domingo, 6 de octubre de 2013

El último de Britania y enredos anglosajones

En el centro y sur de Bretaña, varias iglesias y pueblos dan con sus nombres testimonio del culto a San Ivy. Existe, no lejos de Quimper, el pueblo de Saint Ivy; Mayor renombre tiene aún, unos kilómetros al oeste, Pontivy, el Puente de San Ivy. Según la leyenda, San Ivy fue el constructor del puente que cruza en ese pueblo el río Blavet.
Pontivy, punto estratégico en las vías de comunicación que unen el Sur de Bretaña con el Norte, el Vanetés o Bro Erec con la Domnonia, fue siempre una población singular. Durante las guerras de religión estuvo por los Hugonotes, caso singular en Bretaña, pues la gran familia de los Rohan, que tenía en ella su principal castillo, se había convertido a la religión reformada. 
Al subir al trono de Francia Enrique IV, el gobernador de Bretaña, conde de Mercœur, no quiso reconocerlo como rey (aspiraba, al parecer, a convertirse en duque independiente de Bretaña) y continuó la guerra por su cuenta en nombre de los católicos a ultranza de la Liga. Consecuencia de ello fue que Pontivy, que había caído en sus manos, fue española, o al menos administrada por las tropas españolas, sus aliadas, durante casi un decenio. 
En tiempos de la Revolución Francesa también dio la nota, constituyéndose en bastión republicano aislado en medio de un territorio donde dominaban los guerrilleros realistas, que la hicieron objeto de sus ataques repetidamente. 
Jules Girardet, Episodio de la guerra de los Chouans
Esto no es casualidad, sino que demuestra una secular adhesión de la ciudad a las ideas modernas e innovadoras.
Napoleón quiso luego consagrar y materializar este papel que había desempeñado, convirtiéndola en foco nacionalizador y centro de la nueva organización estatal. Le cambió el nombre por el de Napoléonville y arrasó parte de la vieja villa para levantar una nueva, cuadriculada, acorde al espíritu de la Razón y de las Luces.
Afortunadamente, su intento se quedó a medias.
Desde entonces, como cuenta François Cadic, folclorista y buen conocedor de esas comarcas, Pontivy fue durante todo el siglo XIX escenario de motines y asonadas de los campesinos, católicos y legitimistas en su mayoría, contra la administración estatal que tenía su sede allí: ya fuese republicana o imperial. También, hay que añadir, contra la población urbana de comerciantes, profesionales, burócratas y otras gentes de traje burgués y manos sin curtir. Las luchas políticas eran la forma que revestía la mutua inquina de la villa y el campo. 
Algo parecido a lo que se vivía en Galicia cuando Ramón Cabanillas, simpatizando con el movimiento agrarista, veía en la ciudad un "fato de caciques, ladróns e herexes" deletéreo para la propia esencia gallega.
Las ferias de Pontivy, cuando la gente de las aldeas bajaba a la ciudad, eran la ocasión más propicia para tales estallidos.
Aquel santo, pues, de nombre Ivy, a juzgar por los pueblos donde es venerado debió de vivir y ejercer su labor espiritual en la Bretaña interior, al sur de la modesta y austera sierra llamada los Montes Negros, el Menez Du, entre la Cornualla y el Vanetés. Sin embargo, la tradición no guarda apenas memoria de sus andanzas. San Ivy es infrecuente en la imaginería popular. Existe una fuente milagrosa de San Ivy, cuyas aguas son beneficiosas para el reuma, pero se encuentra cerca de Pont-l'Abbé, capital de la comarca Bigouden y, por tanto, lejos de la zona de mayor concentración de centros consagrados al santo.
Tampoco  abundan las noticias antiguas acerca de San Ivy; lo más extraño es que las que hay no proceden de Bretaña, sino de Inglaterra y Gales.
La vida más completa, que es la que recogen las Acta sanctorum, es muy breve y puede leerse en la Nova legenda Angliae de John Capgrave, notable teólogo, hagiógrafo e historiador inglés que pertenecía a la orden agustina y escribió a principios del siglo XV.
