viernes, 6 de mayo de 2016

Danzad, danzad, malditos

Cuando el rey Arturo estaba recién casado y su reino querían arrebatárselo sajones y gigantes y se lo disputaban caudillos y régulos levantiscos, envió a sus caballeros por Britania adelante para recabar de todos los señores una tregua y alianza contra la invasión. 
En esa misión iba el rey Bohort de Gaunes con su hermano Guinebaut, que vendrá siendo en castellano Winibaldo, cuando, al adentrarse en lo más profundo de un bosque, les ocurrió una aventura del todo maravillosa, y fue que se encontraron de pronto en un gran prado donde estaban danzando muchas damas, doncellas y caballeros. A un lado, en sendos sillones, contemplaban el sarao un caballero cincuentón y una joven que se levantó a saludarlos retirando la impla que le velaba el hermoso rostro. Bohort y los suyos se sentaron cerca de ellos sobre la hierba; pero Guinebaut en vez de mirar el baile no tenía ojos más que para la dama, porque era tal su belleza que se le había entrado por los ojos robándole el corazón.


"Lors veissiez karole aler
et gens moult noblement baller"
Carole, miniatura del Maestro del Roman de la rose, siglo XIV.
-¡Qué bien se está aquí! -dijo la mujer- ¡Ojalá pudiese esta felicidad durar toda la vida!
-Y puede -replicó Guinebaut-. Si tú haces lo que yo te diga, yo conseguiré que esta ventura la goces para siempre.
Porque Guinebaut era hombre experto en la magia.
-Pues ¿qué tengo que hacer?
-Darme tu amor. Y yo haré que estas danzas nunca cesen, y que al contrario, todo el que pase por aquí, ya sea hombre o mujer, se quede preso para siempre en este prado bailando sin parar, no siendo por la noche para cenar y dormir. Y permanecerá este encantamiento mientras no lo deshaga el caballero que nunca haya cometido la menor deslealtad en amores. Pero dime una cosa: ¿eres o has sido casada?
-No: soy tan doncella como cuando me parió mi madre; soy de un reino que se llama la Tierra Extraña Sostenida y me parecen de maravilla tus condiciones.
Cerraron, pues, el trato y desde entonces aquel bosque se llamó el Bosque sin Retorno porque todo el que entraba se quedaba en él, condenado a su baile perpetuo, hasta que vino el buen caballero Lanzarote y dio fin al encanto. 
Así cuenta esta aventura el libro de Los primeros hechos del rey Arturo.
Al leerlo, me vino de pronto a la cabeza una novela escrita muchos siglos después. Se trata de Flavio, de Rosalía Castro (1867). Al principio del cuento, Flavio, que se ha criado en soledad y retiro en el pazo de sus padres, a la muerte de estos sale libre al desconocido mundo y al cruzar un bosque tropieza en un calvero con una fiesta empapada de música y luz espectral, poblada de sílfides, ondinas y toda una abigarrada y feérica multitud como salida de El sueño de una noche de verano. Estos seres de misteriosa belleza tan pronto le parecen angelicales como traidoramente perversos y el contacto con ellos y su ambiente irreal le provoca más terror que otro afecto.
A pesar de la inocencia de Flavio, lo que ve no le resulta del todo extraño: lo interpreta a la luz de las leyendas que le llegan a través de la tradición oral y de la épica caballeresca de Tasso.
Coincidencia o no, que es lo que menos me importa, hay en estos dos episodios semejanzas significativas que los unen y que se imponen a la imaginación, resonando hondo y conmoviendo la sensibilidad del que lee u oye: el personaje que, vagando más o menos a la aventura, se interna en el espacio incontrolable del bosque donde se encuentra con un espanto -un espanto primordial, el miedo a la mujer- en un ambiente de fiesta donde el baile es placer y prisión, encanto y condena.
No hay que olvidar que la danza es una de las puertas a lo sagrado más transitadas.
Y en uno y otro relato llama la atención la mezcla de realidad y fantasía: esos danzantes artúricos que tienen que parar cada noche para reponer fuerzas comiendo y descansando, o esa música celestial que, en la novela de Rosalía Castro, proviene de un coro de niñas de aspecto famélico y de una orquesta de músicos de pueblo con carrillos hinchados de soplar. Detalles que, lejos de aminorar lo maravilloso, lo hacen más creíble atrayéndolo a nuestro mundo y desdibujando su límite con la realidad.
Claro que, para la mentalidad del siglo XIX, el baile nocturno en el bosque no puede dejar de evocar al pueblo mitológico de las willis, enormemente popularizado por el ballet de Adam, con libreto de Téophile Gautier, estrenado en el año 1841 (ver El otro almohadón).
Las willis en una litografía de Auguste Gendron.
Ya antes había hablado Heinrich Heine de las willis en su libro Los espíritus elementales, publicado en francés en 1835 y dos años más tarde en alemán. Heine refiere a Austria la tradición, aunque admite su origen eslavo. "Las willis -dice Heine; cito la traducción anónima publicada por Revista de Occidente en 1932- son las novias que han muerto antes de la boda. Las pobres criaturas no pueden descansar tranquilas en el sepulcro: en sus corazones muertos, en sus pies muertos, alienta aún aquel afán de baile que no pudieron satisfacer en vida; y a media noche salen de sus tumbas, se reúnen en bandadas sobre las calzadas"... y al primer joven que se cruce con ellas lo obligan a bailar hasta matarlo de extenuación... "Las willis bailan al resplandor de la luna, como los silfos. Su cara, aunque blanca como la nieve, es juvenilmente bella. Ríen con alegría que estremece, son de una amabilidad desenfrenada, hacen señas misteriosamente voluptuosas y prometedoras. Estas bacantes muertas son irresistibles".
Sabida es la influencia grande de Heine en Rosalía Castro; también estaba entre sus lecturas el novelista francés, hoy muy olvidado, Alphonse Karr, que se ocupó a su vez de las willis en un cuento muy breve aparecido en 1856 en una colección de Contes et nouvelles (puede leerse en francés aquí). Otra vez el solitario que se adentra en el bosque, que se ve sorprendido por una mágica, tenue música irreal, susurro de alas y de pasos levísimos sobre la hierba y contempla a la luz de la luna la danza fantástica de esas criaturas femeninas tan bellas y virginales como espectrales y malignas...
Las willis en una ilustración
decimonónica para la ópera de Puccini.
¿Leyó Rosalía Castro el cuento de Karr? Lo creo más que posible.
El que lo leyó con seguridad fue el poeta socialista y bohemio Ferdinando Fontana, milanés, que sacó de él el asunto de un libreto al que puso música Puccini: el de Le villi, del 1884, primera ópera de este compositor.
Las willis tienen su parecido con las sílfides: los espíritus aéreos, afirma Heine, aman la danza.
Pero estas bailarinas fantasmales y bellísimas, aterradoras, es fácil tropezárselas en la literatura, igual que en una montiña caballeresca o en un teatral bosque germánico del Romanticismo.
Tanto, que uno piensa si las musas con las que bailaba y se esparcía Du Bellay en Roma a la luz de la luna, pero que se marcharon dejándolo burlado, esclavo de la Fortuna, desnudo de ilusiones y cargado de achaques no serían más bien unas traviesas hadas travestidas en disfraz humanístico:
"Où sont ces doux plaisirs qu’au soir sous la nuit brune
Les Muses me donnaient, alors qu’en liberté
Dessus le vert tapis d’un rivage écarté
Je les menais danser aux rayons de la Lune ?"


