domingo, 20 de marzo de 2016

Divagaciones selváticas y la serpiente de bronce

No hay modo de esquivar a san Marbhán en las novelas de Austin Clarke.
Marbhán, junto al novelesco rey Guaire, hace las veces de los antiguos druidas, combatiendo a los poetas gorrones con sus propias armas. Y los derrota imponiéndoles una búsqueda casi imposible, una "demanda": no la de un vaso místico, como los caballeros de Arturo, sino la de un poema perdido siglos atrás. Marbhán se convierte así en el sostén de la soberanía, consejero y tabla de la salvación del monarca.
El joven Arturo entre Merlín y su padre adoptivo, en un
grabado dieciochesco.
Marbhán es a Guaire lo que Merlín es al rey Arturo. Al filólogo James Carney, al que ya me he referido varias veces en estas entradas, no le pasó la coincidencia desapercibida. Y a esta pareja de videntes sumó al rey loco Suibhne Géillt, "Suibhne (pronunciar "Suiñe") el loco". Pues el adjetivo gwyllt, equivalente del irlandés geillt, suele calificar en los textos galeses a Merlín: Myrddyn Wyllt. Ahora bien -arguye Carney-, geillt no puede ser una forma originariamente irlandesa porque al galés gw- corresponde en irlandés f-. A Gwrgust corresponde Fergus. A gwlad, flaith. A gwyl -del latín vigilia-, féile. Lo que quiere decir que el Geillt irlandés fue tomado del galés. Y si se tomó el nombre, ¿por qué no el personaje? Por qué el rey Suibhne no iba a ser una adaptación irlandesa del Merlín (Myrddyn) galés?
Si Marbhán salva in extremis el trono de su hermano Guaire ante el acoso de la pedigüeñería bárdica y la proverbial prodigalidad regia, Merlín es el auténtico creador de la monarquía artúrica. 
En la posterior construcción teleológica y monumental del ciclo de la Demanda del Graal, imponente y aéreo como una catedral gótica (la comparación proviene de Zumthor), Merlín es piedra angular sobre la que reposa toda la estabilidad del edificio. Sin las artes de Merlín, sencillamente, no habría sido concebido Arturo ni habría materia de Bretaña. Él es el mago alcahuete que injerta a la estirpe de Arturo en el árbol de la soberanía, representada por Ygerna, haciéndola yacer por engaño con Uter, llamado después Uterpendragón. 
Uterpendragón, miniatura del siglo XIII.
Por el Libro de Merlín sabemos que Ygerna ya había tenido un primer marido antes del duque de Tintagel. De los tres tuvo hijos... Tres maridos, curiosamente, como la reina Gormlai de la leyenda irlandesa. Anne Berthelot, anotando la edición del libro publicada en la colección La Pléiade, señala que es como la soberanía, que siendo siempre la misma va pasando de rey en rey... Arturo, el hijo concebido en aquella noche de magia y muerte, volverá a entroncarse en ese mismo linaje al yacer con su media hermana Morgana, futura mujer del rey Loth, engendrando en ella a Mordred. El nombre de Ygerna, no sé con qué fundamento científico, se ha relacionado con el de Irlanda, Éire, procedente de una antigua forma *iwerjion-. Y es de notar que varias diosas de la soberanía en Irlanda llevaban nombres que se aplicaron a la isla, como Fothla y Banba.
Sin las artes de Marbhán, por cierto, no habría Táin bó Cuailgné ni ciclo del Ulster, que es el núcleo esencial de la épica irlandesa.
Así que son dos sabios generadores de tradiciones literarias. Marbhán obliga al archipoeta Senchán Torpéist a descubrir el texto perdido de la Táin bó Cuailgné. Para ello, Senchán tiene, nada menos, que sacar a un muerto de la tumba mediante conjuros y hacerle recitar el poema entero, los hechos en los que él mismo participó. Es como si Menéndez Pidal, valiéndose de un médium, hubiese invocado al espíritu de Martín Antolínez para que le dictase el Cantar de Mío Cid.
Merlín, por su lado, según cuenta el Libro del Graal, de vez en cuando desaparece y se reúne en el bosque con el ermitaño Blas, que lo crió en su infancia y tiene encomendada la misión de poner por escrito sus hazañas, que son la gran gesta del Graal. Blas, al dictado, las pone en el pergamino y ese mismo texto, como se encarga de repetir una y otra vez el Libro del Graal, es el que el lector tiene en la mano.
El ermitaño Blas, grabado de Wenceslaus Hollar
Es de notar, de paso, que la Táin pertenece a una época donde la oralidad impera plenamente. El espíritu resucitado recita; el poeta va memorizando a medida y repetirá de viva voz su cuento decorado. El ciclo del Graal, en su estado definitivo, es, como digo, una colosal edificación gótica. Ya pertenece a la edad de la escritura. Merlín dicta a un escriba que recoge sus palabras fielmente, para que las gentes del futuro las puedan oír leer. 
Tanto Merlín como Marbhán son salvajes, es decir selváticos, criaturas del bosque. El Libro de Merlín explica claramente, en el caso de este, el porqué: "par la nature de celui de qui je fui engendrés car il n'a cure de nule compaingnie qui de par Dieu soit" ("por la naturaleza de aquel por quien fui engendrado, ya que no le importa la compañía de nadie que tenga que ver con Dios"). 
Hay que recordar que Merlín es hijo de un demonio. 
Este es el cuento: Los diablos se reunieron en cabildo y pensaron que un hombre con sabiduría y poderes diabólicos, pero naturaleza humana, sería de gran ayuda en sus planes de perder a la Humanidad. Pero ¿cómo hacerlo?
Uno dijo: 
-Yo no crío esperma ni, por lo tanto, puedo fecundar con él a ninguna mujer. Si lo tuviera, otro gallo cantaría. Porque, no es por presumir, pero hay una que la tengo loquita y haría por mí lo que le pidiese.
-Pero algunos sí podemos, ¿qué te crees? -saltó otro- Tú ve preparando el terreno y cuando llegue el momento quítate de en medio y dejas vía libre al que sea capaz...
-¡Vaya: esto no es justo: unos levantan la liebre y otros la llevan a casa!
-Hermano, todo sea por el proyecto.
Asegura el Malleus maleficarum que  no hay demonio que pueda engendrar por sí mismo criatura en ninguna mujer. Lo que hacen, dice su autor, es inseminarlas artificialmente, habiendo antes recogido la simiente de un hombre. Para esto o bien adoptan forma de mujer y yacen con él, o bien recogen el producto de una polución nocturna, acaso instigada por ellos mismos. Después, un incubo se encarga de fecundar con ella a una mujer. Es, sin duda, el trasiego por tantos intermediarios diabólicos el culpable de que la criatura engendrada de un esperma en principio normal suela salir monstruosa y con su punto de diablura.
Sea esto como sea, el demonio estéril se aguantó y cumplió bien su cometido. 
En el infierno reina un orden estricto y se respetan escrupulosamente la jerarquía y la cadena de mando. Para eso es el Infierno y por eso es el reino del Caos.
A fuerza de calamidades y disgustos que descargó sobre ellos, llevó al suicidio a su enamorada y al marido de ella, que en su frenesí mató a su hijo pequeño. De tres hijas que quedaban, con la inestimable ayuda de una celestina, emputeció a dos, de las cuales una acabó en la hoguera y la otra rodando de burdel en burdel. Esas por lo menos se lo pasaron bien mientras pudieron. Pero la última, la mayor, era virtuosa y se resistía. 
-Tú eres tonta de capirote -le reñía la hermana pequeña-. ¿Tú sabes lo que te estás perdiendo? Que sepas que de esta vida lo único que vas a sacar en limpio es el gusto que le des al cuerpo. ¡Cacho lila!
Lovis Corynth, Bacantes
Una noche, llegó a casa su hermana con una cuadrilla de trapisondistas borrachos y empezaron a burlarse de ella por estrecha y mogigata. De las burlas pasaron a los insultos y de estos, el alcohol mediante, a los ultrajes y a los golpes. 
El incubo comprendió que esa era la suya.
-Tú déjame a mí ahora. Verás lo que es trabajo fino.
Subió desde el infierno hasta donde los juerguistas habían dejado a la infeliz acurrucada llorando y con cuatro carantoñas y dos besos la tuvo a su merced. Así nació Merlín, mixto de mujer y demonio.
De manera que, si uno se para a pensarlo, sin obra diabólica no habría existido la Mesa Redonda, ni Perceval hubiera visto el Graal ni Galaad hubiera acabado la Demanda...
Para el hombre medieval, y no solo para el hombre medieval, sino allí donde la tradición no se ha extinguido del todo, la existencia de los seres del bosque, de todo un pueblo misterioso, pero entre penumbras conocido, como la silueta de un animal que cruza rauda y sigilosa entre ramas o el susurro momentáneo de una presencia huidiza en la hojarasca, no es cuestión de fe, es cuestión de simple conocimiento del mundo. 
En el pueblo de mi abuelo se oían cantar los autillos. Nadie sabía qué era un autillo, ni si era cosa de este mundo o del otro. Pero si se preguntaba a cualquiera por aquella nota triste y aflautada, la respuesta era siempre infalible: "son los autillos". La gente sabía de la existencia de los autillos como sabía que el pueblo de más allá estaba abandonado desde que todos los vecinos habían muerto envenenados en una boda por una pareja de salamandras que cayó en la comida. Sin dudar ni intrigarse, como cosa cierta y conocida de todos.
Los campesinos con los que hablaba Yeats y que aparecen en las páginas de su Celtic twilight conversaban con las gentes del bosque o las veían con cierta frecuencia. Los marinos de la Alta Bretaña relataban a Sébillot historias de hadas a las que habían visto recorrer las carreteras en automóvil. 
Richard Dadd, The fairy Feller's master-stroke.
Los duendes variopintos que hormiguean en El sueño de una noche de verano no eran para Shakespeare y sus espectadores unas criaturas imaginarias como lo son para nosotros las razas de La guerra de las galaxias o los marcianos babosos de los Simpsons. Nunca se insistirá bastante en esto si se quiere entender un poco de la literatura escrita hace más de dos siglos.
La existencia, no dudosa, de esas gentes, planteaba problemas teológicos: si tenían alma racional o no, si les afectaba el pecado original y Cristo había muerto también por su redención, si eran de naturaleza angélica... La creencia de los informantes de Yeats era que al no ser de Dios ni del Demonio, el Día del Juicio se desharían en niebla.
Y es lo cierto que de Merlín no se sabe qué sentencia dictaría Dios: que no está ni muerto ni vivo, sino encerrado para siempre en su árbol o su roca...
Sobre la naturaleza de Merlín, el Libro del Graal no deja lugar a dudas: "Un hom sauvages (...) qui a nom Merlins", se lee en la p. 856 de la edición que manejo, que es la de La Pléiade. Más tarde se nos dice que era flaco y oscuro de tez y que, a fuer de salvaje, criaba más pelo que ningún hombre.
Merlín no es el único salvaje que aparece en el libro. También aparece el caballero Dodinel. Los salvajes, para el autor o autores del Libro del Graal, no eran criaturas fantásticas. Podían unirse a las personas y tener descendencia viable de ellas.
Los salvajes, además de su aspecto, eran conocidos por ciertas características psicológicas que comparte Merlín: eran gente solitaria, amante de los bosques y amiga de burlas, inclinada  sobremanera a la lascivia. 
