viernes, 11 de abril de 2014

Porquero contra poetas

Ethna y Aidan, la joven pareja protagonista de la novela de Austin Clarke The Bright Temptation (ver la entrada anterior), en el curso de su solitaria peregrinación llegan a un ameno valle donde encuentran una cueva a propósito para guarecerse y esconderse de sus perseguidores.
No merece la pena extenderse ahora sobre el simbolismo del valle, cuna y regazo acogedor, ni menos de la cueva, seno y vientre protector de la tierra, escenario propicio a los amores, como la de Dido y Eneas, la de Acis y Galatea y otras muchas más que se podrían venir a la cabeza. 
Dido y Eneas en su cueva. Manuscrito del siglo V
Tal es la sensación de amparo que Ethna siente y expresa el deseo de quedarse a vivir allí como ermitaña según una elemental regla de su invención: pasarlo bien y hacer lo que se le antoje. Es la regla de la abadía de Thélème fundada por el hermano Jean des Entommeures de Gargantua, siete siglos después de Ethna.
Como suele suceder en estas novelas de Clarke, cada lugar es significativo, como si fuese un hipervínculo que remite a los personajes (y por tanto al lector) a un episodio mítico o legendario de la antigua Irlanda. Aquí son dos; uno, de los tiempos del paganismo: la infancia de Deirdre custodiada por Leborcham en su casa del bosque, y otro ya de tiempos cristianos: la conversación entre san Marbhán y el rey Guaire.
Guaire, rey de Connacht proverbial por su generosidad, ya ha aparecido repetidamente en etas entradas. 
Marbhán es conocido fundamentalmente por dos textos medievales, una narración y un poema lírico dialogado, al que su editor Kuno Meyer dio el título de Rey y Ermitaño, y que por su emocionante sentimiento de la naturaleza ha sido recogido en distintas antologías y comentado por autores de la talla de Kenneth Jackson o Gerard Murphy.
Del poema, que parece datar del siglo X, no hay más que una copia tardía y defectuosa, de principios del XVI. 
En las primeras estrofas el rey Guaire se dirige a san Marbhán, su medio hermano, al que le ha llegado la hora de hacer testamento, preguntándole por qué prefiere dormir al raso, en el campo, en vez de en una cama decente.
Marbhán, cuyo nombre significa "Muertecito" -tal vez esté a las puertas de la muerte y por eso debe testar: en todo caso ha muerto para el mundo, por el hecho de haber renegado del siglo y haberse acogido al bosque, espacio ajeno al cosmos- comienza por legar a distintos santos sus pertenencias: su taza, su animal de compañía favorito, su cuchillo, su garrota, su choza, su zurrón, un objeto que no se sabe qué es llamado "spedudhud"... A continuación, se explaya en la descripción de las delicias de su vivienda eremítica. Entre fresnos, avellanos, manzanos, brezos y madreselvas, un gran tejo sostiene el cielo y el roble desafía a la tormenta. La hiedra se enreda en los troncos... Ante unas admirables vistas de Connacht, acuden a visitarlo los habitantes del bosque: el mirlo, como una dama vestida de negro, viene a cantarle, los ciervos retozan en los arroyos donde verdean los berros y nadan salmones y truchas; cabras, cerdos, zorros, jabalíes y tejones pasean, juegan o remolonean alrededor. ¡El bosque es un gran banquete!: manzanas, serbas, endrinas, arándanos, fresas, uvas de perro, bellotas, nueces, mejorana, ajos silvestres, avellanas, ácoros, huevos, miel. Pero también es un concierto: junto a mirlos, petirrojos y cuclillos, abejas y abejorros, patos, cisnes y gansos, trogloditas, pájaros carpinteros, garzas, gaviotas, urogallos, el mugido de las vacas, la música del viento y del agua. Nada tiene que envidiar, en suma, el ermitaño al rey.
Este poema pertenece a un conjunto lírico de poemas celebración de la vida solitaria en la naturaleza verdaderamente excepcional en la Edad Media por su temática, su mística cósmica y su sencillez formal. Algo muy característico de la literatura irlandesa. Kenneth Jackson los estudia en su clásico libro de 1935 Studies in Early Celtic Nature Poetry.
La relación con la naturaleza no era tan seráfica como
la pinta la poesía. Escena de caza en la interpretación
dieciochena de una estela picta.