Dice, pues, Capgrave que Ivy fue hijo de Brandón y Egida, ilustres britanos, y que desde la niñez dio muestras de su gran sabiduría y honda doctrina, no sólo superando a sus coetáneos, sino dando lecciones a los doctores más expertos y ancianos.
Llegado a la juventud, cuando sus padres querían que se iniciase en la carrera de las armas, como heredero de sus grandes estados, se encontraron con la sorpresa de que había profesado votos sin decirles nada y se había puesto bajo la tutela del gran San Cuthberto de Lindisfarne.
Lección de San Cuthberto. Manuscrito del siglo XII.
Éste, reconociendo sus grandes méritos, lo nombró diácono y le encomendó tareas de responsabilidad en el monasterio. Allí sobresalió por sus virtudes, ascetismo y caridad.
En una ocasión en que había ayudado a misa a San Cuthberto, vio que detrás de la muchedumbre de fieles que se había acercado al altar para besar la mano del sacerdote, avanzaba con gran dificultad un tullido sosteniéndose en un bastón. Ivy le dio la mano para ayudarle a subir los peldaños del altar y fue tocar al inválido y recobrar éste su vigor y agilidad primeros todo uno. Y como se prosternaba a sus pies agradecido, le dijo:
-No me des a mí las gracias, hombre, sino al que ha dicho la misa; que la salud se la debes a él y no a mí...
Otro día acababa de comer cuando vio venir a un pobre enfermo esquelético, que no tenía más que los huesos y el pellejo lleno de arrugas.
-Buen hombre, come de lo que haya lo que quieras.
-Yo no quiero comida, que no me aprovecha de lo malo que estoy ni puedo pasarla; pero si me das algo de beber te lo agradezco porque estoy siempre con un ardor que me abraso y no se me quita con nada.
-¿Sidra te va?
-Sidra me apetece mucho.
-Toma, anda, bebe.
-Dios te lo pague.
Apuró la jarra, se limpió con el dorso de la mano, enderezó los encorvados hombros y soltó aire.
-¡Ah! ¡Qué bien me ha sentado! Nunca nada me había sentado así de bien. La sed se me ha calmado del todo y parece que me entra apetito...
Y dándose la vuelta, salió todo tieso y lleno de salud.
Del mismo modo, devolvió también Ivy el movimiento a un paralítico que no podía ni levantar la cuchara: había que darle la comida en la boca.
-¡Vaya! -pensó Ivy-: como empiece a hacer milagros y corra la voz, va a acudir a mí la gente como moscas y no me la voy a poder quitar de encima. Hay que poner tierra, o mejor dicho agua, por medio.
Y dejándolo todo, se dirigió a un puerto de mar, donde llegó al séptimo día.
-¡Eh, tú! -le gritaron unos marineros allí- ¿Quieres pasar a alguna parte?
-¡Yo, sí: adonde Dios me guíe! ¿Alguno de vosotros está por zarpar? Dinero no tengo: fuerzas sí; si alguno me quiere llevar por amor de Dios y por el trabajo...
-Nosotros intentamos pasar a Bretaña, y hace mucho que hubiésemos zarpado si hubiésemos tenido viento favorable. Pero cuando sopla éste de ahora, se pasa días y días sin cambiar. No tengas cuidado; quédate con nosotros el tiempo que haga falta: por los gastos no te preocupes... donde comen dos, comen tres.
-No, no; de eso nada. Vamos al barco y preparemos todo lo necesario, que no veo la hora de hacerme a la mar.
-Son ganas de andar a lo tonto.
Sin embargo, a los pocos pasos ya notaban cómo había virado el viento milagrosamente y lo tenían propicio para la travesía. 
-¡Esto si que no lo he visto yo en la vida!
Embarcaron sin perder tiempo y zarparon viento en popa. Pero al cabo de pocas horas, la alegría se transformó en preocupación, y ésta en angustia a medida que el viento fue aumentando, el cielo enladrillándose y por fin reventando en una espantosa tempestad. Todos los marineros corrían de acá para allá desesperados, no sabiendo adónde atender primero, mientras las olas y los vientos zarandeaban la nave como locos. Tan sólo Ivy permanecía bajo su banco durmiendo a pierna suelta arrebujado en su manto.
