domingo, 16 de marzo de 2014

Dioses, ángeles, genios y santos. El sol baila por Pascua.

Días atrás hablaba de san Naile o Natal y lo hacía a propósito de santa Éithne, tomando por motivo el que ambos santos se dan cita en las páginas de la novela de Austin Clarke The Sun Dances at Easter, El sol baila en pascua.
De hecho el eje -eje espacial- de la novela es la peregrinación a la fuente milagrosa de san Naile de los dos jóvenes personajes principales: Orla, una casada atormentada por su esterilidad, y Enda, aspirante a clérigo y fraile de un monasterio.
La peregrinación, a campo traviesa como dice la propia palabra -per agros-, es a la vez (como Dios manda) un viaje espiritual o camino de perfección que culmina en un estado superior de conocimiento.
La vida y el culto de los santos y los mitos de los antiguos dioses están presentes constantemente en la narración como lo están en la mente y conversación de los personajes, pero no sólo allí, puesto que intervienen realmente en el curso de sus vidas y son ellos los que mueven sus hilos y los atraen con más o menos picardía a su propio terreno, como fichas de un juego que los trasmuta y enaltece.
El tablero de este juego, el mundo, se deshoja en distintos planos que no están aislados unos de otros ni carecen de pasadizos para comunicarse. Uno de ellos es la narración, porque el acto de contar da realidad al cuento y lo trae como de los pelos a presencia de los que relatan y oyen.
Los Tuatha Dé Danann viajaban en las nubes. Ossian invocando
a los dioses,
por François Gérard.
En la antigua Irlanda el paisaje contaba, como puntos de referencia, con episodios de la mitología. Algo semejante pasaba en Grecia, como vemos leyendo a Pausanias. El irlandés se orientaba sabiendo que en tal sitio combatieron a muerte los toros de la Táin (la gran epopeya), más allá murió Macha extenuada por su carrera contra los caballos del rey y en el otro lado desembarcaron de sus nubes los Tuatha Dé Danann cuando comenzaron a adueñarse de la isla.
Esta íntima asociación de cada elemento del paisaje con seres y acontecimientos míticos, que tan bien supo captar poéticamente en Galicia, entre otros, Pondal (aunque para él se tratase ya más de un artificio poético romántico que de una vivencia religiosa, pero quién sabe), había dado pie en la Edad Media irlandesa a todo un género literario, el dindsenchus o explicación de topónimos, que se cultivó al menos desde el siglo IX al XII, recogiendo ciertamente conocimientos muy anteriores.
Los santos cristianos, sus vidas y milagros, heredaron esta función de marcar determinados puntos del territorio, sin por ello desplazar a las narraciones anteriores.
No lejos, pues, de donde los Tuatha Dé Danann se apearon de sus nubes comienza el viaje de Orla, la protagonista de la novela. Al principio de su camino ve las aguas de Loch Conn, en una de cuyas islas sufrió martirio san Cellach. Loch Conn había brotado de las pezuñas de un ciervo que huía de Fionn mac Cumhail, el Fingal de Macpherson, que le daba caza. Siglos después de la muerte de los Fianna, en tiempos del rey Guaire, en el siglo VII, Loch Conn albergaba a un monstruo feroz, perro acuático salvaje al que daría muerte el vengador de san Cellach, Cú Coingelt, héroe que debe precisamente el nombre por el que se lo conoce a aquella hazaña ( significa "perro"). 
Y si la meta de Orla es el manantial milagroso de un santo, lo que le da el impulso de partida es la aparición de un personaje pánico que resulta ser el dios Óengus Mac Óg, en persona hijo de Dagda y tradicionalmente considerado como el Apolo celta, pero más recientemente relacionado por Bernard Sergent con Hermes.
Hermes, Pan, ninfas y embriaguez forman parte del mundo numinoso
evocado por Austin Clarke. Relieve griego del siglo IV antes de Cristo.

Óengus, como un dios de la epopeya homérica, es quien gobierna a los personajes, los guía o despista, se divierte jugando con ellos mientras los encamina al destino que les tiene planeado.
