domingo, 19 de agosto de 2012

Huyendo al bosque

Alfonso VI de León y Castilla, el conquistador de Toledo, mantuvo privilegiadas relaciones con el ducado de Borgoña. Hija de un duque de Borgoña era su segunda mujer, Constanza, y  dio la mano de dos de sus hijas a sendos caballeros borgoñones. Raimundo de Borgoña casó con Doña Urraca y fue nombrado Conde de Galicia. Reposa en la catedral de Santiago. Enrique de Borgoña casó con Doña Teresa, hija del rey Alfonso y de Jimena Muñiz. Obtuvo el condado de Portugal y fue el primer soberano independiente de ese país.
Doña Teresa, en una interpretación romántica.
Los amores de Jimena Muñiz con el rey tuvieron lugar durante la viudez del monarca, entre la muerte de su primera esposa y el matrimonio con  Doña Constanza. Parece que no eran bien vistos por Roma, no sólo porque existía parentesco entre Alfonso y Jimena, sino porque ésta manifestaba simpatías por quienes se oponían a la reforma religiosa impulsada por los papas y destinada a borrar las particularidades del culto hispánico.
Existe un epitafio de Jimena Muñiz en dísticos elegíacos donde se ensalzan sus muchas virtudes a la vez que se lamentan sus extravíos. Lo conserva el museo de León y por diversos motivos parece una falsificación de época humanística.
Otro aspecto de la política filo-borgoñona de Alfonso VI fue su apoyo al monasterio de Cluny. La reina Constanza era pariente de San Hugo, abad de Cluny, y como se sabe el rey apeló a los monjes cluniacenses para aplicar la reforma requerida por Roma. El amparo de Cluny servía de paso como parapeto contra las exigencias excesivas del papado (varios papas fueron cluniacenses).
Alfonso VI situó en puestos clave de la jerarquía eclesiástica de sus reinos a monjes de Cluny. Uno de ellos fue el gascón Bernardo de Sédirac, anterior abad de Sahagún, a quien se confió el obispado de Toledo.
Bernardo, pasando por Toulouse al regreso de uno de sus viajes a Roma, pudo conocer a Gerardo, monje del convento (hoy ya inexistente) de la Dorada. Del todo reconstruida, se alza hoy la iglesia de la Dorada orillas del Garona. Aquel conjunto, en su día, debía de ser imponente; de su fábrica no queda hoy más que algún capitel en algún museo. El convento dependía del de Moissac, cluniacense.
Al parecer, Gerardo se dedicaba fundamentalmente a enseñar música y canto y eran tales su talento musical y dotes pedagógicas que Bernardo quiso traérselo consigo a Toledo. Una vez en Castilla, se pensó en él para la reforma y reorganización de la diócesis de Braga.
San Gerardo. Catedral de Braga.
Gerardo, a su vez, se llevó consigo a un amigo y discípulo llamado también Bernardo, al que elevó a la dignidad de arcediano y que escribiría más tarde su vida, la cual recogería Alexandre Herculano en los Portugaliae Monumenta histórica ([Scriptores, I, fascículo 1] consultable en línea en el sitio de la Biblioteca Nacional de Portugal). Bernardo el arcediano escribe  en términos encomiástico de los condes don Enrique y sobre todo Doña Teresa, cuyas virtudes y belleza celebra repetidamente..
Por motivos a la vez político-religiosos y amistosos, es de suponer, el arcediano Bernardo carga las tintas en el desbarajuste y anarquía de la diócesis antes de que apareciese Gerardo a poner orden.
Gerardo, entre otros logros, consiguió del Papa el restablecimiento de Braga como metrópoli, aunque sin menoscabo de la dignidad compostelana, puesto que la catedral de Santiago quedó exenta de toda autoridad salvo sólo la de Roma. Era obispo de Santiago por  entonces Don Dalmacio, cluniacense como Gerardo y como el propio papa Urbano II.
El papa Urbano II consagra un altar en Cluny.
Entre los hechos loables y milagrosos de San Gerardo (pues en concepto de santo lo tienen los bracarenses) cuenta el diácono Bernardo lo siguiente.
Había una señora (matrona)  de noble familia, llamada Toda, heredera de extensas propiedades que le rendían abundante renta. Varios grandes señores, envidiosos, rumiaban la manera de perjudicarla y apoderarse de todo. El arbitrio que se les ocurrió fue que un tal Ordoño, hombre sin nobleza que estaba a la cabeza de unas fincas del conde Don Enrique, la raptase y se desposase con ella por coacción. Toda quedaría infamada por ese matrimonio, aunque forzado, y tendría que renunciar a sus propiedades. 
