jueves, 19 de septiembre de 2013

Enredos merovingios y dos mártires legionarios

San Félix, obispo de Nantes a finales del siglo VI, fue un personaje de gran relevancia. En aquella época, Nantes, la antigua civitas de los galos namnetes, no pertenecía a las tierras de los bretones, sino a la marca bretona de los francos. Entre los territorios poblados por los inmigrantes britanos y los que ocupaba la población galorromana no siempre existían fronteras definidas, y había islotes de una y otra población en los territorios donde mayoritariamente estaba afincada la otra. 
Andando el tiempo, Nantes llegaría a ser cabeza y corte del ducado de Bretaña, pero para eso habría de pasar mucho tiempo.
Félix, a juzgar por su nombre, no era de estirpe britana ni germánica, sino romana o galorromana. Los reyes merovingios le encargaron misiones diplomáticas de alta responsabilidad, como las negociaciones con los aguerridos vecinos bretones que, mandados por Waroc (caudillo de la tierra de Vannes), hostigaban insistentemente las antiguas ciudades romanas de aquellas provincias. Eran los tiempos de la hostilidad entre los reinos francos y el odio mortal de sus reinas Brunequilda y Fredegunda; 

Crueldad de la reina Fredegunda. Miniatura gótica.
entre los caudillos bretones destacaba el gran Conomor o Commorre, al que la tradición convertiría en el Barba Azul verdugo de Santa Trifina mártir. 
San Félix intervino en la política bretona salvando al príncipe Macliau, futuro protegido de Conomor, de morir a manos de su hermano Canao. Macliau se tonsuró y se hizo sacerdote, pero Canao no se fiaba, y con razón, de la sinceridad de su renuncia a las glorias de este mundo y persistía en sus intenciones asesinas. Temiendo que la autoridad de San Félix no fuese protección suficiente contra la inquina fraterna, Macliau se refugió en la corte de Conomor y a la muerte de Canao, mandando sus votos a paseo, subió al trono de Vannes o Bro Erec (la Tierra de Waroc), como se dice en bretón.
De San Félix se ocupa repetidamente San Gregorio de Tours, su contemporáneo, y no en muy buenos términos. Es el caso que un hermano de San Gregorio, el diácono Pedro, había sido acusado por Lampadio, otro diácono, de asesinar con hechicerías a Silvestre, obispo de Langres. Según San Gregorio de Tours, su hermano Pedro había descubierto que Lampadio metía la mano en el dinero de los pobres y lo había denunciado, ganándose su odio. Lampadio convenció a un hijo del obispo Silvestre, y al parecer a San Félix, de la culpabilidad de Pedro. Años después, el hijo de Silvestre mataría a lanzazos en plena calle a Pedro, hermano de San Gregorio, consumando así su venganza.
Cuando San Félix se sintió morir, llamó a otros varios obispos y los persuadió de que propusiesen a un sobrino suyo, Burgundio, para su sucesión. Pero se necesitaba que San Gregorio lo consagrase y el de Tours se negó. Burgundio no tenía más que veinticinco años, ni siquiera era sacerdote y además a San Gregorio no le apetecía lo más mínimo hacer el largo camino.
-¡Sí, hombre, hasta Nantes me voy a ir yo! ¡Pues está eso a la vuelta de la esquina! Mira, hijo ¿sabes una cosa?: en la Iglesia no valen atajos. Lo que tienes que hacer es volverte a Nantes y la persona que te apadrina, que te tonsure. Te pones a estudiar y cuando sepas todo lo que se tiene que saber para eso, te ordenas sacerdote. Vas siguiendo peldaño a peldaño la carrera eclesiástica y si es la voluntad de Dios, tu señor tío estará todavía con vida entonces, y cuando Él quiera llamarlo a sí podrás llevar su anillo con honra y dignidad.
-No creo, el pobre tío Félix está en las últimas...
Efectivamente, San Félix había enfermado de un mal epidémico que causaba estragos en Nantes. Las piernas se le cubrieron de bubones que se intentó tratar con polvo de cantárida, remedio que fue la puntilla para el santo obispo. Burgundio renunció a sus pretensiones episcopales. 
Cuenta también San Gregorio de Tours otra historia, ésta de amor, en la que desempeñó San Félix un papel muy antipático y como de vejestorio de comedia. 
Resulta que San Félix tenía una sobrina y la muchacha se enamoró de un noble merovingio llamado Bapoleno. Aquel Bapoleno era persona importante. Era uno de los principales aristócratas que apoyaban al rey Gontrán contra la reina Fredegunda. Fredegunda (como san Félix) era partidaria de la alianza, o al menos del entendimiento pacífico, con los bretones de Waroc, mientras que Bepoleno representaba una política agresiva y anexionista. Era odiado no sólo por los bretones sino también por los habitantes de las poblaciones galorromanas: los de Rennes llegaron a cerrarle las puertas de la ciudad a su llegada.
Evariste-Vital Luminais: Guerreros merovingios luchando contra
unos perros feroces
.
Era un juerguista y por donde iba caía como la langosta: gastaba de todo a lo loco pero era el mayor de los tacaños a la hora de pagar.
Una noche, durante una de sus sonadas francachelas, el techo de la sala se vino abajo sobre las cabezas de los convidados. Aquello se tuvo por una advertencia divina, a la que Bapoleno no hizo el menor caso. 
Él y la joven se habían prometido matrimonio, pero cuando San Félix se enteró de sus intenciones, se opuso a ellas con todas sus fuerzas. Bapoleno era hombre que no se amilanaba fácilmente y un buen día, estando la moza entregada a sus oraciones en un oratorio, irrumpió en el templo a la cabeza de una partida de soldados y se la llevó raptada para depositarla en la Iglesia de San Albino de Angers (santo, por cierto, del país, que era de familia de vaneteses). En aquel sagrado creía la pareja que la esposa estaba a salvo de las asechanzas de San Félix. Pero valiéndose de tretas y engaños (San Gregorio de Tours, desgraciadamente, no dice cuáles) el viejo tío, iracundo, logró atraer a la ingenua fuera de su refugio, y haciéndole vestir hábitos de monja la llevó presa sin que nadie lo supiese a un convento de Bazas. Bazas, que aún hoy se enorgullece de su hermosa catedral gótica, no lejos de Burdeos, era entonces ciudad principal y cabeza de diócesis.
La prisionera se las ingenió para enviar a su marido a unos pajecillos de su servidumbre, dándole noticia de su desgracia. En cuanto Bapoleno supo la muerte de San Félix (en el 582), organizó el rescate y robó a la novia. La familia de ésta puso el grito en el Cielo, pero el matrimonio contaba con el beneplácito real y de nada les valieron sus quejas y protestas.
Como la felicidad nunca es duradera, Bapoleno murió no muchos años después, en el 590, combatiendo contra los bretones junto a otro general, Ebrachario.
Detrás de la derrota de Bapoleno estaban las traiciones de Fredegunda, que apoyaba en secreto a los de Waroc, e incluso les envió un contingente de francos disfrazados de bretones. También estaba el propio carácter de Bepoleno, que se ganó el odio de la población por las constantes rapiñas y saqueos de sus tropas y la desconfianza de Ebrachario por su ambición desmedida.
En resumidas cuentas, tal vez no andaba tan equivocado el tío obispo en intentar con todas sus fuerzas impedir el matrimonio de su sobrina, aunque con lo expeditivo de sus métodos no consiguiese más que dar alas a la determinación de la muchacha.
A pesar de ella, de Bapoleno, de Fredegunda y de San Gregorio Turonense, San Félix murió en opinión de santo y no tardó en rendírsele culto.
Una de las principales obras por las que se le recuerda es la construcción de la primera catedral de Nantes, dedicada a San Pedro y San Pablo.
Su consagración fue un brillante acontecimiento litúrgico y social, al que acudieron varios obispos, entre ellos Macliau de Vannes, probablemente el príncipe protegido por San Félix. Otro de los amigos de éste, San Venancio Fortunato, uno de los mejores poetas de su tiempo, se hizo cronista de la ocasión, describiendo precisa y brillantemente el flamante templo. 
San Venancio Fortunato escribiendo. Miniatura del siglo XII.
