domingo, 14 de septiembre de 2014

La desdicha de moverse

Iba diciendo que viajar, en la Edad Media, no era ningún chollo, sino una desgracia, un sacrificio, un castigo o, especialmente al empezarse a abrir las grandes rutas de Oriente, una arriesgada empresa comercial, diplomática, religiosa. Pero para esto último hay que esperar casi al siglo XIV. 
Si no olvidamos esto, adquieren otro sentido a nuestros ojos historias como la huida a Egipto de Jesús, José y la Virgen, la travesía del desierto por el pueblo hebreo, el periplo de las  Santas Mujeres y otros personajes evangélicos hasta Francia o el viaje de santa María Egipcíaca (un viaje hasta más allá de la condición humana), el destierro del Cid o el de Reinaldos de Montalbán y sus hermanos.
Relato o cartografía: Vida de santa María Egipcíaca.
Estampa popular dell siglo XIX.

El viaje es muchas veces destierro, otras peregrinación. Peregrinación, nos recuerda Zumthor, lo es a menudo literalmente: el viajero, casi siempre caminante (vehículos y caballerías se suelen reservar para el transporte de cargas), ataja a campo traviesa (es decir, peregrina, va per agros) en cuanto puede. Los caminos, pocos y malos, solo son indispensables para los carruajes.
Y así, todo viaje era, en cierto modo, una peregrinación (en el sentido moderno de la palabra): implicaba una conmoción espiritual enriquecedora.
Tal vez subsistan trazas de ello hoy día. Álvaro Cunqueiro, a mediados del siglo pasado, hizo por encargo de un periódico el reportaje de un recorrido por el Camino de Santiago (pueden leerse recogidos en el libro El pasajero en Galicia). A tenor de los artículos, la peregrinación buscaba más lo pintoresco y lo gastronómico que otra cosa. Sin embargo, Cunqueiro declara no sin sorpresa que poco a poco se fue sintiendo empapado de cierta elevación espiritual jacobea. Es verdad que era hombre de prodigiosa fantasía.
Peregrinación y misión tienen rasgos comunes; en otros aspectos son lo contrario una de otra. Zumthor dice que la peregrinación es una avidez de espacios simbólicos: la ruta del peregrino está jalonada de etapas marcadas por la presencia de las reliquias, por la memoria de la aparición o del milagro. Es un ir recolectando, un recoger los vestigios a lo largo del camino, y en este sentido una lectura del espacio: como la del lector que construye la frase pronunciándola sílaba tras sílaba, pasando las cuentas de ese rosario escrito. El peregrino se va empapando de lo sagrado a medida que va tragando leguas y santuarios.
El misionero, al contrario, va creando él los espacios sagrados. Los centros de peregrinación serán la celda que él construya, los escenarios de su lucha espiritual, de sus milagros, el relicario de sus restos. El misionero desbroza camino, brega en un espacio desnudo de símbolos, es decir el desierto sin orden ni estructura. A menudo sin nombres, porque él mismo forja la toponimia, o se creará después a partir de su vida y milagros.
Dice Bachelard, en todo caso (lo tomo de Zumthor), que viajar es siempre romper el cascarón. Recalquémoslo con ayuda de Lacan. Romper el cascarón no es como abrir una puerta y evadirse de un encierro; es partirse en dos: desollarse y salir andando en carne viva dejándose el pellejo atrás. Se nace desgarrándose porque el que entra a la vida no siente su envoltura externa -cascarón o placenta- como cosa distinta de sí.
Por esto, el desterrado medieval se arranca de su tierra como, en el famoso pasaje del cantar, el Cid de su mujer e hijas: como la uña de la carne. A Jimena le queda el recurso del claustro, refugio de orden y armonía (ver Frustración o revoltijo) en un mundo caótico, desmoronado a su alrededor con la pérdida absurda del marido. 
Desolación de la reina Elaine. Ilustración de
Howard Pyle (1905).