Salvaje. Santa Gadea, Burgos.
Merlín, al que hoy comúnmente imaginamos como un anciano pasado de calores, de luenga melena y barba florida, era en la antigua leyenda un hombre dado a los amoríos y que se valía del prestigio de su ciencia para camelar a las mozas, especialmente a las doncellas, por las que estaba pirrado. A ellas las perdía la curiosidad, vicio arquetípicamente femenino. También la ambición del poder que la magia concede. La magia es un territorio eminentemente mujeril.
El enamoradizo mago encontró la horma de su zapato en Niniana (identificada con la Dama del Lago), que le sacó todo lo que sabía sin pagar nada a cambio y encima lo aprisionó como se sabe; y el arte de que se valió fue arrancarle ciertas palabras mágicas que, escritas en las ingles, hacían imposible a cualquier varón por hechicero que fuese tener acceso carnal con ella.
La mujer dice repetidamente el Libro del Graal que es más astuta que el diablo, y este era solo medio diablo. Es verdad que con esa mitad le sobraba para conocer las intenciones de la muchacha, pero (qué se le va a hacer) estaba enamorado.
Parece ser que lo que más miedo le daba a Niniana era la parte de diablo que tenía el hombre. Pues no es ningún secreto que los amores diablescos son dolorosos y pueden dejar amarga huella, sin hablar de los engendros que pudieran proceder de ahí.
No se necesitaba para vencer al nemoroso Merlín menos que la selvática Niniana, que vivía en mitad del bosque dedicada a la caza en una especie de pabellón donde solía acudir de visita la mismísima Diana cazadora.
Así que no es muy temerario pensar que tanto Merlín como su carcelera ocultan a sendas deidades boscosas muy anteriores a la cristianización de la leyenda: al menos así lo opina Anne Berthelot.
Merlín es más que un salvaje normal. Aparte de las constantes metamorfosis y los viajes relámpago a Roma (prodigio muy repetido), puede a su antojo convertirse en ciervo y volver a su apariencia de hombre salvaje. En cierta ocasión, se aparece a don Galván -Gauvain- en forma de un anciano pastor cubierto de harapos, corcovado, de cabellos y barba hirsutos, armado (a modo de salvaje) de una gran cachiporra y pastoreando un rebaño de fieras. Este es un aspecto que a Merlín le gusta adoptar. Cuando se le dirige al caballero, lo hace -quedémonos con este detalle- rechinando los dientes y con un ojo abierto y otro cerrado. ¡Otra vez el tuerto furioso -como Cú Chulainn, como Odín- que tantas veces asoma por estas entradas!
Cachiporra fálica que de los salvajes pasó en herencia a los hombres primitivos del imaginario popular y a los gorilas. Tenía yo en la infancia una figurita de un gorila apoyado en su porra, perteneciente a una colección de animales de plástico. Estaba bien porque, con sus tres puntos de apoyo, siempre se tenía de pie.
El gorila raptor de mujeres es un personaje arquetípico cuya eficacia en la imaginación colectiva reavivó el colonialismo y que va a terminar en la famosa canción de Brassens. Uniéndolo al del gigante, de horrendas reminiscencias paternales, al de la rubia sin seso y al motivo de la bella y la bestia, todo bien mezclado, obtenemos a King Kong, de psicología ciertamente más compleja que su para él diminuta e imposible amada. 
La expresión del horror infantil ante la supuesta violencia sexual destructora del padre es el inigualable alarido de la rubia de King Kong. 
Tampoco es manca esta imagen de El signo de la Cruz, de
Ceil B. de Mille, 1932. La bella, encadenada a un
herma por si quedase alguna ambigüedad...
Pero a fin de cuentas, como bien supo Merlín, es la mujer la que tiene en sus manos el poder de amansar a las fieras. 
Porque el hombre boscoso, como el fauno, es también el símbolo de la sexualidad desatada (y el destino de Merlín la ligadura de los instintos, primero en las letras del conjuro inguinal, luego en la cárcel perpetua). Este aspecto satírico del salvaje coincide exactamente con la sorpresa de la reina Gormlai (vuelvo a ella después de tan largo rodeo) en las soledades de Glendalough, cuando -recordemos- le sale al paso un ermitaño monstruoso y salvaje enarbolando, fuera de sí, su verga monumental como la sierpe de bronce de Moisés.
Los salvajes estos debían de ser cosa no muy rara en aquella Irlanda (nosotros tenemos al Busgosu asturiano y al Basojaun vasco), porque además de aquel falso salvaje, que era en realidad ermitaño con satiriasis, se encuentra también con el Fear Caille. Este personaje, por otro nombre Alladhán, es un gigante salvaje de la tradición escocesa, que acabó sus días arrojándose a una catarata. Lo curioso es que precisamente el rey loco Suibhne, del que hablaba al principio, y que James Carney identifica con Merlín, pasó una temporada en Escocia viviendo junto a este otro salvaje.
Merlín, igual que Suibhne, pasó una larga temporada de locura y de vida animal de resultas de una terrible batalla, la de Arthuret -en galés Arfderydd- donde murió el rey Gwenddolau, de Arfderydd, a manos de las huestes de Efrawc, que hoy es York. Durante aquellos tiempos de retiro pronunció algunas de sus profecías, recogidas en verso galés, y en las cuales se dirige a un dilecto interlocutor: su cochinillo faldero. ¡Exactamente igual que san Marbhán, a quien los perversos y gorrones poetas obligaron, en aras de la hospitalidad, a sacrificar a su queridísimo cochinillo albino!
San Antonio, Taddeo Crivelli.
La imagen del ermitaño con su cerdito amigo no puede sernos más familiar: es la de san Antón, la tan repetida en nuestras iglesias rurales. San Antón, anacoreta del desierto, se transformó naturalmente al llegar su culto a nuestros climas en eremita del bosque. El bosque es el más claro equivalente occidental del desierto egipcio o sirio, donde acaba la civilización y el cosmos. Criaturas nocturnas del desierto poblaban las pesadillas de los hebreos; nuestros espantos acechan en el bosque o se aventuran osadamente a salir de sus sombras. Como el homo silvaticus, el eremita tiene un pie en cada mundo; es en vida un hombre del Más Allá. De manera parecida, el cerdo es animal semidoméstico y semisalvaje, cargado de connotaciones mágicas e infernales y, como se ha visto una y otra vez en estas entradas el porquero que lo cuida comparte su ambigüedad: ser del cosmos y del caos, del pueblo y del bosque, de este mundo y del otro. ¿No era porquero el propio san Patricio, interlocutor habitual del ángel Víctor o Victorico, heraldo de Dios? De ahí que las figuras del ermitaño y del porquero se fundan en los personajes de  Marbhán y de san Antón. No de Merlín, a quien se lo impide su estirpe demoníaca y que para eso se desdobla en la figura del ermitaño Blas, su maestro y escribiente.
Nunca ha sido evidente el porqué de la asociación de san Antón con el cerdo. Esa asociación cobra tal importancia que se convierte en el rasgo pincipal del santo en nuestras tierras occidentales, sant Antoni del Porquet a levante, san Antón Lacoeiro a poniente. Es cierto que los monjes de san Antón, en algunas partes de Europa, tenían el monopolio de la cría de este animal y de la venta de sus productos. Pero ¿por qué precisamente a ellos se los había especializado en esa ganadería particular?
Libro de horas del duque Adolfo de Clèves:
san Antonio habla con el sátiro;
abajo, a la derecha, un porquero en el bosque.
Se ha dicho repetidamente que el jabalí y el cerdo son animales emblemáticos, entre los celtas, de la soberanía y en particular del aspecto sacerdotal y sagrado de esta. Como estudia detalladamente Bernard Sergent, el jabalí y el cerdo son constantemente asociados al dios Lug, como también lo son a Apolo entre los griegos. 
¿Quién va a negar que Arturo fuese buen caballero? 
Aunque probablemente no le fuese a la zaga Zurraquín Sancho el abulense, que por librar a unos villanos del cautiverio de los moros, mereció que los liberados, porqueros sin duda, le hiciesen ofrenda de cerdos (también de gallinas). Marchaba su comitiva por esos campos de Ávila adelante, conduciendo el obsequio de su piara, y a pesar de que la modestia de Zurraquín se lo había defendido, cundió el relato de su hazaña  y fue tal su fama que "cantavan cantilenas, con panderetes, las fembras: 
'Cantan de Oliveros, e cantan de Roldán,
e non de Zurraquín, ca fue buen barragán;
Cantan de Roldán, e cantan de Oliveros,
e non de Zuraquín, ca fue buen cavallero'".
Así lo cuenta Luis de Ariz, en su Historia de las grandezas de la Ciudad de Ávila (que se puede leer en línea aquí): y sería una escena de un encanto primitivo y bíblico la danza de las mujeres regocijadas, con sus panderetas... Esto fue en tiempos de don Alfonso VI, en 1107, cuando estando en Ávila doña Urraca, como desleal y mala tuvo amores con el moro Iezmin Hiaya en una noche "lubregecida e negra"...
Danza de María profetisa. Miniatura búlgara del siglo XIV.
Pero, en fin... Arturo no cabe duda de que fue buen caballero.
Sin embargo, y sin ánimo de quitarle méritos, de nada le hubiera valido su caballería sin dos talismanes facilitados por Merlín: la espada de la piedra, prueba de la verdad de su soberanía, y el estandarte del dragón. 
Merlín es el gonfalonero de Arturo, y desde su primera batalla se mostró enarbolando el Dragón. Veamos, porque merece la pena: "Y Merlín dio al rey Arturo una bandera que tenía gran significado porque dentro había un dragón y él lo había hecho encerrar en una lanza y al parecer arrojaba fuego y llamas por la boca; también tenía una cola muy larga que se retorcía. Este dragón que os digo era de bronce y nunca nadie supo de donde lo había sacado. Y era maravillosamente ligero y manejable" ("E Merlins donna au roi Artu une baniere ou il ot molt grant senefiance, car il i avoit un dragon dedens, et le fist fermer en une lance et il jetoit par samblant fu et flambe par la bouche, si avoit une keue tortice molt longe. Cil dragons dont je vous di estoit d'arrain, si ne sot onques nus ou Merlins le prist. Et il fu a merveilles legiers et maniables")...
Esta bandera animada, serpentina y flamígera, será desde el primer día determinante en las victorias de Arturo. Arturo, hijo del Cabeza de Dragón, es rey porque tiene el Dragón, y esta verdad de su soberanía es la que le concede la victoria cada vez que se manifiesta. Ese es el significado que dice el libro que hay en él. Y hay que darse cuenta de que no es un estandarte con un dragón pintado, sino un dragón auténtico encerrado y apresado en el asta de una lanza, de manera que sus poderes, a su pesar, están al servicio de quien con justicia lo posee...
¿Nos quiere sonar?... ¡¿Cómo no?! Es el Onchú, el mismísimo estandarte dragón o dragón estandarte, de los caudillos irlandeses y de los jinetes escitas (ver El dragón estandarte). Este dragón que campea en la bandera de Gales y que llega hasta nuestros días desde lo más profundo de la antigüedad indoeuropea...