Era, dice, un edificio sublime, que descollaba por su altura sobre las demás iglesias como Pedro y Pablo descuellan entre los apóstoles, dominado por una torre cuadrada que se alzaba en el centro, cubierta por una cúpula. "Para que sea mayor tu asombro, el edificio va subiendo hasta su cima, como una montaña, de bóveda en bóveda. Al darles la luz, las pinturas dirías que cobran vida. Cuando el sol, aunque rojo, en su curso hiere las cubiertas de estaño, resplandece una luz blanca como la leche. Según las rozan los rayos, verás a las figuras ir y venir, y los lagunares del techo hacen el efecto que suelen las olas del mar. Las techumbres de metal imitan el fulgor de los astros y las cumbres son estrellas de tanto como resplandecen. La luna, cada vez que sale, coronada, hace brotar otro haz de luz del templo sacro hasta los astros y el paseante que la ve de noche cree que también la tierra tiene sus estrellas. Al abrirse en ella tantos ojos de amplias ventanas, desea los rayos de luz, y lo que te asombra en el exterior, también lo encuentras dentro. Cuando vuelven las tinieblas, permítaseme decirlo, el mundo tiene la noche, el templo conserva el día".
Construcción de una bóveda. Manuscrito del siglo XI.
Las pinturas o mosaicos representaban en el lado derecho a San Martín de Tours y San Hilario de Poitiers y en el izquierdo San Ferreol, "que brilla, gema soberbia, por la herida de la espada, por el don del martirio".
Y esto lo traigo a cuento porque en realidad yo no pretendía hablar de San Félix, sino de San Ferreol: pero unas cosas llevan a otras y el hilo se retuerce por donde quiere y lo lleva a uno de la traílla y no uno a él, como nos hace ilusión creer.
De San Ferreol, pues, trata un relato medieval, antiguo, la Passio Sancti Ferreoli, que comienza como una de tantas actas de martirio: viendo que cunde el mal del cristianismo en la jurisdicción que tiene a su cargo, el funcionario romano imperial, Crispín, llama a declarar al militar Ferreol, que confiesa abiertamente su fe, a pesar de los tormentos. Esto sucede en la ciudad de Vienne.
Al tercer día de estar encerrado Ferreol en lóbrega y estrecha mazmorra, de madrugada sus prisiones se soltaron solas, se abrieron las puertas y pudo pasar sin apresurarse ante sus guardianes profundamente dormidos hacia la libertad.
-Conviene huir sin dejar huellas para poder sembrar el Evangelio en otro lado -se dijo-. ¿Adónde iré? ¡Para empezar voy a cruzar el Ródano!
Y sin desconfianza, en alas de la fe, se lanzó ni corto ni perezoso a las peligrosas aguas del ancho río, donde vio, con sorpresa, que se amansaban abriéndole paso y que en pocas brazadas llegaba a la orilla de enfrente.
Es patente que el hombre propone y Dios dispone y las disposiciones divinas no siempre coinciden con los humanos propósitos por santo que uno sea. Porque la fuga de San Ferreol no llegó más allá de la ribera del río Gère, que confluye con el Ródano en la propia Vienne. Lo que seguramente no había alcanzado a comprender el buen soldado Ferreol, hombre de creencias férreas como su nombre, pero sencillas, es que su travesía del río había sido simbólica, arquetípica. El río es el umbral del Más Allá: por eso los griegos imaginaron al barquero Caronte. Cruzar esa corriente, ya sea en barca o a nado, equivale a hollar las tierras del otro mundo, que es donde, sin todavía saberlo, se encontraba ya casi Ferreol al pisar, empapado, la orilla opuesta del Ródano. entre dos ríos, es decir ni bien en un mundo ni en otro.
San Ferreol, busto del siglo XVII.
Foto de la base de datos Palissy del Ministerio francés de Cultura.
Allí, junto al Gère lo capturaron sus perseguidores y le ataron las manos a la espalda. La ejecución no esperó al juicio: puede creerse que el Demonio se adueño de sus captores.
-Pero ¿de qué vas, chalado? ¡Que lo teníamos que entregar al pretor!
-No sé qué coraje me ha entrado, que se me ha ido la mano de la espada sola.
-No se puede ir por la vida con ese pronto. Ahora ¿qué explicación damos? ¡A ver!
-Nada: será cosa de enterrarlo aquí mismo, y decimos que se resistía o que se quería escapar.
Según la Leyenda áurea, cuando Ferreol compareció ante el malvado Crispín, le mostraron la cabeza cortada de San Julián, mártir, que había sido soldado a sus órdenes y gran amigo suyo.
-Esto es lo que les espera a todos los cristianos.
-No me importa; mejor.
Y después de su martirio, enterraron a San Ferreol con la cabeza de San Julián en las manos. Esto fue lo que, siglo y medio después, permitió a San Mamerto identificar las reliquias de ambos mártires cuando fueron descubiertas, a decir de Gregorio de Tours: un viejo guardián de la antigua capilla funeraria recordaba la tradición de la cabeza cortada enterrada junto al mártir descabezado. 
O acaso fue al revés: el hallazgo de una tumba (atribuida a San Ferreol) con dos cabezas, en tiempos de San Mamerto, dio lugar a la leyenda de la amistad de ambos mártires y de la cabeza de San Julián. 
San Mamerto, descubridor de las reliquias de San Ferreol. Grabado
del siglo XIX.

Ya en unas actas de San Ferreol no muy posteriores a la Passio se relata que el santo no fue decapitado en Vienne en un ataque de furor, sino conducido a Brioude y confrontado allí a su amigo Julián. Como uno y otro se fortaleciesen mutuamente en la fe, fueron martirizados y enterrados en parajes distintos. Y San Gregorio de Tours dice que fue el propio San Ferreol quien se apoderó de la venerable reliquia de Julián y que a su muerte los amigos lo enterraron  con ella. Gregorio de Tours supone que Julián murió en Brioude pero Ferreol en Vienne. Pues en efecto en Brioude existe una fuente milagrosa donde dice la tradición que se lavó la cabeza cortada del mártir y que conserva unas manchas rojas en la piedra y una coloración rojiza en sus aguas que la leyenda atribuye a la sangre del santo. Lo cual no deja de recordar a las fuentes de Santa Noyala, de que se ha hablado aquí en otra ocasión (ver El fuego libre del agua).
Es de notar que tanto San Julián como San Ferreol están asociados a fuentes curativas, ya que la primitiva iglesia de éste en Vienne se levantaba sobre unas antiguas termas romanas.
La festividad de San Ferreol se celebra el 18 de Septiembre y la traslación de sus reliquias el día 19 del mismo mes. En el siglo VIII fueron solemnemente transportadas desde su santuario fluvial extramuros al interior del recinto amurallado, por miedo a las incursiones de los musulmanes, que se aventuraban hasta allá. Mucho tiempo después, en el XVI, durante las guerras de religión, los hugonotes enemigos de imágenes y reliquias esparcieron las de estos santos. Se cree, sin embargo, que las cabezas se veneran en el relicario de la abadía de Moissac.  

miércoles, 24 de julio de 2013

Declan y los santos pioneros

Entre los varios pueblos que habitaban en Irlanda en la época de los grandes santos uno de los más importantes era el de los Déisi.
Había Déisi en la Irlanda central (en Brega y Tara) y en la Irlanda meridional. Éstos eran los más destacados. De entre ellos salieron los aventureros que fundaron sus colonias en el actual Gales, que se fundieron con la aristocracia britana y dieron varios reyes y santos.
repetidamente han ido apareciendo a lo largo de estas entradas. De los Déisi que se quedaron en Irlanda, andando el tiempo, nacería el gran rey Brian Ború, que unificó la mayor parte de la isla bajo su cetro y dejó herido de muerte al poder vikingo  en ella con la derrota de Cluan Tairbh (Clontarf) en 1014.
El principal santo de los Déisi, y uno de los mayores de la antigua Irlanda, fue San Declan. El Santoral de Óengus le dedica una vibrante estrofa:
Mad toich duit, a Hére,
dot chobair cing báge,
táthut cenn céit míle,
Declan Arde máre.

¡Si te corresponde, Irlanda,
un paladín que te proteja,
tuyo es el caudillo de cien mil hombres,
Declan de Ardmore!

