludd Llaw Ereint en Gales- o el hombro de marfil que los dioses implantaron a Pélope en Grecia, y el miembro luminoso, como la mano de varios santos irlandeses, que escribían en la oscuridad de la noche a su luz.
El rey, conmovido, había prometido a su hija darle en recompensa el mejor marido que se pudiese encontrar y no contrariarla nunca en esa cuestión.
Persuadida al final por su madre, Azenor se casó con el conde de Tréguier y el matrimonio vivió feliz hasta la muerte de la princesa de Léon. El príncipe se volvió a casar y las extremadas cualidades de la hijastra despertaron en su segunda esposa unos celos que no tardaron en convertirse en un odio mortal.
He aquí completado el cuadro familiar de Cenicienta, aunque aquí el matrimonio de la pequeña (al contrario que en el cuento) es anterior a la aparición de la madrastra.
La familia de Cenicienta. Estampa popular francesa.
Los trajes parecen de tiempos de Enrique IV, pero
madrastra y hermanas gastan polisón.
Según el gwerz, la madrastra habló con el conde (en el libro de Le Grand toda la comunicación, mucho menos poética, es por carta, y esta suegra calumniadora, con su pérfida correspondencia, también es un personaje conocido de la tradición: aparece, por ejemplo, en la novela medieval de Octaviano y en El caballero del Cisne):
-Hijo, como te descuides te vas a ver puesto de patas en la calle y teniendo que pasarte las noches al sereno, como los lobos, rondando a la luna.
-No sé qué habla usted.
-Que tengas cuidado no sea que el día menos pensado te pase como a unos pollos que les nace en su nido un cuco gorrón, los echa a coces abajo y todo para él. Yo me entiendo.
-¿Sabe usted algo? ¡Hable claro!
-¡Dios me libre de calumniar a nadie! Sólo digo que andes con ojo. Que después, encima de la desgracia viene la risión.
-¡Conmigo, pocas bromitas!
La cizaña de la madrastra bastó para que el conde de Tréguier empezase a sospechar de Azenor y terminase por aborrecerla y despacharla a su padre cargada de prisiones, bajo acusación de adulterio.
La suspicacia del conde no era del todo descabellada. ¿Acaso a Marcos de Cornualles y al propio rey Arturo les había valido toda su realeza para librarse de ese mal?
El príncipe de Léon, sintiéndose deshonrado al ver llegar a su hija con tanta infamia, la mandó quemar viva. A la espera de ajusticiarla, mandó que le diesen por cárcel una torre del castillo de Brest, que aún lleva su nombre.
Dicen las narraciones populares que la hoguera se negó a prender; Albert Le Grand afirma que  al conocer la sentencia Azenor reveló que estaba encinta de cuatro meses; por una causa o por otra, el caso es que la sentencia se conmutó en la de ser arrojada al mar con su criatura en el vientre, ya fuese en una embarcación sin remos o metida en un barril.
Hersart de la Villemarqué ve en este episodio el recuerdo de la leyenda de Dánae, interpolado en la leyenda por algún clérigo con lecturas clásicas. No parece necesario. La mujer abandonada en un cajón a merced de las aguas aparece en muchos mitos. Robert Graves, en Los mitos griegos, identifica a Dánae con la triple diosa lunar, es decir, una vez más, con las Parcas.
Las mujeres fatídicas, Nornas, Parcas, Moiras, Madres, asociadas a las fases de la luna, igual que las arquetas del Mercader de Venecia, supone Freud que son tres aspectos de la madre: la madre de uno, la de los hijos de uno y la madre universal que es la Muerte.
La muerte es Madre Tierra -la mujer de la serpiente- pero también Madre Mar (y aquí viene a cuento todo el simbolismo náutico-fúnebre, desde los enterramientos en barcos a la "mort vieux capitaine" de Baudelaire pasando por "la mar que es el morir" del Otro y las embarcaciones vicentinas...)