Maravillados, los hombres asisten al ir y venir de los seres sobrenaturales (cuando les place dejarse ver), sin poder a veces distinguir si se trata de ángeles o del pueblo del síd, los antiguos dioses, que son demonios para la nueva fe. 
Enda, compañero de viaje de Orla, se encuentra bajo la influencia y protección de san Fechin, fundador del monasterio de Favoria o Fore, donde el joven clérigo estudia. Favoria era un monasterio especialmente famoso por su escuela de miniaturistas y escribas. Austin Clarke, el autor de la novela, se sentía atraído y fascinado por el arte de estos minuciosos pintores medievales irlandeses que trabajaban en el límite de la abstracción geométrica y la figuración. También aparecen los miniaturistas en su primera novela, The Bright Temptation.
El segundo epígrafe de esta The Sun Dances at Easter es de Rémy de Gourmont y se refiere precisamente a ese hormigueo de personajes diminutos que pueblan las páginas de algunos manuscritos cuya decoración hace difícil a los ojos del inexperto discernir la estructura del texto que se oculta bajo la hojarasca de la ilustración.
¿Dónde está el texto? Inicio del Evangelio de San
Marcos en el Libro de Kells, principios del siglo IX.

Es curioso que Clarke se acordase de Gourmont, con el que coincide en algunos aspectos, más allá de que se trata de dos autores católicos, interesados en la Edad Media y profundamente intrigados por el amor y la psicología femenina. También ambos fueron denostados y tratados con hostilidad en sus países por motivos ideológicos y literarios y anduvieron en lenguas por culpa de sus relaciones personales. Ambos, por cierto, tuvieron que ver con mujeres apasionadas por el ocultismo.
Pero, volviendo a san Fechin, apóstol de Conamara, fue según se dice un santo que, al igual que Natal (del que hablaba la última vez) tuvo mucho que ver con las aguas y las fuentes, y es fama que fue de los primeros, si no el primero, que instaló un molino fluvial en Irlanda.
Se dice de pasada en la novela que este santo solía pasarse largos ratos en oración, y lo hacía ante un barreño lleno de agua fría y con una pesada piedra en las manos, para que, si llegaba a vencerle el sueño, al empaparlo salpicándolo lo despabilase.
Fechin -dice Clarke- aborrecía el sueño, "al que a menudo acompañan muchos placeres secretos e inconfesables" (salvo en la penitencia, es de suponer): ya sabemos, pues, la opinión del santo en lo que se refiere al carácter pecaminoso de los pensamientos tenidos en sueños, cuestión bastante discutida.
En todo caso, el comentario citado como de pasada cobra todo su sentido al final de la novela cuando ambos protagonistas alcanzan en un sueño la plenitud del conocimiento y del gozo amoroso, ilícito para ellos.
Se conservan varias versiones medievales de la vida de Fechin, todas ellas tardías aunque dependientes algunas de ellas de redacciones anteriores en latín o irlandés, hoy desaparecidas.
Uno de estos manuscritos, ya dieciochesco, trae una nota marginal de quien lo copió: "Mucho ha cambiado el mundo desde los días de san Fechin, y dudo que haya sido para bien..."
Del que no es muy devoto el estudiante Enda es de san Patricio, cuyo culto considera agigantado por los intereses políticos de los poderosos Uí Neill, que se jactaban de haber favorecido al apóstol de Irlanda en sus primeros pasos misioneros.
De él se señala, curiosamente, la creencia de que se le debe la introducción de la cebada en Irlanda. Esto lo incorpora a la nómina de los santos importadores de cereales, asunto erudita y amenamente estudiado por José Manuel Pedrosa en el libro Gilgamesh, Prometeo, Ulises y San Martín (ver A vueltas con las abejas).
La leyenda de Eithne y Ceasán (de donde parten todas estas divagaciones) ocupa la parte central de la novela, con notable extensión. La santa, casi niña, de los Tuatha Dé Danann se aparece al joven monje con el fantástico atavío verde, coruscante de alhajas, que corresponde a su estirpe. Nada se nos cuenta, salvo por alusiones, de su vida en el Otro Mundo, parte esencial del relato medieval.