Según el Santoral de Óengus, Declan era descendiente en línea directa de Brecc mac Airt Chorpa, rey de los Déisi en la época en que comenzó la larga epopeya de este pueblo. Todo comenzó con el rapto de Forach, sobrina de Brecc, por Conn, hijo del rey de Irlanda Cormac mac Airt (el que reinaba en tiempos de Fionn mac Cumhail y Oisín: Fingal y Ossian en la poesía de Macpherson). Esta fechoría desencadenó una interminable enemistad entre los Déisi y los reyes de Tara. El relato medieval La expulsión de los Déisi (del que existen varias versiones) narra las andanzas y tribulaciones de este pueblo errante.
La vida de San Declan, sin embargo, refiere que la ofensa inicial consistió en que el hijo de Cormac mac Airt, Cellach (y ya no Conn), sacó los ojos a un protegido de Óengus, rey de los Déisi.
De la vida de San Declan existen dos relatos latinos y uno irlandés, que parece ser traducción del latín.
Fuego y ángeles sobre una villa. Ilustración moderna de Claude Auclair en la novela gráfica Bran Ruz.
Cuando, pues, vino Declan al mundo, eran aún los tiempos de los paganos, pero -dice la vida- había algunos pocos cristianos en Irlanda, y nadie les molestaba por causa de su fe.
Al nacer la criatura, no sé si por descuido o por cuál otra causa cayó de cabeza contra una gran piedra. 
Para asombro de todos los presentes, no se la despachurró sino que la roca se ablandó milagrosamente y recibió como si fuera de cera el frágil colodrillo del recién nacido. Vuelta luego a su naturaleza dura y pétrea, conservó el hueco, y el agua que dejaba en él la lluvia se recogía con veneración para remedio de toda clase de enfermedades.
Se dejó ver un globo de fuego cerniéndose sobre la casa. Los ángeles jubilosos subían y bajaban del Cielo para visitar al niño, con cánticos maravillosos, que aquello parecía la escala de Jacob. También apareció por allí, guiado por inspiración divina, San Colmán, uno de aquellos primeros cristianos, que bautizó al niño y profetizó las grandes obras que llevaría a cabo.
Declan se crió en casa de un tío suyo, Dobrán, hasta los siete años, en que se le confió a San Dima para su educación. Tenía por compañero a otro niño, San Cairpre mac Coluim. Vivían en un lugar llamado Mag Sceith, Campo del Escudo, y siete lugareños, que habían visto el globo de fuego, comprendieron por iluminación del Espíritu de qué se había tratado y dejaron el siglo para vivir religiosamente junto a ellos. Fueron santos los siete: Mochellog, Beán, Colmán, Caemán, Lachnáin, Mobi, Finnlog. Y no fueron más que los primeros, que a lo largo de los años que estuvo Declan estudiando en Campo del Escudo, fue congregando en torno a sí una numerosa grey de discípulos.
No tenía mayor deleite el joven que ahondar los secretos de las Escrituras y cuando vio que en Irlanda no progresaba todo lo que ansiaba, decidió marchar a Roma. Allí se encontró con otro irlandés, San Ailbe o Elvis, como se dice en inglés, que le sirvió de guía. Los romanos lo acogieron magníficamente pues era un joven de excelentes prendas y además gran hacedor de milagros.
Cuando, ya consagrado obispo, Declan regresó a Irlanda,  muchos romanos lo acompañaron, entre ellos Lunano, el hijo del rey. Por el camino, aún en Italia, se encontró con San Patricio, que iba a Roma. Ambos santos se saludaron y se despidieron como grandes amigos. Un día, estando en la iglesia, Declan vio entrar volando por la ventana y quedarse suspensa en el aire ante él una pequeña campana de un metal negro como el azabache. Comprendió que era un regalo del Cielo y se la dio a guardar con toda veneración a Lunano. Y aquella campana les sirvió en adelante de protección contra los ataques de bárbaros y bandoleros.
Llegada al Canal de la Mancha, la comitiva de Declan se encontró con una desagradable sorpresa: los patrones de los barcos que cruzaban a las islas se habían confabulado unos con otros para subirse a la parra tan abusivamente que al santo no le llegaba para el pasaje de los suyos.
Se llegó a la playa y empezó a tocar la campana, pidiendo ayuda a Dios. No tardó en ver venir sobre las olas una nave vacía, que navegaba sin remos ni velas. Embarcaron resueltamente y la embarcación los transportó a Britania antes de desaparecer por donde había venido, que nunca se supo.
Ya en Irlanda, San Declan comenzó a predicar la fe de Cristo, bautizando a bastantes paganos. Había otros tres obispos sembrando la misma simiente: San Ailbe, San Ciarán y San Ibar, y los cuatro eran grandes amigos. Cuando San Ailbe, que era algo más viejo, estuvo a punto de morir, unos ángeles vinieron a avisar a San Declan y a él para que se despidieran hasta el otro mundo, y así lo hicieron, con tanta alegría como tristeza.
Pero a pesar del loable esfuerzo de estos primeros apóstoles, la conversión de toda Irlanda estaba reservada a San Patricio. 
No todo fue tan fácil al principio. Ailbe y Ciarán inmediatamente reconocieron la primacía de Patricio, como enviado papal que era. Ibar, en cambio, montó en cólera (hoy diríamos que por nacionalismo): se negaba a admitir que un britano tuviese la primacía sobre todos los obispos irlandeses. Ibar y Patricio se enfrentaron agriamente. Tuvo que intervenir directamente un ángel del Cielo y bajar a poner las cosas en su sitio; entonces dio Ibar su brazo a torcer. Declan no tenía ese tipo de problemas. Era muy amigo de Patricio desde sus tiempos de Italia, pero no le cabía en la cabeza que tuviese ninguna superioridad sobre él, ya que ambos venían a Irlanda con misión papal. También fueron necesarias las dotes persuasivas del ángel para que Declan se convenciese.  
San Declan fue a predicar a Cashel, corte de Mumu (Munster), donde reinaba a la sazón un rey célebre e ilustre, Óengus mac Nad Froich. 
Se ha dicho que este Óengus pudo ser el famoso rey Anguis de la leyenda artúrica, padre de la princesa Isolda o Iseo, la enamorada de Don Tristán de Leonís. 
Isolda (aquí en un cuadro de Herbert James Draper) se dice que si fue hija
de Óengus mac Nad Froích.
Dos de los príncipes de Cashel, Colmán y Eochu, eran hermanos de madre de Declan, según se decía. Colmán se había hecho cristiano, convertido por San Ailbe, pero Eochu no había querido adoptar la nueva fe, por si ello le causaba dificultades a la hora de subir al trono de Mumu. En cuanto al rey, tampoco estaba por la labor:
-Que predique Declan libremente y que nadie le moleste. Pero yo no dejo que me bautice porque, queráis o no, sería colocarme bajo su autoridad. Y como Declan es de los Déisi por los cuatro costados, ¿qué iba a decir nuestra gente? Ya sabéis que nosotros, los Eoganachtaí, que reinamos en Cashel, tenemos ancestral enemistad con los Déisi. Este hijo Declan ha convertido a tantos de ellos en tan poco tiempo que ya la gente ve a la religión nueva como cosa de los Déisi... Yo, personalmente, no tengo nada contra ellos: que ya veis, hasta vuestra madre era de los Déisi... pero para el pueblo sería una china mala de tragar. ¡Además, que no! Ningún irlandés está por encima de un Eoganacht y yo no inclino la cabeza ante ninguno.
-Padre, esa soberbia es muy poco cristiana.
-¿Y qué? Yo no estoy bautizado. No me pidas valores cristianos mientras no lo sea.
-¿Y si Declan fuera de otro país?
-Eso sería harina de otro costal.
De hecho, Óengus mac Nad Froich acabó cristiano, pero no lo bautizó ningún irlandés sino un britano, San Patricio.
San Declan estuvo en Roma varias veces: por lo menos tres. Una de ellas, a su regreso, pasó cuarenta días de visita en su monasterio de Gales con San David, y ya embarcado rumbo a Irlanda echó de menos su campana milagrosa.
-Lunano, hijo, tráeme la campana.
-La tiene Mac Testa. ¡Mac Testa, la campana milagrosa!
-¡Adiós, que se me ha quedado en Gales! La dejé puesta encima de una piedra de la playa mientras cargábamos el equipaje y a la hora de la verdad... pues que no me acordé de la campana.