Las Nornas, en esta ilustración de Paul Thumann, como
deidades marinas, parecen suripantas de El joven Telémaco o de
La blonde Vénus, protagonizada por Nana (en la novela de Zola).
En Cornualles existe, en el pueblo de Zennor, una iglesia de Santa Senara donde se muestra un trono de piedra llamado la Cátedra de Santa Senara. En el respaldo está representada en relieve una sirena con su cola de pez mirándose el espejo. Aquí santa Azenor se asemeja a otras santas sirenas como la irlandesa Liban (ver Vida y milagros del pescador de sirenas) y a Dahut y las marimorganas bretonas.
Durante su larga travesía, un ángel venía a visitar a diario a Azenor, trayéndole víveres, consolándola y transformando con sólo su presencia aquel estrecho, lóbrego (es de creer que la luz del pecho no funcionaba allí dentro) e infecto lugar en un pequeño paraíso de delicias. Así dice Le Grand. También era visita habitual de la hermética embarcación Santa Brígida.
Llegado el tiempo del parto, Azenor dio no a luz sino a la oscuridad de su tonel un niño al que puso Budoc, "ahogado". La asistió la misma Santa Brígida, que tenía excelsa experiencia en esos casos, ya que según la leyenda había ayudado a la mismísima Virgen María en el portal de Belén. 
Eso de "ahogado" es una etimología popular; en realidad, budoc, como el irlandés buadach, significa "afortunado" o "dotado de grandes prendas". 
La infortunada lloraba por la suerte de su criatura cuando ésta, milagrosamente, habló consolándola con palabras de aliento. Y no tardó Azenor en notar que su diminuta embarcación había dejado de moverse. Era que las corrientes la habían depositado en una playa de Irlanda.
Los lugareños, al ir a abrir el tonel prometiéndoselas muy felices por lo que pesaba y creyendo que contendría vino o algún otro deleitable alpiste, se llevaron la sorpresa de su vida al oír voces en el barril.
-¡Darse prisa, borrachuzos! ¡Que no veo la hora de bautizarme!
El chasco se les volvió alborozo al ver a la hermosa madre con su criatura, a los que llevaron prestamente a la iglesia no sin antes darles un buen baño: que es de imaginar cómo habrían llegado después de la travesía.
Tal vez por este episodio se dice que San Budoc es el patrón de los naufragadores.
Azenor se quedó en el pueblo ganándose la vida (como por casualidad) de lavandera. Las lavanderas, en las leyendas de Bretaña, son seres nocturnos, fantasmales, que tienen mucho que ver con las hilanderas fatídicas de otras culturas.
Entre tanto, en Armórica, la malvada suegra enfermó, y viéndose llegada al trance de la muerte, confesó su crimen. El conde, furioso, loco de remordimientos y de rabia, quería despedazar el cadáver de su suegra y a sí mismo a puros bocados, y se arrancaba los pelos a puñados dándose cabezazos contra las paredes.
Cuando logró sosegarse, decidió echarse a la mar por si en algún lado podían darle noticias de su esposa y guiado por la providencia pronto aportó en aquél pueblo irlandés donde vivía su mujer, a la que reconoció nada más verla, aunque estaba un tanto ajada y desfigurada por los trabajos pasados. 
La felicidad le duró poco, porque debido al aire "grosero y septentrional" (son palabras de Le Grand) de Irlanda cayó enfermo y murió sin haber podido zarpar rumbo a Trégor. Azenor prefirió pasar el resto de sus días en aquella aldea de pescadores como viuda honrada y Budoc entró en religión allí mismo. 
La pobreza de Azenor era voluntaria, que es la verdaderamente meritoria. 
Budoc llegó a abad y arzobispo, que era lo mismo que ser rey en aquella provincia -siempre según Le Grand-, donde estuvo gobernando durante dos años, sin modificar su ascética manera de vivir, hasta que un ángel le ordenó marchar a la tierra de sus padres.
