miércoles, 17 de julio de 2013

Un experto en el trasmundo y unas reliquias asendereadas

Hace días que debía haber sido publicada esta entrada; los duendes del despiste han hecho que se quedase escondida en el seno del blog y ahora sale con retraso y con una ñapa de compensación.
Asegura el antiguo erudito François Duine, estudioso de los santos de la Domnonia (es decir la parte septentrional de la Bretaña al oeste de Léon) que los bretones identifican a San Suliac (ver La inversión de los pollinos) con San Turiaf, que es el mismo al que los galeses conocen como San Tyssilio.
De San Turiaf existía una vida antigua, conservada en San Germán de los Prados de París, que era la que habían recogido las Acta sanctorum, más tarde ampliada retóricamente por algún clérigo, a decir de Duine, lenguaz y cansino. A fuerza de cansar bibliotecas eclesiásticas, Duine dio en Clermont-Ferrand con otra biografía del santo, que según todos los indicios se remonta al siglo IX.
San Tyssilio era galés, hijo del rey Brochmael de Powys. De Turiaf, sin embargo, dice su vida que era armoricano, del Poutrécoët: vasto territorio de la Bretaña que se extendía desde cerca de Rennes hasta Rostrenen ocupando una amplia franja de las tierras interiores o Arcoat, "el bosque". Su padre se llamaba Leilliau y su madre Matgeen, campesinos acomodados.
Según la vida parisina, cuando fue algo mayor, espontáneamente, abandonó a sus padres y su futura herencia, no desdeñable y se lanzó a los caminos sin rumbo ni otro propósito que el de servir a Dios. Un día, estando cerca de la ciudad de Dol, un paseante se lo encontró durmiendo tranquilamente.
James Thornhill, El sueño de Jacob (detalle).
No sé por qué me recuerda este episodio al comienzo de El licenciado Vidriera...
-¿Qué haces ahí tumbadazo? ¿No tienes oficio?
-Pues... No, señor.
-¿Quieres hacer para mí de vaquero? Pago lo que se acostumbra...
-¿Por qué no? Yo no quiero más paga que aprender las letras...
¡Otro parecido con la novela de Cervantes, donde el futuro Vidriera asienta con su amo "por sólo que le diese estudios"...
Ya hemos visto muchas veces que este oficio de pastor frecuentemente es antesala de la santidad, acaso por el mucho tiempo que deja al hombre a solas consigo mismo, sin que le falte tiempo para meditar. El hagiógrafo dice que se trataba de una prefiguración, ya que Turiaf habría de ser gran pastor de hombres... También Tomás Rodaja, el futuro chalado cervantino, dijo a los que iban a ser sus amos aquello de que "de los hombres se hacen los obispos", y quién sabe si no hubiera acabado él así de no cruzársele la fatal "mujer de todo rumbo y manejo"... 
En todo caso, el joven Turiaf recibió unas tablillas de estudiante y mostró gran talento para aprender por sí solo las letras y la gramática; después, destacó también en la música (tenía una voz preciosa), tanto que llamó la atención del obispo de Dol, que lo animó a hacerse sacerdote y religioso y hasta lo adoptó como hijo...
En la versión de Clermont-Ferrand, el pequeño Turiaf hacía de pastor por cuenta de sus padres cuando se le apareció un ángel:
-Turiaf, déjate de rebaños, que eso no es para ti. Vete al monasterio de Ballon y que te enseñen las letras.
Abandonando el ganado a su suerte, Turiaf corrió adonde estaba su padre y le pidió licencia para ir a estudiar.
-Ya tenía yo, hijo -se apresuró a contestarle- la intención de mandarte, porque el ángel me ha venido también a mí con el mismo recado.
Turiaf era menudo de cuerpo -dice la vida de Clermont-, pero de noble mirada, de bello y augusto semblante, de blanca tez, de manos finas y dedos largos. Joven de buenas costumbres, de expresión modesta, parco en el comer (no probaba la carne y apenas el vino), sobrio en el vestir, ahorrativo para sí, largo en hacer caridad, estudioso hasta pasarse largas noches en vela y de lágrima abundante y frecuente, señal de santidad.