La novela de Lancelot lo expresa más claramente: la reina Elaine, muerto repentinamente el rey, raptado su hijo, arrebatados sus estados, incendiada su casa, no tiene más que dos caminos: entrar en religión o lanzarse al bosque: "me iré por entre esos bosques salvajes como infeliz desatentada (comme chaitive et esgaree) y puede que no tardase en perder el cuerpo y el alma".
Representantes tardíos de ese personaje que buscando una última salvación en el apartamiento de la sociedad humana se enmonta y hace cimarrón son esas fieras humanas del teatro calderoniano, como la Yrífile de La fiera, el rayo y la piedra.
Pero si nacer -viajar- es rasgarse, también es tragar de golpe aire y luz, padecer la súbita y sofocante invasión del mundo exterior, henchirse con una perdurable sensación de elevación. Sensación, se dice, momentáneamente angustiosa. El vocablo alemán Reise (observa Zumthor) es el inglés rise, "amanecer, levantarse". Este es el sentido iniciático del viaje, el camino de la peregrinación. Esta dimensión adquiere tal importancia que el camino puede llegar a recorrerse sin desplazamiento espacial. Es el caso del "camino de perfección". San Buenaventura, en el siglo XIII, titula una obra mística Itinerarium mentis in Deum, "Camino de la mente hasta dentro de Dios". En él, denomina a ese viaje sursumactio, "impulso ascendente". Más que de una ruta se trata de una escala cuyos peldaños se representan simbólicamente por los tres pares de alas del ángel de la impresión de los estigmas a san Francisco.
Sursumactio: Beatriz y Dante en su viaje al Paraíso ven a san
Buenaventura. Miniatura de Giovanni di Paolo.
Camino metafórico del alma, como el del Cántico espiritual de san Juan, como ya el de Psique desterrada en El asno de oro (otra "chaitive et esgaree"), como más tarde el de Andrenio guiado por Critilo en El criticón de Gracián. Camino de la vida hacia la salvación o la muerte (por eso me fijaba antes en la metáfora del cascarón) figurado en el juego de la Oca. Y ya que se trata de anserinas, cómo no recordar los siglos de vida errante de los hijos del rey Ler (el Lear de Shakespeare) transformados en cisnes por un hechizo y que al cabo de los años mil recobran una nueva humanidad gracias al son de las campanas anunciadoras de la nueva fe llegada a Irlanda, el cristianismo. Los hijos de Ler tornan a su ser de hombres y adquieren la gracia del bautismo, pero los siglos que han vivido como cisnes se les echan encima de golpe y mueren de decrepitud.
Dice James Carney -del que venía hablando en recientes entradas- que el cuento de los hijos de Ler lo ideó y redactó algún clérigo inspirado en el de la locura de Suibhne (Buile Suibhne). Esto puede referirse a la forma literaria, escrita, en que nos ha llegado; pero me parece difícil de creer de un mito con correspondencias en tantos sitios como el de los príncipes transformados en cisnes por un maleficio, que es, en suma, la leyenda del Caballero del Cisne.
El mito es tan sabido que hasta lo sabe Piaget, quien lo utilizó para evaluar la capacidad infantil de entender y reproducir relatos, según explica en Lenguaje y pensamiento en el niño. Allí lo encontró Lacan, que, dejándose llevar por su justa indignación ante el estilo narrativo de Piaget y la -en sus palabras- "profunda maldad (méchanceté) de toda posición pedagógica", expresa algo asombroso: "que yo sepa -dice-, no hay ni un solo mito que deje transcurrir el envejecimiento durante la transformación" (esto se lee en el libro X del Seminario).
Los hijos de Ler. Ilustración de Helen Stratton
(1915).
Pues bien, una de las leyendas más conocidas de Irlanda es la de Oisín y Niamh Cinn Óir. Se cuenta a los niños, aparece en libros infantiles y a miles de irlandesas se les pone el nombre de Niamh en recuerdo de la bellísima nieta de Ler que en su caballo blanco vino en busca de Oisín para levarlo a su paradisíaco reino de Tír na nÓg. Oisín acabó sintiendo la nostalgia y quiso regresar a nuestro mundo (como Psique). El tiempo había transcurrido aquí mucho más deprisa y cuando Oisín tocó el suelo envejeció repentinamente todos los años que había pasado con su mujer.