miércoles, 2 de marzo de 2016

Ornitófilos, ornitófobos y el espíritu de la Poesía. A propósito de Austin Clarke.

"Para el poeta y el filósofo que vayan lentamente paseando por entre la verdura el tiempo no será nada. Pasará el tiempo sin sentir".
Así dice el maestro Azorín hablando de jardines y tiene toda la razón si hemos de creer al famoso cuento del monje que se quedó embebecido durante trescientos años que se le hicieron breve rato escuchando el cantar maravilloso de un pájaro.
Esta fábula, repetida una y otra vez por todo el mundo a lo largo de la Historia y cantada por Alfonso X en su cantiga 103, se atribuye en Galicia a san Ero, monje del monasterio de Armenteira.
Castelao, con su humor agridulce, compara este milagro con el del padre Navarrete que, como el canto de los pájaros lo distraía a la hora de rezar, les impuso perpetuo silencio en el lugar de su meditación.
El padre Navarrete -concluye Castelao- poseía el genio castellano; san Ero, en cambio, el genio gallego, el genio celta.
Arthur Wardle, A fairy tale.
Lo que sí es verdad es que tierras de lengua celta, Irlanda y Gales, vieron en la Edad Media temprana el florecimiento de una poesía inspirada en la Naturaleza excepcional en Europa, y más en lenguas vernáculas. Y también que un eco de esa sensibilidad nos parece percibir a veces en la lírica medieval gallega. Digo que nos parece porque no podemos dejar de leer a través de nuestros propios prejuicios y los de nuestros mayores, y así nos apetece sentir el soplo de un vientecillo druídico junto a los arroyos cuyas aguan enturbian (o no) los ciervos trovadorescos, por esos robledales donde podríamos tropezarnos en cualquier calvero con la choza de ramas de Isolda y de don Tristán. Y se hace uno cuenta de que esa brisa céltica aún rehíla en las "matutinas canciós" de los pájaros que ponen música al rosaliano cementerio de Adina.
No nos atrevemos a decir qué habrá de cierto en la afirmación de Castelao, siendo que tanto Galicia como Castilla han dado altísima lírica...
El padre Fray Juan de Navarrete, que efectivamente era monje franciscano en Pontevedra a finales del siglo XV y murió lastimosamente en Portela de Faveira de resultas de una mala caída de su asnillo,
Iglesia de los franciscanos de Pontevedra, donde decía misa el padre
Navarrete.
(Foto José Luis Filpo Cabana, tomada de Wikimedia Commons)
era hombre místico y extraña en un seguidor del santo de Asís esa inquina contra los pajaritos... Y es que Castelao hace una pequeña trampa.

