domingo, 30 de agosto de 2015

Lagunas malditas y rumores de incesto. Nuevas coincidencias de la lectura.

Seumas O'Kelly fue un escritor malogrado que, probablemente, no tuvo tiempo de alcanzar toda su talla literaria y sus obras dejan en el lector una impresión de algo inacabado y falto del toque final.
Empezó muy joven su carrera literaria en el periodismo y murió hacia los cuarenta años (no se conoce con precisión su fecha de nacimiento) en 1918 de resultas del asalto por una muchedumbre de manifestantes airados al periódico de Sinn Féin donde trabajaba. Era hombre de salud endeble, enfermo del corazón, y no resistió a la violencia del ataque.
Cultivó el teatro, la poesía, la novela y el cuento. Dejó fama de hombre amable y de buen genio. Fue gran amigo de James Stephens, que ya ha aparecido a menudo por estas entradas, y del delicado poeta Seumas O'Sullivan, con quien compartió vivienda.
De su obra, lo que más se celebra generalmente es la novela corta La tumba del tejedor (The weaver's grave), recientemente traducida al castellano: una narración irónica y fantástica impregnada de profunda simbología. 
A pesar de lo desigual de su narrativa breve, no faltan otros cuentos memorables como alguno de los que se recogen en Al borde del camino (Waysiders), traducción publicada por la misma editorial que el anterior.
Cementerio en Loughrea.
O'Kelly nació en Loughrea (Baile Locha Riach), ciudad fundada junto a un lago como indica su nombre, en Galway, al oeste de Irlanda. El paisaje de su tierra natal aparece una y otra vez en su obra. Un paisaje ambiguo, pantanoso, surcado de canales, donde el suelo se hace barro y el cielo cuajado en nubarrones se desploma una y otra vez sobre la tierra. Sus personajes, como los barqueros de The Golden Barque, parecen a menudo seres anfibios que no se sabe a qué elemento pertenecen, si a la tierra o al agua. Y esto les da un carácter liminar, de gente que ocupa una marca, tierra de nadie, difuso límite entre dos mundos.
Los cuentos suelen referirse a tipos y situaciones de esa región tratados con un realismo poético donde no faltan matices fantásticos. Por eso destaca el que se titula El lago gris ("The Gray Lake"), que es la narración de una leyenda tradicional sobre la inundación de una ciudad que yace actualmente bajo las aguas del Lago Gris (Loughrea es adaptación al inglés de un nombre irlandés que significa eso, Lago Gris).
George Brandon Saul, en su breve y útil estudio Seumas O'Kelly, asegura que era autor poco dado a la erudición y al uso de fuentes librescas, que buscaba su inspiración en lo que veía a su alrededor, en las gentes del país y lo que estas contaban. Lo cual, por cierto, cuadraría bien con lo que sabemos de sus años escolares: fue mal estudiante y parece que lo aburría bastante todo lo académico.
Si esto es así, podría pensarse que lo que hizo en The Gray Lake fue recoger y adornar una leyenda local. De hecho, los Anales de los cuatro maestros, en el siglo XVII, aluden a la de la inundación de Loughrea y antes, los Dindsenchas, tratados sobre los motivos de los topónimos, hablan de las siete fuentes llamadas "siete hermanas" de las que se alimenta el lago.
Cuenta la tradición el origen de estas fuentes. Un hombre pobre robó una magnífica yegua que pertenecía a los dioses. Estos le permitieron quedársela mientras no viese la puesta de sol sobre la bahía de Galway. Un rayo del ocaso los sorprendió un día a él y a su montura en lo alto de un monte, desde el que se divisaba a lo lejos la bahía prohibida. La yegua enloqueció y en veloz carrera de siete zancadas se precipitó monte abajo. Donde sus cascos hirieron la tierra surgieron siete manantiales que dieron nacimiento al lago gris, Loch Riabhach o Riach.