-Hijo mío, Dios te bendiga, no me podías haber dado mayor disgusto. 
-¿Y ahora qué podemos hacer?
-Aguantarnos y dar gracias Dios, Él sea loado. Venga, vamos a rezar. A ver si me consuelo.
Los rezos de Declan y sus monjes llegaron a las Alturas. Milagrosamente, la peña, con su campana por sombrero, se despegó de la costa y comenzó a navegar a toda prisa hasta adelantar a la nave de los frailes, que la vieron pasar de largo velozmente.
-¡Padre, tu campana!
-¡Qué mecha lleva!
-¡Bendito sea Dios! -dijo el santo- Ella sea nuestra guía. Sigámosla y donde toque tierra fundemos un monasterio y será cabeza de mi diócesis. Ése será el lugar de mi muerte, de mi sepultura y de mi resurrección.
-Será hecho así.
Ruinas de la catedral vieja de Ard Mór.
Campana y navío llegaron a una isla pequeña, coronada por un monte llamado el Alto de las Ovejas (Ard na gCaorach), porque allí pastaban las de la hija del rey.
-Este altozano es muy pequeño para todos los monjes que vamos a ser aquí -dijo uno del séquito de Declan.
-No digas eso: es un alto grande (ard mór) -dijo el santo.
Y con ese nombre, Ard Mór, se quedó desde entonces.
La verdad era que a los monjes no les hacía ninguna gracia que la fundación estuviese en una isla, y tener que ir y venir en barco cada vez que necesitasen algo. A los lugareños tampoco porque para ellos eran pastos comunes. De manera que cuando Declan pidió al rey aquellos terrenos y le fueron concedidos cundió el descontento.
-Pues si ésas tenemos -dijeron los vecinos-, nos tendremos que aguantar, pero nadie nos manda ponérselo fácil. Digo que escondamos todas las barcas y nos neguemos a pasarles y si quieren isla, que se remojen y vayan nadando.
-Eso, eso.
Declan se empeñaba en que Dios le había señalado aquel terreno y no otro.

-¿Cómo queréis que desobedezca al Señor?
-Pues haz como Moisés cuando cruzó el mar rojo y deja un pasillo por lo menos para poder pasar andando.
-Yo a Dios no lo molesto por una minucia que se arregla cogiendo una barca.
-Sólo te pedimos que des un golpecito de nada al agua con el báculo. ¿qué te cuesta?
-Bueno: por no oíros.
Apenas rozó el báculo las olas cuando se apartaron con tal rapidez que los peces tenían que huir a toda prisa si no querían quedar en seco, y muchos quedaban brincando y bailando desesperados en el barro del fondo. Allí asomaban monstruos marinos nunca antes vistos ni oídos y ponían espanto con su horroroso aspecto y sus voces descomunales. 
Aquellos mares estaban infestados de monstruos.
Especialmente a un frailecito joven, llamado Manchín, que rogó a Declan:
-Para ya, padre, que se nos van a zampar vivos los monstruos estos.
El mar se paró al instante.
Declan, enfadado, le dio un moquete con el revés de la mano al rapaz en las narices.
-¿No te podías callar, cacho de tonto? ¡No era yo, sino Dios, el que estaba apartando las aguas, y Él sabe lo que se hace! Ahora has dejado el trabajo a medias. 
Declan, viendo que con el cachete había hecho sangrar al mozo, se arrepintió y lo bendijo. Tres gotas que habían caído de su nariz a la arena se convirtieron en tres fuentes curativas, y de tarde en tarde, mirando atentamente sus aguas cristalinas, se ve la sangre luciendo como una brasa en el fondo.
Hago aquí un paréntesis para recordar que la idea esta del fuego que se oculta en el agua y le confiere su fuerza vivificadora es antiquísima y compartida por los pueblos indoeuropeos desde la India a Irlanda, pasando por Persia y Roma (ver Tres fuentes que encierran sangre, El fuego libre del agua). 
El terreno que quedó descubierto milagrosamente en aquella ocasión es prodigiosamente feraz y de lo que allí se planta se alimenta el convento.
A Declan los animales lo obedecían. Una vez que iba de viaje y se le quedó cojo un caballo por culpa de algo que había pisado, mandó venir un ciervo del monte, lo enganchó a su carro y se sirvió de él durante todo el día, con gran gusto del animal. Llegado a su destino, lo despidió y el ciervo se marchó feliz de haber servido a tan gran santo.
Aunque Declan había convertido a muchos de los Déisi, el rey, Lebano, seguía aferrado al paganismo. Cuando llegó San Patricio por allá, se negó a darle hospedaje ni comida. Un ángel voló a avisar a Declan:
-Anda con ojo, que san Patricio está a punto de echar una maldición al reino de los Déisi; y como lo haga, ya sabes que no puede echarse atrás. 
Declan corrió a ver a su amigo y lo apaciguó; después se entrevistó con el rey, pero no consiguió más que atizar su indignación contra San Patricio. No veía en él más que a un extranjero metomentodo que venía a subvertir el país con costumbres y creencias extravagantes y exóticas.
-Vas a conseguir que eche una maldición a todo el reino.
-No me quitan el sueño las maldiciones de ese britano.
-No sabes lo que dices y me obligas a lo que voy a hacer.
Declan, que era de sangre real, habló con los jefes guerreros y con los labriegos. Los asustó con la maldición de San Patricio y consiguió que le retiraran el poder real a Lebano y lo aclamasen a él como cabeza del reino. Lebano marchó al exilio y nunca se supo más de él. Lo primero que hizo Declan fue rendir pleitesía a Patricio. Después, triunfante el golpe de estado, concedió la corona a Fergal mac Cormaic, con el aplauso de todos y satisfacción de Patricio, que más tarde declaró en Cashel, cantando en irlandés:
"Declan es el Patricio de los Déisi 
y los Déisi serán de Declan por siempre".
Estando en aquellos momentos de incertidumbre política, sucedió que Declano, al ir apresuradamente de un sitio a otro, pisó un hierro viejo que andaba tirado y se atravesó el pie de parte a parte. Sangraba abundantemente y no sólo no podía andar, sino ni siquiera tenerse en pie. San Sechnall, y San Ailbe fueron a avisar a San Patricio que con un toque de sus manos cerró y sanó la herida.  
Ya varias veces hemos visto el valor simbólico de la cojera como muestra de la fuerza sagrada que asiste a algún hombre. En este caso es obvio el parecido entre lo ocurrido a Declan y la desventura de Óengus mac Nad Froích, rey de Mumu, al que durante su bautizo Patricio atravesó involuntariamente el pie con el cuento de hierro puntiagudo de su báculo.
Otra vez, a uno de su comitiva que se había caído al suelo le pasó la rueda de un carro por encima y le segó una pierna limpiamente por la pantorrilla.
-Juntadle el pedazo y andando, que no hay tiempo que perder -dijo Declan.
Nadie del séquito se atrevía a hacer aquello, de la grima que les daba. Sólo un tal Dualach tuvo estómago para coger el pie y atárselo al muñón, y encima iba haciendo bromas:
-¡Paso al médico! ¡Verás qué pierna te voy a dejar! Te la voy a quedar para romper las piedras a patadas. Yo soy el rey de los reimplantes.
El caso fue que cuando llegaron a su destino y descubrieron la herida de la pierna, el miembro se había soldado y no quedaba ni la cicatriz.
-Tú decías -dijo Declan a Dualach- lo del médico por chiste: pero de hoy en adelante queda en ti, por valiente, la virtud de curar; y la heredarán tus descendientes.
Iba de viaje Declan cuando vio venir hacia sí una muchedumbre alegre con risas, gritos y cantos.
-¡Alto! -les dijo-: a ese niño quiero bautizarlo yo.
-¿Cómo sabes que llevamos un recién nacido a bautizar?
-Porque lo sé.
-Pero no tenemos pila ni sal.
-Para pila vale el río y sal ¿quién ha dicho que no hay?
Cogió Declan un puñado de tierra, escupió encima, lo estrujó entre las manos y al abrirlas apareció un puñado de sal blanquísima.
-A este niño vamos a ponerle Ciarán, y sabed que será un gran santo y una columna de la fe. 
(Hay que saber que se cuentan hasta siete santos Ciaranes en Irlanda)
-¡No podía dejar pasar -explicó Declan- la ocasión de bautizarlo, con la gran honra que eso supone para mí!