Vino a morir el obispo (Wurwal según Clermont, Tigernmayl según la la vida de París; nombres distintos, pero de significado parecido: "Superseñor" aquél, "Señor príncipe" éste) y el clero reunido en sínodo lo aclamó por sucesor.
Fueron muchísimas las curaciones milagrosas que hizo, devolviendo el movimiento a paralíticos, el habla a mudos, la vista a ciegos, la razón a locos y la vida a difuntos (hasta tres muertos resucitó, según la vida parisina). Y, a decir de la vida, hasta el que se llegaba  a él estando sano, se iba mucho mejor de lo que había venido. Muchísimas veces hizo brotar manantiales hincando el cuento de su báculo en el suelo. 
El cariño que le tenían los fieles era tal que se sentían en su ausencia -dice la vita con símil psicoanalítico- como un niño si lo quitan de la teta (sicut tristatur parvulus subtractus ab uberibus). Y es que como en la Bretaña de la época la autoridad del obispo iba mucho más allá de lo puramente religioso (lo que era causa de constantes tensiones entre nobles y reyes por un lado y abades y obispos por otro), las gentes veían en él un señor que despertaba los sentimientos contrarios de ternura y terror (tampoco hace falta ser psicoanalista para reconocer a la figura paterna). 
San Turiaf hubo de vérselas con el poder de los nobles. El célebre príncipe Riwallon, por ejemplo, lo hizo víctima de sus correrías y le quemó algún monasterio.
Riwallon fue un señor muy famoso, de cuya estirpe dicen descender algunas de las más linajudas familias bretonas, como los Rohan y los Chateaubriand.
Indignado, San Turiaf se encaminó a pie con doce de sus monjes a presencia del príncipe. Riwallon, al oír que el obispo venía indefenso y a pie, se aterrorizó ante tamaña osadía.
El encuentro se produjo en el lugar llamado Camfrut, que quiere decir Río de Muchas Vueltas.
-Señor obispo, ¿cómo a pie ante nosotros?
-Sacrílego, impío, malísima persona: ¿cómo te atreves a incendiar el monasterio de san Maoco? ¿Tú no ves, salvaje, que eso es como si molieses e hicieses harina el mismísimo brazo incorrupto de San Sansón? 
-No te pongas así -dijo temblando-. Por cada cosa que haya roto repondré siete. Lo prometo. Pero que Dios me dé vida para cumplirlo.
-Muy astuto eres tú. Pero con Dios no valen tahurerías. ¿Y si te mueres mañana? ¡Vas de patas al Infierno!
En ese momento, para sorpresa de todos, bajó una paloma blanca del cielo y posándose en el hombro de Turiaf le metió el pico en la oreja.
-¡Mira! Me dice este pajarito que, ya que todo lo vas a restituir multiplicado por siete, siete años de vida se te conceden.
-¿Ah, sí? ¿Y qué pajarraco es ése que tanto sabe?
-Ese pajarraco es el arcángel San Miguel, ¡Abombado! Y tú sigue haciéndote el gracioso: ya verás lo que consigues.
La paloma se perdió volando en los cielos, dejando perplejo y arrepentido al tirano.
En el incendio de ese monasterio de San Maoco sucedió un milagro singular. Toda la biblioteca del convento estaba hecha un globo de fuego cuando un evangeliario, intacto, salió volando por encima de las llamas, aleteando con sus hojas como un ave, y se mantuvo en vuelo mientras duró el incendio, aplacado el cual se fue a posar en el huerto de los monjes.
Allí se acercó a husmear un zorro hambriento y no tardó en despertarse en él  vivo interés por las letras evangélicas: no por aprenderlas, sino por masticarlas (con estas palabras lo dice la vida). Pero -prosigue el texto-, quieras que no aprendió en ellas la ciencia de la muerte. Porque fue todo uno hincarle el colmillo al volumen y estirar la pata el sacrílego zorro, como uno de los frailes de El nombre de la rosa
Zorro muerto. Mosaico del siglo XIII.
Cuando fue hallado el libro en las fauces del pobre bicho, los monjes lo recuperaron con veneración y les servía pata el juicio de Dios: quienquiera que juraba en falso sobre él, sufría la misma suerte del zorro famélico. 
