sábado, 12 de enero de 2013

Divagaciones lusas

Ya hace bastantes días, en la última entrada del blog este, aparecía en la persona de Santa Azenor o Henori, princesa bretona, la arquetípica figura de la Diosa con la Serpiente: una de las manifestaciones, según Marija Gimbutas, de la diosa principal de la Eurasia neolítica anterior a la invasión de los indoeuropeos.
La diosa de las serpientes. Estatuilla minoica.
La serpiente, animal telúrico y casi tierra animada, representa (al remozarse periódicamente mudando la piel) la fuerza regenerativa y renovadora de la Tierra, que al igual que abriga y cocina a la simiente para devolverla en forma de planta lozana, cobija al muerto a la espera de la resurrección.
De manera que esta secuencia asociativa de imágenes nos conduce paso a paso a la de la mujer que surge triunfante del vientre de la serpiente, Santa Margarita (la suave y brillante perla encerrada en su ruda cáscara) o Santa Marina (ver El insoslayable Olibrio) y a las santas matadragones, de las que acaso la más famosa sea Santa Marta, vencedora de la Tarasca.
Ahora leo por casualidad un par de milagros relacionados con este conjunto de símbolos y que tenen lugar en tierras portuguesas. Los encuentro en el libro de Aquilino Ribeiro Geografia sentimental, libro ameno y lleno de noticias interesantes y curiosas sobre las ásperas comarcas de la Beira.
Bernardo de Brito, al que se refiere Ribeiro, narra pues en el segundo tomo, libro séptimo, de su Monarchia Lusitana las correrías devastadoras del moro Almanzor y cómo arrasó, según iba de paso desde Lamego a Trancoso, el monasterio femenino de Sismiro, junto a Aguiar da Beira. 
Allí los cristianos resistieron a los invasores e incluso, cayendo de noche por sorpresa sobre su retaguardia, estuvieron a punto de infligirles una derrota memorable. Pero la pericia militar de Almanzor no lo permitió y las monjas supervivientes del convento fueron arrastradas a Córdoba en cautividad como botín de guerra. 
Jean-Léon Gérôme, Mercado de esclavas.
Si bien Aquilino Ribeiro puntualiza que no todas, sino sólo las jóvenes y bonitas, habiendo podido las demás embreñarse en la sierra con su más preciado tesoro: la imagen de la Virgen.
Esta pequeña escultura la escondieron en una cueva o lapa formada de cuatro lajas por la naturaleza, cerca del pueblo de Sernancelhe y allí permaneció durante siglos hasta que dio con ella una pastorcilla llamada Joana, que andaba por aquellas soledades con sus ovejas.
Claro que la imagen escondida en la cueva esperando su providencial hallazgo es otra representación simbólica más, como la perla en la concha, de la chispa inmortal sepultada en las profundidades de la tierra. Y, por supuesto, de la vida latente en la gruta y horno alquímico que es el vientre femenino.
La pastorcita, como por casualidad (y dicho sea de paso), era muda. En el artículo de Freud sobre el motivo de las tres arquetas, a que me refería en esa última entrada, se recalca que la mudez es, en el código del inconsciente y de los sueños, sinónimo de la muerte, como por otro lado indica nuestra fraseología. En su inocencia, Juana se apropia de la imagen para tenerla de muñeca y la esconde en la cesta donde solía llevar la merienda.
A diario la sacaba, la adornaba con flores del campo y jugaba con ella, teniéndola en la mayor veneración.
Los vecinos empezaron a extrañarse de lo mucho que prosperaban y medraban los ganados de aquella pastora a pesar del poco caso que les hacía, constantemente jugando con su muñeca, y de que siempre los apacentaba en el mismo lugar, que era junto a la cueva en cuestión. Y como en los pueblos hay tantas envidias, iban cogiéndole ojeriza y su madre se ponía nerviosa de no entender qué estaba pasando allí.
La Historia se repite, y más en estas cosas de la hagiografía. La imagen de la Virgen tenida como muñeca no puede dejar de recordar a la emperatriz bizantina Teodora, mujer de Teófilo y venerada como santa en la Iglesia griega.
Durante los primeros tiempos de su reinado, el emperador Teófilo gobernó junto con su madrastra Eufrosine, y cuando ésta pensó que era hora de casar a su hijastro, mandó traer a la corte las jóvenes casaderas más dignas del trono que se pudiese encontrar en cada una de las provincias del imperio. 