La decrepitud repentina consiguiente al fin de una detención sobrenatural del tiempo o de sus efectos es tema frecuente en la literatura. El Dorian Gray del irlandés Wilde, la Ayesha de She, de Rider Haggard, el señor Valdemar de Poe son ejemplos que se vienen a la cabeza a bote pronto. Es una variante de los relatos tan difundidos donde el tiempo se contrae (el monje y el canto del pajarillo) o se dilata (el aprendiz de nigromante del ejemplo de El conde Lucanor).
Peregrinación -o misión evangelizadora- y destierro en ocasiones se dan a la vez. En Irlanda, el caso más ilustre es el de san Colum Cille, cuando expulsado de su isla natal emprendió la conversión de los pictos, inaugurando la gran aventura evangelizadora de los monjes irlandeses en la Europa pagana. San Petroc se impuso a sí mismo el destierro como penitencia por haberse comprometido en nombre de Dios a que cesase la lluvia. Su viaje, según la leyenda, duró años y lo llevó hasta la India. 
A menudo la peregrinación dura hasta que las prisiones impuestas al penitente se rompen y caen por sí solas, o aparece milagrosamente su llave perdida.
No era raro en la Edad Media que la justicia secular impusiese peregrinaciones como pena para determinados delitos. Hay testimonio de que esta práctica daba lugar a excesos y disturbios variados en esas rutas de peregrinación.
El origen de la peregrinación penitencial lo encuentra Zumthor en el éiric irlandés o wergild de los germanos: el pago de una compensación pactada con las víctimas de un crimen. Aquí volvemos a encontrarnos con san Marbhán, que era el punto de partida de estas divagaciones: cuando el santo decide hacer pagar a Senchus Torpeist, rey de los poetas, y a su caterva de gorrones todos los abusos perpetrados en la corte de su hermano el rey Guaire, y muy en particular el sacrificio de su animal de compañía favorito, el prodigioso cochinillo blanco (ver Porquero contra poetas), se las arregla para enviarlos en busca de la versión original de la Táin bó Cuailngé. El santo sabe que el relato está perdido y que su búsqueda supondrá una ausencia de años.
Esto de mandar a alguien por un objeto o una serie de objetos en un viaje que implica grave riesgo es motivo frecuente en la literatura irlandesa. Es el asunto del Oidheadh Chlainne Tuireann: los tres hijos de Tuirenn matan al padre de Lug, transformado en cerdo; Lug les exige en compensación diversos objetos mágicos y los tres hermanos mueren en el empeño de conseguirlos. El mismo argumento se encuentra en la Toraigheacht Diarmada agus Gráinne (La persecución de Diarmaid y Gráinne): en este caso es Fionn mac Cumhail quien impone la imposible compensación a los asesinos de su padre. 
Y aquí no puede pensarse en la creación personal de un clérigo especialmente inspirado: Bernard Sergent ha dejado claras las muchas concomitancias de la leyenda de los hijos de Tuirenn con la de Hércules y sus trabajos, que se remontan a una mitología indoeuropea. Y es que también a Hércules se le quita de en medio exigiéndole hazañas imposibles. Y a Jasón cuando se le pide el vellocino de oro, o a Perseo la cabeza de Medusa. 
En el folclore no faltan asuntos parecidos: Los hermanos Grimm recogen el de los tres pelos del diablo, mundialmente extendido, y el de la búsqueda de algún objeto impuesta a un héroe para deshacerse de él está catalogado entre los motivos universales de cuentos tradicionales.
Asalto de cruzados a Constantinopla. manuscrito del siglo XIII.