En aquellos días primeros del cristianismo de Mumu se abatió sobre la región una terrible epidemia que primero ponía a la gente ictérica y luego acababa rápidamente con ella. 
El rey tenía en palacio siete rehenes, hijos de siete reyes vasallos, y los siete murieron en una noche. Óengus estaba muy preocupado temiendo que esa muerte fuese causa de alborotos y revueltas entre aquellas naciones. Por eso recurrió angustiado a Declan.
-Van a decir que han enfermado por negligencia mía y esto será causa de muchas muertes de hombres.
-En la vida y la muerte no manda más que Dios. Recemos, que es lo que podemos hacer. Estos cuerpos ya están azules. Mala cosa...
Declan pidió a Dios que los muertos volviesen a la vida para poder recibir el bautismo y hacer una gran labor entre sus pueblos en pro de la fe. pronto comprendió que sus súplicas habían sido escuchadas. Al poco tiempo, los resucitados empezaron a mover los párpados y no tardaron en incorporarse de sus lechos mortuorios.
-Ahora voy a bendecir el reino para que se vaya la epidemia esta con viento fresco,
Declan, haciendo la señal de la Cruz en dirección a los cuatro puntos cardinales, limpió de enfermedad al reino y se fue a su tierra entre enormes muestras de gratitud.
No fueron éstos los únicos resucitados de San Declan. También sacó de entre las fauces de la muerte a Balín, discípulo de San Patricio, que se había ahogado en un río, y lo sacaron ya hinchado y morado como una ciruela. Y si cuando se ahogó estaba pachucho y achacoso, cuando resucitó lo hizo rozagante y en plena salud.
Declan solía alojarse en casa de Dercán (Ojito), un amigo suyo pagano y bromista.
-Vamos a gastarle una buena a este cristiano sabelotodo -dijo-. Vamos a cebar un perro, el mayor que encontremos, y la próxima vez que venga por aquí lo matamos y se lo asamos como si fuera cordero.
Sentados a la mesa de Dercán los monjes, empezó a aromar la estancia un perfume sublime de carne bien asada. Los estómagos ronroneaban y las bocas se hacían agua. Se sacó la carne a la mesa solemnemente. ¡Qué aspecto delicioso! Todos estaban impacientes por que Declan bendijese la comida y más Dercán y los que estaban en el ajo. Pero Declan, que ya era algo viejo, se había quedado traspuesto. Lo despertaron al fin, y no acababa de despabilarse y rezar la bendición.
-Padre, ¿qué esperas? ¡Que eso si se enfría no vale nada!
Bendición de la mesa. Tapiz de Bayeux, siglo XI.
-Es que estoy viendo no sé por qué alguna obra diabólica en esta mesa.
-Aquí lo único que hay es un cordero, animal nada diabólico sino muy suculento, diciendo "comedme". Ten compasión de nosotros y adelante con las preces.
-Yo sólo bendigo y como cordero con pezuñas, y no de éste que tiene dedos con uñas.
-¡Inútiles! -exclamó Dercán por lo bajo- ¡Os había dicho que enterraseis la cabeza y las patas!   
-No la tomes con ellos, Dercán; ha sido un milagro. Ellos enterraron las patas, pero Dios puede más. Tú... no digo dónde tienes la gracia.
-Hombre, era una broma, para echar unas risas.
-Esa broma era muy pesada, porque no sé si sabes que para nosotros es un pecado grave comer perro y nos cuesta una penitencia muy áspera aunque haya sido sin querer.
-No hay mal que por bien no venga, porque advirtiendo tu clarividencia, que excede a lo humano, en este mismo instante te pido el bautismo. Y bendice alguna cosa de aquí en memoria de esta cena felizmente frustrada. Vosotros, amigos, no temáis, que no soy tan pobre que no encuentre algo que llevarnos a la boca que aventaje al cordero ladrador. 
Declan bendijo una roca y le dio la virtud de que los ejércitos de los Déisi, cuando al ir a la batalla desfilaban en torno de ella, se tornaban invencibles.
Verdaderamente, Dercán no sabía hasta qué punto se la había jugado. Declan era severo castigando. 
A una mujer, que le robó al descuido un objeto difícil de identificar, llamado habellumkabellum o tabellum (¿acaso una tablilla de escribir, que podían ser muy valiosas?), y se lo escondió entre las ropas, se la tragó la tierra, que poco después, como si fuera el hueso de una fruta, escupió el habellum petrificado.
Como el monasterio de San Declan estaba junto al mar, un día llegaron piratas paganos a saquearlo.
-¡Padre Declan, padre Declan! ¡Que vienen los piratas! ¡Haz algo!
-Estoy haciendo otra cosa.
-¡Pero que lo talan y lo queman todo, arramblan con lo de valor, fuerzan a las mujeres y las llevan a vender, esclavizan a los hombres, degüellan a los enfermos y a los viejos inútiles, profanan los sitios sagrados...!
-Ya: que se encargue el hermano Ultan, que les haga la señal de la cruz.
Fueron desalados al monje en cuestión, San Ultan (pero no San Ultan el peregrino, del que he hablado hace poco, compañero de San Fursa, sino otro que se llamaba igual) y le reiteraron la misma angustiada llamada de auxilio.
-No puedo hacer la señal de la Cruz. ¿No veis que tengo ocupada en otra cosa la mano derecha?
-Pues con la izquierda, ¡caramba! ¡Que ya casi están tocando la playa!
San Ultan hizo la señal de la cruz con la mano izquierda y toda la flota invasora se hundió en las aguas. Los piratas surgieron luego de entre ellas, pero convertidos en peñascos.
San Ultan y San Declan discutían luego, cediéndose mutuamente el mérito del milagro, y quedó como proverbio "la izquierda de San Ultan" para referirse a un favor que parece pequeño pero que es de mucha ayuda.
Evariste-Vital Luminais: Ataque de piratas normandos
en el siglo IX.
Una vez, andando por Osraige, que viene siendo lo que hoy se llama Ossory en inglés, en el centro de Irlanda, un terrateniente no sólo no le dio posada a san Declan sino que lo mandó echar a palos de su casa. Esa noche, de sesenta personas que vivían en ella, murieron repentinamente cuarenta y ocho. Los restantes fueron a contar la tragedia a Declan.
-Ya lo sabía. Para que aprendan. Vosotros os habéis librado porque os pesó del mal proceder de vuestro amo.
Otra vez que pidieron posada en otra casa los mandaron a dormir a un establo viejo y ruinoso, gélido. Declan mandó a un frailecillo:
-Diles que te den por lo menos unas ascuas para hacer lumbre, que aquí nos helamos.
El chico volvió con las orejas gachas:
-Dice que no tienen lumbre ni para ellos.
-Están de enhorabuena, porque la van a tener pero bien.
Aquella misma noche, se declaró en la casa un voraz incendio que la dejó hecha cenizas y todos los que había dentro murieron miserablemente abrasados.
En cambio, otra vez que iba de camino vio de lejos el castillo de un amigo suyo, llamado Cainech, ardiendo por los cuatro costados. El edificio apenas se veía, pero por el resplandor  sangriento que enrojecía el horizonte, Declan comprendió lo que pasaba. Arrojó entonces como jabalina su báculo, que llevado como por milagrosas alas recorrió la enorme distancia por la región del aire hasta caer a hincarse en medio del edificio en llamas. Inmediatamente se apagaron éstas y todo el castillo quedó incólume, como si no se hubiera prendido en él ni una pequeña hoguera.
San Declan tenía en Ard Mór un pequeño reducto secreto donde se había mandado construir una pequeña ermita. Allí se refugiaba y escondía de la muchedumbre de fieles que  venían en busca de su santidad y poderes taumatúrgicos. No es de extrañar, ya que, según dice el autor de la vida, la mano se cansaría de poner por escrito las innumerables curaciones milagrosas que hizo, dando la vista a ciegos, el oído a sordos, la limpieza y salud a leprosos, el movimiento a paralíticos, cojos y mancos. 
La situación de la ermita estaba cuidadosamente estudiada. Quedaba oculta a las miradas, acurrucada en el fondo de un ameno bosquecillo por donde un arroyo corría a arrojarse en el mar, que se ofrecía a la vista en amplio y tranquilizante panorama.