Solía recorrer su diócesis predicando y allí donde se detenía era su costumbre sacar de la tierra seca algún manantial.
San Turiaf llegó al río Rance, a cuyas orillas lo esperaba una muchedumbre de fieles ávida de sus palabras. El santo empezó a predicar. El caudal del río iba creciendo y los clérigos que acompañaban al obispo se iban poniendo cada vez más nerviosos y le metían prisa, porque todo hacía temer que la riada acabase por impedirles el paso.
-No seáis pelmazos y dejadme terminar. ¿No veis que esta gente ha venido de muy lejos para oír la palabra de Dios? Plantad ese báculo en el río y tened por seguro que el agua no se atreve a cubrirlo.
Y sucedió que las aguas se retiraron y se pudo hincar el báculo en el centro del cauce. El santo terminó su sermón y atravesó con los suyos vadeando, como un nuevo Moisés. Llegado a la otra orilla:
-¡Vosotros! ¡Apartaos, que en el momento que quite el báculo las aguas van a volver por todo lo suyo!
Y al salir el báculo de la arena del lecho, las aguas reprimidas se abalanzaron con furia desbordando el cauce, como sale el toro del toril.
Una tarde de gran calor, los que habían acudido a oírle se morían de sed y le pedían agua.
Dio a uno de sus monjes el báculo:
-Mira a ver si ves por ahí tres matas de juncos, y planta el báculo en medio; saldrá una fuente de agua muy rica.
Así se hizo. Pero a la mañana siguiente lo que tenían los fieles era hambre. El santo dijo al mismo monje:
-Vete a la fuente de ayer y verás en el agua tres pececillos. Los coges, que se dejarán. Tráelos que son el desayuno.
Y con aquellos tres peces dio de comer a la muchedumbre. Este milagro se repetió por tres días consecutivos.
Entre los fieles que venían a escucharlo había uno muy enfermo una vez. Se le antojaron fresas.
-Mirad que puede ser mi último deseo. Id a Turiaf a ver si es capaz de darme el capricho.
-¿Fresas? -dijo el obispo cuando le fueron con el antojo- ¿En enero? Pero ¿qué se ha creído vuestro pariente que soy yo? ¿Mago? ¿Y no podía pedir algo normal, como ponerse bueno? Andad, id en buen hora y decidle que voy a rezar por su salud. Pero lo que son fresas...
Anocheciendo, paseaba San Turiaf cuando vio entre unas matas, no fresas, sino una fresa: pero una fresa enorme, gigantesca, como un melón. La cogió y se la mandó al enfermo.
-Que ya puede morirse a gusto, que otra fresa como ésta no la iba a catar así viviese mil años.
Pero en cuanto le hincó el diente a la fruta prodigiosa, no se sabe si del gusto o de que estaba bendecida por San Turiaf, recuperó además la salud.
-¡Mirad, mirad! -exclamó otro día de pronto ante la multitud- ¿No lo veis? ¡Los cielos se han abierto y he aquí a los ángeles portadores del Arca de la Alianza! ¿No veis a Dios padre en su trono y Jesucristo sentado a su diestra, que vienen como jueces?
Pero la visión desapareció.
-¡Que labren una gran cruz de madera y la erijan aquí, en memoria de esta señaladísima visión y maravilla del Señor!
Cosa extraña, el santo mandó plantar también junto a la cruz un roble conmemorativo que alzaba sus ramas sagradas junto al otro monumento cuando se redactó la vita. ¡Qué singular coexistencia del culto a los árboles, de aspecto pagano, y del culto a la Cruz!
El roble, árbol sagrado de los celtas. Bosque druídico, ilustración romántica (1845).
La vita de Clermont no menciona este roble y dice que la cruz era de piedra y que acudían a ella los enfermos para sanar de la calentura.
En todo caso, Turiaf solía predicar a la sombra de un roble, y mientras lo hacía a veces bajaba una paloma blanca y se posaba en una de las ramas más altas. Cuando terminaba el sermón, la paloma se iba volando. Después el roble se taló y con él hicieron una viga y de ella un altar, que tiene la virtud de sanar a los enfermos.