Los pájaros contra los que se indignaba el buen fraile no eran alondras, ruiseñores, mirlos ni siquiera jilgueros o cuclillos: eran unas golondrinas de enfadoso y desquiciante piar. Porque, como dice el poeta bretón Guillevic, la golondrina
"Va, viene, gira, vuelve
abierto el pico sin duda
en busca de su presa,

Grita a veces,

descansa poco".
Y aun así, lo que más molestaba a Fray Juan no era su estridente y continua algarabía, sino las inmundicias que aquellas avecillas dejaban sobre los altares. 
La enfadosa golondrina. Miniatura del siglo XIII.
Es cierto que las maldijo el fraile y uno, nacido como él en la áspera Meseta, lo comprende bastante (será por ser su coterráneo): pero de donde las desterró no fue del claustro sino del interior de la iglesia, donde fuerza es reconocer que pintaban lo que los perros en misa. Al menos, así lo cuenta el Memorial illustre de los famosos hijos del Real, grave y religioso convento de Santa Maria de Jesus, vulgo de Diego Alcala, primado monasterio desta illustrissima ciudad, paladión seráphico que produxo tantos varones sabios..., salido de la pluma de fray Diego Álvarez, "predicador general de la exclarecida provincia de Castilla" de los franciscanos.
Pero volviendo a ese supuesto sentimiento celta del paisaje y al asunto de los pájaros, hace varios "retazos" que estamos dándole vueltas al personaje de una reina irlandesa de la Edad Media, poetisa y protagonista de la novela The Singing-men at Cashel, del también irlandés Austin Clarke.  
En ella, la reina, Gormlai, se encuentra en su corte de Cashel charlando con algunos clérigos sabios cuando uno de ellos cuenta una visión de san Maelanfaid. El cuento es el siguiente:
San Maelanfaid -que vivía a finales del siglo VIII o principios del IX-, vio una vez (¡caso prodigioso!) a un pájaro que estaba lamentándose y llorando en su rama.
-¡Dios mío! ¿qué habrá pasado?
Y como no se le ocurría de ninguna manera la respuesta, decidió apelar a un medio de presión tradicional en la Irlanda de entonces y aún usual en nuestros días:
-¡No pienso probar bocado hasta que se me manifieste el motivo de este portento! ¡Que se enteren arriba!
De modo que se sentó bajo el árbol, en huelga de hambre. Al cabo de algún tiempo divisó un ángel que venía bajando del cielo hacia él.
-¿Qué pasa, Maelanfaid? ¡Hay que dar explicaciones de todo...! En fin, para que se te pase la curiosidad, has de saber que ha muerto san Mo Lua mac Ocha.
Un monje conversa con un ángel. Miniatura de principios del siglo XV.

-¡Oh! 

-Sí. Y todas las criaturas del mundo están de duelo y llorando. Porque él nunca mató nada, ni pequeño ni grande, que estuviese vivo. Y por eso no lo lloran más las personas que las demás criaturas, ¡ya ves!: hasta ese pajarico pequeño...
Esto lo cuenta el Martirologio de Oéngus, en las notas al 31 de enero...
Así pues, no nos sorprende que se encuentre también en Irlanda la leyenda del pájaro que embelesa al fraile con su canto durante siglos, que se le pasan en un abrir y cerrar de ojos. Filgueira Valverde, en su detallado estudio sobre este motivo, da con él en Irlanda en la colección de Patrick Kennedy The fireside stories of Ireland, publicada en 1870. Lo que ya nos sorprende más es otro caso que sale a colación en la docta tertulia de Gormlai: el del fraile Colchú.
Colchú estaba al cargo de un scriptorium monástico, adecuadamente situado lejos de forja o lavadero, que distrajesen a los copistas con estruendos, parloteos u otras tentaciones más carnales incluso, pero la habían tomado con el los pájaros. En bandadas, en nubes acudían a martirizarlo con su garrulería un día tras otro, hasta que lo pusieron en fuga. Colchú se embreñó buscando paz en la aspereza del monte, pero allí lo hizo víctima de sus burlas el cuclillo. El desesperado fraile lo espantaba de un lugar y aparecía mofándose en otro con su canto. Tan humana parecía su chinchorrería que Colchú llegó a pensar que eran los chiquillos los que se escondían entre las matas, imitando su voz para hacerle rabiar...
-¡No puedo con ese pajarraco infernal! ¡Va a acabar haciéndome renegar del mundo entero y del que lo ha creado!
-Jesús, Jesús, Jesús. Pero, hermano...  ¡el cuclillo! ¡El lírico cuclillo de los poetas...! "¡El acostumbrado cuclillo sobre mi casa, coei gnáthchai uos mo thigh!". El ave de la primavera...
El malvado cuclillo. Ilustración del siglo XVIII
-¡Mucho cuco de la primavera!, pero lo que los poetas no dicen es que ese avechucho crece y cambia la voz, y en verano es una carraca insoportable...
No veía la vida Colchú como el poeta que mencionaba antes, Guillevic, cuando decía del cuco, al que a menudo había cantado en sus versos:
"Acordémonos,
vivamos con él

una primavera que atraviesa

todas las estaciones"...
Nadie mejor que el cuclillo para decir aquello de "en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño": ¡ni en los de antaño ni en los de ayer!, que ya se encarga el sinvergüenza de él de echarlos a patadas de su casa natal y que se partan la crisma en el suelo o los engulla una culebra; pero luego el pollo feroz y asesino, convertido por el paso del tiempo en flébil cantor lírico, suelta al aire su dulce breve queja y todo se le perdona.
¡Así es la vida!
ya que de celtas hablamos, el cuclillo en la poesía galesa es el pájaro más nostálgico, porque en galés cw? significa "¿dónde?" y así con sus dos notas melancólicas nos recuerda en cada primavera a las nieves de antaño y a todo lo que el año pasado se nos llevó sin esperanza de devolución.
Sin embargo es de creer que el monje Colchú, irlandés y celta hasta el tuétano, compartía los mismos sentimientos hacia las aves del estepario padre Navarrete y que si no los desterró de aquellas soledades donde se había guarecido del siglo no fue por falta de ganas, sino de poderes taumatúrgicos.
Gormlai, la reina poetisa, distinguía bien, según Clarke, esas dos sensibilidades opuestas, pero no hacía de su diferencia una cuestión de raza, sino de religión. Cuando, de soltera, frecuentaba las escuelas bárdicas de su tierra natal, la poesía la sumergía en un ambiente de alegría y amabilidad, habitado por Bran el navegante, explorador de otros mundos, Niamh Cinn Óir, hija del rey del mar, y Oéngus, dios de la poesía, la juventud y la belleza, que surcaba los aires en forma de cisne junto a su amada Etain. Todos ellos vivían en un paisaje al que daban un nuevo sentido de magia y sacralidad, y que era el mismo de ella, el de los antiguos dioses y de la tierra eterna.
En Glendalough y Cashel, por el contrario, el mundo descubierto para su desgracia con el atrimonio, la naturaleza se volvía hostil y las letras sagradas, al contrario que los cantares de los poetas, se apartaban con horror del mundo y sus peligrosos placeres.
Cashel, la Capilla de Cormac (muy posterior a la época de Gormlai).
Grabado del siglo XIX.  