"¿Dónde están esos dulces placeres que, al caer el sol, en la noche negra,

Me daban las Musas, cuando en libertad
sobre la verde alfombra de una orilla apartada
las llevaba a bailar a la luz de la luna"?
Yo me he topado ahora con una, hojeando un librito de poemas de Liam S. Gógan.
Liam S. Gógan fue lexicógrafo, estudioso de las antigüedades irlandesas. Fue también activista, represaliado por su lucha a favor de la independencia de su país. Como poeta, aunque conocedor de la moderna literatura europea, que tradujo frecuentemente, manejó la lengua con minucioso cariño y esmero, procurando preservar el tesoro del léxico y engastarlo en formas clásicas, en la tradición de los antiguos bardos.
Esto le granjeó el ser tildado de apolillado y pedante.
En su segundo libro, Dánta agus Duanóga (Poemas e himnos), de 1929, encontramos el que narra su encuentro nocturno con el hada danzarina: "An rinnceoir sídhe", "El hada danzarina", o "La bailarina del síd"

Síd es el nombre que dan, por sinécdoque, los irlandeses al mundo de los antiguos dioses, los Tuatha dé Danann: con propiedad, se refiere solo a los túmulos megalíticos que le sirven de acceso.

Imposible para mí dar idea en castellano de la rica y sabia combinación de acentos y aliteraciones que confiere al poema su música especial. Pero vaya esta traducción apresurada para hacerse una idea de lo que dice (y, hasta cierto punto, de su ritmo):


EL HADA BAILARINA
Ayer noche, viniendo hacia el sur,
vi acercárseme al hada traviesa
que danzaba contenta y alegre
a la luz azul de la luna.
¡Qué veloz se movía,
ágil, leve, alocada
con sus pasos extraños, insólitos,
a la luz azul de la luna!

No oí más melodía ni música
que un secreto revuelo de viento
al doblar las ramas el serbal desnudo
y susurrar los sauces
y latir mi corazón,
y batir sus pies la grama,
ardiente bailando y altiva
a la luz azul de la luna.
El hada bailarina, cubierta de Dánta agus Duanóga
de Liam S. Gógan (1929).

Vi la beldad clara de sus miembros gráciles,
su cuerpo gentil, de cándida espuma,
sus piernas de nieve, prodigio de gracia,
llama loca, de brizna
de hierba ardiendo en brizna,
torbellino de gozo y delirio
danzando sin prisa ni miedo
a la luz azul de la luna.

Duró la visión irreal,
Perversa, feérica, mentirosa mil veces, callada,
Hasta helar la más mínima gota
De mi sangre en su curso,
Y bajó un gran nublado
Tras de mí, de lo alto,
Y dejándome fuese la mujer del delirio
A la luz azul de la luna.
El hechizo de la danza lo encontramos también en un cuento muy repetido en las colecciones de ejemplos de la Edad Media: el de los danzantes malditos, que perdura hoy en el folclore en forma de canciones. Michela Scattolini lo ha estudiado en un erudito artículo que voy a seguir.
Las primeras menciones de este suceso aparecen en Alemania y lo localizan con bastante precisión en Sajonia, en la localidad de Kölbigk entre los años 1012 y 1025. Se trata de un grupo de juerguistas que está bailando en un lugar sagrado, iglesia o camposanto, durante alguna festividad importante, generalmente de invierno. Con sus bailes interrumpen la liturgia, o acaso se mofan de ella o del viático que ven pasar. En castigo, se ven condenados a bailar sin descanso hasta que algunos mueren o sufren mutilaciones y amputaciones en sus miembros y otros, arrepentidos, se dedican a hacer vida de penitencia.
Una de las versiones recoge incluso, en latín, la letra de la canción que cantaban:
"Equitabat Bovo per silvam frondosam,
Ducebat sibi Mersuindem formosam,
Quid stamus? Cur non imus?
"Cabalgaba Bovón por el bosque frondoso,
llevaba consigo a la hermosa Mersuinda.
¿Qué hacemos parados? ¿Por qué no vamos?",
Pareja a caballo. Marfil del siglo XIV.
que es un temprano ejemplo de poesía lírica, tal vez el estribillo de una de aquellas baladas que se danzaban en círculo y de las que, dicen, conservan el vestigio las baladas feroesas...
La leyenda fue recogida por William de Malmesbury en su crónica, que fue un libro muy leído por toda Europa, y eso le dio gran difusión.
Este suceso se ha relacionado con las epidemias medievales de corea. Pero aunque corresponda a hechos reales, que puede ser, su repercusión me parece deberse a que conecta con unas fantasías muy hondamente arraigadas en la tradición.
La danza, aparte de la lubricidad que le era inherente, era relacionada, una y otra vez, con el paganismo y lo diabólico. El Purgatorio de san Patricio reserva a los bailarines horribles tormentos. Las danzas en corro, caroles en francés, que es lo que se bailaba en el prado de Guinebaut, sufrieron repetidamente la censura de la Iglesia.
Baile y paganismo. Bock el Viejo, Danza en torno a la estatua de Venus
Es cierto que se condenaba lo que tuviera el más mínimo tufillo de paganismo. Juan de Pineda refiere el que el concilio Altisiodorense (o sea de Auxerre) prohibió "los aguinaldos diabólicos en e día de año nuevo", aunque excluyendo de la prohibición a los que se daban por limosna caritativa o por "amicabilidad y gracia".
Acaso el más famoso ejemplo del baile como maldición y castigo se encuentre en el cuento de Los zapatitos rojos de Andersen. En una entrada anterior (ver El nórdico Pegaojos y el español Fernandillo) remitía a las modernas traducciones excelentes -Ortiz Ostalé, Bernárdez- de los cuentos de Andersen. Y ahora hago lo mismo.
En el cuento, el baile es solo castigo: no transgresión; esta consiste en los zapatos rojos que le dan título.
Karen es una niña pobre que no tiene zapatos; una zapatera se apiada de ella y con retales de tela le confecciona unos zapatos colorados. La pequeña, tan feliz, no vuelve a separarse de ellos.
El calzado, de por sí, despierta en la imaginación evocaciones de pecado. Se viene al recuerdo el cuento de Emilia Pardo Bazán "Medias rojas", donde la simple visión de esa mancha de color vivo, las pantorrillas de la muchacha en la negrura de la pobre vivienda campesina -las piernas enfundadas en sus medias encarnadas- despierta en su padre la ira ciega que lo lleva a deslomarla, desfigurarla y dejarla tuerta en un arrebato. 
Winslow Homer, Muchacha con medias rojas.
O la novela corta de la misma autora, Finafrol, donde el inocente regalo de unos zapatos y medias a una muchacha pobre desencadena un terrible conflicto de pasiones con trágico desenlace.
Karen, pues, queda huérfana y acude al entierro de su madre con los zapatitos rojos (los únicos que tiene) a pesar de la irreverencia que eso constituye y de la que la niña ni se da cuenta. Allí la ve y adopta una señora anciana, acomodada, que le compra, para sustituir a los suyos, otros excelentes zapatos pero ¡ay! rojos de nuevo. Medio ciega por los años, la anciana no se da cuenta de su color y permite a la niña que acuda a la iglesia e incluso a su confirmación con ellos.
En esa ocasión se encuentra con un mendigo, cojo y de barba medio roja medio blanca, que le echa en cara su calzado y se lo toca con la punta de la muleta.
Karen y el mendigo. Ilustración de Yan D'Argent
Es interesante el detalle este del color de la barba. El pelirrojo ya es un color aciago, pero la mezcla del pelirrojo con otro es señal de que estamos ante un personaje maléfico. Así lo indica Anne Berthelot en la edición del Libro del Graal de La Pléiade, refiriéndose al malvado rey Claudas (p. 1726).
Parece que el toque del mendigo encanta los zapatos de Karen.
Es invitada, por fin, la jovencita a un baile; su protectora está enferma pero no de tanta gravedad que ello impida a Karen calzarse sus zapatos rojos y acudir a la fiesta.
Por el camino, los zapatos parecen cobrar vida propia y arrastran a la pecadora en frenética danza por las calles del pueblo. Bailando vuelve a la iglesia y al cementerio, de donde un ángel la expulsa por pecadora. Por último, recurre al verdugo, que le corta los pies con el hacha. El verdugo ya estaba sobre aviso porque el hacha cantaba cuando se le avecinaba faena: un detalle este que aparece con cierta frecuencia en las sagas medievales nórdicas (ver La malvada tocaya).
Esta utilización es eco de las que relatan las distintas versiones del cuento de los danzantes malditos, y parece remitir a la constelación imaginaria de la castración.
En el caso de Karen, sin embargo, el sacrificio es inútil porque los pies bailan solos y se interponen en su camino cada vez que intenta acercarse a terreno sagrado.
Solo una vida de recogimiento y penitencia logrará conseguirle el perdón y que un ángel descienda a conducirla al paraíso.
La maldición de los zapatos del cuento de Andersen se ha abierto paso en el mundo del cine. En 1948 Los zapatos rojos, película inglesa de gran éxito, presentaba la trágica historia de una bailarina que danza un ballet inspirado en el cuento y que acaba arrojándose al vacío con los zapatos puestos.
(Foto de Ballerinailina, tomada de Wikimedia Commons)
La película surcoreana del mismo título, del año 2005, escrita y dirigida por Kim Yong-Gyun, tiene una relación más indirecta con el cuento infantil, de que pretende recoger el aspecto aterrador.
He aquí lo esencial de la trama: durante el dominio japonés en Corea, un drama de celos termina con el asesinato de una bailarina a manos de su rival, en una compañía de ballet.
Los zapatos de la víctima -de color rosa, a pesar del título de la película- son hurtados por la asesina y quedan malditos; inspiran un deseo morboso de poseerlos en la mujer que los ve; a la que los encuentra y se los pone nada le ocurre pero la desdichada que cae en la tentación y los roba no tarda en morir de un modo horrible y con los pies amputados. Pasados los años, en la actualidad, una mujer que cae bajo el hechizo de los zapatos, acaba comprendiendo con horror que es la reencarnación de la protagonista de aquellos pavorosos sucesos y que atrae la desgracia y la muerte sobre sus seres queridos.
Con Andersen, la maldición deja de estar únicamente consecuencia del pecado para pasar a residir en un objeto que se carga de una fuerza mágica maléfica: el motivo del baile de los réprobos se confunde con el de las zapatillas que traen la desgracia y cuyo dueño no ve la manera de quitarse de encima: cuento de las babuchas de Abu Kasim recogido en Las mil y una noches (noche 794 en la traducción del doctor Mardrus).
En la citada entrada de El otro almohadón nos referíamos, a propósito de un poema de Antonio Rey Soto, a otras narraciones románticas donde el baile tiene ese carácter de maldición: el cuento La cafetera, del mismo Théophile Gautier, el poema Fantasmas, de Victor Hugo y la novelita Adoración de Carolina Coronado y Benito Vicetto. En el poema de Rey Soto se menciona incluso, pincelada digna de una alegoría barroca de la vanidad, el zapatito de baile que asoma bajo la mortaja de la joven difunta.
Pero ya esta entrada, que iba a versar sobre las correrías de Merlín, se alarga mucho y de la Gaula o Gaunas medieval nos ha traído a la Europa del Romanticismo pasando por la fantasía oriental.
Será mejor cortar aquí para volver dentro de poco a coger el hilo artúrico.