La situación y la ocurrencia no son originales. Se ven las mismas o parecidas en la vida de la santa inglesa  del siglo VIII Milburga. Sin embargo, la solución es contraria en uno y otro caso, puesto que el de Milburga concluye con un milagro típico del mundo agrícola y el de Toda, a mi parecer, con el amparo momentáneo del mundo salvaje y por excelencia inculto. 
Ordoño, pues, (más contento que unas castañuelas y frotándose las manos según puede suponerse), preparó un gran festejo, un convite sonado, y mandó aderezar una cámara y tálamo nupciales dignos de semejante novia, antes de secuestrarla. La nobilísima Toda, que se vio presa del villano, angustiada, no sabía qué hacer, teniendo por mejor suerte morir que sobrevivir en aquellas condiciones.
Se encomendó pues a San Gerardo y se le ocurrió, aprovechando la oscuridad del crepúsculo, cambiar sus ropas por las de una de sus camareras y mandar a la criada que se metiese en el lecho nupcial. Para dar verosimilitud a su disfraz, cogió un cántaro y salió con él al hombro, como si fuese a coger agua a la fuente. 
Cuando se vio fuera del palacio, evitando los caminos, se enmontó en unas espesuras donde permaneció oculta.
El canallesco marido, "frustrado en la esperanza de su gozo" al llegar al tálamo y descubrir inmediatamente el pastel (de modo menos novelesco que en las leyendas, donde la oscuridad no sólo vuelve pardos a todos los gatos, sino también a las gatas liebres) se inflamó en ira, y no era para menos.
Inmediatamente manda cercar el monte (o "establecer un perímetro" como se oye en las películas americanas de policías) y rastrearlo con perros por todas partes. Pero con la ayuda de Dios y por milagro de San Gerardo la búsqueda resultó vana.
Al tercer día, viendo que la búsqueda cejaba, Toda se arriesgó a salir del bosque y se refugió en una ermita, a cuyo morador suplicó que la ayudase a burlar el cerco.
El clérigo mandó venir en secreto al escondrijo a unos buenos arcedianos que la pusieron en cobro en la catedral de Braga.
Ordoño, que continuó después de aquel caso cometiendo fechorías y rebelde a las reconvenciones de San Gerardo, acabó muriendo a manos de unos asaltantes en el castillo de Lanhoso.
Castillo de Lanhoso. 
Un caso más del cambiazo nupcial, motivo tan frecuente y que ya ha salido varias veces al hilo de estos retazos. No es aquí la casada legítima sustituyendo a la amante (como en la leyenda de Jaime I de Aragón), ni la criada impostora suplantando a la señora (como en Berthe au Grand Pied), sino la sacrificada camarera tomando sobre sí por lealtad las obligaciones conyugales de su ama, como en Tristán e Isolda. En todo caso, en estas tres apariciones del motivo, al engaño sucede una estancia más o menos larga de la mujer en el bosque. 
La huida es la solución inmediata a otras transgresiones del matrimonio, como en los relatos irlandeses de Diarmad y Gráinne o de Deirdré y Naoise, que también escapan de sus esposos buscando la salvación en el bosque.
Yo no quiero decir que no existiese Toda ni que el arcediano Bernardo se haya inventado un mito; pero sí es posible que se fijase para su biografía en un caso que venía a resonar con antiguos ecos de leyenda y que destacase en su narración los elementos más coincidentes con antiguas historias. 
Escapar del matrimonio fuera del siglo es frecuente en vidas de santas, como Melángela de Gales, que acabó decapitada y andando con la cabeza en la mano igual que Noyala, o Santa Sunniva, que buscó el asilo de una caverna entre el mar y la tierra, o Santa Ositha, salvada del acoso de su marido por la intervención de un ciervo blanco -detalle importante como luego se verá-, Santa Dymphna escapando del lecho de su propio padre y oculta en el bosque de Flandes con su confesor y los juglares o Santa Quiteria por las sierras de Toledo...
No hay tampoco nada de particular en que el fugitivo de la ley, culpable o inocente como Berta o Genoveva de Brabante, se haga forajido, o sea "salido fuera" del mundo ordenado donde rigen las leyes. Cultura quiere decir cultivo, y el bosque es por excelencia el territorio inculto. El anacoreta buscaba guarecerse de las asechanzas del siglo en el desierto, en el bosque, en el mar o incluso, como los estilitas, en el aire.
La misma oposición que se establece entre el bosque y el campo es la que enfrenta entre los griegos a la moza (parthenosy a la mujer hecha y derecha (gune). Como se ve en el interesante libro de Helen King sobre la mujer en la antigua Grecia, para llegar al segundo de estos estados, la mujer debe sufrir un proceso a la vez fisiológico, social y sagrado, pues no es verdadera gune la que no es casada y con hijos. Un proceso de integración en la cultura humana no muy diferente, en el fondo, del que transforma un yermo en terreno de labor o a un animal indómito en otro domesticado.