El espíritu de pobreza, de alegría y de fraternidad universal extendida no sólo a los hombres, sino a la creación entera, parece anunciar lo que serán tres siglos más tarde los ideales franciscanos.
El segundo texto, también justamente famoso, se llama Tromdámh Guaire, algo así como La panda de pesados o de gorrones de Guaire; también conocido, aunque menos, por Imtheacht na Tromdáimhe, La incursión de los pelmazos o gorrones. Con este título apareció la primera edición moderna, obra de Owen Connellan, un estudioso del siglo XIX. Ya en el XX fue editada por Maud Joynt.
Maud Joynt fue uno de los muchos personajes pintorescos que dio Irlanda a finales del siglo XIX y principios del XX.
Pertenecía a una familia de origen francés y de credo metodista. Su padre, que era cirujano, ocupó un alto cargo en la administración sanitaria británica en la India, donde pasó Maud parte de su infancia, aunque se duda si nació allí o en Irlanda, en Ros Comáin (Roscommon). Siendo muy niña, aprendió con su padre el griego clásico y con su niñera el hindi. Cuando la familia regresó a Irlanda Maud se hizo maestra y empezó a estudiar el sánscrito, el galés y el irlandés antiguo y moderno, viajando a las zonas donde se conservaba el idioma. También conocía el alemán y otros idiomas modernos.  Trabajó como lexicógrafa, traductora y editora de textos medievales, pero también  le interesaron la pintura, la filosofía y la espiritualidad. Era radicalmente feminista. Se la tenía por teósofa y "medio budista". Era vegetariana, dormía en una cama de campaña y no calzaba más que sandalias. 
Veo ahora aquí que existía en Dublín una larga tradición vegetariana, y que el vegetarianismo solía coincidir con el esoterismo  y también, por otro lado, con el movimiento independentista.
Hay que añadir a todo esto su aspecto: era muy bajita y su rostro y actitud siempre traducían una paz extática y como de otro mundo, fácil de confundir con una inexpresividad glacial. Según se cuenta, la gente de los pueblos donde solía acudir a perfeccionar su manejo del irlandés la consideraba un bicho raro y amablemente la tomaba a chirigota.
Aunque fue poco lo que escribió, basta su colección de antiguos cuentos irlandeses The Golden legends of the Gael para demostrar que era una autora nada desdeñable.
Pero volviendo a san Marbhán: cuenta el Tromdámh Guaire que a la muerte de Dallán Forgaill, a quien se atribuye el largo y oscuro poema encomiástico Amhra Coluim Cille, elogio de san Colum Cille, heredó su puesto de archipoeta irlandés Senchán Torpeist. 
Una imagen del bardo romántica, como Moisés
céltico. The bard , por Benajmin West (1778).
Si es muy posible que parte de la obra de Dallán se nos haya conservado, nada nos ha llegado de su sucesor. Lo primero que hizo el nuevo rey de poetas fue, a la cabeza de una numerosa tropa de bardos con sus respectivas familias, presentarse en Durlas, la corte del rey Guaire, famoso por su generosidad.
La visita de los poetas era para echarse a temblar, dado lo excesivo y caprichoso de sus exigencias. Podían arruinar al más acaudalado en pocos días y quien les negase el menor capricho se exponía a ser víctima de sus sátiras. Esto no solo acarreaba el ridículo y la deshonra, sino que podía provocar verdaderas enfermedades: en particular, tumores repugnantes en la cara que incluso llegaban a ser mortales. Es cierto que si la sátira era injusta el propio poeta caía bajo su propia maldición (de manera que le convenía pensárselo dos veces), pero esto no libraba a la víctima del dicterio.
Guaire recibió a los gorrones con la magnificencia que lo caracterizaba pero los poetas no quedaron contentos y no tardaron en exigir sus antojos estrambóticos. Empezaron, no poía ser de otra manera, las mujeres. Por suerte, el rey contaba con su medio hermano Marbhán, "primer profeta del cielo y de la tierra", que se había hecho porquero del rey para poder llevar vida retirada y solitaria en los bosques.