Esto sucedía -dice la vita de Clermont- en tiempos del buen rey Gradlon el Grande. 
Lo cierto es que eso no puede ser porque Gradlon, si es que existió, vivó a finales del siglo IV y la diócesis de Dol no la fundó San Sansón hasta el VI. Por lo demás San Turiaf debió de vivir en el VIII o el IX.
-¡Turiaf, Turiaf! -le dijo otra vez otro ángel- ¡Es voluntad de Dios que levantes una iglesia a San Pedro a orillas del río Oust!
El río Oust cerca de la abadía de Ballon.
Turiaf obedeció. Se alquilaron carros, se adquirieron herramientas, se reunieron obreros y se puso la cuadrilla en marcha con entusiasmo. Por el camino se cruzaron con otro cortejo, mucho menos animado ya que era la comitiva fúnebre de una doncella, Meldoc hija de Quoidwal, que llevaban a enterrar. La madre de la difunta, que vio de lejos a San Turiaf, acudió a todo correr a postrarse a sus pies.
-¡Sólo te pido que eches una bendición al cuerpo de mi hija! ¡Mi única hija!
El santo empezó a verter abundantes lágrimas, pues no podía ver a un desdichado llorando sin romper él a llorar a su vez. Se arrojó al suelo, donde quedó en éxtasis (motu spiritu, es decir que su alma se había ido a otro lado, dejando abandonado como un trozo de carne su cuerpo: esta expresión choca extraordinariamente al comentador bolandista, que la enmienda como si se tratase de un error del copista) hasta que la muchacha volvió a la vida. 
El santo ya sabía dónde había estado ella, pero de todos modos Meldoc se lo contó tiempo después:
-Señor Turiaf, por amor tuyo y por tus ruegos el Señor me mandó que volviese a este siglo. Desde entonces no he tomado más alimento que la comunión y un poco de leche.
(El estudioso Duine, extrañado por este detalle de la leche, alimento por cierto de tanta carga simbólica, se pregunta si no estaremos ante el vestigio de alguna antigua herejía céltica... Los estudios de Sterckx han demostrado la importancia simbólica que tenía la leche, entre los britanos, como vehículo de la energía vital entre las generaciones).
El rey Gradlon la mandó llamar para saber de sus labios lo que había visto.
-Rey Gradlon, he visto un trono que te tienen preparado en el Infierno; he visto en cambio un trono preparado en el Cielo para Constantino de Cornualles, hijo de Paterno (ver El penitente voraz). Si tú te portas como él, también tendrás su misma suerte. Donde no...
Los reyes no se libran. Escultura gótica. Catedral de Reims.
Turiaf gozaba una visión sobrenatural de lo que pasaba en el otro mundo. Advertía a veces a los monjes: 
-Rezad por el hermano Fulano, que acaba de morir en este momento.
Una vez, quedó sobrecogido:
-¡Oh, hermanos, ayudadme! Mi amigo Gereint, que vive del otro lado del mar, en Britania, acaba de morir. Los ángeles lo llevan al Cielo, pero los demonios van detrás de ellos en su alcance, pisándoles los talones. Recemos todos.
A medida que rezaban, los demonios perdían terreno hasta que tuvieron que renunciar a su presa.
Después, se envió recado a Britania a averiguar qué se sabía del caso y se halló que Gereint había muerto a la vez que Turiaf tenía la visión.
Por eso, cuando le llegó la hora, tuvo conocimiento de ello con antelación y se lo dijo a su confesor, San Budogán.
-Estoy muy preocupado. Sé que me voy a morir pero lo que no puedo saber y me tiene muy preocupado, a pesar de todos los esfuerzos que he hecho en mi vida para ganarme el Paraíso, es si me voy a salvar o no. Eso no lo puede saber nadie por santo que sea.
-Una obra muy buena que da muchos puntos es ganar un alma para el Cielo. ¿Por qué no me llevas contigo?
-¿Y tú querrías?
-De cabeza.