Cuando sintió que le llegaba la hora, Declan mandó que lo llevasen a su deleitoso escondrijo. De entre todos sus discípulos, escogió para que lo acompañase en ese trance a San Mac Liach, pero antes quiso predicar una vez más al pueblo de la ciudad, que lo despidió con grandes muestras de duelo.
La festividad de San Declan se celebra el 24 de Julio. 



miércoles, 17 de julio de 2013

Un experto en el trasmundo y unas reliquias asendereadas

Hace días que debía haber sido publicada esta entrada; los duendes del despiste han hecho que se quedase escondida en el seno del blog y ahora sale con retraso y con una ñapa de compensación.
Asegura el antiguo erudito François Duine, estudioso de los santos de la Domnonia (es decir la parte septentrional de la Bretaña al oeste de Léon) que los bretones identifican a San Suliac (ver La inversión de los pollinos) con San Turiaf, que es el mismo al que los galeses conocen como San Tyssilio.
De San Turiaf existía una vida antigua, conservada en San Germán de los Prados de París, que era la que habían recogido las Acta sanctorum, más tarde ampliada retóricamente por algún clérigo, a decir de Duine, lenguaz y cansino. A fuerza de cansar bibliotecas eclesiásticas, Duine dio en Clermont-Ferrand con otra biografía del santo, que según todos los indicios se remonta al siglo IX.
San Tyssilio era galés, hijo del rey Brochmael de Powys. De Turiaf, sin embargo, dice su vida que era armoricano, del Poutrécoët: vasto territorio de la Bretaña que se extendía desde cerca de Rennes hasta Rostrenen ocupando una amplia franja de las tierras interiores o Arcoat, "el bosque". Su padre se llamaba Leilliau y su madre Matgeen, campesinos acomodados.
Según la vida parisina, cuando fue algo mayor, espontáneamente, abandonó a sus padres y su futura herencia, no desdeñable y se lanzó a los caminos sin rumbo ni otro propósito que el de servir a Dios. Un día, estando cerca de la ciudad de Dol, un paseante se lo encontró durmiendo tranquilamente.
James Thornhill, El sueño de Jacob (detalle).
No sé por qué me recuerda este episodio al comienzo de El licenciado Vidriera...
-¿Qué haces ahí tumbadazo? ¿No tienes oficio?
-Pues... No, señor.
-¿Quieres hacer para mí de vaquero? Pago lo que se acostumbra...
-¿Por qué no? Yo no quiero más paga que aprender las letras...
¡Otro parecido con la novela de Cervantes, donde el futuro Vidriera asienta con su amo "por sólo que le diese estudios"...
Ya hemos visto muchas veces que este oficio de pastor frecuentemente es antesala de la santidad, acaso por el mucho tiempo que deja al hombre a solas consigo mismo, sin que le falte tiempo para meditar. El hagiógrafo dice que se trataba de una prefiguración, ya que Turiaf habría de ser gran pastor de hombres... También Tomás Rodaja, el futuro chalado cervantino, dijo a los que iban a ser sus amos aquello de que "de los hombres se hacen los obispos", y quién sabe si no hubiera acabado él así de no cruzársele la fatal "mujer de todo rumbo y manejo"... 
En todo caso, el joven Turiaf recibió unas tablillas de estudiante y mostró gran talento para aprender por sí solo las letras y la gramática; después, destacó también en la música (tenía una voz preciosa), tanto que llamó la atención del obispo de Dol, que lo animó a hacerse sacerdote y religioso y hasta lo adoptó como hijo...
En la versión de Clermont-Ferrand, el pequeño Turiaf hacía de pastor por cuenta de sus padres cuando se le apareció un ángel:
-Turiaf, déjate de rebaños, que eso no es para ti. Vete al monasterio de Ballon y que te enseñen las letras.
Abandonando el ganado a su suerte, Turiaf corrió adonde estaba su padre y le pidió licencia para ir a estudiar.
-Ya tenía yo, hijo -se apresuró a contestarle- la intención de mandarte, porque el ángel me ha venido también a mí con el mismo recado.
Turiaf era menudo de cuerpo -dice la vida de Clermont-, pero de noble mirada, de bello y augusto semblante, de blanca tez, de manos finas y dedos largos. Joven de buenas costumbres, de expresión modesta, parco en el comer (no probaba la carne y apenas el vino), sobrio en el vestir, ahorrativo para sí, largo en hacer caridad, estudioso hasta pasarse largas noches en vela y de lágrima abundante y frecuente, señal de santidad.
Vino a morir el obispo (Wurwal según Clermont, Tigernmayl según la la vida de París; nombres distintos, pero de significado parecido: "Superseñor" aquél, "Señor príncipe" éste) y el clero reunido en sínodo lo aclamó por sucesor.
Fueron muchísimas las curaciones milagrosas que hizo, devolviendo el movimiento a paralíticos, el habla a mudos, la vista a ciegos, la razón a locos y la vida a difuntos (hasta tres muertos resucitó, según la vida parisina). Y, a decir de la vida, hasta el que se llegaba  a él estando sano, se iba mucho mejor de lo que había venido. Muchísimas veces hizo brotar manantiales hincando el cuento de su báculo en el suelo. 
El cariño que le tenían los fieles era tal que se sentían en su ausencia -dice la vita con símil psicoanalítico- como un niño si lo quitan de la teta (sicut tristatur parvulus subtractus ab uberibus). Y es que como en la Bretaña de la época la autoridad del obispo iba mucho más allá de lo puramente religioso (lo que era causa de constantes tensiones entre nobles y reyes por un lado y abades y obispos por otro), las gentes veían en él un señor que despertaba los sentimientos contrarios de ternura y terror (tampoco hace falta ser psicoanalista para reconocer a la figura paterna). 
San Turiaf hubo de vérselas con el poder de los nobles. El célebre príncipe Riwallon, por ejemplo, lo hizo víctima de sus correrías y le quemó algún monasterio.
Riwallon fue un señor muy famoso, de cuya estirpe dicen descender algunas de las más linajudas familias bretonas, como los Rohan y los Chateaubriand.
Indignado, San Turiaf se encaminó a pie con doce de sus monjes a presencia del príncipe. Riwallon, al oír que el obispo venía indefenso y a pie, se aterrorizó ante tamaña osadía.
El encuentro se produjo en el lugar llamado Camfrut, que quiere decir Río de Muchas Vueltas.
-Señor obispo, ¿cómo a pie ante nosotros?
-Sacrílego, impío, malísima persona: ¿cómo te atreves a incendiar el monasterio de san Maoco? ¿Tú no ves, salvaje, que eso es como si molieses e hicieses harina el mismísimo brazo incorrupto de San Sansón? 
-No te pongas así -dijo temblando-. Por cada cosa que haya roto repondré siete. Lo prometo. Pero que Dios me dé vida para cumplirlo.
-Muy astuto eres tú. Pero con Dios no valen tahurerías. ¿Y si te mueres mañana? ¡Vas de patas al Infierno!
En ese momento, para sorpresa de todos, bajó una paloma blanca del cielo y posándose en el hombro de Turiaf le metió el pico en la oreja.
-¡Mira! Me dice este pajarito que, ya que todo lo vas a restituir multiplicado por siete, siete años de vida se te conceden.
-¿Ah, sí? ¿Y qué pajarraco es ése que tanto sabe?
-Ese pajarraco es el arcángel San Miguel, ¡Abombado! Y tú sigue haciéndote el gracioso: ya verás lo que consigues.
La paloma se perdió volando en los cielos, dejando perplejo y arrepentido al tirano.
En el incendio de ese monasterio de San Maoco sucedió un milagro singular. Toda la biblioteca del convento estaba hecha un globo de fuego cuando un evangeliario, intacto, salió volando por encima de las llamas, aleteando con sus hojas como un ave, y se mantuvo en vuelo mientras duró el incendio, aplacado el cual se fue a posar en el huerto de los monjes.
Allí se acercó a husmear un zorro hambriento y no tardó en despertarse en él  vivo interés por las letras evangélicas: no por aprenderlas, sino por masticarlas (con estas palabras lo dice la vida). Pero -prosigue el texto-, quieras que no aprendió en ellas la ciencia de la muerte. Porque fue todo uno hincarle el colmillo al volumen y estirar la pata el sacrílego zorro, como uno de los frailes de El nombre de la rosa
Zorro muerto. Mosaico del siglo XIII.
