miércoles, 9 de julio de 2014

San Marbhán y el mito de los poetas

La idea del Dios artífice, artesano del Universo le rondaba a James Carney. No por casualidad la hemos mencionado  en la anterior entrada. En cierto poema que él cita en sus Studies in Irish Literature and History, alguien, tal vez un ermitaño, describe con místico entusiasmo su morada del bosque. Es el primer poema que recoge Kenneth Jackson en su clásico estudio sobre la Naturaleza en la antigua poesía galesa e irlandesa. Un escriba medieval, al copiarlo, escribió junto a él el nombre de Suibhne Geilt. Suibhne Geilt fue un rey irlandés que debido a la maldición de un santo al que había ofendido fue desterrado de la sociedad de humana y, medio hombre medio pájaro, estuvo viviendo largo tiempo en los árboles del bosque.
El hombre pájaro aparece ya representado
en pinturas paleolíticas. Gustavo Doré,
detalle de una ilustración de
La Divina Comedia.
Es difícil de entender el poema: se ha llegado a considerar como una adivinanza. Dice una de sus estrofas:

Gobbán durigni insin
conecestar duib astoir
mo chridecan dia du nim
is hé tugatoir rodtoig.

Gobbán hizo esto
para que se os cuente su historia;
mi corazoncito, Dios del Cielo,
es el techador que lo techó.