Volvió al monasterio y estuvo un año preparándose a bien morir. Se despidió familiarmente de todos sus monjes y falleció. Los frailes tocaron las campanas de Dol y lo enterraron en la iglesia de Santa María, actual catedral. A la vez, en su monasterio de Lisbican o Inisbican (Fuerte Chico o Isla Chica, que se duda el nombre), moría San Budogan.
La fiesta de San Turiaf se celebra el 13 de Julio, día en que las Acta sanctorum recogen el manuscrito de saint-Germain-des Prés de su vida.
Vaya ahora la propina hagiográfica.
No hace muchos días (ver Los sueños de San Gobán) hablaba de los primeros misioneros irlandeses en tierras del norte de Francia y Flandes, de San Fursa, san Faolán y sus compañeros, como el propio San Gobán.
Uno de aquéllos, dicen las crónicas, fue San Fredegando, llamado Fridigand en flamenco y Frégand o Frégaud en francés.
Lo ponen entre aquellos hibernios, principalmente, los hagiógrafos compatriotas suyos, como Colgan. Otros dudan de ese origen, y no sin razón: el nombre de Fredegando no tiene nada de irlandés y sí es típicamente germano. Está atestiguado, de hecho, entre los anglosajones.
Esto da fuerza a quienes sostienen (como la vida suya que recogen las Acta sanctorum) que fue nativo de un país germano, concretamente de Flandes, donde se desarrolló su vida de asceta y evangelizador.
Sin embargo, ante la insistencia de la otra tradición, que lo hace hijo de Irlanda, cabe pensar varias posibilidades: que lo de Fredegando fuese traducción o adaptación de algún nombre irlandés o, por ejemplo, que el santo partiese en misión desde Irlanda pero fuese de nación germana: era frecuente que anglosajones o francos se desplazasen a Irlanda para profundizar sus estudios y progresar en la vida espiritual. Alguno de ellos, estando en Irlanda, sintió la vocación de predicar el evangelio en el Continente.
Si San Fredegando perteneció a aquella compañía de santos a la que también San Gobán, cuando se separaron emocionados en Corbie, se encaminó al Norte y a la costa, donde habitaban los frisones, gente belicosa y cuya conversión acababa de empezar.
San Fredegando se instaló en la población llamada hoy Deurne. Hoy día Deurne es un barrio de Amberes. Pero según la vida y otras fuentes antiguas, en tiempos de San Fredegando el río de Deurne permitía la entrada de grandes barcos; y la ciudad, fortificada,  era mayor y más poblada que la propia Amberes.
Deurne sufrió en la Edad Media las incursiones vikingas, de las que no levantó cabeza. 
En el siglo XVI, era un pueblo tranquilo donde se puso de moda, entre los patricios de Amberes, construirse comfortables y lujosas casas de recreo, de las que alguna subsiste hoy. De aquella misma época data la iglesia de San Fredegando, edificio al parecer de interés pero más visitado a causa de su romántico y melancólico camposanto, embellecido por abundantes esculturas funerales.
Las Acta sanctorum, con su crítico racionalismo contrarreformista, han rechazado por fabulosas, y lo indican explícitamente, muchas de las leyendas que se contaban sobre San Fredegando. Se decía, por ejemplo, que había tenido que vérselas con jayanes que campaban en sus días por la región.
La verdad es que la tradición de esos gigantes está muy arraigada allí. La leyenda refiere que uno de ellos, Druon Antígono, se había apostado en un paso del río Escalda y cobraba un peaje abusivo a los viajeros, hasta que un yerno de Julio César, Silvio Brabo, lo venció y le cortó la mano, que arrojó al río. En este episodio se encuentra una explicación del nombre de la ciudad -Antwerpen-, que provendría de Hand werpen, "arrojar la mano" en flamenco.
La gran estatua de Silvio Brabo con la mano del gigante adorna la plaza mayor de la ciudad.
Otra de las fantasías de que se burlan los comentaristas de las Acta sanctorum es que San Fredegando padeció bajo los hunos, los mismos que martirizaron a Santa Úrsula y su comitiva.
Martirio de Santa Úrsula. Maestro
de la vida de Santa Úrsula, siglo XV.