Cuando fue hallado el libro en las fauces del pobre bicho, los monjes lo recuperaron con veneración y les servía pata el juicio de Dios: quienquiera que juraba en falso sobre él, sufría la misma suerte del zorro famélico. 
Solía recorrer su diócesis predicando y allí donde se detenía era su costumbre sacar de la tierra seca algún manantial.
San Turiaf llegó al río Rance, a cuyas orillas lo esperaba una muchedumbre de fieles ávida de sus palabras. El santo empezó a predicar. El caudal del río iba creciendo y los clérigos que acompañaban al obispo se iban poniendo cada vez más nerviosos y le metían prisa, porque todo hacía temer que la riada acabase por impedirles el paso.
-No seáis pelmazos y dejadme terminar. ¿No veis que esta gente ha venido de muy lejos para oír la palabra de Dios? Plantad ese báculo en el río y tened por seguro que el agua no se atreve a cubrirlo.
Y sucedió que las aguas se retiraron y se pudo hincar el báculo en el centro del cauce. El santo terminó su sermón y atravesó con los suyos vadeando, como un nuevo Moisés. Llegado a la otra orilla:
-¡Vosotros! ¡Apartaos, que en el momento que quite el báculo las aguas van a volver por todo lo suyo!
Y al salir el báculo de la arena del lecho, las aguas reprimidas se abalanzaron con furia desbordando el cauce, como sale el toro del toril.
Una tarde de gran calor, los que habían acudido a oírle se morían de sed y le pedían agua.
Dio a uno de sus monjes el báculo:
-Mira a ver si ves por ahí tres matas de juncos, y planta el báculo en medio; saldrá una fuente de agua muy rica.
Así se hizo. Pero a la mañana siguiente lo que tenían los fieles era hambre. El santo dijo al mismo monje:
-Vete a la fuente de ayer y verás en el agua tres pececillos. Los coges, que se dejarán. Tráelos que son el desayuno.
Y con aquellos tres peces dio de comer a la muchedumbre. Este milagro se repetió por tres días consecutivos.
Entre los fieles que venían a escucharlo había uno muy enfermo una vez. Se le antojaron fresas.
-Mirad que puede ser mi último deseo. Id a Turiaf a ver si es capaz de darme el capricho.
-¿Fresas? -dijo el obispo cuando le fueron con el antojo- ¿En enero? Pero ¿qué se ha creído vuestro pariente que soy yo? ¿Mago? ¿Y no podía pedir algo normal, como ponerse bueno? Andad, id en buen hora y decidle que voy a rezar por su salud. Pero lo que son fresas...
Anocheciendo, paseaba San Turiaf cuando vio entre unas matas, no fresas, sino una fresa: pero una fresa enorme, gigantesca, como un melón. La cogió y se la mandó al enfermo.
-Que ya puede morirse a gusto, que otra fresa como ésta no la iba a catar así viviese mil años.
Pero en cuanto le hincó el diente a la fruta prodigiosa, no se sabe si del gusto o de que estaba bendecida por San Turiaf, recuperó además la salud.
-¡Mirad, mirad! -exclamó otro día de pronto ante la multitud- ¿No lo veis? ¡Los cielos se han abierto y he aquí a los ángeles portadores del Arca de la Alianza! ¿No veis a Dios padre en su trono y Jesucristo sentado a su diestra, que vienen como jueces?
Pero la visión desapareció.
-¡Que labren una gran cruz de madera y la erijan aquí, en memoria de esta señaladísima visión y maravilla del Señor!
Cosa extraña, el santo mandó plantar también junto a la cruz un roble conmemorativo que alzaba sus ramas sagradas junto al otro monumento cuando se redactó la vita. ¡Qué singular coexistencia del culto a los árboles, de aspecto pagano, y del culto a la Cruz!
El roble, árbol sagrado de los celtas. Bosque druídico, ilustración romántica (1845).
La vita de Clermont no menciona este roble y dice que la cruz era de piedra y que acudían a ella los enfermos para sanar de la calentura.
En todo caso, Turiaf solía predicar a la sombra de un roble, y mientras lo hacía a veces bajaba una paloma blanca y se posaba en una de las ramas más altas. Cuando terminaba el sermón, la paloma se iba volando. Después el roble se taló y con él hicieron una viga y de ella un altar, que tiene la virtud de sanar a los enfermos.
Esto sucedía -dice la vita de Clermont- en tiempos del buen rey Gradlon el Grande. 
Lo cierto es que eso no puede ser porque Gradlon, si es que existió, vivó a finales del siglo IV y la diócesis de Dol no la fundó San Sansón hasta el VI. Por lo demás San Turiaf debió de vivir en el VIII o el IX.
-¡Turiaf, Turiaf! -le dijo otra vez otro ángel- ¡Es voluntad de Dios que levantes una iglesia a San Pedro a orillas del río Oust!
El río Oust cerca de la abadía de Ballon.
Turiaf obedeció. Se alquilaron carros, se adquirieron herramientas, se reunieron obreros y se puso la cuadrilla en marcha con entusiasmo. Por el camino se cruzaron con otro cortejo, mucho menos animado ya que era la comitiva fúnebre de una doncella, Meldoc hija de Quoidwal, que llevaban a enterrar. La madre de la difunta, que vio de lejos a San Turiaf, acudió a todo correr a postrarse a sus pies.
-¡Sólo te pido que eches una bendición al cuerpo de mi hija! ¡Mi única hija!
El santo empezó a verter abundantes lágrimas, pues no podía ver a un desdichado llorando sin romper él a llorar a su vez. Se arrojó al suelo, donde quedó en éxtasis (motu spiritu, es decir que su alma se había ido a otro lado, dejando abandonado como un trozo de carne su cuerpo: esta expresión choca extraordinariamente al comentador bolandista, que la enmienda como si se tratase de un error del copista) hasta que la muchacha volvió a la vida. 
El santo ya sabía dónde había estado ella, pero de todos modos Meldoc se lo contó tiempo después:
-Señor Turiaf, por amor tuyo y por tus ruegos el Señor me mandó que volviese a este siglo. Desde entonces no he tomado más alimento que la comunión y un poco de leche.
(El estudioso Duine, extrañado por este detalle de la leche, alimento por cierto de tanta carga simbólica, se pregunta si no estaremos ante el vestigio de alguna antigua herejía céltica... Los estudios de Sterckx han demostrado la importancia simbólica que tenía la leche, entre los britanos, como vehículo de la energía vital entre las generaciones).
El rey Gradlon la mandó llamar para saber de sus labios lo que había visto.
-Rey Gradlon, he visto un trono que te tienen preparado en el Infierno; he visto en cambio un trono preparado en el Cielo para Constantino de Cornualles, hijo de Paterno (ver El penitente voraz). Si tú te portas como él, también tendrás su misma suerte. Donde no...
Los reyes no se libran. Escultura gótica. Catedral de Reims.
Turiaf gozaba una visión sobrenatural de lo que pasaba en el otro mundo. Advertía a veces a los monjes: 
-Rezad por el hermano Fulano, que acaba de morir en este momento.
Una vez, quedó sobrecogido:
-¡Oh, hermanos, ayudadme! Mi amigo Gereint, que vive del otro lado del mar, en Britania, acaba de morir. Los ángeles lo llevan al Cielo, pero los demonios van detrás de ellos en su alcance, pisándoles los talones. Recemos todos.
A medida que rezaban, los demonios perdían terreno hasta que tuvieron que renunciar a su presa.
Después, se envió recado a Britania a averiguar qué se sabía del caso y se halló que Gereint había muerto a la vez que Turiaf tenía la visión.
Por eso, cuando le llegó la hora, tuvo conocimiento de ello con antelación y se lo dijo a su confesor, San Budogán.
-Estoy muy preocupado. Sé que me voy a morir pero lo que no puedo saber y me tiene muy preocupado, a pesar de todos los esfuerzos que he hecho en mi vida para ganarme el Paraíso, es si me voy a salvar o no. Eso no lo puede saber nadie por santo que sea.
-Una obra muy buena que da muchos puntos es ganar un alma para el Cielo. ¿Por qué no me llevas contigo?
-¿Y tú querrías?
-De cabeza.