Gracias a ella, Ceasán descubre tanto el verdadero sentido de su vocación de pescador de almas como el poder atractivo de la tentación. Especialmente (y ahí entra en juego el gran talento lírico y plástico de Clarke) cuando la sorprende casi desnuda en sueños, a la luz de la luna que refulge en sus preseas.
Bastaría esa descripción para recomendar la lectura de la novela.
La misma ambigüedad que mantiene a los personajes suspensos entre dos mundos (si no tres) afecta al alimento milagroso que la pareja ermitaña encuentra cada día a modo de maná en el hueco de un árbol. Rebanadas de pan, manzanas, leche, todo ello divinamente sencillo y sobrenaturalmente delicioso.
Son obvias las resonancias eucarísticas, pero ¿cómo no recordar a Galatea:
"fruta en mimbres halló, leche exprimida
en juncos, miel en corcho, mas sin dueño..."?:
Y es que en efecto las ofrendas, vengan del Cielo o del síd resuenan a nuestros oídos con connotaciones clásicas y bucólicas.
Esta ambigüedad en que se cifra toda la tragedia de Eithne tiene su explicación, harto sorprendente, y consiste en que, según se desprende de la novela de Clarke, los Tuatha Dé Danann no se libran del pecado original. Así, su nostalgia de la morada paradisíaca de los viejos dioses puede concebirse como aspiración al verdadero paraíso, que se logra en la muerte.
La segunda hoja de este díptico de narraciones ajenas al cuerpo principal de la novela, aunque enlazados a él por una intrincada red de alusiones y de repeticiones, nos mete de lleno en un mundo numinoso plenamente pagano, más cerca aún de la mitología clásica.
La utilización del punto de vista de un personaje especial, víctima de una metamorfosis mágica, recuerda irresistiblemente al Asno de oro.
Como en este relato, la relación dialéctica entre el mirón y el mirado (o mirada para más precisión) cobra importancia primordial. Acteón, Semele, Psique... Mitos que actúan como metáforas de la intrépida curiosidad humana (y en esa clave, pensaría Orla, protagonista de la novela, puede entenderse también la tentación y caída de Eva), que es aspiración a la Verdad, y por tanto a lo divino.
Jordaens. Alegoría de la fertilidad-
La semejanza (acaso el parentesco) con Apuleyo es obvia, cambiando el asno por el macho cabrío (dos animales, por cierto, que comparten fama de desmesura sexual y tufo sulfuroso). El papel de Isis lo hace aquí Óengus: energía vital y amorosa que mantiene el cosmos cohesionado y en marcha.
Aquí nos sentimos mucho más en la bucólica antigua, acaso más precisamente en la de la baja latinidad,  que en los primeros tiempos del cristianismo irlandés.
Seguimos en un mundo donde bulle lo numinoso. Jacques Lacan dice cómo lo numinoso pulula y actúa por todas partes, surge a cada paso y cada uno de sus pasos deja una huella que, en resumidas cuentas, es un templo. Y esos templos son como marcadores que a su vez remiten a fábulas de las que se desprende "no sé qué desorden, embriaguez, anarquismo de las pasiones divinas". Así se expresa Lacan en el libro VII del Seminario y es exactamente la sensación que transmite la novela de Austin Clarke.
Lo más grave es que ni los propios personajes son capaces de distinguir bien entre dioses, genios, ángeles y santos. Lo que más claramente perciben es a la figura disfrazada del Amor (Óengus) que los empuja a zambullirse en una mayor intensidad de vida.
Efervescencia de lo divino que ciertamente no es exclusiva del paganismo grecolatino. Si no, véase el libro de Lecouteux sobre los númenes locales que animan casi cada palmo del paisaje. Y que, contrariamente a lo que cree Lacan, en opinión de Clarke no es más que aparentemente caótica, como las líneas y colores de las antiguas miniaturas.
Probablemente fuera este panteísmo naturalista y amoroso (presidido por la Venus de Lucrecio... o del Arcipreste de Hita), crisol de todas las fes y experiencias sagradas lo que causara la aversión de la Iglesia y la censura del libro. Mucho más, desde luego, que su erotismo ciertamente delicado y alusivo. Muy estricta o muy gazmoña tenía que ser aquella sociedad para que resultase ofensivo a oídos de personas con uso de razón.