Gormlai admira la poesía de la naturaleza, los poemas atribuidos al rey Suibhne, que enloquecido llevó durante años la vida de un pájaro del bosque (como el barón rampante de Italo Calvino), a Liadan, la monja nostálgica y enamorada y sobre todo al poeta ermitaño Marbhán, rival de aquel otro archipoeta Seanchán Torpéist. Marbhán, hermano y consejero del rey Guaire, a quien se atribuyó el bello diálogo de Rey y ermitaño
El de Marbhán es un personaje que debió de llamar la atención de Austin Clarke: no es esta la única de sus novelas en que se le menciona (ver Porquero contra poetas San Marbhán y el mito de los poetas). 
Aquí, el relato de su querella con los poetas de Seanchán Torpéist (que constituye el motivo principal del relato medieval Tromdámh Guaire) es largamente evocado en el torneo poético que enfrenta, en la casa del hospitalario Morna mac Morna, a los poetas del Ulster con el joven y simpático clérigo vagabundo Anier, que posiblemente no es sino el narrador protagonista de la obra humorística Aislinge maic Con Glinne (La visión de mac Con Glinne). Es esta visión una parodia de los relatos de excursiones al otro mundo, ya en fantásticas navegaciones, ya en viajes espirituales semejantes a los de los chamanes. Pero el otro mundo de Mac Con Glinne más se parece a un paraíso o tierra de Jauja imaginado por Carpanta, un país donde reinase Don Carnal y cuyo paisaje lo constituyesen manjares y viandas, montes de manteca y lacón, arroyos de miel y cerveza.
La justa poética aterroriza a Mac Morna. Tan de temer es la derrota del compatriota como la de los forasteros del Ulster, que vengarán en él su despecho con alguna terrible diatriba satírica.
Triunfa Anier por fin, pero en la calentura del furor poético se compromete a adentrarse en el Purgatorio de San Patricio, una caverna que, según se decía, daba acceso al otro mundo, que era importante centro de peregrinación en la Edad Media y lo continuó siendo después. 
Purgatorio. De Las muy ricas horas del duque de
Berry
. 
Entre nosotros es famosa la relación que escribió en catalán, muy a finales del siglo XIV, el caballero Ramon de Perellós, de su viaje a Irlanda y visita a la gruta. Ramon de Perellós seguía las huellas del Caballero Owen, un inglés que dejó escrita la crónica de su viaje al Más Allá a mediados del siglo XII: fue un libro de enorme éxito. La motivación de la obra de Perellós era de índole política: se trataba de encontrar al difunto rey de Aragón en el Purgatorio demostrando que no ardía en el Infierno ni, por tanto, sus allegados lo habían dejado morir sin confesión (de lo que se les acusaba).
En este sentido, el viaje de Perellós recuerda más a otros de la antigüedad, como el de Eneas en el poema de Virgilio, que a la tradición medieval: y es que ya clareaba el alba del humanismo. Pero dejemos esto para otro día si Dios quiere
El obligatorio viaje de Anier al Purgatorio de San Patricio es parte esencial del Libro III de la novela de Clarke.
En esta, Seanchán Torpéist, el poeta rival de Marbhán, aparece en una anécdota narrada por el propio rey Cormac, y tomada por Austin Clarke del Glosario (Sanas Cormaic) compuesto por el obispo monarca (puede leerse aquí en inglés bajo el título "The spirit of Poetry"). Seanchán Torpéist encuentra a una mujer abandonada en una isla, recogiendo algas y marisco. 
El marisco, hoy manjar de ricos y sibaritas, era sustento de miserables, que libremente podía cogerse de la costa. Las algas, aparte de alimento para las personas y ganado, se usaban para fertilizante o, como en este caso, para obtener de ellas la preciada sal, quemándolas e hirviendo sus cenizas. En antiguo irlandés, la sal se decía murluaith, "ceniza de mar".
Bartholomew C. Watkins, Bahía de Murlough y Fair Head.
Se reconocen en la mujer solitaria, en sus manos y pies, vestigios de antigua belleza y noble porte, pero está cubierta de harapos, ajada por los años y las privaciones. Toda su mesnada ha sucumbido a alguna calamidad: ¿naufragio, epidemia, ataque de piratas? No se sabe. 
Seanchán comprende que se trata de la desaparecida hija del poeta Ua Dulsaine, a la que los suyos buscan desde hace largo tiempo en vano: su pista se perdió durante un viaje por Irlanda, Man, Escocia y Gran Bretaña. 
Solo podrá rescatarla el poeta que sea capaz de completar las estrofas incompletas que ella recite. Seanchán Torpéist y los demás bardos que lo acompañan quedan mudos: la inspiración los ha abandonado. Pero reciben una inesperada ayuda: con ellos va un pasajero al que habían admitido en su barco por caridad y a regañadientes, a instancias de Seanchán. Es un ser de tremenda fealdad, cubierto de llagas malolientes y que supura exudaciones nauseabundas. Si se aprieta la frente con un dedo, los jugos pestilentes le caen a hilo por orejas afuera. 
Mendigo leproso, Rembrandt.
De hecho, al subir a bordo trepando por el timón con la agilidad de un ratoncillo a pesar de su enorme talla, fue él quien le grangeó a Seanchán el mote de Torpéist, que quiere decir "alcanzado por el monstruo". No solo eso: era tan sucio que cuando se desnudaba tenía que poner una piedra encima de la ropa, no fuese que se le escapase. ¡Tantos eran los miles y miles de piojos que hormigueaban en ella!
-No pierdas el tiempo preguntando a Seanchán -dice la horrible criatura-. No te va a contestar. Ni él ni todos esos poetas con sus vestidos carísimos y principescos. El hábito no hace al monje. Mejor pregúntame a mí. Créeme: yo sé algo de eso.
El desconocido responde a las adivinanzas de la anciana, deshaciendo el hechizo.
-Yo sé quién eres -dijo Seanchán-: la hija de Ua Dulsaine, la poetisa, a la que andan buscando por Irlanda y por todos estos mares.
-Sí, esa soy yo.
-Ven que te demos un baño, que buena falta te hace.
-¿Y dónde querías que me bañase? Agua salada no quita mugre.
-Ya tendrás ganas de perder de vista esos andrajos...
-¡No veas!
Seanchán Torpéist personalmente la bañó, viendo como mucho de su belleza volvía a resplandecer en ella. Luego, la ataviaron con magníficos y suntuosos ropajes.
-Esto ya es otra cosa.
-Volvamos a Irlanda.
-Eso: no veo la hora.
Con las emociones probablemente, no se acordaron más del pasajero: que muchas veces nos sucede eso con los que nos ayudan, cuando pasa la necesidad.
Y no bien desembarcaron en irlanda, vieron acercárseles a un joven de toda apostura, con una espléndida y perfumada cabellera que le caía en rizos de oro sobre los hombros. Sus vestiduras eran las de un rey. Se llegó a ellos y los saludó con la mayor cortesanía antes de desaparecer sin decir palabra.
-¿Os habéis dado cuenta? ¡Este muchacho tan guapo era el monstruo que cogimos a bordo! ¡Y vosotros que no queríais...!
-El que no lo ve, no lo cree. ¿Y quién será este prodigio?
-¿No lo adivináis, atontados? ¡¡Es el espíritu de la poesía!! 
Jacob Jordaens, Alegoría del poeta.
Y en efecto, la poesía es fea y trabajosa y hace sufrir a veces y sudar tinta al que la practica; pero cuando la obra está acabada y perfecta, no hay príncipe real que se le iguale.
En Tromdámh Guaire, que mencionábamos ante, se encuentra un episodio parecido al del monstruo poeta: allí se trata de un leproso al que Seanchán se ve obligado a besar y acoger a bordo de su barco rumbo a Escocia, y que al final acaba siendo un santo, medio hermano del poeta, que se había transformado para ponerlo a prueba.
Pero toda esta historia del Glosario de Cormac guarda mucha semejanza con un grupo de leyendas irlandesas acerca de la soberanía. En ellas, una vieja repelente se transforma en joven de deslumbrante belleza en los brazos del osado que se atreve a catar sus amores y por ese mismo hecho le confiere la Soberanía, que es ella misma en forma de mujer.
Y es que Seanchán, poeta que quita y pone reyes, tiene mucho que ver con la Soberanía: Marbhán, su rival, como vamos a ver, también.

sábado, 20 de febrero de 2016

Los peligros de fisgar. Más santos y dioses en Austin Clarke.