El viaje que es búsqueda de un objeto perdido o inalcanzable es una demanda. La máxima demanda y peregrinación a la vez fueron las cruzadas, cuyo fracaso hizo patente la toma de Constantinopla en 1204 (en realidad el fracaso lo marcó la de Jerusalén, al verse que ese gran anhelo colectivo, como suele suceder con todos los deseos, se cumplía desvaneciéndose en una gran desilusión: no pasó nada). La más famosa sin duda y puede que la más fecunda es la del Santo Graal, cuyas raíces célticas no me parece que se puedan dudar, aunque se entrelacen con otras de diferentes orígenes para formar el gran edificio artúrico.
Tomando la comparación de Zumthor, estos vastos ciclos de la narrativa medieval dejan la misma impresión que la arquitectura gótica, donde columnas, columnillas y nervaduras se trenzan formando un edificio formado, más que de piedra, de aire y luz y apresados en la envoltura diáfana de sus lacerías.
¿Será casual que broten a la vez el ideal de cruzada y el estilo gótico?
En realidad, siempre se trata de lo mismo, la sursumactio que decía antes, el empujón a lo alto... la sensación de abducción causada por el crucero de una iglesia, mirando hacia la cúpula, o por el camino de perfección de un caballero andante seguido a lo largo de una novela.
De este movimiento fue lejano precedente el de los monjes irlandeses cruzando Europa hacia Oriente, desde Escocia hasta Ucrania. Del mismo modo que la frescura con que los clérigos irlandeses de la edad media temprana sienten y describen la naturaleza no se volverá a encontrar en Europa hasta que surja escondida entre la hojarasca de los márgenes ilustrados de los códices góticos.
Un nuevo sentido de la naturaleza.
Manuscrito del siglo XV.



lunes, 8 de septiembre de 2014

Juglaresas, lavanderas y otras odaliscas

Gérard Genette, en el tercero de sus libros de notas, recuerdos, ocurrencias y bosquejos variados, Apostille, vuelve a acordarse (ya lo hacía, me parece, en uno de los anteriores) de un grupo de gitanos que se había establecido no lejos de su casa, a la orilla de un río, y con los que hacía de chico muy buenas migas.
A mí esto me trae a la cabeza a la tribu de zíngaros que acampaba en el parque del palacio de Moulinsart, en Las joyas de la Castafiore de Hergé (1963). Pero a Genette, con sus vastos conocimientos, lo que se le ocurre es La leyenda de los siglos, de Victor Hugo, concretamente el poema El Cid desterrado, donde habla de los gitanos en tiempos de aquel caudillo y cuenta entre otras cosas cómo veían con cierto miedo supersticioso los cercos que dejaban los cubos húmedos en la piedra de los brocales, porque "todo círculo es la forma terrible de la noche". "Sus hijas -dice-, que van a lavar donde nacen los berros, hunden sus piernas rosadas en la corriente de los arroyos"...
Francis William Topham, Gitanos españoles (hacia 1855).
Hugo no se paraba en imaginaciones raras y anacronismos: en los días del Cid faltaban siglos para que los primeros gitanos asomasen por Valladolid (que es donde nos sitúa el poema). Aunque es dudoso, ya que no era gente muy dada a dejar trazas de su paso, parece que, oriundos del Noroeste del Indostán, aparecieron por la Península Ibérica en el siglo XV.
También parece que le falla aquí un poco la memoria a Genette: repasando el poema se ve que Hugo distingue a los gitanos de las demás "gentes del llano" y de las lavanderas en cuestión, tan sonrosadas de cutis, no se especifica que perteneciesen a aquel pueblo. 
Pero, opinión aún más extraña, para Hugo una cosa son las "gentes del llano" y otra distinta los "fríos españoles". La diferencia nace de que los llaneros son de sangre vasca y se manifiesta en que van cantando por los trigales un cantar extraño y loco, visten de lana y cuero y son de mucho rezar y más empinar el codo, que prefieren "el vino misterioso, del que nacen los cantares, al agua, ¡aunque sea del Tajo!" (las exclamaciones son mías). 