Carney interpreta que Gobbán, empleado aquí por antonomasia, es nombre común con el significado de "arquitecto" y se refiere precisamente a Dios. El sustantivo gobbán, sin embargo, no aparece recogido en el diccionario de la Royal Irish Academy. Sí gobán, atestiguado una sola vez, con significado desconocido. Carney asegura haberlo oído en el habla actual, pero con el significado de "chapucero", contrario al sentido del poema.
No se ve qué necesidad hay de eliminar del poema al personaje de Gobbán, Gobbán Saor, que aparece como constructor maravilloso en varias leyendas medievales y es trasunto humano de Goibniu (ambos nombres comparten la misma raíz), el herrero de los Tuatha Dé Danann. Gobbán significa "herrero" y saor "artesano". El personaje es equivalente del Gofannon galés.
Yo supongo que en el poema en cuestión el que techó el edificio fue Dios, porque no tenía más techo que la bóveda celeste, como indica en la estrofa anterior.
Este poema importa muy especialmente aquí por su relación con Suibhne Geilt y, por tanto, con el fecundo tema del diálogo del rey y el ermitaño, que es el mismo de san Marbhán y su medio hermano el rey Guaire.
Hablaba de ellos hace tiempo con motivo de la novela de Austin Clarke The Bright Temptation.
Carney aplica a este tema su método: "descompone (por volver a citar el mismo libro de Azorín de la anterior entrada) las cosas para examinarlas una por una (como un relojero las piececitas de un reloj". Que es, por cierto, lo que en su opinión hace el poeta al escribir su obra, "y luego, si le place, volverlas a ensamblar" (concluye la frase de Azorín). Tarea de relojero, como la del Dios de Voltaire. Pero -admite Carney- la total libertad de creación queda excluida en el poeta (como en el relojero, por cierto), a diferencia del Artesano-creador, que forzosamente inventa las propias leyes que rigen el funcionamiento de la creación.
De no ser así, el crítico se encontraría chapoteando en un caos donde sería imposible orientarse.
El poeta trabaja dentro de unos límites y con arreglo a unas pautas que no han sido establecidas por ningún agente individual humano: esta restricción fundamental se impone al juego de desmontar y volver a montar, que es lo que estudia el crítico.
Y este análisis riguroso, meticuloso, de la crítica da resultados sorprendentes en este caso preciso, particular, de san Marbhán. Veamos. También en Escocia se da una pareja de rey y ermitaño funcionalmente similar a la de Guaire y Marbhán: se trata del rey Rhydderch y san Kentigern, o Mungo, patrón de Glasgow. 
San Kentigern y Merlín (aquí en una moderna
vidriera escocesa) son equivalentes en Gran Bretaña
de los irlandeses Mochua y Suibhne Geilt.
San Marbhán tiene en la tradición otros nombres: Mochua o Mochoe. Pues bien, Mungo es exactamente el equivalente en lengua britónica del irlandés Mochua. Tanto san Mungo (o Kentigern) como san Mochua (o Marbhán) tienen especial relación con un cerdo blanco (ver Porquero contra poetas). En esto, como en varias otras cosas, se parecen también a Myrddin, es decir el mago Merlín de la leyenda artúrica.
James Carney observa que la leyenda de Guaire y el hallazgo de la Táin bó Cuailngé (ver Porquero contra poetas) se encuentra en dos versiones. La primera (la que adaptó y versificó Samuel Ferguson, ver Los hermanos más distintos) y la segunda (la que se encuentra en Tromdámh Guairever Porquero contra poetas) difieren fundamentalmente en la intervención de san Marbhán. Todo apunta a que este episodio procede de la leyenda san Kentigerno y fue injertado (por un escritor letrado, en opinión de Carney) en el primitivo relato irlandés, que ya sería obra de otro poeta, tal vez el propio bardo Senchán Torpeist, que se convertiría así en personaje de su propia narración, amén de posible redactor de la Táin como gran obra épica. 
De ser esto así, Senchán la habría forjado a partir de distintas leyendas existentes, leyendas relativas a diferentes lugares (ver Dioses, ángeles, genios y santos). Habría fingido que se trataba de un antiguo poema perdido y habría escrito la historia de su descubrimiento por medios mágicos, en la cual él era protagonista. Todo ello me parece -no es más que una impresión- demasiado enrevesamiento narratológico para el siglo VII. Pero Carney, ya queda dicho, es un gran humanista, un admirador de la creación poética, de la voluntad y oficio del artista, cuya obra, para él, suele superar a la tradición colectiva y precederla.
(Uno siempre ha opinado que en el arte es tan irreal -por lo menos- un creador humano como un creador sobrehumano. ¿Galgos o podencos? La disyuntiva me parece que tiene tanto sentido como preguntarse quién hace la lluvia, si los dioses del ramo o el hechicero con la técnica de su danza).
James Carney, con su perspicacia y minuciosidad, dirige su objetivo a continuación a una serie de narraciones que comparten un haz de rasgos precisos y coherentes, sin que todos ellos se encuentren en cada una de ellas. La comparación lo conduce a reconstruir un prototipo que es la primitiva novela de Tristán e Isolda. También lo lleva a concluir que su autor la escribió con toda probabilidad en el sur de Escocia, en el siglo VIII y en un medio similar (si no el mismo) a aquel en que se compuso la Táin bó Cuailngé.
Para componer su obra, el poeta primitivo echó mano de variado material de desguace: cuentos orientales, mitos clásicos como Píramo y Tisbe, Perseo y Andrómeda, Teseo y el laberinto (a estos dos héroes asonantados, curiosamente, los confunde por lapsus... ¡en un párrafo donde comenta cómo los confundía el primitivo adaptador!). 
Pensar que un poeta, por genial que sea, haya ideado y sacado de su cabeza (o de su biblioteca) los personajes y el cuento de Tristán e Isolda es como suponer otro tanto de Edipo, de Don Juan, de Hamlet (hay un curioso libro de Vicente Risco, Mitología cristiana, de 1963, sobre algunos de estos tipos universales)... algo, para mí, difícilmente concebible. Yo creo que esos mitos, si funcionan como tales, es porque preexisten a los poetas que los formularon. Corresponden, dirá el psicoanálisis, a estructuras psíquicas muy hondas.
Carney es reacio a admitir estos trasfondos mitológicos. Su racionalismo humanista lo conduce a ver, donde los creen encontrar otros estudiosos, simples hallazgos narrativos y mezcla de retales entresacados de acá y allá sin más  función que la de entretener ni más causa que la fantasía de distintos autores. Para él la coincidencia de los textos se debe, en suma, a que las situaciones y peripecias imaginables son habas contadas y a que unos poetas beben de la obra de otros.  