Volvió al monasterio y estuvo un año preparándose a bien morir. Se despidió familiarmente de todos sus monjes y falleció. Los frailes tocaron las campanas de Dol y lo enterraron en la iglesia de Santa María, actual catedral. A la vez, en su monasterio de Lisbican o Inisbican (Fuerte Chico o Isla Chica, que se duda el nombre), moría San Budogan.
La fiesta de San Turiaf se celebra el 13 de Julio, día en que las Acta sanctorum recogen el manuscrito de saint-Germain-des Prés de su vida.
Vaya ahora la propina hagiográfica.
No hace muchos días (ver Los sueños de San Gobán) hablaba de los primeros misioneros irlandeses en tierras del norte de Francia y Flandes, de San Fursa, san Faolán y sus compañeros, como el propio San Gobán.
Uno de aquéllos, dicen las crónicas, fue San Fredegando, llamado Fridigand en flamenco y Frégand o Frégaud en francés.
Lo ponen entre aquellos hibernios, principalmente, los hagiógrafos compatriotas suyos, como Colgan. Otros dudan de ese origen, y no sin razón: el nombre de Fredegando no tiene nada de irlandés y sí es típicamente germano. Está atestiguado, de hecho, entre los anglosajones.
Esto da fuerza a quienes sostienen (como la vida suya que recogen las Acta sanctorum) que fue nativo de un país germano, concretamente de Flandes, donde se desarrolló su vida de asceta y evangelizador.
Sin embargo, ante la insistencia de la otra tradición, que lo hace hijo de Irlanda, cabe pensar varias posibilidades: que lo de Fredegando fuese traducción o adaptación de algún nombre irlandés o, por ejemplo, que el santo partiese en misión desde Irlanda pero fuese de nación germana: era frecuente que anglosajones o francos se desplazasen a Irlanda para profundizar sus estudios y progresar en la vida espiritual. Alguno de ellos, estando en Irlanda, sintió la vocación de predicar el evangelio en el Continente.
Si San Fredegando perteneció a aquella compañía de santos a la que también San Gobán, cuando se separaron emocionados en Corbie, se encaminó al Norte y a la costa, donde habitaban los frisones, gente belicosa y cuya conversión acababa de empezar.
San Fredegando se instaló en la población llamada hoy Deurne. Hoy día Deurne es un barrio de Amberes. Pero según la vida y otras fuentes antiguas, en tiempos de San Fredegando el río de Deurne permitía la entrada de grandes barcos; y la ciudad, fortificada,  era mayor y más poblada que la propia Amberes.
Deurne sufrió en la Edad Media las incursiones vikingas, de las que no levantó cabeza. 
En el siglo XVI, era un pueblo tranquilo donde se puso de moda, entre los patricios de Amberes, construirse comfortables y lujosas casas de recreo, de las que alguna subsiste hoy. De aquella misma época data la iglesia de San Fredegando, edificio al parecer de interés pero más visitado a causa de su romántico y melancólico camposanto, embellecido por abundantes esculturas funerales.
Las Acta sanctorum, con su crítico racionalismo contrarreformista, han rechazado por fabulosas, y lo indican explícitamente, muchas de las leyendas que se contaban sobre San Fredegando. Se decía, por ejemplo, que había tenido que vérselas con jayanes que campaban en sus días por la región.
La verdad es que la tradición de esos gigantes está muy arraigada allí. La leyenda refiere que uno de ellos, Druon Antígono, se había apostado en un paso del río Escalda y cobraba un peaje abusivo a los viajeros, hasta que un yerno de Julio César, Silvio Brabo, lo venció y le cortó la mano, que arrojó al río. En este episodio se encuentra una explicación del nombre de la ciudad -Antwerpen-, que provendría de Hand werpen, "arrojar la mano" en flamenco.
La gran estatua de Silvio Brabo con la mano del gigante adorna la plaza mayor de la ciudad.
Otra de las fantasías de que se burlan los comentaristas de las Acta sanctorum es que San Fredegando padeció bajo los hunos, los mismos que martirizaron a Santa Úrsula y su comitiva.
Martirio de Santa Úrsula. Maestro
de la vida de Santa Úrsula, siglo XV.
Naturalmente, esto no casaría con la cronología de San Fursa, muy posterior a la invasión de los hunos. Sí da que pensar que existía la tradición, probablemente mitológica, de una población maléfica en esas regiones medio terrestres medio acuáticas del delta del Escalda y del Rin. Los pantanos, por su caracter ambiguo, que no son ni una cosa ni otra, se han considerado a menudo por distintos pueblos como lugares de tránsito, o por el contrario, tierras de nadie entre este mundo y el mundo sobrenatural.
Otras fuentes sobre San Fredegando nos hablan de arrianos y de sarracenos: éstos nos chocan menos; los sarracenos son los paganos de le épica francesa medieval.
Todo lo que se refiere a San Fredegando es muy confuso. Para algunos fue obispo, lo que niegan los bolandistas. Para otros fue monje benedictino y fundador de la abadía de Kerkelodoor. Se cuenta que fue amigo de otros dos grandes santos de la región, San Rumoldo y San Gomaro, con los cuales pasaba largos ratos de conversación espiritual; pero que siendo mucho mayor que ellos, murió también antes. Es cierto, dicen las Acta sanctorum, que en estos relatos medievales "no es raro inventar coloquios entre distintos santos de todas las épocas".
La vida ofrece el dato de que San Fredegando vivió en tiempos de Pipino; pero no se especifica si era Pipino el Breve, padre de Carlomagno, en el siglo VIII, Pipino de Herstal, en el VII (por el que se inclinan las Acta sanctorum, ya que se menciona su amistad con San Wilibrordo, que vivió por entonces) o incluso su abuelo Pipino de Landen en el siglo VI.
Parco en detalles y episodios de la vida de Fredegando es el texto; no conocemos sus milagros ni sus mortificaciones. Sabemos que dio ejemplo de santa vida y que convirtió a numerosos frisones a la fe de Cristo.
A la muerte de San Fredegando su cuerpo fue conservado con gran veneración en Deurne durante siglos. Llegaron las espantosas incursiones vikingas, flagelo con que Dios castigaba los pecados de los pueblos que las padecían. Deurne no se libró del asedio de los hombres del Norte.
-Es cuestión de tiempo -se dijeron los vecinos- que los bárbaros entren la ciudad. A toda costa tenemos que salvar de su furia sacrílega el cuerpo del santo.
-Sí; saquémoslo, pongámoslo en salvo.
Lo que no sabían los lugareños era que aquella reliquia era la última y eficacísima protección de la ciudad, la fuerza sagrada que contenía y tornaba impotente la furia vikinga. Dios, padre severo en su benevolencia, quería aplicar el duro, pero salutífero escarmiento a los pecadores de Deurne: por eso les inspiró la piadosa idea de resguardar a San Fredegando. Y en el momento en que los santos despojos cruzaron las puertas de la ciudad, se abatieron sobre ella los vikingos no dejando piedra sobre piedra, pasando a cuchillo a la mitad de la población y reduciendo a esclavitud a la otra mitad.
El culto a las reliquias de San Fredegando perduró durante toda la Edad Media, pero fue al final de ella, en tiempos del emperador Maximiliano I, cuando adquirió nuevo esplendor y popularidad, debido a una gran pestilencia que azotó a Amberes y su región. No sabiendo ya la gente a qué santo encomendarse, se recurrió a Fredegando y fue su intercesión la que acabó con la epidemia. Desde entonces creció su fama de santo sanador, especialmente de las enfermedades contagiosas y de la calentura. Su cuerpo estaba custodiado entonces en Moustier sur Sambre, cerca de la ciudad de Namur -o Namurco según dicen nuestros autores del siglo XVI-, en el gran convento de canonesas regulares que da nombre a la ciudad.
Antoine Caron, Quema de imágenes y reliquias por los calvinistas en Lyon.
Llegaron las convulsiones religiosas del siglo XVI y el celo de los reformados se desató en furia contra las imágenes y reliquias. Y, como dice Antonio de Yepes en la crónica de la orden benedictina (año 648), "con entradas de franceses, queriendo los naturales esconder su cuerpo, le han perdido y no se sabe ni hay memoria de dónde estén sus santas reliquias".
En todo caso, la festividad de San Fredegando se celebra el 17 de julio.