Y sin salir de su cama, que era una pila de piedra a modo de sarcófago, el ángel lo llevó a la mar y por ella flotando hasta el Léon.
Esta pila durante siglos se conservó en Bretaña y servía para ordalías. El que juraba en falso sobre ella podía estar seguro de morir o enfermar gravemente en el plazo de un año.
Allí, en el Norte de Bretaña, anduvo predicando a los paganos que aún quedaban y a los herejes pelagianistas, a decir de Le Grand, hasta que su fama llegó a oídos de San Maglorio, obispo de Dol, que, ya anciano, estaba pensando retirarse y lo nombró sucesor suyo.
San Budoc, obispo. Vidriera en la catedral de Dol.
Budoc, aparte de su labor de obispo, que realizó con admirable celo, puso escuela, en la que se formaron algunos de los santos más famosos de aquellos tiempos: San Iltudo, San Gwenole...
Al cabo de veinte años más o menos sintió que le había llegado su hora y convocando a sus allegados devolvió el alma a Dios. Antes de morir encargó a un amigo llamado Ilduto que le cortase el brazo y lo llevase de regalo al pueblo de Plourin, donde lo había dejado su navío de piedra.
Ilduto escondió la reliquia en un cofre entre sus ropas y se puso en marcha. Pero en una venta donde tuvo que hacer noche un mozo, inocentemente, se sentó en el cofre, y por la falta de respeto que significaba poner sus posaderas sobre el brazo sagrado, quedó paralítico y mudo.
Se indagó el asunto; se halló el miembro cortado entre las ropas; Ilduto tuvo que dar explicaciones y lo dejaron libre, pero el cura del lugar se negó a soltar la valiosa reliquia. Todo lo más, le concedieron a Ilduto permiso para adorarla, lo que aprovechó para, fingiendo besarla, arrancarle de un mordisco tres falanges, que es lo poco que pudo llegar a su destino. 
No hay certeza sobre la fecha en que se celebra la festividad de San Budoc. Le Grand la coloca el 18 de Noviembre; el 8, 9 ó 10 son los días en que se festeja en más lugares.




jueves, 29 de noviembre de 2012

Perros, dragones, caballos, serpientes y sirenas

Uno de los siete santos principales de la Bretaña es San Tugdual, también llamado Pabu.
De su vida se conservan tres versiones medievales, que editó juntas La Borderie en las Mémoires de la Société Archéologique des Côtes-du-Nord.
San Tugdual. Vidriera moderna.
A la primera, muy escueta, le atribuye el editor gran antigüedad; la última sería ya del siglo XI. A pesar de eso, es ésta la que más elementos míticos y fantásticos incorpora, y no forzosamente tan recientes como la redacción del relato.
El nombre de Tugdual o Tudgual (que es la forma etimológica) se remonta al britano *Teutoualos, que significa "jefe del pueblo". Teuto-, "nación", es palabra corriente en indoeuropeo: tudesco, por ejemplo, quiere decir en realidad "de nuestro pueblo". Valos como compuesto de nombres propios aparece con frecuencia entre los celtas. Donald, por ejemplo, viene de *Dumnoualos, "el rey del mundo", y Conall, *Cunoualos, sería el Perro Rey. El equivalente irlandés de Tudgual es el frecuente Tuathal, que en inglés se escribe Toole.
El Tugdual del que hablo ahora pertenecía a la aristocracia más selecta de Britania, como que era hijo de Pompeya, hermana de Riwall, a quien las crónicas designan como "el primer britano que cruzó la mar". Este Riwall, hijo de Deroch y padre de otro Deroch (ver El fuego libre del agua), fue, se dice, el primer rey de la Domnonia, y su reino abarcaba toda la parte de Bretaña bañada por el canal de la Mancha. 