Esto es cierto, pero también lo es que mitos que se contaban de Lug u otros dioses antiguos se siguieron contando muchos siglos después atribuidos a santos cristianos sin que hubiesen cambiado de función (explicar el poder milagroso de una fuente, por ejemplo). Sergent y Sterckx ofrecen bastante muestras de esto.
En los textos irlandeses de más reputada antigüedad constantemente aparecen situaciones y objetos que no pueden ser anteriores al cristianismo. También en las miniaturas góticas vemos a los guerreros de la Iliada en forma de paladines caballerescos sin que eso reste antigüedad a los mitos que cuenta Homero.
Paris. Alabastro alemán del siglo XVI.
Naturalmente, Carney es escéptico ante todo lo que merme la responsabilidad del autor en su obra. A mí se me hace, al revés, mucho más fácil de creer que mande el cuento en el cuentista que el cuentista en el cuento. Pero esto no merma la verdad, recalcada una y otra vez por Zumthor, de que la obra oral, tradicional o no, cambia enteramente de naturaleza al nacer al mundo de la cultura escrita. La literatura oral medieval -o como queramos llamarla, puesto que no era obra de literatos ni se escribía con letras- anterior a este paso es, en rigor, incognoscible. Pero existía y en lo escrito por los letrados dejó su huella
Atribuir todo lo que tienen en común muchas de aquellas obras a simple influencia de unas en otras, seguida de una imprescindible adaptación, sería como achacar las semejanzas entre el sánscrito y el irlandés a más que improbables préstamos lingüísticos. 
Aparte de los trabajos de Dumézil y sus discípulos, estudios de poética indoeuropea más recientes como los de Calvert Watkins (How to Kill a Dragon, 1995) o M. L. West (Indo-European Poetry and Myth, 2007) dejan poca duda de la existencia de ese fondo común. Así también la Storia notturna (1991) de Carlo Ginzburg, tantas veces citada en estas entradas, que se abre a un campo aún más vasto. Si James Carney hubiera podido conocer ese libro, seguramente hubiera reparado en la honda semejanza entre los cuentos folclóricos irlandeses de personas que se ven  abocadas a participar en contiendas deportivas entre distintos bandos de seres sobrenaturales y las luchas nocturnas de los benandanti y otros fenómenos similares estudiados por el italiano. Y así, acaso no les hubiera dado por origen un arquetipo único del siglo XVIII compuesto por un autor que se basaba en obras literarias más antiguas.