-Éste no es un hombre normal. ¿Cómo no se despierta con este zafarrancho? Estamos a punto de ir a pique, y él tan fresco.
-Despabiladlo, no sea que lo pille la muerte durmiendo y se lo lleve el Demonio.
Los marineros lo sacaron de su sueño.
-Tú, mira por tu alma, que lo demás ya no importa... ¿Rezas por tu salvación?
-Rezo a ver si quiere Dios parar este aire tan molesto, que como nos dure hasta Bretaña nos va a dar el viaje.
Allí lo dejaron por rematadamente loco, mientras uno iba a cortar un cable, otro a sujetar una vela y cada uno a una de esas acciones desatinadas, desesperadas y llenas de peligro que se leen en todos los relatos de tempestades, sin dejar de espeluznarse de cómo tan pronto quedaban al descubierto las arenas del fondo marino como parecían poderse tocar las estrellas con el dedo desde la cúspide de las olas.
Pero al poco tiempo, las oraciones de Ivy fueron escuchadas, la mar se calmó como por encantamiento y el navío llegó sano y salvo, conjetura el padre Garaby que a las costas de Léon.
Navegantes. Manuscrito del siglo XIII.
Se dice que San Ivy fue el último de los grandes santos que pasaron de Gran Bretaña a la Bretaña continental, ya en pleno siglo VIII.
Esto es, en suma, lo que refiere Capgrave de San Ivy y se puede leer en la Nova legenda Angliae. De sus andanzas por Bretaña, aparte de su dedicación a la vida espiritual y ascética, ni una palabra. Al llegar a tierras armoricanas, se pierde su pista.
Cuenta el mismo libro, en la vida de Santa Edith (tomada de la que redactó Goscelin de Saint-Bertin en el siglo XI), que en tiempos de la abadesa Santa Wulftrudis (o Wilfrida; Wylfthryth) de Wilton, el cofre con las reliquias de San Ivy estaba en poder de ciertos monjes pictos que iban viajando con él y que fueron honradamente agasajados en el monasterio inglés de Wilton (Wiltshire) a su paso por él. La abadesa, como muestra de veneración, les permitió que depositasen el santo cuerpo junto al altar donde reposaban los restos de Santa Edith. Santa Wulftrudis debía de tener especial cariño a esta santa, por santa y por hija suya, fruto de sus amores con el rey Eduardo el Pacífico de Inglaterra.
Eduardo había sacado del convento a la joven Wulftrudis y la había tenido como concubina durante una temporada, antes de restituirla al claustro y a la vida monástica, donde florecieron sus virtudes y santidad.
Guillermo de Malmesbury, cronista de aquellos primeros reyes ingleses, aun alabando las grandes virtudes y hechos gloriosos de Eduardo, se hace eco de las acusaciones de quienes lo tildaban de tirano y de incapaz de resistir a los encantos femeninos que rompía por cualquier obstáculo para satisfacer su capricho.
Esto lo hizo víctima de lo que he llamado alguna vez cambiazo de la novia (ver El cambiazo de la novia, entre otras entradas). Porque llegando en cierta ocasión a Andover, cerca de Winchester, donde sabía que el que mandaba en la ciudad tenía una hija de belleza singular, ordenó que se la metiesen en la cama.
La madre de la infeliz doncella, escandalizada de la infamia a que se la forzaba, amparándose en las sombras de la noche, introdujo en la alcoba en su lugar a una criada virgen, guapa y llena de donaire que tenía.
Llegó el alba y la moza fue a levantarse de la cama.
-¿Adónde vas? ¿Qué prisas son ésas?
-Ya es hora. ¡Tendré que ponerme a hacer lo que mande la señora, como todos los días! 
-Espera, espera -dijo el rey, reteniéndola por el brazo-: a ver si me entero de qué enjuague es éste.
La moza cayó de rodillas ante el rey.
-¡Yo soy una pobre sierva y mira en las que me veo! 
-¿¡Qué dices!? ¡¡Me habéis dado gato por liebre!!
-Señor, a mí me mandan y yo obedezco. Donde hay patrón no manda marinero... 
-La verdad, tú no tienes culpa... Pero anda que tu señora, ¡menuda lagarta!