La leyenda tiene obvios paralelos en la más antigua mitología irlandesa, empezando por el mito de Bóand y el pozo de Nechtan (ver Ojos de pez, vista de pájaro y Antigüedad de Dahut) y continuando con la leyenda de santa Muirgen, a la que ya se ha aludido repetidamente en estos Retazos. Pero lo que más llama la atención en la narración de O'Kelly es el parecido con la leyenda bretona de Ker Ys.
La soprano Rosa Ponselle como prinesa de Ys en
Le roi d'Ys, de Lalo (1922). 
Conviene leer el texto, porque la gracia del cuento, de inconfundible sabor simbolista, está en lo plástico y colorido de las descripciones, evocando a veces las de las antiguas sagas medievales, y en el movimiento de la narración, con imitación de las narraciones orales de los seanchaithe, contadores de cuentos tradicionales. Pero los hechos narrados son los siguientes:
Érase una ciudad construida junto a siete manantiales de agua pura, las Siete Hermanas. Por las noches, el agua de las Siete Hermanas se enfervorizaba y cobraba una energía tal que ponía en riesgo al pueblo, así que hubo que construir un gran pozo en que se encerraban los manantiales bajo llave durante esas horas bajo una pesada tapa de hierro.
Este pozo, se viene a la cabeza inmediatamente, recuerda vivamente al de Nechtan, que saltó y creció persiguiendo a la diosa Bóand. 
El jefe de la ciudad (imaginado como algún señorón dieciochesco) en su lujoso palacio tenía en lugar secreto la llave del pozo y se encargaba de abrirlo y cerrarlo a diario con solemne ceremonia.
Este guardián de la llave vivía con una hija joven y alegre -figura que nos recuerda a la de Dahut, princesa de Ys junto a su padre el rey Gradlon- a la que mantenía como prisionera de su propio hogar, espantándole todos los pretendientes que se le acercaban. 
La ciudad veía con malos ojos esta relación malsana. No se menciona explícitamente en el texto, pero la sombra del incesto pesa sobre la casa del guardián.
No pudo evitar el adusto padre, sin embargo, que la muchacha se enamorase de un joven apuesto y pobre pastor. Al saberlo, lo mandó castigar con siete baños de inmersión en el pozo y el destierro.
Este detalle coincide con el carácter judicial y punitivo del lago mitológico de Nechtan, como el de otros lagos o fuentes donde se realizaban ordalías, costumbre de la que la leyenda de san Gangulfo, estudiada por Sterckx, conserva la memoria en tiempos modernos (ver El mártir de su mujer). El castigo del baño implica una creencia en el poder destructor de las aguas, aunque la narración de O'Kelly, según tendencia muy frecuente en la narrativa oral tradicional, racionaliza el elemento fantástico transformando la pena en público baldón. Pero aparece claramente en el hecho de que las Siete Hermanas, númenes de las fuentes, evitan al joven el contacto de sus aguas bajando su nivel a medida que el reo es descolgado por el pozo.
Estas deidades, apresadas por la noche en la cárcel de su pozo, le revelan el escondite de la llave, prometiéndole la mano de su amada si las libera. Pues su sufrimiento consiste en verse privadas de la luna, a quien aman.
Con la ayuda de la muchacha (que se le acerca a escondidas disfrazada de anciana: probable eco  del antiguo motivo de la Soberanía que tan pronto se aparece en forma de vieja como de joven).
La entrega por la princesa del secreto de la llave, traición por amor, coincide nuevamente con la leyenda bretona de Dahut y Ker Ys.
La luna desciende a la tierra. Mosaico romano.
Al levantarse la tapa del pozo, la luna bajó del cielo (¿recuerdo libresco de hechicerías literarias grecolatinas?) al encuentro de los manantiales que saltaban en espirales pujantes  y se atropellaban en todas direcciones arrasando casas y campos. No quedaron más supervivientes de la ciudad que el pastor y su amada, fundadores de Baile Locha Riabhach, Loughrea, a orillas del lago que cubre el antiguo pueblo.