En la segunda vida de San Tugdual se afirma que era irlandés, de acuerdo con lo que dice una vida suya "escrita en la bárbara lengua de los escotígenas"; la vida tercera lo niega explícitamente sosteniendo su origen britano; yo no sé cuál será la verdad pero sí es cierto que había irlandeses en Britania y que el mismo Brychan Brycheiniog, padre de muchísimos santos, tenía sangre irlandesa. Así que las dos cosas, irlandés y britano, podían ser a la vez.
Tugdual, desde pequeño, dio muestras de su vocación eclesiástica. Fue niño modoso y meditabundo, poco amigo de los habituales juegos infantiles, amante del estudio en que progresaba con rapidez que dejaba pasmados sus maestros. Joven aún, se hizo sacerdote y se dedicó a hacer vida penitente y retirada.
En su retiro recibió la visita de un ángel que le ordenó abandonar su patria y marchar a la Pequeña Bretaña. No se fiaba de la autenticidad de la visión, aunque se repitió al día siguiente. Al tercer día el ángel apareció irritado.
-¿Tú no entiendes bretón o qué es esto? ¿Cuántas veces va a haber que repetirte las cosas? ¿O es que quieres ver lo que pasa cuando le haces esperar a Dios?
-¡Bueno, bueno! Yo, como a veces el Demonio es muy astuto y por menos de nada...
-Ya estás tardando. Espabila.
Tugdual se apresuró a elegir setenta y dos discípulos que lo acompañasen en su viaje.
Este detalle es interesante. Si es cierto que eligió, a imitación de Jesucristo, setenta y dos compañeros, se puede pensar que al ponerse en marcha le rondaba la cabeza una idea mesiánica. Fleuriot y Kerboul apuntan a un posible intento de creación de pequeños estados teocráticos en Armórica por parte de los monjes britanos, fuente de fricciones entre los grandes abades y los jefes políticos y guerreros. El enfrentamiento entre los abades-obispos y el rey Conomor, que acabó con la excomunión de éste, ilustraría este pulso.
El puerto de Saint Pabu, donde desembarcó San Tugdual.
A diferencia de su tío Riwall, que en su migración a Bretaña llevaba pobladores de ambos sexos, en la expedición de Tugdual sólo iban tres mujeres: su madre Pompeya, su hermana Sewa y la viuda Maelhen, que servía en la abadía de Tugdual. Los setenta y seis llegaron al puerto donde les estaba esperando una milagrosa nave, tripulada por un grupo de marineros tan expertos como radiantes de hermosura, que en brevísimo tiempo los llevó al reino de Deroch. 
Apenas desembarcaron, la nave se desvaneció perdiéndose para siempre. ¿Quién duda -dice la vida tercera- que fuesen ángeles los que la conducían? 
El puerto donde tomaron tierra se llama hoy, en memoria del santo, Saint Pabu.
Por el camino, encontraron un mendigo pidiendo limosna. Estaba esquelético y abrumado, al parecer, por una grave enfermedad. San Pabu no sólo le socorrió con una limosna, sino que le devolvió la salud. Éste fue el primero de una larga serie de milagros: curaciones, exorcismos, expulsión de serpientes de territorios infestados de ellas... Enfermos y tullidos se atropellaban a esperar su paso por las encrucijadas.
La vida tercera cuenta incluso que cerca de Tréguier, en una cueva, vivía un dragón terrible que con su aliento infecto tenía el aire de toda la comarca envenenado. era de una voracidad espantosa y lo mismo engullía a los ganados que a las personas.
A ruegos de los vecinos, San Tugdual se adentró tranquilamente en su caverna, le ciñó el cuello con su estola y se lo llevó a tirones, como se hace con un perro que se ha parado a ensuciar un sitio que no debe. Así lo arrastró hasta unas rocas junto al mar. Las aguas, sólo de verlo, rompieron a hervir. Pabu le mandó saltar y el dragón desapareció para siempre entre las espumas.