domingo, 20 de marzo de 2016

Divagaciones selváticas y la serpiente de bronce

No hay modo de esquivar a san Marbhán en las novelas de Austin Clarke.
Marbhán, junto al novelesco rey Guaire, hace las veces de los antiguos druidas, combatiendo a los poetas gorrones con sus propias armas. Y los derrota imponiéndoles una búsqueda casi imposible, una "demanda": no la de un vaso místico, como los caballeros de Arturo, sino la de un poema perdido siglos atrás. Marbhán se convierte así en el sostén de la soberanía, consejero y tabla de la salvación del monarca.
El joven Arturo entre Merlín y su padre adoptivo, en un
grabado dieciochesco.
Marbhán es a Guaire lo que Merlín es al rey Arturo. Al filólogo James Carney, al que ya me he referido varias veces en estas entradas, no le pasó la coincidencia desapercibida. Y a esta pareja de videntes sumó al rey loco Suibhne Géillt, "Suibhne (pronunciar "Suiñe") el loco". Pues el adjetivo gwyllt, equivalente del irlandés geillt, suele calificar en los textos galeses a Merlín: Myrddyn Wyllt. Ahora bien -arguye Carney-, geillt no puede ser una forma originariamente irlandesa porque al galés gw- corresponde en irlandés f-. A Gwrgust corresponde Fergus. A gwlad, flaith. A gwyl -del latín vigilia-, féile. Lo que quiere decir que el Geillt irlandés fue tomado del galés. Y si se tomó el nombre, ¿por qué no el personaje? Por qué el rey Suibhne no iba a ser una adaptación irlandesa del Merlín (Myrddyn) galés?
Si Marbhán salva in extremis el trono de su hermano Guaire ante el acoso de la pedigüeñería bárdica y la proverbial prodigalidad regia, Merlín es el auténtico creador de la monarquía artúrica. 
En la posterior construcción teleológica y monumental del ciclo de la Demanda del Graal, imponente y aéreo como una catedral gótica (la comparación proviene de Zumthor), Merlín es piedra angular sobre la que reposa toda la estabilidad del edificio. Sin las artes de Merlín, sencillamente, no habría sido concebido Arturo ni habría materia de Bretaña. Él es el mago alcahuete que injerta a la estirpe de Arturo en el árbol de la soberanía, representada por Ygerna, haciéndola yacer por engaño con Uter, llamado después Uterpendragón. 
Uterpendragón, miniatura del siglo XIII.
Por el Libro de Merlín sabemos que Ygerna ya había tenido un primer marido antes del duque de Tintagel. De los tres tuvo hijos... Tres maridos, curiosamente, como la reina Gormlai de la leyenda irlandesa. Anne Berthelot, anotando la edición del libro publicada en la colección La Pléiade, señala que es como la soberanía, que siendo siempre la misma va pasando de rey en rey... Arturo, el hijo concebido en aquella noche de magia y muerte, volverá a entroncarse en ese mismo linaje al yacer con su media hermana Morgana, futura mujer del rey Loth, engendrando en ella a Mordred. El nombre de Ygerna, no sé con qué fundamento científico, se ha relacionado con el de Irlanda, Éire, procedente de una antigua forma *iwerjion-. Y es de notar que varias diosas de la soberanía en Irlanda llevaban nombres que se aplicaron a la isla, como Fothla y Banba.
Sin las artes de Marbhán, por cierto, no habría Táin bó Cuailgné ni ciclo del Ulster, que es el núcleo esencial de la épica irlandesa.
Así que son dos sabios generadores de tradiciones literarias. Marbhán obliga al archipoeta Senchán Torpéist a descubrir el texto perdido de la Táin bó Cuailgné. Para ello, Senchán tiene, nada menos, que sacar a un muerto de la tumba mediante conjuros y hacerle recitar el poema entero, los hechos en los que él mismo participó. Es como si Menéndez Pidal, valiéndose de un médium, hubiese invocado al espíritu de Martín Antolínez para que le dictase el Cantar de Mío Cid.
Merlín, por su lado, según cuenta el Libro del Graal, de vez en cuando desaparece y se reúne en el bosque con el ermitaño Blas, que lo crió en su infancia y tiene encomendada la misión de poner por escrito sus hazañas, que son la gran gesta del Graal. Blas, al dictado, las pone en el pergamino y ese mismo texto, como se encarga de repetir una y otra vez el Libro del Graal, es el que el lector tiene en la mano.
El ermitaño Blas, grabado de Wenceslaus Hollar
Es de notar, de paso, que la Táin pertenece a una época donde la oralidad impera plenamente. El espíritu resucitado recita; el poeta va memorizando a medida y repetirá de viva voz su cuento decorado. El ciclo del Graal, en su estado definitivo, es, como digo, una colosal edificación gótica. Ya pertenece a la edad de la escritura. Merlín dicta a un escriba que recoge sus palabras fielmente, para que las gentes del futuro las puedan oír leer. 
Tanto Merlín como Marbhán son salvajes, es decir selváticos, criaturas del bosque. El Libro de Merlín explica claramente, en el caso de este, el porqué: "par la nature de celui de qui je fui engendrés car il n'a cure de nule compaingnie qui de par Dieu soit" ("por la naturaleza de aquel por quien fui engendrado, ya que no le importa la compañía de nadie que tenga que ver con Dios"). 
Hay que recordar que Merlín es hijo de un demonio. 
Este es el cuento: Los diablos se reunieron en cabildo y pensaron que un hombre con sabiduría y poderes diabólicos, pero naturaleza humana, sería de gran ayuda en sus planes de perder a la Humanidad. Pero ¿cómo hacerlo?
Uno dijo: 
-Yo no crío esperma ni, por lo tanto, puedo fecundar con él a ninguna mujer. Si lo tuviera, otro gallo cantaría. Porque, no es por presumir, pero hay una que la tengo loquita y haría por mí lo que le pidiese.
-Pero algunos sí podemos, ¿qué te crees? -saltó otro- Tú ve preparando el terreno y cuando llegue el momento quítate de en medio y dejas vía libre al que sea capaz...
-¡Vaya: esto no es justo: unos levantan la liebre y otros la llevan a casa!
-Hermano, todo sea por el proyecto.
Asegura el Malleus maleficarum que  no hay demonio que pueda engendrar por sí mismo criatura en ninguna mujer. Lo que hacen, dice su autor, es inseminarlas artificialmente, habiendo antes recogido la simiente de un hombre. Para esto o bien adoptan forma de mujer y yacen con él, o bien recogen el producto de una polución nocturna, acaso instigada por ellos mismos. Después, un incubo se encarga de fecundar con ella a una mujer. Es, sin duda, el trasiego por tantos intermediarios diabólicos el culpable de que la criatura engendrada de un esperma en principio normal suela salir monstruosa y con su punto de diablura.
Sea esto como sea, el demonio estéril se aguantó y cumplió bien su cometido. 
En el infierno reina un orden estricto y se respetan escrupulosamente la jerarquía y la cadena de mando. Para eso es el Infierno y por eso es el reino del Caos.
A fuerza de calamidades y disgustos que descargó sobre ellos, llevó al suicidio a su enamorada y al marido de ella, que en su frenesí mató a su hijo pequeño. De tres hijas que quedaban, con la inestimable ayuda de una celestina, emputeció a dos, de las cuales una acabó en la hoguera y la otra rodando de burdel en burdel. Esas por lo menos se lo pasaron bien mientras pudieron. Pero la última, la mayor, era virtuosa y se resistía. 
-Tú eres tonta de capirote -le reñía la hermana pequeña-. ¿Tú sabes lo que te estás perdiendo? Que sepas que de esta vida lo único que vas a sacar en limpio es el gusto que le des al cuerpo. ¡Cacho lila!