El azar sintagmático de las lecturas veraniegas ha venido a colocar junto a la laguna y paisajes de Loughrea vistos por O'Kelly otro mundo ambiguo, pantanoso y anfibio con otra laguna misteriosa y maléfica. Se trata de la Normandía -concretamente del Cotentin- de Jules Barbey d'Aurevilly en Un sacerdote casado (Un prêtre marié). No solo en esta, sino en varias de sus novelas, insiste Barbey d'Aurevilly en el carácter semifantástico de estas tierras donde -dice- se hace imposible discernir con claridad tierra, agua y cielo y cuyas gentes han heredado mezclándolas las paganas supersticiones de los celtas y escandinavos.
Un sacerdote casado es una novela de una complejidad a la que no aspira el lírico relato de O'Kelly, cuya gracia consiste en entroncar con la doble tradición del folclore y de la épica medieval dentro de una actualidad simbolista.
Veamos su asunto. Entre espesos bosques, un palacio maldito donde moran, como en la leyenda irlandesa, un padre -Jean Sombreval (Valle sombrío)- con su hija, Calixte. Al aya del cuento de O'Kelly (la cual, por cierto, evoca a su vez a la Leborcham del ciclo épico de la Rama Roja, con la joven Deirdré en la morada construida para ella por Conchobar) sustituye una pareja de criados negros: irrupción de un nuevo terror, nacido del colonialismo, el de las misteriosas creencias y hechicerías de las razas primitivas, dejadas de la mano de Dios hasta la aparición del civilizado evangelizador y presa fácil de las asechanzas diabólicas. Terror a los zombis, al canibalismo, terror a la rebelión o a la venganza sorda de los esclavos.
La vieja morada se levanta a orillas de una siniestra laguna de aguas oscuras, quietas, silenciosas, que parecen convidar a sumirse en la muerte en su fría tiniebla fangosa. Esto, ya se ve, es exactamente lo contrario de las aguas vivas, exaltadas, llenas de fuego, que brotan inundando Ker Ys o la llanura de Loughrea. Y sin embargo, cuando Sombreval, condenado, se hunde en ella, sus aguas se convertirán en aceite hirviendo y fuego infernal.
Abadía y estanque de Blanchelande.
Foto de la Base Mérimée obtenida en Wikimedia commons.
El amo del palacio, aborrecido del pueblo y temido por su fuerza y poder, verdaderoso coloso en lo físico y en lo intelectual, es un hombre maldito, un cura sacrílego. Casado con engaño, ocultando a su novia su condición, causó la muerte de la infeliz esposa, fulminada por el descubrimiento de la burla. Le queda de su matrimonio una hija, criatura enfermiza, neurótica, estigmatizada, víctima de frecuentes crisis catalépticas, a la que adora y consagra su vida.
Sombreval, apóstata de su fe, se entrega en cuerpo y alma (que es lo peor) a la idolatría de la Ciencia, convertido en una figura fáustica, demonio ígneo y salamandra de laboratorio encerrada entre las llamas de sus hornos y lumbres alquímicas: todo ello para devolver la salud a Calixte. 
Pero en este genio fáustico ¿no se reconocen muchos rasgos del Coppelius/Spalanzani del Sandmann de Hoffmann. Enteramente dedicado a la creación de su autómata y verdadera hija, Olimpia (ver El elfo del sueño danés y el alemán)?
Coppelius. Dibujo de Hoffmann.
El ex-sacerdote, en abierta rebelión contra un Dios enemigo, llevará su abnegación hasta fingir la conversión y retornar sacrílegamente al sacerdocio en aras de la felicidad de su hija.
Esta, personaje de enorme energía anímica y pureza más que humana, se consagra por su parte a la obra de salvar el alma de su padre, expiando ella con su sufrimiento y abnegación los pecados paternos, para lo que en secreto profesa como monja carmelita. 
Calixte, fantasmal paseante del parque sombrío y de las orillas tenebrosas de la laguna, adopta a veces el aspecto de sirena de sus aguas, así como otras veces el de Virgen de los Mares, imagen mariana que camina, aureolada de estrellas, sobre las olas y protege a los marineros.