Naturalmente, esto no casaría con la cronología de San Fursa, muy posterior a la invasión de los hunos. Sí da que pensar que existía la tradición, probablemente mitológica, de una población maléfica en esas regiones medio terrestres medio acuáticas del delta del Escalda y del Rin. Los pantanos, por su caracter ambiguo, que no son ni una cosa ni otra, se han considerado a menudo por distintos pueblos como lugares de tránsito, o por el contrario, tierras de nadie entre este mundo y el mundo sobrenatural.
Otras fuentes sobre San Fredegando nos hablan de arrianos y de sarracenos: éstos nos chocan menos; los sarracenos son los paganos de le épica francesa medieval.
Todo lo que se refiere a San Fredegando es muy confuso. Para algunos fue obispo, lo que niegan los bolandistas. Para otros fue monje benedictino y fundador de la abadía de Kerkelodoor. Se cuenta que fue amigo de otros dos grandes santos de la región, San Rumoldo y San Gomaro, con los cuales pasaba largos ratos de conversación espiritual; pero que siendo mucho mayor que ellos, murió también antes. Es cierto, dicen las Acta sanctorum, que en estos relatos medievales "no es raro inventar coloquios entre distintos santos de todas las épocas".
La vida ofrece el dato de que San Fredegando vivió en tiempos de Pipino; pero no se especifica si era Pipino el Breve, padre de Carlomagno, en el siglo VIII, Pipino de Herstal, en el VII (por el que se inclinan las Acta sanctorum, ya que se menciona su amistad con San Wilibrordo, que vivió por entonces) o incluso su abuelo Pipino de Landen en el siglo VI.
Parco en detalles y episodios de la vida de Fredegando es el texto; no conocemos sus milagros ni sus mortificaciones. Sabemos que dio ejemplo de santa vida y que convirtió a numerosos frisones a la fe de Cristo.
A la muerte de San Fredegando su cuerpo fue conservado con gran veneración en Deurne durante siglos. Llegaron las espantosas incursiones vikingas, flagelo con que Dios castigaba los pecados de los pueblos que las padecían. Deurne no se libró del asedio de los hombres del Norte.
-Es cuestión de tiempo -se dijeron los vecinos- que los bárbaros entren la ciudad. A toda costa tenemos que salvar de su furia sacrílega el cuerpo del santo.
-Sí; saquémoslo, pongámoslo en salvo.
Lo que no sabían los lugareños era que aquella reliquia era la última y eficacísima protección de la ciudad, la fuerza sagrada que contenía y tornaba impotente la furia vikinga. Dios, padre severo en su benevolencia, quería aplicar el duro, pero salutífero escarmiento a los pecadores de Deurne: por eso les inspiró la piadosa idea de resguardar a San Fredegando. Y en el momento en que los santos despojos cruzaron las puertas de la ciudad, se abatieron sobre ella los vikingos no dejando piedra sobre piedra, pasando a cuchillo a la mitad de la población y reduciendo a esclavitud a la otra mitad.
El culto a las reliquias de San Fredegando perduró durante toda la Edad Media, pero fue al final de ella, en tiempos del emperador Maximiliano I, cuando adquirió nuevo esplendor y popularidad, debido a una gran pestilencia que azotó a Amberes y su región. No sabiendo ya la gente a qué santo encomendarse, se recurrió a Fredegando y fue su intercesión la que acabó con la epidemia. Desde entonces creció su fama de santo sanador, especialmente de las enfermedades contagiosas y de la calentura. Su cuerpo estaba custodiado entonces en Moustier sur Sambre, cerca de la ciudad de Namur -o Namurco según dicen nuestros autores del siglo XVI-, en el gran convento de canonesas regulares que da nombre a la ciudad.
Antoine Caron, Quema de imágenes y reliquias por los calvinistas en Lyon.
Llegaron las convulsiones religiosas del siglo XVI y el celo de los reformados se desató en furia contra las imágenes y reliquias. Y, como dice Antonio de Yepes en la crónica de la orden benedictina (año 648), "con entradas de franceses, queriendo los naturales esconder su cuerpo, le han perdido y no se sabe ni hay memoria de dónde estén sus santas reliquias".
En todo caso, la festividad de San Fredegando se celebra el 17 de julio.

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