Lovis Corynth, Bacantes
Una noche, llegó a casa su hermana con una cuadrilla de trapisondistas borrachos y empezaron a burlarse de ella por estrecha y mogigata. De las burlas pasaron a los insultos y de estos, el alcohol mediante, a los ultrajes y a los golpes. 
El incubo comprendió que esa era la suya.
-Tú déjame a mí ahora. Verás lo que es trabajo fino.
Subió desde el infierno hasta donde los juerguistas habían dejado a la infeliz acurrucada llorando y con cuatro carantoñas y dos besos la tuvo a su merced. Así nació Merlín, mixto de mujer y demonio.
De manera que, si uno se para a pensarlo, sin obra diabólica no habría existido la Mesa Redonda, ni Perceval hubiera visto el Graal ni Galaad hubiera acabado la Demanda...
Para el hombre medieval, y no solo para el hombre medieval, sino allí donde la tradición no se ha extinguido del todo, la existencia de los seres del bosque, de todo un pueblo misterioso, pero entre penumbras conocido, como la silueta de un animal que cruza rauda y sigilosa entre ramas o el susurro momentáneo de una presencia huidiza en la hojarasca, no es cuestión de fe, es cuestión de simple conocimiento del mundo. 
En el pueblo de mi abuelo se oían cantar los autillos. Nadie sabía qué era un autillo, ni si era cosa de este mundo o del otro. Pero si se preguntaba a cualquiera por aquella nota triste y aflautada, la respuesta era siempre infalible: "son los autillos". La gente sabía de la existencia de los autillos como sabía que el pueblo de más allá estaba abandonado desde que todos los vecinos habían muerto envenenados en una boda por una pareja de salamandras que cayó en la comida. Sin dudar ni intrigarse, como cosa cierta y conocida de todos.
Los campesinos con los que hablaba Yeats y que aparecen en las páginas de su Celtic twilight conversaban con las gentes del bosque o las veían con cierta frecuencia. Los marinos de la Alta Bretaña relataban a Sébillot historias de hadas a las que habían visto recorrer las carreteras en automóvil. 
Richard Dadd, The fairy Feller's master-stroke.
Los duendes variopintos que hormiguean en El sueño de una noche de verano no eran para Shakespeare y sus espectadores unas criaturas imaginarias como lo son para nosotros las razas de La guerra de las galaxias o los marcianos babosos de los Simpsons. Nunca se insistirá bastante en esto si se quiere entender un poco de la literatura escrita hace más de dos siglos.
La existencia, no dudosa, de esas gentes, planteaba problemas teológicos: si tenían alma racional o no, si les afectaba el pecado original y Cristo había muerto también por su redención, si eran de naturaleza angélica... La creencia de los informantes de Yeats era que al no ser de Dios ni del Demonio, el Día del Juicio se desharían en niebla.
Y es lo cierto que de Merlín no se sabe qué sentencia dictaría Dios: que no está ni muerto ni vivo, sino encerrado para siempre en su árbol o su roca...
Sobre la naturaleza de Merlín, el Libro del Graal no deja lugar a dudas: "Un hom sauvages (...) qui a nom Merlins", se lee en la p. 856 de la edición que manejo, que es la de La Pléiade. Más tarde se nos dice que era flaco y oscuro de tez y que, a fuer de salvaje, criaba más pelo que ningún hombre.
Merlín no es el único salvaje que aparece en el libro. También aparece el caballero Dodinel. Los salvajes, para el autor o autores del Libro del Graal, no eran criaturas fantásticas. Podían unirse a las personas y tener descendencia viable de ellas.
Los salvajes, además de su aspecto, eran conocidos por ciertas características psicológicas que comparte Merlín: eran gente solitaria, amante de los bosques y amiga de burlas, inclinada  sobremanera a la lascivia. 
Salvaje. Santa Gadea, Burgos.
Merlín, al que hoy comúnmente imaginamos como un anciano pasado de calores, de luenga melena y barba florida, era en la antigua leyenda un hombre dado a los amoríos y que se valía del prestigio de su ciencia para camelar a las mozas, especialmente a las doncellas, por las que estaba pirrado. A ellas las perdía la curiosidad, vicio arquetípicamente femenino. También la ambición del poder que la magia concede. La magia es un territorio eminentemente mujeril.
El enamoradizo mago encontró la horma de su zapato en Niniana (identificada con la Dama del Lago), que le sacó todo lo que sabía sin pagar nada a cambio y encima lo aprisionó como se sabe; y el arte de que se valió fue arrancarle ciertas palabras mágicas que, escritas en las ingles, hacían imposible a cualquier varón por hechicero que fuese tener acceso carnal con ella.
La mujer dice repetidamente el Libro del Graal que es más astuta que el diablo, y este era solo medio diablo. Es verdad que con esa mitad le sobraba para conocer las intenciones de la muchacha, pero (qué se le va a hacer) estaba enamorado.
Parece ser que lo que más miedo le daba a Niniana era la parte de diablo que tenía el hombre. Pues no es ningún secreto que los amores diablescos son dolorosos y pueden dejar amarga huella, sin hablar de los engendros que pudieran proceder de ahí.
No se necesitaba para vencer al nemoroso Merlín menos que la selvática Niniana, que vivía en mitad del bosque dedicada a la caza en una especie de pabellón donde solía acudir de visita la mismísima Diana cazadora.
Así que no es muy temerario pensar que tanto Merlín como su carcelera ocultan a sendas deidades boscosas muy anteriores a la cristianización de la leyenda: al menos así lo opina Anne Berthelot.
Merlín es más que un salvaje normal. Aparte de las constantes metamorfosis y los viajes relámpago a Roma (prodigio muy repetido), puede a su antojo convertirse en ciervo y volver a su apariencia de hombre salvaje. En cierta ocasión, se aparece a don Galván -Gauvain- en forma de un anciano pastor cubierto de harapos, corcovado, de cabellos y barba hirsutos, armado (a modo de salvaje) de una gran cachiporra y pastoreando un rebaño de fieras. Este es un aspecto que a Merlín le gusta adoptar. Cuando se le dirige al caballero, lo hace -quedémonos con este detalle- rechinando los dientes y con un ojo abierto y otro cerrado. ¡Otra vez el tuerto furioso -como Cú Chulainn, como Odín- que tantas veces asoma por estas entradas!
Cachiporra fálica que de los salvajes pasó en herencia a los hombres primitivos del imaginario popular y a los gorilas. Tenía yo en la infancia una figurita de un gorila apoyado en su porra, perteneciente a una colección de animales de plástico. Estaba bien porque, con sus tres puntos de apoyo, siempre se tenía de pie.
El gorila raptor de mujeres es un personaje arquetípico cuya eficacia en la imaginación colectiva reavivó el colonialismo y que va a terminar en la famosa canción de Brassens. Uniéndolo al del gigante, de horrendas reminiscencias paternales, al de la rubia sin seso y al motivo de la bella y la bestia, todo bien mezclado, obtenemos a King Kong, de psicología ciertamente más compleja que su para él diminuta e imposible amada. 
La expresión del horror infantil ante la supuesta violencia sexual destructora del padre es el inigualable alarido de la rubia de King Kong. 
Tampoco es manca esta imagen de El signo de la Cruz, de
Ceil B. de Mille, 1932. La bella, encadenada a un
herma por si quedase alguna ambigüedad...