Eufrosine lo que estaba deseando era descargarse del peso de la regencia y volver al convento de donde su difunto marido la había sacado casi a la fuerza para casarse con ella por motivos políticos.
Puso en la mano del joven una manzana de oro diciéndole que la entregase a su elegida. Las candidatas estaban en dos filas, formando un pasillo que recorrería el emperador, mirando a un lado y otro. No tardó en detenerse ante una belleza deslumbrante, que lo dejó atónito.
-¡Y que por una mujer
se echase el mundo a perder...! -le dijo.
-Fue por una mujer, sí señor;
pero de otra nació el Salvador -replicó la muchacha rápidamente.
-¡Atiza, qué aguda! Muy lista es la niña para emperatriz -se dijo Teófilo. 
-Y... ¿cómo te llamas tú, bonita?
-Casia, para servirle.
-Bien, bien.
Y pasó de largo. La manzana fue a parar a manos de otra pretendiente casi igual de bella pero menos viva y respondona. Tiempo más tarde, Casia entró en religión y se convirtió en una de las compositoras de himnos más famosas de la Iglesia ortodoxa. 
La elegida se llamaba Teodora, venía de la costa del Mar Negro y era de estirpe armenia. 
Al parecer la suegra tuvo mano en la elección. Igual que ella, Teodora era partidaria del culto a las imágenes y se oponía a la iconoclasia oficial. Era una niña y, toda una emperatriz de Bizancio jugando con muñequitas, parecía una boba de las comedias. La infantil y ñoña dama de Las muñecas de Marcela, de Cubillo de Aragón, por ejemplo (al menos al principio de la obra). Pero en realidad se hacía la tonta y al menos en eso resultó más lista que su contrincante. Las muñecas eran las imágenes de la Virgen y los santos y los juegos pueriles el ardid con el que burlaba la prohibición de su culto.
Como en la novela de Tristán e Isolda, un bufón enano se encargó de destapar ante el emperador la superchería. Teodora se defendió con unas excusas absurdas pero Teófilo, que no se chupaba el dedo, hizo como que se tragaba el anzuelo. La emperatriz hizo pagar al acusador su culpa con una azotaina memorable: tanto que, cuando después el emperador por broma le preguntaba al chivato sobre las devociones de su esposa, el bufón huía tapándose con una mano la boca y con la otra las posaderas, donde había recibido los zurriagazos.
La emperatriz Teodora (arriba, a la izquierda del ángel) proclama
el culto de las imágenes. Icono de principios del siglo XV.
Pero por volver a Joana, la pastora portuguesa, una tarde su madre la sorprendió jugando junto a la chimenea con su muñeca, y como ya estaba irritada por los cuchicheos de los vecinos, estalló.
-¡Ya está bien! ¿Toda la vida vas a estar jugando con las muñecas como una niña de cinco años? ¡Trae acá eso, mecachis!
Y arrebatándole la imagen, la arrojó a la lumbre.
-¿Qué hace usted, madre? -exclamó Juana la mudita, para asombro de la otra- ¡Que abrasa usted a la madre de Dios!
Estos casos de mudos que recuperan la palabra por un suceso traumático no son raros en las leyendas. Los hay de infantes que arrancan a hablar para reconocer a su padre verdadero (como en el milagro de San Antonio), para consolar a su madre en la tribulación, como San Budoc, o para advertir de un peligro, como en la famosa balada de la envenenadora:
"L'enfant du bré jamais ne parle, 
a bien parlé:
-Ne buvez pas de ça, mon père,
vous en mourrez"...
Uno recuerda al famoso mudo de la leyenda irlandesa, Labraid Loingsech, que recobró el don de la palabra (perdido en la matanza que acabó con sus familiares) a causa de un golpe en una pierna mientras jugaba a la pelota. Y es que resulta que Labraid Loingsech tiene algún parecido notable con el rey Mark, marido de Isolda y amo del enano delator Frocino. El principal, claro es, las orejas de caballo que tenían los dos.