Como suele ocurrir en el mundo fantástico de Austin Clarke, en The singing-men at Cashel lo maravilloso cristiano aparece inextricablemente unido a lo pagano. Esto da la sensación de una continuidad en lo religioso irlandés a la que poco afectó la arrolladora llegada del cristianismo.
Yo supongo que esta revelación de la esencial identidad de toda la experiencia religiosa fue una de las causas de la censura que sufrió la obra de Clarke en su país. Aparte de la alegría pagana de vivir que rebosan algunas páginas del libro, como el comienzo en que un joven clérigo giróvago, un tanto agoliardado, traba conversación con unas alegres, desenfadadas y frescachonas lavanderas que están charlando y jugando entregadas a su tarea y chapoteando medio desnudas como ninfas del río.
Francisco Pradilla, Las lavanderas.
No es casual que la narración se abra con el encuentro de tan importantes personajes. El encuentro con las lavanderas, que ocupan en el folclore un lugar tan relevante como enviadas del otro mundo, como inquietantes conocedoras de secretos y profetisas, adquiere aquí una jovialidad, una claridad diáfana que contrasta con las sombras y luces temblorosas, apagadas, de los interiores palaciegos y monásticos. La naturaleza cósmica en todo su esplendor, oponiendo su risueña inocencia al  mundo cerrado y enfermo de temores de los clérigos y de la corte.
Es curiosa esta aparición matinal y vitalista de las lavanderas, deidades nocturnas y bastante pavorosas en los cuentos medievales irlandeses y en el folclore actual.
La reina Gormlai, con toda su devoción y su erudición en las letras sagradas, es incapaz de deshacerse de los antiguos dioses, puesto que no se trata de antiguos mitos y leyendas que puedan trocarse por otras creencias nuevas, sino de realidades vivas y tangibles, en un mundo donde lo delirante y lo real se confunden indiscerniblemente (es decir, el nuestro).
Infierno. Hieronymus Bosch, El Bosco,
El jardín de las Delicias (detalle)
Y así, cuando huye del pavor y de la huida de su marido, el santo y casto Cormac, creyendo haberla provocado con la pecaminosa exhibición de su cuerpo, se encuentra en un espacio de pesadilla, donde entre peñascales desnudos unas sombras vagabundas caminan portando lámparas de mortecina luz, y una enorme comitiva de fugitivos va huyendo sin rumbo fijo, como si escapase de alguna gran calamidad, guerra o pestilencia.
Llega después a un segundo lugar donde montes y prados brillan con luz propia como gemas y salen a su encuentro unos personajes semejantes a alhajas vivas, de la más arrebatadora belleza y que danzan graciosamente, envueltos en lo que Gormlai toma al principio por exquisitos ropajes y luego comprende que es su gloriosa desnudez, que irradia amorosa hermosura. Otros aparecen después, niños juguetones y saltarines.
Arthur Bowen Davies, Campos Elíseos
La primera idea que se le ocurre a la reina es la de que se trata de bienaventurados, santos del Paraíso, y que va a ser juzgada por su pecado de querer desentrañar los misterios del sexo, rebelándose así contra su condición de mujer. 
Pero tanto ella como el lector tienen suficiente familiaridad con el mundo imaginario del Renacimiento Céltico para darse cuenta en seguida de que aquellos parajes se asemejan demasiado al síd, el trasmundo de los antiguos dioses, donde habitan los Tuatha Dé Danann.
La confirmación la proporciona la aparición del dios Lugh, fugaz y deslumbrante como un relámpago, que despierta a la reina de su extraño sueño.
Sin embargo, el despertar no le borra el escrupuloso sentimiento de culpabilidad ni la onírica y bochornosa sensación de desnudez. 
Lo pagano y lo cristiano, para Gormlai, no forman dos mundos distintos: son uno solo poblado por el recuerdo de los antiguos santos y la presencia de los dioses más antiguos aún. 
No es invención del novelista; es la coexistencia que retratan también El crepúsculo celta de Yeats y las narraciones recogidas por los folcloristas. Para sus narradores, gente del pueblo, gente sencilla -labriegos, tenderos, artesanos-, no había más que un mundo, y a él pertenecían con igual concreción y realidad los reyes de Inglaterra y la reina Medb, que venció inútilmente a los del Ulster en la guerra de los Toros de Cualann.
Por eso, cuando, aún casada con Cerball, la reina va huyendo con Niall, que será su tercer marido, y llega a un lugar donde el tiempo parece detenido y la claridad lunar tan transparente que ha convertido al paisaje en una imagen de sí misma, azotado por el viento y alumbrado acá y allá por el resplandor feérico de los hogares, no se da cuenta de que lo que contempla es ciudad monacal de santa Brígida, antaño gobernada milagrosamente por la santa abadesa, cuyos pensamientos protectores montaban guardia defendiendo el territorio, sombras vigilantes cuyo aspecto paralizaba a los atacantes, a los intrusos. 
Probable representación galorromana del
dios Lugu, el irlandés Lugh.
No en vano los edificios se acurrucaban al amparo de un bosque circular, antaño venerado por los druidas -un lubre o luco, como diría el romántico historiador Benito Vicetto- y ni un palmo de aquellos terrenos carecía de un poeta que lo hubiese celebrado, porque, como predicaban los antiguos sabios, la materia es no menos sagrada que el espíritu y el paisaje de la tierra no es más que el aspecto sensible de otras regiones imperecederas (parafraseo ideas de Clarke). 
Es cierto, o por lo menos es opinión general, que tras la santa Brígida de Kildare se oculta una antigua diosa de los celtas, diosa de la luz y del fuego, y que por eso, como las vestales de Roma, consagradas a otra diosa de la lumbre, sus monjas mantenían perennemente encendida una pequeña hoguera sagrada.
Se dice que fueron las tropas de Cromwell en su invasión de Irlanda las que extinguieron el fuego.
Entre los parientes de santa Brígida, según dice Mervyn Archdall, que lo toma del Martirologio de Donegal, en su Monasticon Hibernicum, estaba san Mobhí, apodado Cláraineach, que quiere decir Caratabla.
Este mote se debía a que tenía la cara completamente plana, sin ojos, orejas ni nariz. Se dice que san Mobhí era discípulo de San Columba o Colum Cille y que quedó desfigurado en castigo de haber querido fisgar por el ojo de la cerradura el origen de la misteriosa luz sobrenatural que cada noche brillaba en la celda del santo. Así lo cuenta Adamnán en su Vita Columbae. ¡El que acecha por agujero ve su duelo! (Una buena amiga, hablando de refranes, me señalaba no hace mucho este que con alguna variación traía ya en su colección Mosén Pedro Vallés en 1549 y que ella usa corrientemente).
Pero lo más cierto es que Mobhí no fue discípulo sino maestro y que fue Colum Cille, de joven, el que estuvo estudiando con él en Glas Naoidhen (Glasnevin) hasta el año 544, cuando una pestilencia dispersó a toda la escuela y acabó con la vida del profesor santo.
El Martirologio de Oéngus ofrece otra explicación de la deformidad de Mobhí, y es que fue engendrado en una mujer muerta (hija, por cierto, de san Finbarr) y el peso de la tierra le aplastó el rostro. 
Con tan extraordinario nacimiento, no es de extrañar que a Mobhí se le invocase para obtener la fecundidad y para que ayudase a las mujeres en los partos. 
Según se lee en la novela, había una fuente sagrada de san Mobhí (sigue habiéndola, por cierto). A ella, como a la de san Fechin que desempeña tan importante papel en la otra novela de Clarke El sol baila por Pascua (ver Dioses, ángeles, genios y santos) acudían las mujeres en pos de la fertilidad y de un feliz alumbramiento. El ritual consistía en dar siete vueltas al pozo en sentido contrario al del sol rezando determinadas oraciones; en una ofrenda de alfileres y monedas y en atar a un espino junto al pozo un jirón de una camisa o enagua que se hubiese llevado durante quince días seguidos sobre la piel. Una anciana sentada junto a la fuente recogía los donativos. Estas operaciones habían de repetirse durante tres días seguidos en tres meses consecutivos.
Gormlai, durante otro de sus alucinantes viajes, recibe la recomendación de visitar el pozo sagrado para tener descendencia. Quien así le aconseja es una anciana de repugnante aspecto y de gigantescas manos, de aspecto cambiante, ante la cual la reina siente una mezcla de horror y sumiso respeto, como ante un juez que le pide cuentas de su virginidad y de su posible embarazo. 
Gormlai se la encuentra en cuclillas junto a la lumbre. Por su aspecto, como de antiguo tocón o cacarañada escoria, parece salida de los reinos subterráneos y recuerda a las brujas de las leyendas de tiempos heroicos y paganos. De los tiempos, dice ella misma, anteriores al Cáin Adamnáin, la ley de san Adamnán, cuando las mujeres guerreaban, como Scáthach, la maestra del héroe Cú Chulainn.
Esta a la que llama Cailleach, "Vieja", lo es tanto que recuerda la llegada de los primeros vikingos, de las grandes epidemias cuando las gentes aterrorizadas volvían a buscar el amparo de los antiguos dioses, y, en suma, de todas las generaciones de Irlanda.
Es la Bean Glún o Partera (así con mayúscula), símbolo de la fecundidad de la tierra de Irlanda, de cuyo gran zurrón han salido todos los irlandeses y cuyo inmenso poder proviene de su conocimiento de los misterios de la Caída, es decir del pecado y del mal, que para Gormlai, no lo olvidemos, se identifica con la feminidad. No en vano, como luego sabrá el lector, esta Partera es una enviada del demonio tentador Jafer Niger.
Bean Glún: la partera arrodillada. Grabado de
Giulio Bonasone.