lunes, 3 de marzo de 2014

San Natal el iracundo

Entre los santos irlandeses los había de armas tomar y uno de ellos era San Natal o Naile.
La vida de este santo se conserva en una redacción tardía, que recogió Plummer en 1925 en un volumen llamado Miscellanea hagiographica hibernica, publicado en Bruselas por los Bolandistas.
Por lo que cuenta este relato, San Naile fue hijo de Oengus mac Nadfroech, el famoso rey de Cashel convertido por San Patricio, a quien el santo durante su bautizo atravesó el pie accidentalmente con la punta herrada de su báculo. A este rey le han atribuido algunos historiadores la paternidad de Isolda la Rubia, la amante de Don Tristán: y aunque la conjetura no tiene mucho fundamento a mí me gusta creerla.
La mujer de Oengus era Éithne ingen Crimthann, que murió trágicamente a manos de sus enemigos, junto a su marido, allá por el año 490. En aquella batalla luchaba contra el de Cashel una coalición de reyes entre los que se encontraba Muirchertach mac Erca, que se enamoró de un hada o mujer del síd,  repudió por ella a su legítima esposa, expulsó a los monjes de su corte y acabó muriendo ahogado en un tonel de vino, víctima de los hechizos de su amante. Porque aquella bellísima y sobrenatural criatura, aunque estaba profundamente enamorada de él, había venido de su mundo para vengar en el rey la muerte de su padre.
Al menos, esto es lo que se cuenta en el relato llamado La muerte de Muirchertach mac Erca.
Dice la tradición que Oengus y Eithne no conseguían tener descendencia y que ya a las puertas de la vejez, después de treinta años de plegarias, la reina concibió un hijo. Este elemento folclórico no se encuentra en el texto que se nos ha conservado de su vida.
Aquel niño fue luego santo y lo invocan las mujeres que padecen esterilidad.
Una noche, Eithne se vio en sueños pariendo un perrito al que luego bañaban en una tina de leche, y aquella leche rebosando se vertía e inundaba Irlanda entera.
Sueño de  Juana de Aza. Prato, San Domenico.
Foto de Saliko, tomada de Wikimedia Commons.
Esta visión de dar nacimiento a un perro, que simboliza a un santo, se repetiría luego en Juana de Aza, la madre de Santo Domingo de Guzmán.
Curiosamente, los dos elementos se dan en el mito de Hécuba, reina de Troya, que soñó que paría una antorcha sin perro (que resultó ser Paris), pero era medio perra ella y transformada en perra acabó.
Pero, entre los celtas, el perro tenía un significado simbólico especial, del que carecía en Burgos en el siglo XII. Para la beata Juana, me atrevo a suponer, el perro era el animal dócil y fiel frente a su amo, guardián de la casa, defensor y guía de los rebaños (papel que gustaba asignarse en la Iglesia la orden dominica). Para Éithne hija de Crimthann el perro, animal del dios Lug, imagino que no habría perdido su relación simbólica con la soberanía. De perro llevaban el nombre el máximo héroe de Irlanda, Cú Chulainn y su rey Conchobar, así como otros muchos paladines: Cú Roí, Cú Coingelt... Recordemos que en irlandés no hay nombre para el lobo y que estos otros que contienen Cú y Con son los equivalentes, por ejemplo, de los germánicos que tienen Ulf o Wulf.
Nació, pues, el niño, y a la hora de bautizarlo un ángel se apareció sobre el altar mandando que le pusieran el nombre de Naile, que en latín suele escribirse Natalis.
A los siete años de edad, el pequeño Naile ya era un maestro en todas las ciencias y no mucho después sus padres decidieron enviarlo a estudiar con San Colum Cille, el hombre más sabio que se les ocurrió.
El jovencísimo discípulo se encaminó hacia su maestro escoltado por un séquito de monjes y por un escuadrón de mil ángeles que lo acompañaban volando sobre sus cabezas.
Colum Cille, viendo venir de lejos la sobrenatural procesión, salió a su encuentro. Se encontraron en una playa. Cayeron de hinojos el uno ante el otro y se dieron mutuas bendiciones.