Néel, joven aristócrata, se enamora perdidamente de ella a pesar de su infamia y Calixte hubiera podido corresponder a su amor, a lo que estaba inclinada, de no haber sido por la obra salvífica que se había impuesto y que exigía su entrada en religión.
Ese amor paternofilial desmedido, los campesinos de la comarca lo toman por torpe pasión incestuosa, cuyos frutos son eliminados y arrojados a las aguas infernales de la laguna.
Las luchas titánicas y abnegadas de padre e hija son impotentes contra el rigor del hado. 
La guardiana de los destinos es la Malgaigne, antigua hechicera arrepentida pero que conserva sus poderes mágicos, visionarios y proféticos y que se nos pinta con rasgos de romántica druidesa, fantasmal habitante de los bosques y riberas de la laguna. Por si no quedaba claro su papel fatídico, es su oficio el de hilandera y por él se la conoce en el país como La Gran Hilandera. A ella se debe la única aparición en la novela del elemento ígneo del agua, durante uno de sus rituales de adivinación: "agua encantada que se estremecía como si tuviera una lumbre debajo". 
¿Qué me están recordando estas aguas aciagas y los fatales Sombreval, Jean y Calixte?
Segunda intervención del azar de la lectura desordenada: La quimera y La sirena negra y Dulce dueño de Emilia Pardo Bazán, que vienen una a continuación de otra en la edición que estoy leyendo (ambas están en línea en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes).
La sirena negra trae la más gráfica descripción de ese espíritu tenebroso y amante que mora en las aguas mansas -las de una de las Rías Bajas, en este caso- y que no es sino la seductora llamada de la Muerte:
 "El agua se engalana como para un funeral con esta luz mortuoria, que me recuerda la tez de espectro de Rita Quiñones; y de entre las praderías de algas, donde ondulan vegetaciones de pesadilla, una forma se alza, semejante a una de esas vislumbres que tiemblan al movimiento de las múltiples capas de agua, y cuyas líneas se disuelven, entre las gasas trémulas y fingidas, velo de los abismos. El que ve surgir una de esas apariciones inciertas y borrosas, hijas del consorcio de la fantasía con lo real, nunca deja de atribuir a la visión forma femenina. Cree discernir, fugitivos en su diseño, los brazos que han de enlazarle, el cabello donde se ha de enredar, la boca que ha de envenenar la suya, el flexuoso torso que se pegará a su pecho. La mayoría de los hombres hace surgir de la oscura profundidad el amor. Mi visión, confusamente alumbrada por la fosforescencia de las ondas, es de muerte, y su boca, al acercarse a mi boca, la cuajaría en eterno hielo.."

El cuerpo de mi sirena no es blanco, su pelo no es rubio: tiene su forma lo indeterminado de los senos sombríos de donde sale, y su melena se parece a la inextricable maraña de las algas, suspensas, enredadas y penetradas por esta luz líquida. Creo verla ascender despacio, ávida y amenazadora, como si me dijese: «Eres mío, no me huyas...»"
Ophélie, por Paul-Albert Steck
En la novela Dulce Dueño, última de las escritas por Pardo Bazán, encontramos, por el contrario, la estampa poderosa y dinámica del agua viva y pujante, arrolladora, cargada de fuerza ígnea. Se trata de una tempestad en el lago Léman:"Una electricidad pesada y punzadora serpeaba por mis nervios. Densos nubarrones se amontonaban. La barca gemía; miré al barquero; en su rostro demudado, las mordeduras del cierzo eran marcas violáceas. Me hizo una especie de guiño, que interpreté así: «¡Valor!». Yen el mismo punto, sucedió lo espantable: una hinchazón repentina, furiosa, alzó en vilo el lago entero; era la impetuosa crecida, súbita, inexplicable, como el hervor de la leche que se desborda. El barco pegó un brinco a su vez y medio se volcó. Caí."
 
Courbet, Atardecer en el lago Léman.

Por las páginas La Quimera desfilan distintos tipos psicológicos femeninos, algunos correspondientes a personajes conocidos de la época, entre los que destacan -puramente ficticias- Espina Porcel y Clara Ayamonte.