Foto de Wellcome Images tomada de Wikimedia Commons.
Bean glún es una de las maneras de decir "partera" en irlandés y significa literalmente "mujer de rodillas". Una posible explicación de esto es que las comadronas se arrodillaban para ayudar a las parturientas sentadas; en partes de la Escocia gaélica era corriente, según leo, que las mujeres pariesen con una rodilla en tierra y el uso pudo venir de Irlanda.
Pero  glúin, "rodilla", también significa "generación". Parece raro a primera vista, pero también decimos en castellano cuando alguien es de una muy antigua familia que "viene de la rodilla del Cid". Y, de hecho, el celtista Sterckx señala que esta coincidencia se da en muchas lenguas, empezando por el latín, donde la rodilla se dice genu y engendrar generare.
Pero si la figura arquetípica de la partera tiene su lado sombrío, no puede faltarle el luminoso, y aquí tropezamos de nuevo con santa Brígida. Es tradición en Irlanda, Escocia, Gales y Bretaña que santa Brígida, de muy joven, fue la partera que ayudó a la Virgen María en el nacimiento de Jesús. 
Esta creencia, muy extendida, no está, que yo recuerde, en la Vida de santa Brígida por Cogitosus ni en ninguna de sus tempranas biografías.
Natividad, Maestro de Spitz. A la izquierda de
María, santa Brígida, manca, y un ángel azul que
le trae su par de flamantes manitas.
Unos dicen que los ángeles la trasladaron hasta Belén en volandas o en un cesto; otros que estaba trabajando de moza en una de las ventas donde se negaron a dar posada a la santa pareja. Ya acostumbraban a emigrar los irlandeses entonces, al parecer, porque también irlandés era Mug Ruith, el verdugo de san Juan Bautista.
La leyenda asegura que santa Bígida no tenía manos, grave defecto para aquel trascendental cometido, pero todo fue de maravilla (como sabemos) y a la santita le salieron las manos después por decreto divino.
Santa Brígida y la Virgen. Detalle
 ampliado.

Por eso santa Brígida es la santa a la que se encomiendan las mujeres en el trance del parto. 
Esta tradición choca, sin embargo, con la de los evangelios apócrifos, donde san José trajo dos comadronas al portal pero llegaron tarde, cuando ya había nacido el niño. Y era tan intensa la luz sobrenatural que iluminaba el lugar que no se atrevían a entrar. Una de ellas, Zelomí, comprendió al primer vistazo lo que había pasado:
-¡Válgame Dios! ¡Esta mujer no ha echado una gota de sangre y se ha quedado tan virgen como la parió su madre! ¡Están más frescos que una lechuga los dos!... ¡Míralos: tan campantes!
-Eso no me lo creo yo ni... ¡vamos! -dijo la otra, Salomé- Aquí tengo yo que sacar el intríngulis de esto...
La curiosidad mató al gato.
Salomé la partera, manca.
Trono de Maximiano, siglo VI.
Y alargó la mano para cerciorarse al tacto. Pero apenas había rozado a María cuando empezó a bailar de dolor. El brazo se le había quedado seco y colgaba inútil.
Otra víctima de la negra curiosidad: "el que acecha por agujero..."
Santa Brígida, volviendo a ella, no solo estuvo asistiendo a María como partera, sino que se quedó ayudando a la familia (sagrada) y fue ella quien acompañó a la Virgen al templo para su purificación.  
Y es que aquel día hacía mucho viento, y como Brígida mandaba mucho en el fuego, las velas no se le apagaban por más fuerte que soplase.
Presentación de Jesús en el Templo, Maestro de la
Adoración de los Magos del Prado.
¿Será santa Brígida una de las dos doncellas de extraña
mirada?
Así que la fiesta de santa Brígida, que es el primero de febrero, cae junto a la Candelaria, que es la Purificación de la Virgen. Y casualmente se celebra el mismo día que la fiesta precristiana de imbolc, celebración de la fecundidad de la Naturaleza: los antiguos irlandeses percibían, con o sin razón, una relación entre la palabra imbolc, la preñez (bolg, "vientre") y la leche (melg) de las ovejas.
Santa Brígida y la Ban Glún de Clarke vienen pues a constituir la cara y la cruz de un aspecto esencial de la feminidad y sus misterios, objeto de obsesiva inquisición para la reina Gormlai. Una más que padeció lo suyo por culpa de la curiosidad.

jueves, 11 de febrero de 2016

Santidad, sexualidad y muerte (The singing-men at Cashel)

A fin de cuentas, si la reacción del rey Cormac mac Cuilleanáin ante el espectáculo nunca visto de la desnudez femenina fue un tanto exagerada, que cogió las de Villadiego corriendo a macerarse las carnes en la soledad de su oratorio (ver El terror a la mujer...), ¿seremos nosotros quién para echarle su miedo en cara? 
Ya se lo dice a sí mismo Brassens en la canción de La première fille (La primera mujer): 
"On a beau faire le brave, quand elle s'est mise nue
Mon coeur, t'en souviens-tu, on n'en menait pas large" 
("Ya puede uno ir de valiente: cuando se desnudó,
corazón mío, ¿te acuerdas?, no le llegaba a uno la camisa al cuerpo"...) 
El terror de Sigfrido ante Brunilda. Ilustración
de Arthur Rackham.
Si el mismísimo Sigfrido, ilustre matadragones, quedó temblando como una hoja ante el pecho descubierto de Brunilda -"Das ist kein mann! (¡Esto no es un hombre!")"-, bien podemos dar la razón a Karen Horney cuando afirma que ese terror es de los más universalmente repartidos. Porque además, añade, la mujer ante el varón teme por su integridad física, pero la herida del varón es en el orgullo. Y esa humillación al agriarse produce resentimiento y hostilidad.
Los santos de Irlanda no podían constituir una excepción.
Adán y Eva. Relieve en la cruz de Kinnity, erigida
probablemente por Flann Sína, el padre de la reina Gormlai.
Foto: zepherb, procedente de Wikimedia Commons.

En aquel mismo Glendalough donde tuvo lugar el primer traumático encuentro de la reina Gormlai, la mujer de Cormac mac Cuilleanáin, con el sexo varonil, el fundador de la que llegaría a ser verdadera ciudad monástica (como aparece en la novela The singing-men at Cashel, de Austin Clarke), san Kevin -Caoimhghin en irlandés-, se había instalado siglos atrás en una pequeña y eremítica celda. Pero sucedió que una mujer se enamoró de él; y la manera que se le ocurrió de demostrarle su cariño a aquel tipo hirsuto fue acudir regularmente a adecentarle y humanizar su morada anacorética y ferina.

Esto ya lo he contado en otro sitio hace poco (ver La mujer pez entre India e Hibernia), pero es una de mis leyendas preferidas. Continúo.
Yo no sé si las lugareñas de Glendalough desplegaban el celo limpiador de la arquetípica mujer actual. Pero me la imagino zorreando los pocos y pobres enseres del santo sin miramiento para los valiosos códices, sacando brillo a alguna antigua calavera de meditar y levantando nubes de polvo con la escoba sin dejar de tararear algún cantarcillo de la época, como aquello de: 
"Críde é,
daire cnó,
ógán é,
pógán dó!",