Pero a fin de cuentas, como bien supo Merlín, es la mujer la que tiene en sus manos el poder de amansar a las fieras. 
Porque el hombre boscoso, como el fauno, es también el símbolo de la sexualidad desatada (y el destino de Merlín la ligadura de los instintos, primero en las letras del conjuro inguinal, luego en la cárcel perpetua). Este aspecto satírico del salvaje coincide exactamente con la sorpresa de la reina Gormlai (vuelvo a ella después de tan largo rodeo) en las soledades de Glendalough, cuando -recordemos- le sale al paso un ermitaño monstruoso y salvaje enarbolando, fuera de sí, su verga monumental como la sierpe de bronce de Moisés.
Los salvajes estos debían de ser cosa no muy rara en aquella Irlanda (nosotros tenemos al Busgosu asturiano y al Basojaun vasco), porque además de aquel falso salvaje, que era en realidad ermitaño con satiriasis, se encuentra también con el Fear Caille. Este personaje, por otro nombre Alladhán, es un gigante salvaje de la tradición escocesa, que acabó sus días arrojándose a una catarata. Lo curioso es que precisamente el rey loco Suibhne, del que hablaba al principio, y que James Carney identifica con Merlín, pasó una temporada en Escocia viviendo junto a este otro salvaje.
Merlín, igual que Suibhne, pasó una larga temporada de locura y de vida animal de resultas de una terrible batalla, la de Arthuret -en galés Arfderydd- donde murió el rey Gwenddolau, de Arfderydd, a manos de las huestes de Efrawc, que hoy es York. Durante aquellos tiempos de retiro pronunció algunas de sus profecías, recogidas en verso galés, y en las cuales se dirige a un dilecto interlocutor: su cochinillo faldero. ¡Exactamente igual que san Marbhán, a quien los perversos y gorrones poetas obligaron, en aras de la hospitalidad, a sacrificar a su queridísimo cochinillo albino!
San Antonio, Taddeo Crivelli.
La imagen del ermitaño con su cerdito amigo no puede sernos más familiar: es la de san Antón, la tan repetida en nuestras iglesias rurales. San Antón, anacoreta del desierto, se transformó naturalmente al llegar su culto a nuestros climas en eremita del bosque. El bosque es el más claro equivalente occidental del desierto egipcio o sirio, donde acaba la civilización y el cosmos. Criaturas nocturnas del desierto poblaban las pesadillas de los hebreos; nuestros espantos acechan en el bosque o se aventuran osadamente a salir de sus sombras. Como el homo silvaticus, el eremita tiene un pie en cada mundo; es en vida un hombre del Más Allá. De manera parecida, el cerdo es animal semidoméstico y semisalvaje, cargado de connotaciones mágicas e infernales y, como se ha visto una y otra vez en estas entradas el porquero que lo cuida comparte su ambigüedad: ser del cosmos y del caos, del pueblo y del bosque, de este mundo y del otro. ¿No era porquero el propio san Patricio, interlocutor habitual del ángel Víctor o Victorico, heraldo de Dios? De ahí que las figuras del ermitaño y del porquero se fundan en los personajes de  Marbhán y de san Antón. No de Merlín, a quien se lo impide su estirpe demoníaca y que para eso se desdobla en la figura del ermitaño Blas, su maestro y escribiente.
Nunca ha sido evidente el porqué de la asociación de san Antón con el cerdo. Esa asociación cobra tal importancia que se convierte en el rasgo pincipal del santo en nuestras tierras occidentales, sant Antoni del Porquet a levante, san Antón Lacoeiro a poniente. Es cierto que los monjes de san Antón, en algunas partes de Europa, tenían el monopolio de la cría de este animal y de la venta de sus productos. Pero ¿por qué precisamente a ellos se los había especializado en esa ganadería particular?
Libro de horas del duque Adolfo de Clèves:
san Antonio habla con el sátiro;
abajo, a la derecha, un porquero en el bosque.
Se ha dicho repetidamente que el jabalí y el cerdo son animales emblemáticos, entre los celtas, de la soberanía y en particular del aspecto sacerdotal y sagrado de esta. Como estudia detalladamente Bernard Sergent, el jabalí y el cerdo son constantemente asociados al dios Lug, como también lo son a Apolo entre los griegos. 
¿Quién va a negar que Arturo fuese buen caballero? 
Aunque probablemente no le fuese a la zaga Zurraquín Sancho el abulense, que por librar a unos villanos del cautiverio de los moros, mereció que los liberados, porqueros sin duda, le hiciesen ofrenda de cerdos (también de gallinas). Marchaba su comitiva por esos campos de Ávila adelante, conduciendo el obsequio de su piara, y a pesar de que la modestia de Zurraquín se lo había defendido, cundió el relato de su hazaña  y fue tal su fama que "cantavan cantilenas, con panderetes, las fembras: 
'Cantan de Oliveros, e cantan de Roldán,
e non de Zurraquín, ca fue buen barragán;
Cantan de Roldán, e cantan de Oliveros,
e non de Zuraquín, ca fue buen cavallero'".
Así lo cuenta Luis de Ariz, en su Historia de las grandezas de la Ciudad de Ávila (que se puede leer en línea aquí): y sería una escena de un encanto primitivo y bíblico la danza de las mujeres regocijadas, con sus panderetas... Esto fue en tiempos de don Alfonso VI, en 1107, cuando estando en Ávila doña Urraca, como desleal y mala tuvo amores con el moro Iezmin Hiaya en una noche "lubregecida e negra"...
Danza de María profetisa. Miniatura búlgara del siglo XIV.
Pero, en fin... Arturo no cabe duda de que fue buen caballero.
Sin embargo, y sin ánimo de quitarle méritos, de nada le hubiera valido su caballería sin dos talismanes facilitados por Merlín: la espada de la piedra, prueba de la verdad de su soberanía, y el estandarte del dragón. 
Merlín es el gonfalonero de Arturo, y desde su primera batalla se mostró enarbolando el Dragón. Veamos, porque merece la pena: "Y Merlín dio al rey Arturo una bandera que tenía gran significado porque dentro había un dragón y él lo había hecho encerrar en una lanza y al parecer arrojaba fuego y llamas por la boca; también tenía una cola muy larga que se retorcía. Este dragón que os digo era de bronce y nunca nadie supo de donde lo había sacado. Y era maravillosamente ligero y manejable" ("E Merlins donna au roi Artu une baniere ou il ot molt grant senefiance, car il i avoit un dragon dedens, et le fist fermer en une lance et il jetoit par samblant fu et flambe par la bouche, si avoit une keue tortice molt longe. Cil dragons dont je vous di estoit d'arrain, si ne sot onques nus ou Merlins le prist. Et il fu a merveilles legiers et maniables")...
Esta bandera animada, serpentina y flamígera, será desde el primer día determinante en las victorias de Arturo. Arturo, hijo del Cabeza de Dragón, es rey porque tiene el Dragón, y esta verdad de su soberanía es la que le concede la victoria cada vez que se manifiesta. Ese es el significado que dice el libro que hay en él. Y hay que darse cuenta de que no es un estandarte con un dragón pintado, sino un dragón auténtico encerrado y apresado en el asta de una lanza, de manera que sus poderes, a su pesar, están al servicio de quien con justicia lo posee...
¿Nos quiere sonar?... ¡¿Cómo no?! Es el Onchú, el mismísimo estandarte dragón o dragón estandarte, de los caudillos irlandeses y de los jinetes escitas (ver El dragón estandarte). Este dragón que campea en la bandera de Gales y que llega hasta nuestros días desde lo más profundo de la antigüedad indoeuropea...