Normal: bastante misterioso es a veces el vino que le sirven a uno por ahí (hasta en tierra de tan ricos caldos), pero harto superfluo y trabajoso transportar agua del Tajo a Valladolid, y más en el siglo XI. 
La mujer llanera se ve en el poema que era bastante desinhibida, y si la muchacha gitana (gypsi) merodea por los trigales con la falda, ornada de guirnaldas de clavellinas, hecha jirones (dejando ver la pierna hasta el muslo, imaginamos), la honrada matrona, mientras da la teta a su criatura, ostenta con orgullo dos soberbios pechos de mármol y, hospitalaria, convida al viajero con los apetitosos torreznos del mostrador...
Francesco Hayez, Espigadora
(por este estilo debía de imaginar Victor Hugo
a la vallisoletana medieval).
Cosas del Romanticismo, que bien compensan hallazgos como ese "bouleversement farouche des nuées / quand les hydres de pluie ouvrent leurs noirs naseaux" ("conmoción zahareña de los nublados, cuando las hidras de lluvia abren sus negros ollares")...
Posiblemente, cuando Genette asigna las chapoteantes lavanderas a la raza calé pesa en su imprecisión la connotación erótica que da la tradición tanto al berro (ver Concepciones y partos raros) como al pueblo gitano. Basta recordar a la gitanilla cervantina o a la otra bailarina de Rubén Darío siglos después:
"...la gitana, embriagada de lujuria y cariño,
sintió cómo caía dentro de su corpiño
el bello luis de oro del artista de Francia"...
O, ya que de Valladolid se trata, las bellas acróbatas del romance de Góngora (Trepan gitanos...) que en esa ciudad  "desvanecen hombres" al ritmo y meneo de un disémico pandero, robando a la vez corazones y bolsas con el embeleco de la danza...
Aunque Cervantes y otros encomian la fidelidad de los gitanos en sus amores y matrimonios, no faltan quienes los tildan de promiscuos (entre ellos el propio Hugo y Collin de Plancy). 
Atribuirles esa libertad y falta de reglas es muestra clara de que ningún pueblo reconoce más ley que la suya. Vivir fuera de ella es vivir como los animales. Pero en fin, esta opinión infundada se extendió especialmente cuando, ya en el siglo XVII, se los empezó a distinguir mal de los moriscos, cuya gran fama de lujuriosos es sabida. La confusión llegó a los románticos como Potocky, que en el Manuscrito encontrado en Zaragoza mezcla a los gitanos de Don Avadoro con monfíes, judíos cabalistas y princesas granadinas. Y aún más tarde a Barbey d'Aurevilly, con su Vellini, la mujer fatal de Une vieille maîtresse, por cuyas venas corre sangre árabe y gitana, que enreda en una pasión diabólica e ineluctable al protagonista. 
Ya en el siglo XVII Juan de Luna, en su continuación del Lazarillo les negaba cualquier unidad étnica y afirmaba que, si había alguno que efectivamente fuese de origen egipcio, la inmensa mayoría la formaban fugitivos de la justicia y amantes de la vida libre, en particular monjas y frailes escapados de sus conventos.
Moriscos, judíos y leprosos (a los que en algún momento, allá a principios del siglo XIV, se supuso conjurados unos con otros para dominar al mundo y alguno acabó en la hoguera) comparten esta reputación de lascivia. 
Los judíos (tildados repetidamente, ellos y ellas, de exacerbada, perversa y a menudo interesada lujuria) son pueblo vagabundo, una y otra vez expulsados de acá y allá. Incluso cuando se establecen en su aljama bien delimitada, ocupan -a decir de Zumthor- un espacio fuera del espacio, lo que constituye otra manera de ser vagabundo. Su figura emblemática es el Judío Errante, castigado al vagabundeo perpetuo por haberse burlado de Cristo en su pasión. También de los gitanos decía la leyenda que estaban condenados por Dios a errar perpetuamente a causa de haber maltratado a la Virgen María durante su estancia en Egipto. Pues la creencia de que los gitanos eran originariamente judíos también existió y hasta la recoge como la más probable el Diccionario infernal de Collin de Plancy. 