Parece ser, por lo que allí se lee, que los antiguos griegos consideraban a la doncella como uno de los seres más difíciles de domar. También aseguraban que no hay cosa más parecida a la mujer que la perra, entre otras cosas por su ambigüedad semi-cultural y semi-salvaje. Cristiana Franco profundiza en estos aspectos caninos en su libro Senza ritegno. El perro y la mujer se encontraban a caballo entre el mundo animal y el mundo humano.
Escila, un caso extremo de afinidad femenino-canina.
Esta opinión, hoy escandalosa e inexpresable, no debía de limitarse a los helenos. 
Según la leyenda Bretona, cuando se repartieron en el Cielo los patronazgos a los distintos santos, cayó en suerte a San Sezny el de las muchachas; pero como era un santo anciano y para pocos trotes, solicitó que se le otorgase otro más sencillo y menos problemático. Dios le concedió el de los perros enfermos, lo que incluye la rabia, claro está.
Volviendo a Grecia, el perro, víctima excepcional en los sacrificios, sí se consagraba a la diosa partera Eileithyia, identificada con la nemorosa Artemisa (Artemisa Mataperros, kynosphages, como se la llamaba), pero a la vez con la hilandera de los destinos, y a la infernal y lunar Hécate, alter ego de la propia Artemisa. 
En Roma se sacrificaban perros durante las fiestas llamadas Robigalia, que vienen correspondiendo a las Rogaciones cristianas (Cuando se celebraban en Cornualles procesiones en honor de Santa Noluena, la mártir huida del matrimonio y martirizada en el bosque) y al principio de la canícula.
La asociación estrecha entre Artemisa-Hécate y el perro (¡que se lo pregunten a Acteón!) se completa en época helenística y perdura en el folklore de Grecia hasta nuestros días, como se ve en este interesante artículo de Manolis Sergis.
Y he aquí una conexión más entre la fugitiva y su bosque: Berta es la antigua deidad Perchta, que suele sentarse a hilar a la sombra de su roble (como Santa Marina en los bosques de la Limia: ver El insoslayable Olibrio).
Deidad de la vegetación y de la fauna salvajes, Artemisa es diosa virgen como el bosque es tierra virgen. A menudo la vemos acompañada de su cervatillo, como Genoveva de Brabante por su cierva, y mandando sobre su jauría como las valquirias de los germanos.
Artemisa Bendis. La diosa cazadora con su perro lunar.
 Porque, como señala Bernard Sergent en su libro sobre la homosexualidad y la iniciación de los jóvenes en los pueblos indoeuropeos, la caza y la permanencia en el yermo son esenciales en esos ritos. Y como la iniciación es el paso por la muerte para revivir de una forma más plena, se sigue que el bosque es el espacio de la muerte, equiparable al Más Allá. De ahí, en los mitos artúricos, lo frecuente de que algún personaje se pierda en el bosque durante la cacería y acceda a alguna tierra sobrenatural.
Pasar por la muerte para alcanzar la vida o pasar por el estado salvaje para llegar a la plena integración en la sociedad. Las niñas atenienses no podían acceder al matrimonio (a la plenitud de mujeres, por tanto) sin pasar por el ritual de Artemisa Brauronia, durante el cual se llamaban osos y se  comportaban como ellos.
La razón de ser de este rito es que en tiempos antiquísimos se decía haber existido en una ciudad ática un oso extraordinariamente amistoso y manso, pero no tanto como para soportar las travesuras de cierta niña mala que tenía por diversión maltratarlo y hostigarlo. Irritado, el animal la hizo pedazos; los hermanos de la traviesa hicieron en venganza otro tanto a él, y finalmente Artemisa, Señora de las Fieras, envió una epidemia sobre la ciudad.
Venganza muy propia de esa diosa, hermana de Apolo el flechador, que fulmina muertes durante las pestilencias como di fuesen flechas de su aljaba. 
Se consultó el oráculo y la solución fue la instauración de ese rito durante el que todas las doncellas tenían que hacer el oso (arkteuein) si querían casarse.
Bien podría decirse que esto de hacer el oso antes de las bodas y aun durante la ceremonia y festejo ha perdurado a través del cristianismo y aún hoy día es norma hasta en los matrimonios laicos.
Pero en su origen constituía una especie de vacuna, puesto que el matrimonio y la maternidad eran para la mujer lo contrario del estado salvaje representado por el oso: la completa integración social.
El guerrero germano que se hacía berserk adquiría la naturaleza osuna para hacer mejor su oficio; la doncella ateniense lo hacía para despedirse para siempre de la parte salvaje de su ser y convertirse en plenamente doméstica. Eran dos "osificaciones" completamente opuestas.
La osa de los bestiarios simboliza también a la maternidad porque se dice que los oseznos nacían informes y sus madres, a fuerza de caricias y lametones, les iban dando trabajosamente su aspecto osuno.