Natal se sintió espléndido y quiso convidar a Colum Cille y los suyos; como no tenía con qué alzó los brazos al cielo y al momento las arenas se cubrieron de trigo y el mar se convirtió en un hervidero de peces donde todos pudieron coger para comer hasta saciarse.
San Antonio predicando a los peces (detalle). Azulejos portugueses
del siglo XVII.
Naile era hombre generoso y amigo de dar grandes convites. Uno de ellos, al que había convidado a muchos otros santos, tuvo lugar en tierras de San Ternoc. El banquete era espléndido, pero el agua escaseaba. Fueron a advertírselo al anfitrión, que presidía el festejo sentado al pie de una piedra hita.
-Flannan, hijo, ve a pedirle agua a Ternoc, que de él dependen estas tierras.
Pero Ternoc, que no estaba entre los invitados, se indignó.
-Mira, dile a tu jefe que para un santo como Dios manda hacer brotar manantiales milagrosos es coser y cantar. Todos hemos hecho manar fuentes a golpe de báculo. Yo, muchísimos; y los demás otro tanto. Si Natal quiere agua, que se moleste él en sacarla de la tierra...
-Yo se lo digo, pero se va a enfadar...
Flannan volvió con el recado a San Naile, que efectivamente montó en cólera.
-¡Si será el tío...!
Y furioso arrojó el báculo como si fuese una lanza, con tal fuerza que al momento desapareció de su vista.
-Flannan, coge mi copa de piedra roja como sangre y sigue la dirección del báculo. Donde lo encuentres, verás agua: recógela en la copa y la traes.
Flannan obediente salió en pos del báculo y después de andar largo trecho lo encontró hincado en una peña durísima. Sin dificultad lo arrancó de ella y por el hueco que dejó comenzó a brotar agua cristalina como por un abundante caño. Flannan llenó la copa y regresó al festín. A Natal no se le había pasado el enfado, y con la copa de agua en la mano lanzó una maldición contra Ternoc, prometiéndole mala muerte y,  tras ella, el Infierno.
-¡Yo soy el fuego que arde con fuerza,
Yo soy la serpiente que ciñe implacable,
Más afilados que la lanza cuando hiere
son mis monjes y mis reliquias!
Cuando esto llegó a oídos de san Ternoc se aterrorizó, y no era para menos. Acudió de rodillas ante San Natal a ver si le levantaba tan terrible maldición.
-Bueno, te levanto la maldición, pero sólo si te vas de estas tierras y me las cedes a mí.
-¡Eso es un abuso!
-Para que aprendas a dar de beber al sediento. Además, te advierto una cosa: que adonde quiera que pongas tu iglesia, esa tierra estará infestada de lobos y de zorros, que los muertos no podrán descansar en paz porque las alimañas revolverán las sepulturas.
-¿Ah, sí? Pues yo tendré lobos, pero tú no vas a tener ovejas. ¡Que no haya ovejas en tus tierras!
-Pues a ti no te van a faltar las ovejas, pero con menos lana que las truchas. ¡Ya te lo digo!
-Pues si esas tenemos, que os coman los ratones y las pulgas.
-Los mandaré ir al bosque y que se queden allí sin salir. Y en tus terrenos, los juncos, cuando salgan, durarán una noche, y os tendréis que acostar en el duro suelo.
-Durarán poco, pero serán tantos que, una vez cortados, llegarán los montones hasta el techo.
Así se separaron los dos santos, sin despedirse y airados el uno contra el otro.
Durante otro de los sínodos festivos que solía organizar Natal, los asistentes vieron acercase una solemne y fastuosa comitiva a caballo. La encabezaba un hermoso caballero en la primera juventud.
-¿Quién eres tú, jovencito, que vienes a esta junta de ascéticos ancianos?
-Yo, venerable maestro, soy un príncipe del Norte de Irlanda, y aunque resulte difícil de creer estoy sin bautizar aún; vengo a recibir el bautismo de tus manos.
-Eso me honra. ¡Que traigan mi almohada!
-¿Por qué traen una campana?