miércoles, 2 de marzo de 2016

Ornitófilos, ornitófobos y el espíritu de la Poesía. A propósito de Austin Clarke.

"Para el poeta y el filósofo que vayan lentamente paseando por entre la verdura el tiempo no será nada. Pasará el tiempo sin sentir".
Así dice el maestro Azorín hablando de jardines y tiene toda la razón si hemos de creer al famoso cuento del monje que se quedó embebecido durante trescientos años que se le hicieron breve rato escuchando el cantar maravilloso de un pájaro.
Esta fábula, repetida una y otra vez por todo el mundo a lo largo de la Historia y cantada por Alfonso X en su cantiga 103, se atribuye en Galicia a san Ero, monje del monasterio de Armenteira.
Castelao, con su humor agridulce, compara este milagro con el del padre Navarrete que, como el canto de los pájaros lo distraía a la hora de rezar, les impuso perpetuo silencio en el lugar de su meditación.
El padre Navarrete -concluye Castelao- poseía el genio castellano; san Ero, en cambio, el genio gallego, el genio celta.
Arthur Wardle, A fairy tale.
Lo que sí es verdad es que tierras de lengua celta, Irlanda y Gales, vieron en la Edad Media temprana el florecimiento de una poesía inspirada en la Naturaleza excepcional en Europa, y más en lenguas vernáculas. Y también que un eco de esa sensibilidad nos parece percibir a veces en la lírica medieval gallega. Digo que nos parece porque no podemos dejar de leer a través de nuestros propios prejuicios y los de nuestros mayores, y así nos apetece sentir el soplo de un vientecillo druídico junto a los arroyos cuyas aguan enturbian (o no) los ciervos trovadorescos, por esos robledales donde podríamos tropezarnos en cualquier calvero con la choza de ramas de Isolda y de don Tristán. Y se hace uno cuenta de que esa brisa céltica aún rehíla en las "matutinas canciós" de los pájaros que ponen música al rosaliano cementerio de Adina.
No nos atrevemos a decir qué habrá de cierto en la afirmación de Castelao, siendo que tanto Galicia como Castilla han dado altísima lírica...
El padre Fray Juan de Navarrete, que efectivamente era monje franciscano en Pontevedra a finales del siglo XV y murió lastimosamente en Portela de Faveira de resultas de una mala caída de su asnillo,
Iglesia de los franciscanos de Pontevedra, donde decía misa el padre
Navarrete.
(Foto José Luis Filpo Cabana, tomada de Wikimedia Commons)
era hombre místico y extraña en un seguidor del santo de Asís esa inquina contra los pajaritos... Y es que Castelao hace una pequeña trampa.