lunes, 7 de julio de 2014

Autores de ficción

James Carney fue uno de los grandes estudiosos de la literatura irlandesa en el siglo pasado. Aparte de formarse en Irlanda con grandes maestros como Osborne Bergin o T. F. O'Rahilly, pasó temporadas en el extranjero, estudiando y enseñando.
En pleno auge del nazismo, en 1936, viajó a Alemania para seguir las clases del gran filólogo suizo Thurneysen. Pasados los años, recordaba el ambiente mesiánico que se vivía entonces en aquel país. "Yo no puedo decir que sea un dios -le había comentado una mujer sencilla, cristiana, refiriéndose a Hitler-, pero en todo caso es un enviado de Dios"...
Celebración nazi en 1935.
En 1955 James Carney publicó un libro que causó sensación y revuelo: se titula Estudios sobre literatura e Historia irlandesas
Estoy leyendo estos días ese brillante libro, lleno de intuición crítica y de erudición. 
Una de las tesis que resultaron escandalosas en él en su momento hoy nos parece obvia y cosa de sentido común. La literatura temprana medieval es obra (o ha llegado a nosotros por obra) de letrados. Eran estos (especialmente los que procedían de fuera del Imperio Romano) personas que poseían al menos dos lenguas y dos culturas: la vernácula y la latina, esta con vocación de universalidad. En muchos lugares, distintas lenguas y culturas vernáculas estaban en contacto. Una de estas regiones eran las islas Británicas. No sería excepcional que un clérigo de la actual Escocia pudiese, aparte del latín, expresarse en más de un idioma: irlandés, británico, picto, inglés antiguo...  Este era un medio idóneo para que las ideas, las formas poéticas, los motivos y fórmulas narrativos, viajasen acá y allá. Lo irlandés, lo anglosajón, incluso lo nórdico y otros ámbitos culturales más lejanos no forman mundos aislados y estancos sino espacios de tránsito.
James Carney quería leer las obras antiguas con ojos de lector de literatura y no de filólogo. Admiraba al escritor como creador y artista. Cuando se enfrenta a una obra compuesta con arte, capaz de suscitar por medios técnicamente complejos una emoción estética, se dice: "Esta maravilla no puede ser obra del azar; tiene que tener un autor y ser fruto de la inspiración de un gran poeta".
Es lo de los famosos versos de Voltaire en la sátira Les cabales: considerando el mecanismo perfectamente concertado del cosmos, ¿cómo concebir que funcione el reloj sin que exista el relojero?
El razonamiento es bastante más viejo que Voltaire.
Dios, artífice del universo. Miniatura
del siglo XIII.
Otro de los libros que, casualmente, estoy leyendo estos días es De la naturaleza de los dioses, el diálogo de Cicerón. ¿Por qué lo traigo a cuento? Porque ese es exactamente el mismo razonamiento de uno de los interlocutores, Balbo el estoico, para demostrar la existencia de los dioses: la belleza, la perfección, la exacta complejidad del mundo no pueden explicarse sin un autor consciente, sabio y bueno.
Aplicándolo, pues, a la pequeña escala de las producciones humanas, se llega a la evidente conclusión de que no hay, no puede haber ni concebirse una obra de arte, obra excelsa, sin un artista que la haya creado.
El argumento puede invertirse y la incoherencia, la falta de acuerdo o de conexión entre unas partes y otras de la obra, las salidas de tono y todo lo que choque a los modelos del lector se atribuye a despiste, a impericia, a error del creador en suma: errar es humano y al fin y al cabo, ya se sabe, hasta el buen Homero echa una cabezadita de tanto en tanto. En suma, todo son rastros y trazas de la mano del artista, que es a su obra (guardando la proporción) lo que es al mundo Dios cuando se pasea por Su creación dejándola vestida de hermosura...
James Carney se complace en desmontar una obra literaria e identificar de dónde tomó el poeta cada uno de sus componentes: este episodio de la vida de un santo; esta fórmula de una leyenda; aquella situación de un sermonario; este detalle de las Etimologías de san Isidoro... Lo imaginamos como uno de esos clérigos de las pinturas medievales, sentado ante su atril y con su pequeña pero selecta biblioteca al alcance de la mano para ir espigando, como haría un farmacéutico con sus simples.
Oí hace unos meses, a propósito de los Cantares gallegos de Rosalía Castro (como es sabido, los Cantares gallegos son poemas que glosan o desarrollan una copla popular, tradicional), a Luis Alberto de Cuenca, fino poeta y humanista de vasta cultura, expresarse en términos parecidos a estos, que cito de memoria : "Cuando alguien les hable de tradición, de creación literaria colectiva, no se fíen ustedes. Al final, siempre encontraremos al poeta. El que quiera convencerles de otra cosa no es de fiar".
Claro que no era eso lo que pensaban los antiguos griegos para quienes las Musas eran alguien, seres divinos de existencia real y no figuras alegóricas; 