-Porque esta campana es lo que me sirve a mí de almohada -explicó Natal-. Y es una campana que tiene su historia. Has de saber que una vez iba navegando con sus monjes San Colum Cille, mi maestro, cuando hete aquí que ven surgir de las aguas la cabezota enorme de un monstruo marino con unas fauces como la puerta de un templo abiertas para tragárselos como quien sorbe un huevo crudo. El terror se apoderó de todos, incluso del gran santo. Y a Colum Cille no se le ocurrió otra idea que pensar en su hermano, Senach el herrero. Pero era hermano de madre solamente.
Los primeros herreros de la Historia. Manuscrito del siglo XIV.
-De todas maneras, se le podía haber venido a la cabeza encomendarse a la Virgen María o algo.
-Fue inspiración divina. Verás: en aquel mismo momento, Senach sintió que su hermano estaba en peligro, aunque no sabía cuál ni dónde, y guiado por el brazo de Dios, como tenía en aquel momento un trozo de hierro candente agarrado con las tenazas, ¡zas!, lo lanzó con todas sus fuerzas a lo lejos. Como un relámpago, la masa de hierro salió volando hasta el mar de Escocia con tal puntería que se le entró a la serpiente de mar o el monstruo que fuese (que no lo sé) por la boca y lo dejó muerto en el momento.
"Los monjes lo ataron a su barca de cuero y de mimbre y lo remolcaron hasta la playa. Le abrieron la barriga y extrajeron el bloque de hierro, que le devolvieron a su dueño. Senach lo dividió en tres partes, y de una de ellas hizo una campana maravillosa. San Colum Cille se la regaló a san Tigernach, y san Tigernach a San Molaise.
-¿Y cómo llegó a tus manos?
-San Molaise la solía usar de almohada, que de él lo he aprendido yo; y cuando estaba muriendo dijo: "Conoceréis por esta campana al que Dios quiere que sea mi sucesor". Yo fui a despedirme de aquel gran santo, y cuando estaba sentado a la cabecera de su cama la campana se escurrió de debajo de su cabeza y de un salto vino a posárseme en el regazo. Desde entonces la conservo como un gran tesoro. Y no por nada. Esta campana proporciona protección y victoria en las batallas, y lo que es más, porque se puede usar más a menudo: si la colocas en la cocina, garantiza que venga del Cielo comida para cien comensales.
-Pues sí que es una bicoca.
-Sí. Yo te voy a bautizar de las dos maneras: primero con ella y después chapuzándote en las aguas del río. Y el nombre que te voy a poner será Lua.
-Me parece muy bien.
Así se hizo, y al salir el joven de las aguas después de recibir el bautismo, tenía un pescado en cada mano.
-¡Mira lo que he pescado! ¡Esto se llama aprovechar el tiempo!
-Muy bien. El pescado es el símbolo de Cristo y Cristo, con el bautismo, te ha pescado a ti. esto que has cogido es señal de prosperidad y abundancia. Recuerda que Cristo dio de comer a una multitud con tres peces. Así que no seas ingrato ni tacaño.
-Eso no se dirá de mí. Porque yo soy un príncipe del Norte de Irlanda. Desde hoy instituyo para mí mismo y mis sucesores un tributo pagadero a ti y a los tuyos.
Corto aquí el relato para recordar a la santa que fue objeto de la anterior entrada de este blog, Santa Éithne, también pescadora prodigiosa y cómo Van Hamel ya vio en los años 30 del pasado siglo la conexión entre su leyenda piscatoria y el complejo imaginario del Graal.
Este príncipe bautizado por San Natal entra así en la serie de los reyes pescadores que adquirirán tal importancia en la leyenda medieval del ciclo de San José de Arimatea y el Graal.
Y vuelta a la historia.
-¡Qué poco dura lo bueno! -dijo San Natal-. Tú, tan entusiasta ahora, dentro de poco me traicionarás y te olvidarás de mí. Me causarás un hondo pesar y una ira más honda todavía.
-No lo digas ni en broma. Eso es imposible. Tú eres mi queridísimo maestro y te honro como sabio y santo más que a ningún hombre que esté vivo.
-Bueno, pues que siga así. Dios te bendiga.
-Adiós.
Fue el caso que, no mucho tiempo después, Lua organizó un banquete de los que dejan memoria durante siglos. mandó traer los mejores ingredientes, los más abundantes y los más variados, las viandas y bebidas más exquisitas y contrató a los cocineros más excelsos. Más que un festín, aquello parecía una feria por la abundancia y animación de los asistentes.