Aparte de por su nombre, que ya he comentado, por este oficio de porquero se relaciona inequívocamente el personaje con el Más Allá. A lo largo de estas entradas nos has ido saliendo una y otra vez los porqueros. Hay que recordar que el mismo san Patricio fue porquero. El cerdo era un animal cargado de sacralidad para los galos, britanos e irlandeses; probablemente para todos los celtas. Y también entre otros indoeuropeos: en el momento del rapto de Proserpina, un porquero, Eubuleo, estaba presente; la tierra, al abrirse, se tragó su piara. En memoria de eso, las mujeres griegas arrojaban cochinillos en sacrificio a pozos consagrados a Proserpina y Deméter, su madre, durante la fiesta de las tesmoforias. Al cabo de algún tiempo, los restos podridos se recogían y utilizaban como abono divino. Eubuleo se convirtió en un dios importante en el culto de Eleusis y se lo identificaba con Hades y Plutón; también con Dionisos. Según indica Kerenyi, probablemente Eubuleo fuese el autor material del rapto en una versión antigua del mito.
Cabeza de Eubuleo. Copia de un original
de Praxíteles. 
En el mito griego, pues, también se relaciona estrechamente el porquero con el reino de los muertos.
Marbhán hace en el relato de los bardos pedigüeños el papel del auxiliar ingenioso, a veces sobrenatural, de los cuentos tradicionales, que resuelve los problemas o retos que debe superar el héroe.
Uno de los primeros antojos fue que Marbhán matase a su cerdo blanco, animal de compañía que le servía de pastor, de callista y de músico, para sacarle las mantecas. Sus lengüetazos curaban las heridas y durezas de los pies y cantaba mejor que los mirlos de manera que Marbhán lo usaba para conciliar el sueño cuando estaba insomne. Era el mejor amigo de su amo. La viuda de Dallán quería su gordura para darse friegas en la espalda, pero no le prestaron, porque el caballo en que iba montada se cayó, aplastándola.
Harto de las exorbitantes exigencias de los poetas y rencoroso por la muerte del cerdo blanco, san Marbhán se presentó en los aposentos que les habían dispuesto. Comenzó entonces un torneo de preguntas y respuestas entre uno y otros. Marbhán fue venciendo a todos los poetas y rindiéndolos por cansancio. Del esfuerzo, al propio Senchán se le saltó un ojo, que el santo le volvió a poner milagrosamente en su cuenca por temor al enfado de Guaire, bajo cuya hospitalidad y protección estaban al fin y al cabo (este milagro de la restitución del ojo a su órbita ya nos ha aparecido en la vida de otros santos; el más famoso probablemente san Guenole). Al final los retó a recitar la Táin bó Cuailngé. Así se titula el principal relato épico de la Irlanda medieval. En época de Senchán Torpeist estaba olvidado y perdido y ninguno de los poetas era capaz de recordarlo entero. Marbhán les impuso los geasa de no poder componer poemas ni dormir dos días bajo el mismo techo hasta que no lo consiguiesen. Así se deshacía de ellos para siempre.
Los poetas partieron a Escocia en busca del cantar perdido. Por el camino se encontraron con un leproso.
-Buen hombre, ¿está lejos la corte de Laiginn?
-Ahí cerca.
-¿Nos dejaría el rey un barco para pasar a Escocia?
-Sí, a cambio de un cantar que compongáis en su honor.
-Eso no podemos hacerlo, por culpa de una maldición que nos han echado.
-No os preocupéis: yo os lo hago. Pero no os saldrá de balde.
-¿Qué pides?
-Un beso en la boca; un beso de vuestro jefe.
Baño de un leproso: Naamán. Esmalte del siglo XII.
Senchán recordó entonces que aquella era una de las maldiciones de Marbhán, irritado por su soberbia: "¡Así te veas morreándote con un leproso!"
Y comprendió que tenía que pasar por ahí.
El leproso es otro personaje que se mueve en la tierra de nadie, entre dos mundos. Es un muerto en vida, pertenece a una sociedad aparte cuando no es directamente un solitario, un ermitaño voluntario o forzoso. Y, como en el caso de otros marginados, su avidez sexual era proverbial. También es cierto que se le prestaba a la lepra un origen sexual, viéndose en ella más castigo que enfermedad...
Senchán estuvo buscando el poema por Escocia durante todo un año, y nada. Al volver a Irlanda, se encontró con un santo, san Caillín, que era hermano de madre suyo. Senchán se alegró mucho y empezó a contarle sus tribulaciones.