Espina Porcel es fundamentalmente un tipo de vampiresa -"vampira", dice exactamente la autora- cuya víctima es un viejo y elegante diplomático, Valdivia, al que mantiene eternamente agotado y muerto de desesperados celos, verdadero cadáver viviente. Es muchas más cosas este personaje interesante y complejo, pero me interesa ahora más el otro.
Clara es una mujer rica e independiente, huérfana y estrechamente unida a su padrino y tutor, el doctor Luz, de nombre bien significativo porque es un apasionado de la ciencia, solitario y asceta laico, que se dedica al campo de la radiación, nuevo tipo de fuego. Luz adora a Clara, a cuya formación y cuidado se ha dedicado desde que nació la pequeña. 
Su dedicación y afecto llaman la atención, rayan en lo incestuoso...
Clara es una naturaleza frágil e hipersensible, enfermiza, propensa a la neurastenia, que precisa constante atención: adolece de un "alma ávida y exhausta", característica de los tiempos decadentes...
Como hombre positivista, materialista, Luz ha procurado mantener a Clara alejada de perniciosas influencias religiosas y la ha educado en sanos principios de higiene y libertad, huyendo de vetustos prejuicios morales. 
Pero el doctor tiene un secreto: él es el padre de Clara (ya venía siendo la comidilla de la sociedad), y al saberlo ella concibe un secreto afán de expiar la falta de su madre... y es precisamente con ocasión de uno de los experimentos científicos de su padre como en una delirante revelación adquiere la vocación religiosa y determina entrar en las carmelitas de Ávila, lo que pone por obra de manera nada discreta, con ocasión de una excursión de jóvenes y frívolos, adinerados sportsmen, a aquella ciudad...
La religiosa idealizada. Herbert Draper, Para santa Dorotea (1899).
También para ella, como para Calixte, un desengaño amoroso tiene un papel determinante en su vida; solo que aquí, al revés que en Barbey, es la mujer la rechazada, incapaz de competir con un ideal superior: la religión en Barbey, el arte en Pardo Bazán. 
Marina Mayoral, en su excelente edición de La Quimera, sugiere, con razón, al doctor Pascal de Zola como claro precedente del doctor Luz. Yo creo que, además, las coincidencias con la novela de Barbey permiten suponer que Pardo Bazán la tenía presente al escribir La Quimera.

martes, 4 de agosto de 2015

Medea en Galia (prefiguraciones del barroco)

San Sidonio Apolinar es más conocido hoy, según creo, por su correspondencia con distintos personajes encumbrados de su tiempo que por sus poesías, las cuales sin embargo en su día fueron muy apreciadas y le valieron que le fuese erigida en Roma una estatua en vida.
Ocios veraniegos me han puesto en la mano las poesías de Sidonio Apolinar en traducción castellana: la de la Biblioteca Clásica de la editorial Gredos.
Sidonio Apolinar, aparte de notable literato, fue un influyente político. Estaba emparentado con la más alta nobleza imperial y fue uno de los personajes que descollaron en la convulsa Galia de su época, los dos últimos tercios del siglo V. 
Sylvestre, Saqueo de Roma por los godos.
Godos nudistas, esculturales y acróbatas.
La Galia occidental se enfrentaba a la amenaza de diversos pueblos bárbaros -britanos y godos los principales-  que peleaban entre sí en su territorio, que se oponían también a veces a la administración imperial pero que mantenían a la vez con ella estrechos lazos políticos y personales.
En fin: los britanos... En opinión del historiador de Bretaña Léon Fleuriot, los britanos no se consideraban ajenos a Roma sino defensores de la romanidad incluso frente a ese imperio juguete de las ambiciones de caudillos bárbaros que entronizaban y derrocaban emperadores a su antojo.
Sidonio Apolinar habla con desprecio de esos gigantes que se untaban el pelo de manteca  rancia, hablaban broncos idiomas y se atiborraban de ajos y cebollas. Pero fue suficientemente hábil y sagaz como para surfear sobre esas revueltas aguas manteniendo un poder estable en la importante provincia de Arvernia desde su obispado de Clermont-Ferrand.