-Me extraña que no haya aparecido aún por aquí San Natal, con lo que le gustan estas fiestecillas.
-¡Arrea! -dijo Lua dándose una palmada en la frente- ¡San Natal! ¡Se me había olvidado completamente! Ahora sí que la hemos hecho buena... Como nos eche una de sus maldiciones... ¡Que nadie se atreva tocar un bocado de comida mientras no hayamos ido a pedir perdón al santo!
-¿Qué te había dicho yo? -dijo San Natal, triste y encolerizado, cuando tuvo ante sí al príncipe temblando y de rodillas.
-Un fallo lo tiene cualquiera...
-Ya lo sé, y por eso no te maldigo. Además tienes buen fondo. Pero has de saber que es una gran soberbia creerse que está uno a salvo del pecado y de la tentación. No hay que descuidarse ni un momento, y para que esto te sirva de lección, te pongo por penitencia que me paguéis un nuevo tributo.
En realidad, como sucede con muchas vidas de santos irlandesas, el propósito del relato entero es la justificación del cobro de unos impuestos por determinada autoridad eclesiástica o de que tenga mando sobre tal o cual territorio.
Aunque no se haya notado mucho, el motivo de hablar hoy de San Natal es su relación con la santa de la anterior entrada, Santa Éithne.
Ya he comentado que ambos se relacionan con pescados y con la pesca. Según lo que cuenta Austin Clarke, la festividad anual de San Naile se veía marcada por la aparición de una trucha prodigiosa nadando en las aguas de su fuente sagrada, y el peregrino que la veía podía confiar en la concesión de lo que había acudido a pedir.
Esta trucha no puede dejar de recordarnos al mitológico Salmón de la Sabiduría y a los dos pescados bautismales del príncipe Lua, que precisamente eran salmones según el texto medieval de la vida.
Multiplicación de los panes. Relieve
paleocristiano
Naturalmente, por asociación con el episodio evangélico de la multiplicación de los panes y los peces, el pescado adquiere connotaciones eucarísticas (en la vida de San Naile aparecen asociados los pescados de Lua a la campana del santo, especie de cuerno de la abundancia y multiplicador de alimentos) que se verán desarrolladas en el ciclo del Graal. Pero también las tiene la leche, como vimos al hablar de Santa Éithne.
Recipientes sobrenaturales relacionados con el Graal consideró Van Hamel a los de Santa Éithne, donde se ordeñaba la leche de las vacas mágicas de los Tuatha Dé Danann. A la misma categoría habría que adscribir la copa de piedra roja y la campana de la abundancia forjada por el herrero Senach.
Consultando, por ejemplo, el tratado de San Ambrosio sobre el Evangelio de San Lucas, encontramos consideraciones muy interesantes. San Ambrosio, por cierto, escribía dos siglos antes de San Colum Cille. En ese libro vemos que si tanto la leche como los panes significan el alimento espiritual (es decir, se entienden en clave eucarística), aquélla es la que se destina al que está aún débil y enfermo, o como el niño de teta que no puede asimilar otro sustento más sustancioso: exactamente como le sucedía a Santa Éithne antes de conocer a San Ceasán y pasarse al pescado.
La leche, alimento espiritual. Lactación de
San Bernardo
, pintura flamenca del siglo XV
Una cosa que llama la atención en el pasaje de San Ambrosio es lo mucho que habla de los panes y aun de la harina con que están amasados unos y otros, y lo poco que se refiere a los peces.
Sabemos, por los estudios de Sterckx, que la leche era para los celtas, al igual que para otros pueblos, aparte del alimento primordial, el fluido que transmitía la fuerza y energía vitales de generación en generación por medio de la lactancia. Es obvio lo fácilmente que se puede pasar de una concepción semejante a tomar la lactancia como símbolo de la adquisición de dones naturales como la ciencia o sobrenaturales como la gracia.
Y si la vida de Éithne (a la que pienso volver si Dios quiere) está claramente marcada por el alimento lácteo, también Naile o Natal lo está desde antes de su nacimiento, por la visión simbólica de su madre.