-¿Qué me vas a contar que yo no sepa? ¡El leproso del morreo era yo!
-¿Qué dices?
-Lo que oyes. Era un escarmiento que Dios te mandaba por ser tan creído. Y para que te enteres, habéis hecho el viaje a lo tonto, porque el único que sabe algo de la Táin es precisamente san Marbhán. 
Cuando preguntaron al santo porquero, contestó este:
-Ni entre los vivos ni entre los muertos hay quien se sepa el cuento bien, como no sea Fergus mac Roi, que tomó parte en los hechos.
-¡Dónde estará ya! ¿Cuántos siglos hace de esa guerra?
-Dios todo lo puede, y más si se lo pedimos los santos de Irlanda, que somos muchos, todos a una. 
Se invitó a todos los santos que se pudo y, reunidos ante la tumba de Fergus, se pusieron a rezar hasta que Dios le permitió alzarse de la tumba. Era tan alto que su voz no llegaba a oídos de los hombres cuando estaba de pie y tuvo que sentarse para que lo oyesen. Iba recitando y san Ciarán de Cluain lo cogía al dictado. Cuando terminó, cansado, el héroe se volvió a su tumba.
Hasta aquí la historia de los poetas gorrones y la recuperación de la Táin.
Este cuento ha gozado de cierta fortuna literaria en tiempos modernos.
Pero de eso hablaré otro día.


miércoles, 2 de abril de 2014

Frustración o revoltijo (The Bright Temptation)

La pista de Éithne, santa de la mítica estirpe de los Tuatha Dé Danann, nos condujo a la novela de Austin Clarke El sol baila por Pascua. Baile del sol, júbilo danzarín que también se da por estas tierras, en unos sitios por pascua, en otros por san Juan... 
Es esa la última novela de Clarke y data de 1952. Despertada la curiosidad, me dio por acudir a la primera, The Bright Temptation, de 1932. 
Ilustración de Ruth Brandt para The Bright Temptation, (1965).
A pesar de los veinte años transcurridos entre una y otra, las novelas se parecen. En las dos se trata de una pareja, más joven y casi niña en esta primera, que a lo largo de una peregrinación de iniciación amorosa va recorriendo un territorio, un paisaje marcado por distintos hitos que son referencias míticas al mundo de los dioses y héroes paganos (aquí, insistentemente, los fianna de Fionn mac Cumhail y la huida y persecución de Darmaid y Gráinne, relato antecesor de Tristán e Isolda). Las andanzas y milagros de los primeros santos del cristianismo insular se confunden en el mismo tiempo primordial con las maravillas de aquellos otros héroes.
Esta es la lección que se extrae del la leyenda de santa Éithne: que unos y otros no pertenecen a mundos separados y estancos.
La clara y simétrica estructura que se deja ver en El sol baila por Pascua, con sus dos ampliaciones narrativas, una sobre santa Éithne y otra sobre el rey transformado en macho cabrío, no aparece en la primera, que da la sensación de vértigo y desconcierto de un torbellino que arrastra sin tregua a los personajes en un constante rebotar de peripecias, como pedruscos rodando cuesta abajo. Las aventuras que se suceden sin descanso: pérdidas, reencuentros, prisiones, desapariciones, secuestros, recuerdan al ritmo acelerado de la novela bizantina.
Es verdad que la leyenda de los santos no desdeñó verterse en el molde de la novela griega, de lo que es prueba la de san Eustaquio, reconocible en la novela de El caballero Zifar
Una nítida bipartición divide la realidad en dos espacios: uno disciplinado, luminoso y tranquilizador: el del claustro, ordenado en horario, calendario, paisaje y arquitectura según la regla, y el otro desquiciante, caótico y nocturno del mundo profano, donde habitan las pasiones y los demonios. El bosque y el pantano, espacios limítrofes entre nuestro mundo y el Más Allá, tierras de nadie que no acaban de pertenecer a ninguno de los dos, son muestras extremas de esta geografía caótica, poblada de seres a medio camino entre lo humano y lo monstruoso, como los guerreros errantes, capaces de las más asombrosas proezas, los cortadores de turba, que parecen pedazos arrancados de la tierra o el Prumpolawn (Escarabajo), que fue un forzudo al servicio de un santo, como san Maccarthinn de Cloghar, el compañero de san Patricio.