De hecho, las cartas de Sidonio Apolinar son una fuente de conocimientos inestimable para esa época en que la documentación es escasa y confusa.
Sea cual sea el motivo de la santidad de Sidonio Apolinar, no hay que buscarlo en su obra literaria, donde la preocupación religiosa no está muy presente  (hay que exceptuar el poema de agradecimiento al britano san Fausto de Riez) y por el contrario estalla con brillo y colorido la mitología clásica. Es un autor consciente y orgulloso de su tradición cultural clásica (lo que incluye ese acervo de mitos que para él, sin duda, estarían ya vacíos de toda religiosidad). Se jacta de ella, la exhibe y se la mete por los ojos al lector como un aristócrata tronado haciendo gala y ostentación de los pocos residuos supervivientes de su antigua grandeza. 
Pero, con todo, no hay que olvidar que era un galorromano (como homo gallus, "persona gala", se define) y que las tradiciones indígenas no habían sido barridas por la romanización sino que pervivían formando parte de la mentalidad de esos romanos; incluso es probable que el idioma de los galos no se hubiese extinguido totalmente.
Los más importantes poemas que nos han llegado de Sidonio son panegíricos un tanto falsos y aduladores de emperadores. Esto respondía ya a una tradición literaria en Galia.
Pero ¿a qué viene todo este rollo de Sidonio Apolinar?
Resulta que en la anterior entrada hablaba de ese fuego viviente en el agua según la imaginación indoeuropea. 
En el Epitalamio de Ruricio e Iberia, Sidonio describe un palacio marino donde se combinan en trémula convivencia ambos elementos:
Johann Martin von Rohden, La gruta de Neptuno en Tívoli.
"La claridad del día se acumula en un estrecho espacio y, a través de las aguas temblorosas, persigue los secretos del mar profundo.
Entonces, ¡oh maravilla! la onda es atravesada hasta el fondo por el resplandor y es como si la linfa bebiera el sol y la luz seca, penetrando en el limpio fluido, perforara el líquido con su rayo ardiente"...
El original latino dice así:
"Arctatur collecta dies, tremulasque per undas
insequitur secreta vadi: transmittitur alto
perfusus splendore latex, miroque relato
lympha bibit solem, tenuique inserta fluento
perforat arenti radio lux sicca liquorem".
La traducción, véase, atenúa el vigor de la descripción con su "es como sí", donde Sidonio dijo: "¡cuento asombroso! el agua se bebe el sol". En los versos de Sidonio se percibe ese perpetuo movimiento, ese temblor de llama inherente al fuego preso en las aguas: latex, "el líquido", se refiere principalmente en latín al que fluye o se mueve: "el líquido movedizo se ve atravesado, empapado de un profundo esplendor"... "la luz se cuela con tenue corriente"...
Rubens: Paisaje con Filemón y Baucis (detalle).
Claridad ardiente de derretida luz  también el palacio de la Aurora y en la descripción de esta diosa misma (en el Panegírico de Antemio), cuyos ojos emanan fresco fuego, la piel aljofarada de rocío que parece sudor, los cabellos dorados empapados de aceites y los pechos menudos, realzados por el ceñidor, asomando bajo la túnica de púrpura.
Rubens: Aurora y Céfalo.
Estas estampas mitológicas no sabemos cómo se representarían en la imaginación de los lectores u oyentes de tiempos de Sidonio. Pero seguro que de modo distinto que en la nuestra porque nosotros conocemos los fulgores del Greco y Rubens, la eclosión sensual de Góngora, la arquitectura volátil de Borromini y Bernini: todo ese mundo vibrante y fluido del barroco que tan bien estudia Jean Rousset en Circe y el pavo real, de hace ya casi setenta años.
Uno de los mitos que se repiten en la obra de Sidonio es el de los Argonautas, y dentro de él la siembra por Jasón de los dientes del dragón, entregados por Medea enamorada, cuya mies son los Espartos, guerreros -"una hueste en la que se mecían lanzas entremezcladas con espigas", dice en su poema A Consencio- que combaten entre sí hasta su total exterminio. 