Los pájaros contra los que se indignaba el buen fraile no eran alondras, ruiseñores, mirlos ni siquiera jilgueros o cuclillos: eran unas golondrinas de enfadoso y desquiciante piar. Porque, como dice el poeta bretón Guillevic, la golondrina
"Va, viene, gira, vuelve
abierto el pico sin duda
en busca de su presa,

Grita a veces,

descansa poco".
Y aun así, lo que más molestaba a Fray Juan no era su estridente y continua algarabía, sino las inmundicias que aquellas avecillas dejaban sobre los altares. 
La enfadosa golondrina. Miniatura del siglo XIII.
Es cierto que las maldijo el fraile y uno, nacido como él en la áspera Meseta, lo comprende bastante (será por ser su coterráneo): pero de donde las desterró no fue del claustro sino del interior de la iglesia, donde fuerza es reconocer que pintaban lo que los perros en misa. Al menos, así lo cuenta el Memorial illustre de los famosos hijos del Real, grave y religioso convento de Santa Maria de Jesus, vulgo de Diego Alcala, primado monasterio desta illustrissima ciudad, paladión seráphico que produxo tantos varones sabios..., salido de la pluma de fray Diego Álvarez, "predicador general de la exclarecida provincia de Castilla" de los franciscanos.
Pero volviendo a ese supuesto sentimiento celta del paisaje y al asunto de los pájaros, hace varios "retazos" que estamos dándole vueltas al personaje de una reina irlandesa de la Edad Media, poetisa y protagonista de la novela The Singing-men at Cashel, del también irlandés Austin Clarke.  
En ella, la reina, Gormlai, se encuentra en su corte de Cashel charlando con algunos clérigos sabios cuando uno de ellos cuenta una visión de san Maelanfaid. El cuento es el siguiente:
San Maelanfaid -que vivía a finales del siglo VIII o principios del IX-, vio una vez (¡caso prodigioso!) a un pájaro que estaba lamentándose y llorando en su rama.
-¡Dios mío! ¿qué habrá pasado?
Y como no se le ocurría de ninguna manera la respuesta, decidió apelar a un medio de presión tradicional en la Irlanda de entonces y aún usual en nuestros días:
-¡No pienso probar bocado hasta que se me manifieste el motivo de este portento! ¡Que se enteren arriba!
De modo que se sentó bajo el árbol, en huelga de hambre. Al cabo de algún tiempo divisó un ángel que venía bajando del cielo hacia él.
-¿Qué pasa, Maelanfaid? ¡Hay que dar explicaciones de todo...! En fin, para que se te pase la curiosidad, has de saber que ha muerto san Mo Lua mac Ocha.
Un monje conversa con un ángel. Miniatura de principios del siglo XV.

-¡Oh! 

-Sí. Y todas las criaturas del mundo están de duelo y llorando. Porque él nunca mató nada, ni pequeño ni grande, que estuviese vivo. Y por eso no lo lloran más las personas que las demás criaturas, ¡ya ves!: hasta ese pajarico pequeño...
Esto lo cuenta el Martirologio de Oéngus, en las notas al 31 de enero...
Así pues, no nos sorprende que se encuentre también en Irlanda la leyenda del pájaro que embelesa al fraile con su canto durante siglos, que se le pasan en un abrir y cerrar de ojos. Filgueira Valverde, en su detallado estudio sobre este motivo, da con él en Irlanda en la colección de Patrick Kennedy The fireside stories of Ireland, publicada en 1870. Lo que ya nos sorprende más es otro caso que sale a colación en la docta tertulia de Gormlai: el del fraile Colchú.
Colchú estaba al cargo de un scriptorium monástico, adecuadamente situado lejos de forja o lavadero, que distrajesen a los copistas con estruendos, parloteos u otras tentaciones más carnales incluso, pero la habían tomado con el los pájaros. En bandadas, en nubes acudían a martirizarlo con su garrulería un día tras otro, hasta que lo pusieron en fuga. Colchú se embreñó buscando paz en la aspereza del monte, pero allí lo hizo víctima de sus burlas el cuclillo. El desesperado fraile lo espantaba de un lugar y aparecía mofándose en otro con su canto. Tan humana parecía su chinchorrería que Colchú llegó a pensar que eran los chiquillos los que se escondían entre las matas, imitando su voz para hacerle rabiar...
-¡No puedo con ese pajarraco infernal! ¡Va a acabar haciéndome renegar del mundo entero y del que lo ha creado!
-Jesús, Jesús, Jesús. Pero, hermano...  ¡el cuclillo! ¡El lírico cuclillo de los poetas...! "¡El acostumbrado cuclillo sobre mi casa, coei gnáthchai uos mo thigh!". El ave de la primavera...
El malvado cuclillo. Ilustración del siglo XVIII
-¡Mucho cuco de la primavera!, pero lo que los poetas no dicen es que ese avechucho crece y cambia la voz, y en verano es una carraca insoportable...
No veía la vida Colchú como el poeta que mencionaba antes, Guillevic, cuando decía del cuco, al que a menudo había cantado en sus versos:
"Acordémonos,
vivamos con él

una primavera que atraviesa

todas las estaciones"...
Nadie mejor que el cuclillo para decir aquello de "en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño": ¡ni en los de antaño ni en los de ayer!, que ya se encarga el sinvergüenza de él de echarlos a patadas de su casa natal y que se partan la crisma en el suelo o los engulla una culebra; pero luego el pollo feroz y asesino, convertido por el paso del tiempo en flébil cantor lírico, suelta al aire su dulce breve queja y todo se le perdona.
¡Así es la vida!
ya que de celtas hablamos, el cuclillo en la poesía galesa es el pájaro más nostálgico, porque en galés cw? significa "¿dónde?" y así con sus dos notas melancólicas nos recuerda en cada primavera a las nieves de antaño y a todo lo que el año pasado se nos llevó sin esperanza de devolución.
Sin embargo es de creer que el monje Colchú, irlandés y celta hasta el tuétano, compartía los mismos sentimientos hacia las aves del estepario padre Navarrete y que si no los desterró de aquellas soledades donde se había guarecido del siglo no fue por falta de ganas, sino de poderes taumatúrgicos.
Gormlai, la reina poetisa, distinguía bien, según Clarke, esas dos sensibilidades opuestas, pero no hacía de su diferencia una cuestión de raza, sino de religión. Cuando, de soltera, frecuentaba las escuelas bárdicas de su tierra natal, la poesía la sumergía en un ambiente de alegría y amabilidad, habitado por Bran el navegante, explorador de otros mundos, Niamh Cinn Óir, hija del rey del mar, y Oéngus, dios de la poesía, la juventud y la belleza, que surcaba los aires en forma de cisne junto a su amada Etain. Todos ellos vivían en un paisaje al que daban un nuevo sentido de magia y sacralidad, y que era el mismo de ella, el de los antiguos dioses y de la tierra eterna.
En Glendalough y Cashel, por el contrario, el mundo descubierto para su desgracia con el atrimonio, la naturaleza se volvía hostil y las letras sagradas, al contrario que los cantares de los poetas, se apartaban con horror del mundo y sus peligrosos placeres.
Cashel, la Capilla de Cormac (muy posterior a la época de Gormlai).
Grabado del siglo XIX.  