Viajero infatigable, recorrió toda la Domnonia de San Ronan a Dinan. Fundó el gran monasterio de Tréguier, que aún no era sede episcopal. Y visitada gran parte de Bretaña, se encaminó a París. Por el camino, en Angers, se reunió con San Albino, que se le unió como compañero de viaje. Esto le fue de suma utilidad. En primer lugar, a decir de la vida tercera, San Albino era familiar o muy amigo del rey de los francos, Childeberto I.
Childeberto I era hijo de Clodoveo y de Santa Clotilde y era un hombre ambicioso, que no se paraba en barras. Había matado a sus sobrinos para evitar que le disputasen el trono.
Santa Clotilde reparte el reino de su difunto marido Clodoveo entre sus hijos.
Miniatura del siglo XV.
San Albino serviría para introducir a Tugdual en la corte.
Pero además, San Albino era bretón, de cerca de Vannes, y podría servirle de interprete, dice la vida segunda, de la "romana lingua". 
Este detalle es de interés. La Britania era un territorio del Imperio Romano ampliamente romanizado, como atestiguan las muchísimas palabras latinas que subsisten en la lengua galesa. Sin embargo, existían, sobre todo al Norte y al oeste, zonas que, sin duda, permanecerían impermeables a la lengua latina, de lo que es prueba la persistencia de las lenguas célticas hasta hoy. 
Pero siendo Tugdual hombre de iglesia y de tan portentosa sabiduría, aunque su lengua materna fuera el más cerrado de los britanos, ¿cómo creer que no pudiese comunicarse en latín con los francos? ¿Es posible que ya en el siglo VI hubieran evolucionado tanto los dialectos del latín que los de Britania y Francia no se entendiesen entre sí? ¿O que al que no conociese más latín que el aprendido de los maestros y de los libros le sonase a chino el otro, vulgar, evolucionado, de la vida cotidiana?
Sabemos además, por la vida tercera, que el ángel hablaba con San Tugdual en bretón, aunque -puntualiza el texto- el santo conocía los dos idiomas "por la afinidad de ambas regiones". Incluso le entregó una carta de Dios escrita con letras de oro en lengua bretona.
Decimos "bretón" a sabiendas de cometer una inexactitud, porque en aquella época el bretón, el córnico y el galés, amén de otros dialectos britanos desaparecidos, no se habían dividido aún formando lenguas aparte.
A las puertas de París, los dos santos se encontraron con el cortejo fúnebre de un noble muerto en plena juventud. Tugdual lo resucitó. Después, sanó a un paralítico: no había acudido él al santo por iniciativa propia, sino por la de sus criados, a los que traía mártires con sus manías y con sus rabietas (cujus vita domesticis habebatur odiosa). Y cuando le devolvió el movimiento, no él, sino sus familiares y criados eran los que se arrojaban de hinojos a besar las manos de Tugdual...
Tantas maravillas llegaron a oídos del rey, que lo mandó llamar. Llegado a su presencia, una blanca paloma bajó del cielo y se posó sobre los hombros del santo. Estupefactos, el rey, la reina Ultragota y la corte entera como un solo hombre se levantaron y cayeron postrados ante el santo.
Muy a pesar de Tugdual, Childeberto (rey muy religioso y devoto con todo y con sus pecados: ¿quién está libre de ellos?) se empeñó en nombrarlo obispo. Tugdual tuvo que ceder, pero puso la condición de que fuese en Bretaña (no en París como quería el rey) y allá que se volvió, a la hoy desaparecida ciudad de Lexovia (ver En el país de los cojos el tuerto es el rey). 
San Tugdual, obispo. Tréguier, Bretaña.
En la primera misa que, ya como obispo, celebró ante la corte, tuvo por monaguillos a los ángeles venidos a propósito del Cielo.