La madre de Joana no tuvo mucha ocasión de alegrarse de la portentosa curación de su hija, porque a la vez se le había quedado seco a ella el brazo con el que había lanzado a la lumbre la virgen milagrosa. Y es que a los santos no les gusta que les chamusquen sus imágenes. Que lo diga si no aquel bretón de la leyenda que cuenta Anatole Le Braz, que había comprado una imagen proveniente de la desamortización de un convento para hacerla astillas y prender la lumbre. Cuando fue a coger una brasa para encender la pipa, le saltó a la muñeca la mano del santo abrasándosela y agarrándosela con tal fuerza que a duras penas pudo arrancársela y toda la vida le quedó, a modo de pulsera, la cicatriz de la quemadura.
La madre de Joana se arrepintió de su involuntario sacrilegio. La imagen se extrajo incólume de entre las llamas y ante los vecinos asombrados, que habían acudido a los gritos, se proclamó el doble milagro. La virgen se condujo en procesión a la cueva de su hallazgo. Allí entronizada, sanó el brazo de la irascible madre. Y a pesar de varios intentos de los párrocos vecinos de llevársela a sus iglesias no hubo manera ya de desplazarla. Allí mismo quedó y se venera hasta hoy. En el siguiente enlace puede verse una serie de fotografías de la aldea y del santuario
Entre ellas se encuentra la de un gran lagarto o cocodrilo que pende del techo y que, según dice Aquilino Ribeiro (buen conocedor del lugar porque, según  cuenta, estudió algunos años en la escuela que había allí), servía antaño de coco para asustar a los niños de la comarca.
Aquel dragón (démosle el rango que su función hagiográfica merece) se relaciona también con la leyenda de la pastora Joana, que continuaba con su oficio pastoril. La ocupación con que entretenía sus largos ratos de soledad mientras cuidaba del ganado era la de hilar, como solían otras pastoras santas: Margarita, Marina, Genoveva, Regina (ver El insoslayable Olibrio)... 
Ya me refería en esa entrada a que el hilado y tejido (podría añadirse la cestería), tareas femeninas en la mayor parte de las culturas, se ven generalmente asociadas al curso del tiempo y al destino. Son trabajos cíclicos, giratorios y de vaivén, como las estaciones del año y las fases de la luna. El acontecer y las que lo hilan (inglés weird) son "los que dan vueltas" (latín verto). La mujer, responsable de estos trabajos, se hace dueña de "las vueltas que da el mundo" y adquiere (o conserva) un poder temible sobre los grandes acontecimientos como el nacimiento y la muerte.
las tres parcas , por el Sodoma.
Un buen día, volviendo Joana a casa por esos montes de Dios, vio asomar apartando los matorrales entre dos peñas la cabeza del reptil monstruoso.
La miraba volviendo en sus cuencas unos ojos como tazones, bramando de una manera que ponía los pelos de punta y abriendo y cerrando con seco y amenazador chasquido unas mandíbulas provistas de dos filas de dientes como puñales. 
Confiada en la Virgen que ya le había mostrado su predilección, Joana en vez de amilanarse cogió de su cesta (la misma que había servido de cuna a la divina muñeca) lo único que tenía por arma arrojadiza, un ovillo de los que había hilado, y lo lanzó a las fauces del monstruo conservando un cabo bien agarrado en la mano. El dragón famélico engulló el hilo sin apenas enterarse y abrió la boca otra vez con el ansia de un pollo hambriento en el nido. Otro ovillo y otro más siguieron al primero y cuando los ovillos se terminaron Joana echó mano de los copos que tenía sin hilar.
Es de creer que aquellos hilos, como los de la otra tejedora famosa, Aracne, estaban dotados de alguna virtud viscosa y adhesiva porque como si tuviesen anzuelos quedaban prendidos en la panza del dragón.
No tendrá nada que ver, pero uno se acuerda, al escribir esto, de Bran mac Febal, el mítico navegante irlandés, que cuando llegó a la Isla de las Mujeres no se atrevía a desembarcar (le daban miedo, como es natural). La que mandaba en ellas le arrojó un ovillo de hilo; él lo paró instintivamente con la palma de la mano, a la que se le quedó pegado y así lo remolcaron a tierra con sus compañeros las impacientes isleñas, relamiéndose. Y es que la fuerza de atracción de la mujer es grande (ahí está el refranero para atestiguarlo) y mayor que la del Hércules galo, que arrastraba con las cadenas que salían de su boca, a decir de Luciano. (Hay traducción castellana -y gallega- del viaje de Bran en Cuentos medievales irlandeses, publicado por la editorial Toxosoutos).