La turbera no pertenece ni a este mundo ni al otro. Turbera, por
 Kitty Kielland.
Clarke para explicar esta jungla a la que subyace un orden misterioso se vale ya aquí del símil del aparente desorden de las miniaturas medievales, pobladas de hojarasca y monstruosas sabandijas pintorescas.
Por supuesto que cabe una lectura jungiana de estos dos mundos: el profundo, tenebroso y aterrador de las profundidades y el diáfano y geométrico del individuo racional y civilizado. Pero he aquí que según Clarke la seguridad y la paz del primero se pagan con la ablación de aspiraciones, deseos y posibilidades que constituyen la verdadera riqueza del individuo y dan sentido pleno al mundo. La síntesis está en el amor, espiritual y sexual.
Clarke, proyectando un tanto anacrónicamente la psicología colectiva de la Irlanda de su tiempo a la época de su novela, culpa a esa elección empobrecedora de la Iglesia de muchos de los vicios y taras de la sociedad contemporánea. La moral cristiana basada en la frustración conduce a la locura. Esta es una idea que repite machaconamente.
En este sentido, la prohibición por la censura irlandesa de esta novela de la tentación (en la que se nos anima a caer pintándola con los más líricos, inocentes y seductores colores y brillos) es mucho más comprensible que la de la última, aunque no reluzca tan luminosa, atractiva y clara la seducción del mundo pagano. Pero sí hay una visión sarcástica de la época heroica del primer cristianismo irlandés con su (supuesta) rigidez moral rayana en lo ridículo, especialmente en lo que concierne al cuerpo: esa santa Brígida que nunca se lavó los pies en presencia de nadie, por pudor...
En definitiva, lo que Clarke ve en esa rigidez es una paralizante coraza que el individuo va osificando en torno a sí para protegerse de sus propios deseos que representan lo transitorio, lo siempre cambiante y, a fin de cuentas, la disolución del sujeto en el todo, la muerte.
Para huir de ese tiempo sin asideros, una de las posibilidades es el claustro, que lo sustituye por otro rigurosamente regulado, puerta de la Eternidad.
El orden geométrico del claustro contrasta con el caos exterior.
Esto lo simboliza la figura del fraile que, embobado por el canto de un pajarito en el huerto monacal, deja transcurrir siglos, que se le antojan un instante, en ese éxtasis. La versión irlandesa de esta historieta tan difundida universalmente aparece recogida en 1870 en el libro The Fireside Stories of Ireland, de Patrick Kennedy (puede leerse en Internet Archive)
El huerto monacal es imagen del Paraíso, mundo idealizado que sólo puede mantenerse a base de tensión, de disciplina, de lucha contra las malas yerbas que acechan alrededor.
Claro que el contacto con la eternidad (ya sea por el amor o por la fe) no esta libre de peligros: el fogonazo puede ser mortal, como en la leyenda piadosa de las princesas Eithne y Feidlimid, convertidas por san Patricio y partidas inmediatamente a disfrutar del reino del Cielo recién conquistado. Este es también el destino que solía esperar a los grandes personajes que desembarcaban del mundo mitológico: santa Éithne, santa Lí Ban, los hijos de Ler...
En la novela, la meta de los personajes es una comunidad de monjes de vida recoleta, de los que se llamaron céilí Dé, "Compañeros de Dios". Este movimiento de renovación monástica se produjo en Irlanda en el siglo VIII y acabaron con él poco después las invasiones vikingas.
Tras las tapias del convento, gusanea la incesante destrucción de la que se nutre la no menos continua creación de nueva vida. La naturaleza en constante putrefacción y regeneración, cuyo símbolo bien pudiera ser el caldero de los Tuatha Dé Danann, al que eran arrojados los guerreros heridos o muertos para resurgir en plena forma.
A nadie se le pasará por alto que el tal caldero, antiquísimo símbolo (tal como lo estudia Gimbutas) es la matriz, es la tierra y es el Grial, una vez cristianizado y cargado de significación eucarística.