Llegado a la bretaña, Tugdual se dio cuenta de que la realidad no era tan halagüeña como tiempo atrás. El rey Conomor, mediante su malvado prefecto Ruhuto, ponía todas las cortapisas que se le ocurrían a la labor del obispo. 
No hay que olvidar que Conomor tenía especial rencor a la estirpe de Riwall, a la que pertenecía Tugdual. En el conflicto franco, Riwall apoyaba a Clotario y Conomor a su enemigo Childeberto.
Ruhuto se dedicaba a sembrar la cizaña entre Tugdual y los fieles, y la que había sido al principio auténtica adoración se había transformado en desconfianza e inquina en parte del pueblo. Al cabo de algún tiempo, el ángel volvió a visitarlo. A San Tugdual le habían dado posada en su casa unos campesinos y después de rezar sus maitines afuera, antes del alba, se sentó en el suelo contra la pared a disfrutar de los primeros rayos de la aurora y se quedó dormido con la cabeza en las rodillas. 
-Desentiéndete de estos ingratos -le dijo el mensajero divino, nimbado de glorioso resplandor- . Si quieres que vuelvan a quererte, pon tierra por medio.
-¿Y adónde voy a ir?
-¡A los santos lugares! Empezando por Roma. 
Y le entregó una carta del Cielo, escrita con letras de oro, que decía:
Romam vade cito.
Propera! Jubet hoc Deus: ito!

Vete a Roma pitando.

¡Muévete! Dios lo manda. ¡Arreando!
  
Esta vez no hubo necesidad de repetírselo. En poco tiempo, Tugdual había llegado a Roma. Él no lo sabía, pero aquel día se había de celebrar la elección de papa y no había candidato. Tugdual entró a rezar en una iglesia repleta de fieles y de nuevo una paloma blanca vino a posársele en el hombro.
-¡La han tomado conmigo los bichos estos! -le dio tiempo a pensar.
Pero ya varias manos lo alzaban sobre la multitud que lo aclamaba pontífice. A regañadientes, tuvo que aceptar, resignándose a admitir que tal era la voluntad divina. Y adoptó el nombre de León Britígena (este dato, consignado por la vida segunda, contradice la afirmación de este propio texto de que era irlandés, salvo que lo fuese de los de Britania). En todo caso, según la vida  tercera, de aquí le viene el nombre de Pabu, que es -indica- un corrupción britónica de papa.
Es extraño, pero en la lista de los papas no figura este León Britígena.
Pero como su propósito era peregrinar a Tierra Santa, durante su pontificado viajó a Jerusalén, donde visitó y adoró cuanto había que visitar y adorar.
Y en el segundo año después de ser elegido, estando una mañana en oración ante la tumba de San Pedro, en medio de una claridad refulgente le vino a ver el ángel:
-Por medio de este mensajero te ordena Dios que dejes la silla apostólica y te vuelvas a tu diócesis de Lexovia. Como te habíamos augurado, los lexovienses están arrepentidos de haberte dejado marchar y claman por su pastor. Dios se ha apiadado de ellos. 
Como si, más que obispo, Tugdual hubiera sido un soberano celta, su partida había supuesto una ruina absoluta de su diócesis: los ríos estaban secos, las mujeres, los ganados  y los campos estériles, reinaban el hambre y las epidemias...
Esta vez también hubo que repetirle las órdenes al santo:
-¡En mi vida he visto hombre más desconfiado ni más remiso en obedecer a Dios!
-Puedo haberme alucinado y es un viaje muy largo para lanzarse a él por una ventolera. 
-Por el viaje no tengas pereza: acércate al Monte del Gozo, que te estará esperando un espolique con una caballería.
En Roma, como en Compostela, el Monte del Gozo era una colina desde donde los peregrinos, ya casi tocando su meta con la mano, divisaban por primera vez las torres de la ciudad.