Gormlai admira la poesía de la naturaleza, los poemas atribuidos al rey Suibhne, que enloquecido llevó durante años la vida de un pájaro del bosque (como el barón rampante de Italo Calvino), a Liadan, la monja nostálgica y enamorada y sobre todo al poeta ermitaño Marbhán, rival de aquel otro archipoeta Seanchán Torpéist. Marbhán, hermano y consejero del rey Guaire, a quien se atribuyó el bello diálogo de Rey y ermitaño
El de Marbhán es un personaje que debió de llamar la atención de Austin Clarke: no es esta la única de sus novelas en que se le menciona (ver Porquero contra poetas San Marbhán y el mito de los poetas). 
Aquí, el relato de su querella con los poetas de Seanchán Torpéist (que constituye el motivo principal del relato medieval Tromdámh Guaire) es largamente evocado en el torneo poético que enfrenta, en la casa del hospitalario Morna mac Morna, a los poetas del Ulster con el joven y simpático clérigo vagabundo Anier, que posiblemente no es sino el narrador protagonista de la obra humorística Aislinge maic Con Glinne (La visión de mac Con Glinne). Es esta visión una parodia de los relatos de excursiones al otro mundo, ya en fantásticas navegaciones, ya en viajes espirituales semejantes a los de los chamanes. Pero el otro mundo de Mac Con Glinne más se parece a un paraíso o tierra de Jauja imaginado por Carpanta, un país donde reinase Don Carnal y cuyo paisaje lo constituyesen manjares y viandas, montes de manteca y lacón, arroyos de miel y cerveza.
La justa poética aterroriza a Mac Morna. Tan de temer es la derrota del compatriota como la de los forasteros del Ulster, que vengarán en él su despecho con alguna terrible diatriba satírica.
Triunfa Anier por fin, pero en la calentura del furor poético se compromete a adentrarse en el Purgatorio de San Patricio, una caverna que, según se decía, daba acceso al otro mundo, que era importante centro de peregrinación en la Edad Media y lo continuó siendo después. 
Purgatorio. De Las muy ricas horas del duque de
Berry
. 
Entre nosotros es famosa la relación que escribió en catalán, muy a finales del siglo XIV, el caballero Ramon de Perellós, de su viaje a Irlanda y visita a la gruta. Ramon de Perellós seguía las huellas del Caballero Owen, un inglés que dejó escrita la crónica de su viaje al Más Allá a mediados del siglo XII: fue un libro de enorme éxito. La motivación de la obra de Perellós era de índole política: se trataba de encontrar al difunto rey de Aragón en el Purgatorio demostrando que no ardía en el Infierno ni, por tanto, sus allegados lo habían dejado morir sin confesión (de lo que se les acusaba).
En este sentido, el viaje de Perellós recuerda más a otros de la antigüedad, como el de Eneas en el poema de Virgilio, que a la tradición medieval: y es que ya clareaba el alba del humanismo. Pero dejemos esto para otro día si Dios quiere
El obligatorio viaje de Anier al Purgatorio de San Patricio es parte esencial del Libro III de la novela de Clarke.
En esta, Seanchán Torpéist, el poeta rival de Marbhán, aparece en una anécdota narrada por el propio rey Cormac, y tomada por Austin Clarke del Glosario (Sanas Cormaic) compuesto por el obispo monarca (puede leerse aquí en inglés bajo el título "The spirit of Poetry"). Seanchán Torpéist encuentra a una mujer abandonada en una isla, recogiendo algas y marisco. 
El marisco, hoy manjar de ricos y sibaritas, era sustento de miserables, que libremente podía cogerse de la costa. Las algas, aparte de alimento para las personas y ganado, se usaban para fertilizante o, como en este caso, para obtener de ellas la preciada sal, quemándolas e hirviendo sus cenizas. En antiguo irlandés, la sal se decía murluaith, "ceniza de mar".
Bartholomew C. Watkins, Bahía de Murlough y Fair Head.
Se reconocen en la mujer solitaria, en sus manos y pies, vestigios de antigua belleza y noble porte, pero está cubierta de harapos, ajada por los años y las privaciones. Toda su mesnada ha sucumbido a alguna calamidad: ¿naufragio, epidemia, ataque de piratas? No se sabe. 
Seanchán comprende que se trata de la desaparecida hija del poeta Ua Dulsaine, a la que los suyos buscan desde hace largo tiempo en vano: su pista se perdió durante un viaje por Irlanda, Man, Escocia y Gran Bretaña. 
Solo podrá rescatarla el poeta que sea capaz de completar las estrofas incompletas que ella recite. Seanchán Torpéist y los demás bardos que lo acompañan quedan mudos: la inspiración los ha abandonado. Pero reciben una inesperada ayuda: con ellos va un pasajero al que habían admitido en su barco por caridad y a regañadientes, a instancias de Seanchán. Es un ser de tremenda fealdad, cubierto de llagas malolientes y que supura exudaciones nauseabundas. Si se aprieta la frente con un dedo, los jugos pestilentes le caen a hilo por orejas afuera. 
Mendigo leproso, Rembrandt.
De hecho, al subir a bordo trepando por el timón con la agilidad de un ratoncillo a pesar de su enorme talla, fue él quien le grangeó a Seanchán el mote de Torpéist, que quiere decir "alcanzado por el monstruo". No solo eso: era tan sucio que cuando se desnudaba tenía que poner una piedra encima de la ropa, no fuese que se le escapase. ¡Tantos eran los miles y miles de piojos que hormigueaban en ella!
-No pierdas el tiempo preguntando a Seanchán -dice la horrible criatura-. No te va a contestar. Ni él ni todos esos poetas con sus vestidos carísimos y principescos. El hábito no hace al monje. Mejor pregúntame a mí. Créeme: yo sé algo de eso.
El desconocido responde a las adivinanzas de la anciana, deshaciendo el hechizo.
-Yo sé quién eres -dijo Seanchán-: la hija de Ua Dulsaine, la poetisa, a la que andan buscando por Irlanda y por todos estos mares.
-Sí, esa soy yo.
-Ven que te demos un baño, que buena falta te hace.
-¿Y dónde querías que me bañase? Agua salada no quita mugre.
-Ya tendrás ganas de perder de vista esos andrajos...
-¡No veas!
Seanchán Torpéist personalmente la bañó, viendo como mucho de su belleza volvía a resplandecer en ella. Luego, la ataviaron con magníficos y suntuosos ropajes.
-Esto ya es otra cosa.
-Volvamos a Irlanda.
-Eso: no veo la hora.
Con las emociones probablemente, no se acordaron más del pasajero: que muchas veces nos sucede eso con los que nos ayudan, cuando pasa la necesidad.
Y no bien desembarcaron en irlanda, vieron acercárseles a un joven de toda apostura, con una espléndida y perfumada cabellera que le caía en rizos de oro sobre los hombros. Sus vestiduras eran las de un rey. Se llegó a ellos y los saludó con la mayor cortesanía antes de desaparecer sin decir palabra.
-¿Os habéis dado cuenta? ¡Este muchacho tan guapo era el monstruo que cogimos a bordo! ¡Y vosotros que no queríais...!
-El que no lo ve, no lo cree. ¿Y quién será este prodigio?
-¿No lo adivináis, atontados? ¡¡Es el espíritu de la poesía!! 
Jacob Jordaens, Alegoría del poeta.
Y en efecto, la poesía es fea y trabajosa y hace sufrir a veces y sudar tinta al que la practica; pero cuando la obra está acabada y perfecta, no hay príncipe real que se le iguale.
En Tromdámh Guaire, que mencionábamos ante, se encuentra un episodio parecido al del monstruo poeta: allí se trata de un leproso al que Seanchán se ve obligado a besar y acoger a bordo de su barco rumbo a Escocia, y que al final acaba siendo un santo, medio hermano del poeta, que se había transformado para ponerlo a prueba.
Pero toda esta historia del Glosario de Cormac guarda mucha semejanza con un grupo de leyendas irlandesas acerca de la soberanía. En ellas, una vieja repelente se transforma en joven de deslumbrante belleza en los brazos del osado que se atreve a catar sus amores y por ese mismo hecho le confiere la Soberanía, que es ella misma en forma de mujer.
Y es que Seanchán, poeta que quita y pone reyes, tiene mucho que ver con la Soberanía: Marbhán, su rival, como vamos a ver, también.