(Él, mi corazón,

bellota del robledal,
es un mocito:
¡un besito para él!)
Tentaciones de San Antonio,
Lieven van Lathem
Todo ello, como se ve, incompatible con el recogimiento y la oración. El solitario, sabedor de que algo tentador y diabólico acecha siempre agazapado en la feminidad, le prohibió ásperamente que volviese a dar la lata, pero ella se marchó sin dar su brazo a torcer y pensando que de cuándo acá es pecado la limpieza.
Cuando otro día san Kevin, de regreso del gélido lago donde pasaba largas horas en remojo rezando los salmos se la encontró haciéndole la cama con una canción en los labios, le dijo hoscamente:
-Anda, hija, quítate la ropa y túmbate en la cama. 
Ella obedeció presurosa.
-Fan go bhfeicfidh tú (Espera verás). ¡Esto va a ser mano de santo!
Y agarrando un manojo de ortigas que tenía en un rincón para sus penitencias, le aplicó unas vigorosas friegas sin dejarse conmover por sus quejas y protestas.
-Vuelve por otra.
-Este santo -rumiaría ella camino de casa, restregándose y con lágrimas en los ojos- está resultando durillo de pelar, pero como me llamo Catalina -Caitlín se llamaba, en efecto- que cae. ¡Vamos, que cae!...
Aquí viene el brusco y lamentable desenlace. Porque al poco tiempo, al levantar la vista de su lectura, san Kevin se la topó de nuevo. Yo la veo pasando el polvo de algún estante, acaso restregando la madera con enérgicos meneos
Esa vez el santo no dijo nada: la agarró sin más y la arrojó al lago. Nunca se la volvió a ver con vida ni sin ella, aunque dicen que a veces se la oye cantar y se adivina en el agua el reflejo de sus ojos.
Pues de esta escuela salía el el sabio, el espiritual e inocente marido de Gormlai...
Más atrevido fue san Brendan, como cuenta el Martirologio de Oéngus
San Brendan supo que otro santo, san Suithin o Scuithin, dormía cada noche con dos doncellas "de pechos puntiagudos" (chorrchíchecha). ¡Serían como la de nuestro romance: "las teticas agudicas / que el brial quieren romper"...! 
Y sin embargo, noche tras noche quedaba intacta siempre su pureza. 
Brendan quiso probar fortuna.
Scuithin lo acogió amablemente y mandó que le preparasen la cama donde solía acostarse él. Brendan se retiró y aparecieron al poco tiempo las risueñas muchachas con el cuenco de las faldas lleno de brasas que esparcieron por el suelo de la estancia. Sus vestidos no se habían chamuscado siquiera, signo milagroso de castidad.
-¿Qué hacéis? ¿Esto para qué es?
-No sabemos -contestaron ellas-. Esto lo hacemos todas las noches. ¿Vamos a la cama?
Brendan se acostó con una doncella a cada lado y no podía pegar ojo con el calentón (lasin elscoth). ¡Venga a dar vueltas!... ¡Venga a dar vueltas!
-¡Pero, padre! -dijeron las mozas- ¡Esto no está bien! Ese que duerme aquí todas las noches ni se entera de que estamos nosotras y se queda frito como un bebé. ¿No quieres darte un chapuzoncito en la tina de agua helada que tiene ahí para sus oraciones? ¡Igual te venía bien! Él se mete dentro muchas veces a rezar...
-¡Bah, no vale la pena, hijitas! ¡Para estar padeciendo...! ¡Quién me mandaría a mí!... Mejor dejarlo. ¡No hay duda de que es mejor santo Scuithin que yo!
Al despedirse, Brendan le preguntó a su amigo:
-¿Cómo te las arreglas para mantenerte siempre con la cabeza fría y libre de las tentaciones?
-Porque cuando duermo tengo dos guardianas que velan mi sueño y que me protegen de esos males: la Esperanza y la Caridad.
Tentaciones de san Antonio (detalle), Cornelis Massijs.
-¡Pues para ser virtudes teologales -pensaría san Brendan- a mí me han parecido de carne y hueso, y de carne muy bien colocada sobre el hueso...!
Tanta era la pureza de San Scuithin que su cuerpo era capaz de grandes prodigios, como el de caminar sobre las aguas. Un día iba cruzando a Britania san Finbarr (Finbarr es el santo de los que se llaman Barry) en su barco cuando se lo encontró.
-¡Eh, Scuithin! Dios te bendiga, ¿que haces andando por encima del agua?
-¿Agua? ¡A mí esto me parece un prado de flores bien sencido! Mira, toma una: ¡qué bonita! 
Y sacando una hermosa flor de entre las olas, se la regaló a Finbarr. De ahí, por cierto, le vino su nombre de Scuithin o Scoithin, Scothinus en latín, porque "flor" se dice en irlandés scoth, todavía para ponderar la excelencia de algo dicen que es "den chéad scoth", "de la primera flor.
Finbarr aceptó el obsequio, pero sin convencerse:
-¡Que no, hombre! ¡Que esto es el mar! ¡Mira verás!
Y hundiendo un brazo en el agua, pescó un brillante y lustroso salmón, que le tendió a Scoithin.
-Bueno: ¡nos quedaremos cada uno con su parecer!
-Me parece muy bien. ¡Adiós!
Este milagro llegó a oídos del fabulador Álvaro Cunqueiro, que lo relató en un artículo recogido en el libro Laberinto y Compañía
El milagro de san Scuithin debió de llamarle la atención porque no es un milagro cristiano. Desde el mismo Jesús, muchos santos cristianos han caminado sobre las aguas. Algunos santos irlandeses lo han hecho así. Sin duda los habrá que hayan transformado en lagos y mares lo que fueron llanuras y valles, y al revés como en la profecía del apocalíptico brasileño: "Então o sertão virará mar e o mar virará sertão!"
Pero lo que no ha hecho ninguno, que yo sepa, es que el mar sea de verdad tierra firme sin dejar de ser mar. Como dice el poeta Denis Florence McCarthy:
"And how Scothinus walked upon the waves,
which seemed to him the meadow's verdant sod!"
"Y cómo Scoithin anduvo sobre las olas,
que le parecían la tierra de de los prados, verdeando..."
Y eso mismo es lo que sucedió cuando Bran mac Febal, que iba en su barco, se cruzó con Manannán mac Lér, el dios marino, que estaba paseando tranquilamente con su carro por las praderas oceánicas. 
Tiene mucho de los héroes paganos este Scoithin, como su pariente san Ailbe, el niño lobo, que según el sabio O'Hanlon era su primo...
La visión aterradora de la desnudez femenina, de la de su propia esposa, a la vez que espanta induce a seductora tentación al rey Cormac, en la novela de Clarke. La cabellera tendida a la espalda descubre unos pezones menudos, morenos, erectos (como los que le proporcionaron su noche de insomnio a san Brendan), "como ansiosos de proteger a su dueña del frío de la noche". En el azoramiento de la sorpresa, se tapa la cara, exponiendo el resto del cuerpo. La voz, algo ronca del susto, es de miel y por un instante Cormac piensa, por sugestión diabólica, que aquella es su legítima esposa y que bien podría sin pecado dejarse arrastrar al "febril abandono de la medianoche, a la tibieza de los miembros entrelazados por la mañana". Pero el cristiano monarca huye, y en su fuga lo acompaña el ejemplo de san Enda.
Ya he contado la conversión de san Enda, otro príncipe santo (ver El desengaño de un príncipe). Es una historia que parece sacada de una comedia de santos del Siglo de Oro. Enda, príncipe joven, apuesto y aguerrido, se encapricha de los encantos de una muchacha. Acaso haya espoleado su deseo el hechizo de lo prohibido porque la doncella es novicia y precisamente en el convento cuya abadesa es la hermana mayor de Enda, la que siempre le ha servido de mentora y sabido reprenderle con severidad cuando ha hecho falta. Conociéndola, el voluntarioso Enda le entra con prudencia y buenas palabras.
-Hay una novicia en tu convento que me tiene perdido de amores. Dale permiso para que nos casemos.
-Mal asunto es levantarle la novia a Dios.
-Dale permiso, créeme, si no quieres que ocurra cualquier disparate y caiga sobre tu conciencia; porque no sé de lo que soy capaz.
-En todo caso, lo suyo es preguntarle a ella.
-Me parece justo. La semana que viene vendré a saber la respuesta.
La abadesa convocó a la novicia y le preguntó:
-¿Qué prefieres, di: seguir constante en tu intención y entrar en religión o volver al siglo y casarte? Te advierto que te ha salido un partido inmejorable.-No valgo yo para casada, como no sea con Cristo.
-Está bien: me alegro de que creas eso. No te preocupes, yo me encargo de todo. Ahora vete a acostar que mañana será otro día.Días después, Enda volvió al convento, ansioso de de ver a la novia y hablarle.
-A ver, ¿dónde tienes escondida a esa maravilla? Di que la traigan, que no aguanto un minuto más.
-Ven tú mejor. Está en su celda esperando.
La historia se repite. Conversión de san Francisco
de Borja
, Muttoni della Vecchia.
Pero cuando el rey se precipitó a la celda, encontró a la novicia entre cuatro cirios, con la cara velada.
-¿Qué broma de mal gusto es esta?
-Has llegado tarde, hermanito.
-¡Oh, qué aspecto tan horrendo!, ¡Qué palidez cadavérica! ¡Qué ojos hundidos, en sombra, y qué nariz afilada como un cuchillo! ¡Qué dientes que le asoman! ¡Tapa, tapa, que me da escalofríos!
-¿Ves eso? Pues es de lo que te había hecho enamorarte Satanás. Si no llego a tomar cartas en el asunto...
¡Qué juego de espejos y de espejismos tan barroco edifica Clarke en la escena de la huida de Cormac, cargada de sombras y resplandores infernales! Cormac ve a su mujer a la clara luz de las velas, como una criatura luminosa hecha de tinieblas por arte diabólica (ella, que se ha desnudado y, cansada, se ha tapado un instante la cara con las manos, no ha llegado a verlo a él). Pero en el espejo de esa situación sobrecogedora, Cormac ve a Enda viendo los despojos de lo que fueron sus amores, y en él la miseria y la nada del siglo... La maldad intrínseca e insondable de la sexualidad, visión dolorosa que por distintos caminos han llegado a compartir el marido y la mujer.


Vanidad, Luca Cambiaso.