Allí estaba dispuesto para Tugdual un ángel con un caballo blanquísimo, que en un solo día lo condujo de Roma a Bretaña volando por los aires. Tugdual se maravillaba contemplando desde el cielo la espesura de los bosques, las cumbres de las montañas, la vehemencia impetuosa de los ríos.
Un niño que era mudo rompió a hablar anunciando haber visto la llegada del santo, que se había producido a bastantes leguas de distancia.
No bien se apeó Tugdual, el paje divino montó, alzó el vuelo y se perdió de vista en los aires.
Tugdual fue recibido con entusiasmo por el pueblo y volvió a sus funciones de obispo. A poco de llegar, estando sentado un día contemplando el mar desde una altura, vio a una pobre mujer embarazada de muchos meses que subía con penoso esfuerzo, cargada con dos cántaros de agua, la empinada cuesta. Cuando llegó arriba, junto a donde estaba Tugdual, se dejó caer sentada en una piedra para cobrar aliento.
-¿Me das un poco de agua? -dijo el santo.
La mujer no tenía fuerzas ni para hablar; dijo que sí señalando al cántaro con un gesto de la barbilla. Tugdual lo cogió.
-Mujer: ¿cómo haces eso en tu estado? ¿No ves que puede ser peligroso?
-Si no subo yo el agua, no bebemos en casa nadie. No hay otro manantial más cerca que ése de la playa.
-Bueno, pues ahora ya sí -dijo Tugdual, y vertiendo un poco del cántaro hizo brotar una fuente límpida y fresquísima, que no se agota ni en las sequías más tremendas.
No sólo la embarazada, sino todo aquel barrio quedó eternamente agradecido al santo por el suministro de agua.
Mayor favor aún fue el favos que hizo acabando con la epidemia que azotaba a la Domnonia entera, y especialmente al Léon.
Era una pestilencia de un tipo extrañísimo y la iba extendiendo un perro negro (unos manuscritos lo llaman negro -fulvus- y otros pardo -falvus-, pero me inclino por lo primero). Iba recorriendo los campos y los poblados. De pronto se detenía y miraba a alguien.La persona que recibía sus miradas podía estar segura de caer enferma. Esa misma noche empezaba a inflarse terriblemente, hasta que la piel demasiado tensa se rasgaba abriendo paso a abundante y fétida supuración. El enfermo no tardaba en morir.
El perro iba creciendo en osadía y si antes sólo actuaba en despoblado, contra los labriegos que trabajaban en los campos, pronto empezó a recorrer los pueblos. Se asomaba por las puertas y miraba a los moradores de las casas, que caían como moscas.
Bendición de apestados por un obispo. Miniatura del siglo XIV.
La gente atrancaba las puertas, no se atrevía a asomar fuera la nariz, y los cadáveres quedaban abandonados por campos y calles, descomponiéndose y corrompiendo el aire.
He dicho que opto por el color negro porque veo en este perro epidémico una aparición más de la bestia diabólica canina tan frecuente en el folklore (ver Los demonios perrunos).
Alarmado, San Pablo Aureliano convocó a San Corentín y San Tugdual para dar fin a aquella plaga.
-¿Quién de los tres se encarga del trabajo?
-Hombre: Tugdual, que es el varón de más autoridad.
-Bueno, venga; voy yo.
Tugdual subió a lo alto de una colina; una gran muchedumbre se había congregado al pie de ella para acompañarlo en sus plegarias.
Al cabo de poco tiempo se vio un espectáculo estremecedor y pavoroso: como si fuesen aves migratorias, miles y miles de féretros baratos (de los que se llamaban sandapila) cruzaban el cielo en formación, los sudarios como largas colas ondeando siniestramente al viento; y al término de su macabra procesión aérea se precipitaban a las aguas del mar. Desde aquel día no volvió a enfermar nadie ni fue visto el perro maldito. 
Todos los males del país desaparecieron, las cosechas fueron abundantes, las mujeres y los animales parieron felizmente abundante descendencia, los campos verdeantes recreaban la vista, los árboles se encorvaban bajo el peso de la fruta.