Así lo cuenta en el poema con que dedica sus obras menores a su amigo Félix: ..."Una mujer, arrebatada por la belleza del héroe griego, ablandó a los toros furiosos, impertérrita aún cuando su amado, que se había convertido en labrador a su servicio, después de haber sembrado los dientes de la serpiente vencida, tembló entre las hierbas armadas, al contemplar con estupor que su enemigo se convertía en cereal, que las espigas luchaban unas contra otras y que sobre los terrones en pie de guerra los tallos hermanos rezumaban sangre verde".
Medea, la hechicera, futura esposa de Jasón y envenenadora de sus hijos, tiene por cierto un nombre (con otro sufijo) muy parecido al de Medusa, de la que hablábamos en la anterior entrada. Med- es raíz indoeuropea que significa la "medida": la medida de medir y la medida de tomar medidas o decisiones. Médico -medicus- es en latín "el que dice la medida [que hay que tomar]". La idea de médico y la de hechicero no están lejanas. En distintos idiomas de esta raíz salen palabras que signifian "juicioso" y "poderoso". El antiguo irlandés tenía el verbo midithir, que significaba "medir, juzgar, considerar, estimar". Su nombre verbal era mess, que hoy se sigue usando -escrito meas- como "estima, buena consideración". Es fórmula habitual de despida en cartas mise le meas ("yo, con estima"). Y de ahí el verbo meas, "evaluar, opinar, estimar".
Pero volviendo al relato de Sidonio Apolinar, ¿no hay algo raro en él?
Al repasar (sin pretensión de ser exhaustivo) los relatos antiguos de este episodio, veo en todas partes que los guerreros nacieron directamente de la tierra, sin pasar por una fase vegetal. Nunca fueron hierbas ni espigas armadas, ni mucho menos se convertían de nuevo en cereales, ni tenían sangre verde como si de savia se tratase. Así se ve, por ejemplo, en el mural de Carracci.

Annibale Carracci, Jasón siembra los dientes del dragón.
(Foto: Saliko, en Wikimedia commons).
Donde sí hay plantas convertidas en guerreros por una fatal hechicera (como lo es Medea, que le dio los dientes del dragón de Ares a Jasón para sembrarlos), guerreros que vuelven a su antigua condición de plantas, es en la mitología irlandesa, como en La muerte de Cú Chulainn y La muerte de Muirchertach mac Erca.
Ya hace tiempo que se ha reconocido en esta mágica contienda de los árboles un motivo mitológico que va apareciendo acá y allá entre los celtas desde la antigüedad.
Sidonio Apolinar era hombre erudito y que gustaba de lucir su erudición. A veces, se nos dice, se encuentran en su obra pormenores de algún mito que no figuran en otras versiones más conocidas. Pudiera ser que hubiera recogido aquí este detalle del mito griego (o de un mito escita, de la Cólquide) que hubiese pasado desapercibido a otros mitógrafos y que constituiría uno más de los muchos puntos de contacto que se van descubriendo entre las creencias religiosas de los celtas y las de otros indoeuropeos más orientales (griegos, indios).
O pudiera ser, y me apetece creerlo, que Sidonio conociese una antigua leyenda gala de su Galia natal en la que se hablase de una seductora (y seducida) hechicera que, enamorada, hubiese arrastrado a su esposo a un cruel destino, para lo que con encantamientos habría convertido en guerreros a hierbas y plantas del campo.
Hace unos meses decía en una de estas entradas que me parecía posible que antiguos vestigios de esa leyenda perviviesen hasta hoy en Irlanda y Escocia (ver La maldición de la espina). ¿Por qué no suponer que una versión subsistiese en la tradición oral por Lugdunum allá por el siglo V?
Sidonio no habría tenido más que combinarla con el episodio de Jasón y Medea de la epopeya de los Argonautas, con el cual ya tenía bastantes puntos en común, dotando así a su relación de ese aspecto de transformación y de fluir permanente de lo real, tan apreciado por artistas y poetas en la época barroca.