Aracne es una tejedora muy femenina, que lo que teje es a sí misma, sus propias entrañas hiladas, trenzándose en la red con que atrapa a sus víctimas (y viene a sumarse en ella, por araña, el arquetipo de la hembra que devora al macho una vez consumados los amores).
Decía que la cestería es también tarea de mujeres en muchas partes, y el cesto figura del vientre de la mujer. Cesto llaman a la matriz en varias lenguas; en el criollo de Vanuatu, por ejemplo, veo ahora que se dice basket blong pikinini, o sea "cesta de niños". 
De ahí, de esa metáfora, dice Rank en El mito del nacimiento del héroe, el cesto de Moisés flotando en las aguas del Nilo. Joana se defiende del dragón con el hilo que brota de su cesto, seno en otro tiempo preñado de la muñeca sagrada.
El obrador de Aracne en el famoso cuadro de Velázquez.
Lo contrario de Aracne es Ariadna, cuyo hilo sirve para desenmarañarse de la telaraña del laberinto. Las telarañas tienen un hilo de Ariadna que no es pegajoso y que es por el que se desplaza la araña para no acabar presa de su propia trampa. Pero, en fin, si es verdad que la leyenda de Teseo representa el proceso iniciático, seguir el hilo de Ariadna es recorrer los caminos de la muerte. Y además, la pobre Ariadna acabó cayendo víctima de su hilo al abandonarla Teseo en su isla. Teseo hace al revés que Bran: a Bran la reina de las mujeres lo remolca a su isla con un hilo para quedárselo; Teseo con él escapa de la isla y se lleva a la hija del rey.
Teseo abandona a Ariadna. Fresco pompeyano.
Aquí se viene a la cabeza una reflexión curiosa.
Parece ser que entre los antiguos griegos la mujer ni cazaba ni sacrificaba ni guerreaba porque quien derrama su propia sangre (en menstruaciones y partos) no debe verter la ajena. De un modo parecido, se dedica a hilar y tejer porque ella misma no tiene textura. Los hipocráticos comparan a la mujer con el copo de lana, carente de la trabazón que le dan el hilado y tejido. Más aún: al hilo -es un decir- de su desarrollo, la carne femenina se va aflojando y como cardando, a la manera de lana de colchón que se mulle o de barbas de una pluma que se deshila. Y es precisamente esa esponjosidad lo que la convierte en un ser cíclico que periódicamente rezuma el exceso de humedad absorbido. 
Al contrario que la tela, que con una malla que se le suelte ya se va toda por ese punto, la mujer (siempre según los hipocráticos) tiene que estar suelta y expedita. Cualquier obstrucción puede conllevar asfixia. Y el suicidio natural de la mujer es por estrangulación, muerte que anuda incruenta. Todo esto lo explica el libro Hipocrates' woman de Helen King, ya citado aquí algunas veces. 
El nudo, en el amor y la guerra, es el arma de la mujer. Entre los germanos, Freija es la maestra del seidhr, la magia que ata y paraliza.
Total: se lee de santos que mataron dragones a lanzazos, con espada, a pedradas, que los sometieron con sus estolas, sus cíngulos o el poder de su palabra. Pero lo que yo no recuerdo es otro caso de dragón pescado con sedal como un pancho del puerto. 
Joana trenzó los cabos de hilo que sobresalían por entre los dientes del monstruo y tirando de la cuerda no sé si lo arrastró o le sacó los mondongos por la boca entre el espanto de los lugareños acudidos al fragor de los rugidos y coletazos de la bestia infernal.
Joana la pastora, la valiente portuguesa, nació en la época que no debía. 1498, fecha que da Brito para el hallazgo de la imagen de Nuestra Señora de la Lapa, ya no era tiempo para esas capturas de endriagos. Hubiera vivido en el siglo V o VI y tendría hoy, quién sabe, la consideración de otra Santa Marina. Hubiera estado guardando sus ovejas  en mil ochocientos y tantos y sería otra pastorcita de Fátima... Pero sin el milagro del dragón, que ya se habían extinguido entonces, es de creer, en las sierras de la Beira.
Por cierto, según Aquilino Ribeiro, que toma la noticia de otro erudito libro, el Olympo Mystico, del siglo XVIII, la bestia horrorosa que pende en el santuario de la Lapa es un señor cocodrilo cazado en el río Zambeze por un soldado portugués en tiempos de Felipe III.

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