Tanta felicidad no podía durar, y no mucho después Tugdual se sintió morir y lo comunicó a sus más próximos.
-No me lloréis, que éste es el último y el mayor de los triunfos.
-¿Y qué vamos a hacer sin ti?
-Os doy un sucesor mejor que yo en Rivelino.
Al amanecer del domingo, murió Tugdual, se levantó una brisa cargada de aromas celestiales y portadora de armonías dulcísimas. Lo embalsamoron con ungüentos perfumados que había traido a tal fin desde Tierra Santa.
Desgraciadamente, no todos quisieron hacer caso de Tugdual y, no dejándole descansar ni después de muerto, le hicieron volver a resolver asuntos de la diócesis (ver Una sucesión conflictiva).
La vida tercera continúa refiriendo milagros de Tugdual después de muerto. En un ocasión un barco de peregrinos que se dirigían al santuario de San Tugdual a adorar sus reliquias se fue a pique y a todos sus pasajeros se los tragaron las olas. Se imploró y rezó al santo y la mayoría fueron devueltos por las aguas como si tal cosa. Pero faltó un joven, noble y prometedor, al que tras haberlo buscado cuatro días en vano las olas arrojaron muerto a la playa. 
Sus familiares lo pusieron en unas angarillas y lo llevaron ante el altar donde estaban las reliquias de San Tugdual. Los ánimos estaban muy encendidos.
-¡Irlandés! ¿Qué te había hecho este muchacho? ¡So irlandés! ¡Asesino! ¡Si no estuvieras muerto había que ahorcarte! 
-Irlandés tenía que ser.
Uno de los sacerdotes del santuario cogió parte de las reliquias del santo y con ellas le hizo al cadaver la señal de la cruz en la boca. El que yacía irreconocible e inflado como un odre, afeado por manchas de todos los colores, se levantó de las parihuelas con su figura elegante de siempre, su tez cuidada y su aspecto de mozo lleno de salud. Por propia voluntad se dirigió al juez y contó que estaba vivo por la protección y amparo del santo.
Otras reliquias de san Tugdual, remojadas en agua y usadas como hisopo, extinguieron un voraz incendio que había devorado media casa de labranza.
Otro día volvían unos estudiantes a casa un sábado, después de haber pasado la semana internos, como era costumbre. Iban tan animados charlando al borde del mar que no se dieron cuenta de que faltaba uno de ellos, el más joven y bonito, que se le llamaba Gwengal. Seguramente se lo habría llevado la resaca.
Entre llantos y rezos, sus compañeros lo veron salir de debajo de la aguas al cabo de largo rato. llevaba atada al pie derecho una cinta de seda.
-¡Me han cazado las mujeres marinas! -contó- Y me han arrastrado bajo los roquedales de la orilla. Me llevaban atado con cintas de seda y no me podía soltar. 
Hylas. John William Waterhouse.
Yo me desesperaba de oíros gritar y buscándome y llorar y rezar, pero hablar ni chillar no podía. Entonces llegó un venerable anciano, vestido de obispo, y a puros tirones, con una fuerza increíble me arrebató de ellas. No sé cómo, hizo debajo del mar un túnel de agua, y bajo esa bóveda líquida me condujo hasta la playa. Con su sola presencia puso en fuga a las nereidas, que se dispersaron despavoridas. En su precipitación, una de ellas se olvidó hasta de desatar la cinta, que es su ceñidor, y ahora la llevo al tobillo en testimonio de ser verdad lo que digo.
Este Gwengal era una especie de Hylas bretón, y si San Tugdual, que no era ningún Maciste, pudo lo que no pudo Hércules, es que la ayuda de Dios es lo que más vale.
La festividad de San Tugdual, patrón de Tréguier (junto a san Yves), se celebra el 30 de Noviembre.