Alexander August Hirsch, Musa inspirando a Orfeo (1865)
ni tampoco los cristianos que creían y creen en el carácter inspirado de muchas obras literarias. Ya he traído a colación alguna vez al poeta Caedmon y su himno revelado, inaugural de la poesía inglesa. 
San Gregorio inspirado por el Espíritu Santo. Miniatura del
siglo XII.
Otra de las lecturas que tengo entre manos es de Azorín. Un libro de ensayos titulado Andando y pensando que casualmente he adquirido el otro día. Es del año veintinueve. En la página 113 leo: "la obra de arte es la creación de la multitud, en el tiempo y en el espacio, y <que> la crítica es la revelación a la multitud de la obra que ella misma ha creado. Sí: para nosotros el "genio" es la condensación de la muchedumbre". Y en apoyo de su opinión cita unas palabras de su amigo Baroja: "el genio no es más que el punto de confluencia, en un cerebro, de las grandes corrientes creadas por las muchedumbres inconscientemente".  
Yo confieso que me fío más de Azorín y de Baroja que de Luis Alberto de Cuenca.
Y me resulta extraño que siga coleando hoy día la polémica agria y sobada de tradicionalistas e individualistas en el origen de la épica medieval, que es la raíz y la madre del cordero de todo este campo de Agramante.
Pasados los años, se ve cómo franceses y alemanes, a finales del XIX, hicieron de la épica medieval y sus orígenes una liza en que se combatían con el mismo encono aunque menos mortíferamente que harían en las líneas de trincheras en la Gran Guerra.
A. von Kaulbach, Germania.
La idea de la poesía épica como emanación del espíritu colectivo de un pueblo tenía un tufillo de Romanticismo nacionalista alemán muy malo de tragar para unos franceses nutridos de revanchismo desde la humillante derrota de 1870. Ellos le oponían un ideal luminoso, humanista y mediterráneo, que ensalzaba al individuo, a sus derechos y libertades: en suma, los valores republicanos de la Revolución Francesa.
No es de extrañar que los grandes iniciadores de los estudios célticos en Irlanda, germanófilos muchos de ellos, se sintiesen atraídos por la exaltación de la lengua y la tradición como máximos exponentes del espíritu nacional (poco más quedaba para entonces de la gran cultura irlandesa del pasado).
Tampoco tiene nada de raro que a diez años del final de la segunda gran contienda, y con la agobiante angustia de sus consecuencias (la amenaza atómica en primerísimo lugar) encima, aquellas teorías del espíritu nacional, que en parte habían servido para cimentar ideológicamente al nazismo, fuesen objeto de repulsa y causa de grima. 
"Formación del espíritu nacional" se llamaba una asignatura, tibiamente fascista y abrumadoramente aburrida, sucesora de la de "Formación política", por la que tuvieron que pasar muchos estudiantes españoles de Enseñanza Media durante el crepúsculo del franquismo. Y tengo comprobado que a muchos de ellos (igual que a mí) les basta ese sintagma, "espíritu nacional", para provocarles una dentera como si mordieran en un limón. Lo de menos es su noble estirpe romántica. 
Ya he dicho de paso que James Carney había tenido ocasión de vivir una temporada en plena Alemania del III Reich y comprobar por sí mismo el ambiente que reinaba allí.
Hoy día, que ya peinan canas los nacidos veinte años después de la guerra y que los conflictos son otros, pesan menos esas circunstancias históricas. El papel activo, creativo, del artista y de la persona en general está en tela de juicio. 
El de la colectividad como autor ha vuelto a reivindicarse, por ejemplo en los estudios de Paul Zumthor. Y los de Grisward, de Sergent, de Lecouteux demuestran que mitos antiquísimos se abren paso en la literatura sin que tengan ni puedan tener conciencia de ello los mismos autores de las obras que los acogen.
Los llamados (por comodidad) autores hacen sin saber lo que hacen. ¿Qué sabía Shakespeare de las tremendas connotaciones del motivo de las tres cajas, estudiado por Freud, tan importante en El mercader de Venecia? Seguramente muy poco o nada. 
Ya es un tópico (pero un tópico que es una verdad) el que la obra artística cobra distinto sentido a la luz de las demás que conviven con ella en la literatura y va transformándose a medida que estas van apareciendo. Al fin y al cabo, según la etimología, un autor (del latín augeo) es un aumentador, un añadidor.  ¿Cómo leer cualquier texto medieval sobre Tristán e Isolda sin que le resuene a uno en la cabeza la música de Wagner? 
Tristán e Isolda, por Waterhouse.
Nada de la materia de Bretaña puede verse hoy como si no hubiesen existido Mallory, Tennyson, los prerrafaelitas... Y de eso ¿qué culpa tienen ni qué podían saber los autores que escribían en la Edad Media, ya fuesen unos habilidosos artistas o se limitasen a poner por escrito unas leyendas tradicionales? 
La impresión que uno tiene es que el escritor controla mucho menos de lo que pensaba James Carney.