La idea de la mujer a la vez terrorífica y amable, destructora y creadora, atractiva y repelente, cuaja en forma plástica en la escultura obscena y grotesca de la Síle na Gíog, frecuente en edificios religiosos o civiles de Edad Media irlandesa. El protagonista de esta novela entreveé una en la penumbra y se lleva el susto de su vida. Para Clarke, Síle na Gíog es una antigua deidad pagana convertida por el cristianismo en personaje diabólico.
Síle na Gíog en un canecillo románico de Inglaterra. Tampoco faltan en
España representaciones semejantes.
Curiosamente, esta idea del universo como contenedor de reciclaje autoalimentado de su propia materia prima es la que aparece atribuida al papa Pío VI en la Juliette de Sade y permite al pontífice convertir en valor ético supremo al crimen, en cuanto favorece el proceso natural de destrucción y creación.
Estas ideas absurdamente puestas en boca del refinado e infortunado papa (murió desterrado en Francia y depuesto por su República), amante de las artes y gobernante tibiamente ilustrado, llamaron la atención de Jacques Lacan, que se ocupa ampliamente de ellas en el libro VII de su Seminario, una ética basada en el principio de muerte, en la destrucción y recreación "siempre empezada de nuevo", como dice Valéry del mar.
Ahora bien, esta valoración ética y cosmológicamente positiva de la muerte es la que encontramos en algunas reflexiones propias del folklore.
Entre los cuentos narrados por el hojalatero nómada escocés Duncan Williamson y recientemente traducidos al castellano y estudiados por Javier Cardeña en su libro La bruja del mar, encontramos el del niño que sorprende a la Muerte cuando se dispone a llevarse a su madre. Compadecido de esta, el niño mediante un ardid encierra a la Muerte en una cáscara de nuez. Automáticamente, el mundo, incapaz de destrucción y de generación, se congela en un desesperante marasmo de sufrimiento eterno.
No tengo ahora a mano el estudio de Javier Cardeña, donde me enteraría de los paralelos de este cuento fuera de Escocia. En cualquier caso no me parece imposible que la reflexión filosófica de Sade parta de la sabiduría tradicional, de la "filosofía vulgar". Una manera de pensar emparentada con esta es la de Menocchio, el molinero hereje perseguido y finalmente ajusticiado en la hoguera. Este es a quien estudia Carlo Ginzburg en su famoso libro Il formaggio e i vermi.  Menocchio consideraba el mundo como una masa en fermentación de la que surgían por un proceso natural las criaturas, como gusanos del queso.
Pío VI come queso. Estampa popular
del siglo XVIII
Será casualidad, pero el queso, lo mismo que el caldero, es representación de la feminidad en la simbología imaginaria.
Afirma Lacan, hablando de esta necesidad insoslayable de satisfacer la llamada de la destrucción, que determinados pueblos sabios han tenido la habilidad de encauzarla mediante la institución del "potlatch" o concurso de obsequios, donde inmensas cantidades de riquezas se consumen sin más propósito que el de su propia destrucción. Habría que añadir a la lista la celebración de fiestas costosísimas a cargo de un individuo voluntario o no, como las bodas neocaledonias, los juegos rituales en la antigua Roma, y otros vestigios actuales como el derroche en ritos religiosos o de origen religioso (procesiones, comuniones, fallas...).
En la antigua Irlanda había una institución curiosa, el bruiden, hostal donde se acogía espléndidamente a los viajeros y se los colmaba de regalos valiosos (al menos tal aparece en la literatura) hasta el punto de que el que estaba al cargo del establecimiento a menudo acababa en la miseria.
Desde luego, una de las características del buen monarca era el despilfarro y la disposición a repartir presentes con buena cara por doloroso que le resultase desprenderse de ellos.
Uno de los reyes más proverbialmente generosos fue Guaire, rey de Connacht allá por el siglo VII, con el que ya nos hemos encontrado repetidamente a lo largo de estas entradas. Esta ya va siendo larga y voy a cortarla aquí, prometiéndome continuarla pronto con Guaire como asunto, porque aunque indirectamente, Guaire viene a cuento de esta novela.
Y es que si no aparece en ella una larga narración hagiográfica como la de santa Éithne que sale en El sol baila por pascua, son constantes las alusiones a las leyendas de los santos, lo que sin que requiera del lector un buen conocimiento de la  leyenda áurea irlandesa permite una lectura más grata al que lo tenga.
Y el primero de los santos citados en que me va a apetecer detenerme es hermano de Guaire.