Pierre Bonnaud, Salomé. La tópica piel de tigre
también era atributo de la Vellini de Barbey.
La fusión de lo gitano con el tipo de la bella judía encuentra su representación gráfica en la Salomé de Julio Romero de Torres.
Cuando el rey Mark decide castigar la infidelidad de su mujer Isolda, la condena a ser entregada a los leprosos del bosque: le inflige una pena adecuada a su delito: la destierra al mundo salvaje, dejándola a la merced de unos instintos indómitos.
En las novelas de Austin Clarke de las que hablaba en entradas recientes sucede que cuando los personajes emprenden el camino se adentran en el caos de lo no regulado, donde imponen su capricho los dioses Pan y Óengus (bastante parecido, por cierto, en alguna de sus apariciones, al peludo salvaje medieval). Y comienza su gozoso, pero aterrador a veces, descubrimiento del amor y la sexualidad.
Advierte Paul Zumthor en su libro La medida del mundo que el viajero, en la Edad Media, es siempre marginado. Victor Hugo ve acertadamente que el Cid desterrado comparte su marginación con los gitanos sin techo fijo y los demás llaneros, que habitan en chozas y madrigueras en vez de casas. 
El grado ínfimo de la humanidad lo ocupa el salvaje, habitante de países lejanos e incógnitos, cubierto de vello y armado con su cachiporra, heredada hasta no hace mucho por los gorilas de las ilustraciones populares. El salvaje, observa Zumthor, empieza a aparecer con profusión en el arte coincidiendo con el inicio de los grandes viajes a Oriente. Roger Bartra, que estudia profundamente a esta figura en El salvaje en el espejo, insiste en que en ella se encarnan todos los impulsos primitivos e incontrolados de la sexualidad. En La cárcel de amor, de Diego de San Pedro, el salvaje es la representación alegórica del deseo y el narrador se lo encuentra en unos fragosos e inaccesibles parajes boscosos de Sierra Morena, una Sierra Morena que prefigura la del Quijote. Es la representación visible de la irracionalidad, de la cara oscura del alma, imagen del sueño de la razón. Como dice el poeta Francisco López de Zárate:
"dos salvajes salieron, del dormido
entendimiento símbolo vistoso..."
Salvajes. Tapiz alemán del siglo XV.
Que al marginado se le suponga un apetito, unos poderes o un desenfreno sexual fuera de lo común no tiene nada de extraño, puesto que es por definición el que se sitúa fuera de la norma y a medio camino entre la naturaleza y la civilización.
El forastero, el viajero, siempre es peligroso y enemigo en potencia.
El pastor, ya lo hemos visto en la anterior entrada, pertenece a ese mismo mundo fronterizo: es hombre al que alguna parte le cabe de la índole natural de las bestias que pastorea. Hombre que vive al raso, que se mueve según las necesidades de su rebaño. Los pastores forman a veces comunidades cerradas y misteriosas, como los de Normandía que saca Barbey en La embrujada (L'ensorcelée), los cuales poseen los secretos de una terrible magia erótica (tal es el asunto de esa novela, por cierto: una mujer torturada hasta el suicidio por la maldición de una pasión sacrílega, consecuencia de una venganza).
El hombre medieval, sobre todo hasta el siglo XIII, aspira a la estabilidad. Como se lee una y otra vez en los textos irlandeses, ansía que la resurrección de la carne lo sorprenda donde nació. El viaje, que para muchos es hoy la más deseada realización del placer y del ocio, en la Edad Media es una desgracia o un sacrificio. La palabra inglesa travel, 'viaje', está tomada del francés travail (sigue apuntando Zumthor). ¿No dio Cervantes el título de Los trabajos de Persiles y Sigismunda al relato, fundamentalmente, de sus viajes? Así que en inglés un viaje es, en definitiva, una tortura: que es lo que designaba en latín el tripalium de donde viene nuestro trabajo.