Vemos en estos asuntos iniciático-nupciales, mirando el libro citado de Helen King, otras acciones similares, pero de sentido opuesto, en hombres y mujeres.
La plena realización del ciudadano varón es verter sangre -la suya o la del enemigo- en la guerra, en defensa de la ciudad. La mujer a su vez para alcanzar su pleno desarrollo fisiológico y social debe perder sangre tres veces: en la primera menstruación, en la desfloración y en el puerperio, cuando -dicen los hipocráticos- se le abren las carnes y quedan libres del todo los canales circulatorios de los humores. Si no, queda inmadura y por terminar.
El riesgo del soldado en la batalla se equipara al de la mujer en el parto y la hemorragia puerperal a la sangre de la víctima de un sacrificio.
Incluso en el suicidio la mujer parece haberse inclinado en la antigüedad por la asfixia (o el veneno), muerte incruenta. Así se colgó de un árbol Erígone, ama del Can celeste en cuya fiesta precisamente sacrificaban perros los romanos, antes de la canícula. Los árboles, y no sólo los salvajes, sino también los cultivados, pertenecían a la esfera de Artemisa.
Es famosa la epidemia de ahorcamientos femeninos que azotó, según Plutarco, a Mileto y que se extinguió con la amenaza de exposición de los cadáveres desnudos de las suicidas. Señala Helen King que ahorcarse o arrojarse a un pozo es, en la literatura griega, la solución femenina extrema para la mujer en riesgo de ser forzada. Y la propia Artemisa recibía el epíteto de "ahorcada", apankhomene.
Anudar y desanudar eran tareas propias de Artemisa: a ella se dedicaba el primer cinto de la muchacha púber, símbolo de su ingreso en la camino a la feminidad. A Artemisa se llamaba lysízonos, "desatacintos" y "desatar el cinto" era a la vez dejar de ser virgen y dar a luz. En estas expresiones el cinto se refería por un lado al cinto real -banda de tela propia del atuendo de la mujer adulta-  y por otro al nudo o lazo simbólico que contenía la sangre derramada en tan sacras ocasiones (continúo siguiendo a Helen King). 
El cinto -marca de la mujer adulta- se ceñía o en el talle
(ver la Artemisa de más arriba) o bajo el pecho.
En los textos hipocráticos se ve que cuando esa sangre se veía apresada por alguna atadura (en la anatomía hipocrática la mujer es grosso modo una manga o talego abierto por los dos extremos) los síntomas que padecía la paciente eran de ahogo; y Artemisa era la diosa capaz de soltar y desatascar los caños por donde tenía que correr.
Ahora bien, un derramamiento de sangre y otro -el viril y el femenino- son incompatibles. La mujer no puede ser cazadora, guerrera ni sacrificadora porque para eso ya tiene sus propios tributos cruentos  con que rendir culto a los dioses y servir a la ciudad. Se ve que de la función de ayudar al parto, por iguales motivos, también se apartaba a la gune, la casada en edad de tener hijos. 
De ahí la monstruosidad de las amazonas, que constituyen una aberración de la naturaleza, puesto que cualquier mujer normal padecería trastornos intolerables y mortales en caso de seguir el modo de vida de aquel pueblo. La escasez de embarazos y lactancia provocaría retención de sangre, que se acabaría volviendo tóxica. 
La impureza de esa sangre pútrida era tal que explica, según Helen King, la administración de fármacos muy repugnantes a pacientes femeninas cuyas dolencias tenían ese origen.
La vida muy activa podría corregir en parte este problema del exceso de sangre (tal es la idea de Sorano, el médico del siglo II), secando y compactando las carnes con el resultado de disminuir la sangre acumulada;  pero entonces la matriz, deshidratada, se lanzaría sedienta sobre el hígado.  
En todo caso, las amazonas tenían por diosa principal a Artemisa y compartían su aversión al matrimonio y su esencial ambigüedad. Y la Artemisa Brauronia, la de las niñas osas, venía, traída por Ifigenia y Orestes, de Táuride, no lejos del reino de las amazonas.
No deja de ser curioso que, en cambio, de las diosas olímpicas, la gune por excelencia es Deméter, fundamentalmente relacionada con la agricultura. Hera recobra su estado de parthenos anualmente y Afrodita, aunque casada y con hijos, no los tiene de su marido Hefesto. 
Existe una leyenda, que a lo mejor sale alguna vez a colación, en que no el bosque, sino las mieses son las que ayudan a la infeliz fugitiva. La naturaleza madura y cultivada, atributo de Deméter y correspondiente a la gune, a la casada fértil. Pero en estos casos la ayuda consiste en ocultar la huida y despistar a los perseguidores, no en dar amparo y asilo como en los que daban pie a este retazo.


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