-¡Esto entra en las obligaciones de las criadas! Pues ¿no mandaba Isolda a su Brangel que la sustituyese entre las sábanas del rey Mares? Y sea dicho sin ánimo de compararte con aquel vejestorio de testa dos veces coronada... Pero di una cosa: ¿te lo has pasado conmigo bien? ¿A que te lo has pasado bien?
-No tengo queja. Me he chupado los dedos.
-Pues de propina por el buen rato, consígueme la libertad y te lo agradeceré toda la vida. ¡Y no tener que estar sirviendo a estos amos tan cafres, que ya ves las cosas tan despropositadas que le hacen hacer a una!
El rey se echó a reír.
-Yo no sé qué hacer; si compadecerte a ti o enfurecerme con tu ama, por tirana enredadora. Yo ordeno que de ahora en adelante ella sea tu criada y tú mandes en tus señoritos, y mi cama sea la tuya si te apetece.
El rey y la sierva liberta se amaron durante mucho tiempo, hasta que Eduardo tomó mujer legítima, que fue la reina Elfrida.
Con esto no se apagaron sus ardores. Llegó a sus oídos la belleza de Wulftrudis y la codició. Wulftrudis, consciente de que no era ningún coco y para protegerse de la lascivia real, que no era un secreto para nadie, se había refugiado en el convento y vestido el hábito monacal, pero de nada le valió; Eduardo la mandó llevar a su palacio y a la fuerza la hizo su concubina.
Dice Guillermo de Malmesbury que por entonces Wulftrudis no había profesado ni era monja y que por eso el pecado era menor. De todas maneras, no era la primera vez que el rey arrancaba a una joven de la paz del claustro para someterla a sus apremiantes deseos sexuales. Otro escarceo semejante le había valido una buena reprimenda de su confesor San Dunstan y siete años de penitencia con ayuno y prohibición de gastar corona.
El rey Edgar entre San Ethelwold y San Dunstan.
Manuscrito del siglo XI.
Con Wulftrudis y su hija Edith Eduardo siempre mostró consideración y estima, mirando por ellas y asegurándoles una elevada condición. Gusta pensar que Santa Wulftrudis acabase por apreciar y acendrar las poco refinadas virtudes de aquel príncipe bárbaro y brutote.
Edith, la hija de ambos, llevó una vida de mortificación y ascesis y murió joven, antes de los treinta años.
El caso fue que cuando los monjes peregrinos se despidieron de Wilton y quisieron llevarse su sagrada carga, el féretro había adquirido tan enorme peso que no fueron capaces de moverlo por más esfuerzos que hicieron.
-¡Esto es la ruina, la ruina!
Lloraban, dice Goscelin, se daban de bofetones y se arañaban las caras, aullaban, pataleaban y se rasgaban las vestiduras, pero  o había manera de que levantasen la caja un milímetro del altar.
-¿No veis que es voluntad manifiesta del santo permanecer junto a los sagrados restos de nuestra Edith? ¡Qué cosa más hermosa que esa amistad espiritualidad más allá del sepulcro!
-Hermosa es. Pero ¿quién va a venir a vernos y a socorrernos si no tenemos una mala reliquia que mostrar a la veneración de los peregrinos?
-¿Y preferís la ira del santo? Nosotras os compensaremos con lo que podamos, que son dos mil sueldos. ¡Me parece que no es moco de pavo!
-¡Que remedio! Mejor eso que nada. Quedaos con el santo y que os aproveche...
Lo que ha causado extrañeza es que aquel santo britano y muerto en Armórica acabase en manos de unos monjes pictos. Los pictos vivían en el noreste de Escocia y es raro que las reliquias siguiesen tan largo camino. Por eso se ha llegado a suponer que uvo dos santos Ivy o más, de los cuales uno sería el de Bretaña y otro el de Escocia, el que iban paseando los monjes pictos que visitaron Wilton. Lo cierto es que el San Ywio britano fue discípulo de San Cuthbert, cuyo nombre tan repetidamente aparece asociado con Wilton.
La festividad de San Ivy se celebra por estos días, variando la fecha según lugares entre el 6 y el 7 de Octubre.







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