domingo, 24 de febrero de 2013

El santo de los calderos

Desgraciadamente, no ha llegado hasta nosotros, si es que alguna vez se escribió, la Vida de San Cianán (Keenan en inglés). Lo que sabemos de ella hay que irlo espigando en biografías ajenas y tratados genealógicos.
Según éstos, Cianán pertenecía a los Cianachta de Brega, pueblo que habitaba en las cercanías de la actual Dublín, al Noroeste y no lejos de la costa, en torno a la ciudad de Duleek, (en irlandés Dom Liac, Casa de Piedra). Pero entonces todavía no se llamaba así la ciudad, porque la casa de piedra a la que su nombre se refiere es precisamente la iglesia edificada por ese santo, que fue, según la tradición, la primera que se construyó de piedra en Irlanda. Las tierras de los Cianachta pertenecían a la región de Brega, limitada por el mar y los ríos Lífe (Liffey) y Bóand (Boyne), ilustrísima por encontrarse en ella la sagrada colina de Tara.
Los Cianachta de Brega, como otras ramas de la familia, descendían de Cian, nieto de Mog Nuadat, personaje éste medio histórico medio mitológico que a veces se ha identificado con el dios Nuadu Argatlám (Mano de Plata), el rey de los Tuatha Dé Danann que tuvo que dejar el trono al perder una mano, que le fue sustituida por una prótesis de plata. 
Ángel. Libro de Kells, siglos VIII-IX.
Se cuenta en la leyenda de San Patricio, recogida en su biografía conocida como Vita Tripartita (acccesible en línea) que el Apóstol de Irlanda, cuando a instancias de Víctor, su ángel, escapaba de la cautividad en que lo tenían sus captores irlandeses (y el horror de la esclavitud le daba alas, dice el hagiógrafo), se vio interceptado en su huida por el río Bóand y allí lo encontró un tal Cianán el Viejo.
-¿Quién eres tú, chico?
-Yo...
-¿No dices nada? ¡Para mí que tú eres un esclavo escapado! ¡Muy bien: lo que uno se encuentra es de uno...! Algo me darán por ti, aunque la verdad es que estás bastante esmirriado.
Es de creer que Cianán el Viejo tenía prisa por deshacerse del zagal, no fuesen a venir reclamándolo sus verdaderos amos, así que se lo cambió a unos vendedores ambulantes por un "vas elixationis": un pote de hacer el caldo. ¡Un vaso de elección contra un vaso de elijación!, dice escandalizada la Vita. Cierto que el pote o caldero era de bronce; pero no sería muy grande cuando Cianán, al llevarlo a su casa, lo colgó de la pared.
La venta del muchacho no quedó, sin embargo, sin castigo: y fue que una vez puesto el caldero en su sitio, Cianán notó con sorpresa primero, con horror después, que las manos se le habían quedado pegadas a él tan firmemente que no podía despegarlas por más tirones que daba.
-¡Aquí me voy a dejar el pellejo pegado al caldero este de las narices...! ¡Mujer, mujer!
-¿Qué quieres?
-Mira qué cosa tonta; que se me han quedado las manos pegadas a este caldero que he comprado nuevo, y no sé qué tendría untado el demonio de él, ¡y que no me puedo soltar! Mira a ver si me ayudas, anda.
-Hay que ver qué hombres: no valéis ni para colgar un cacharro. Ni para eso valéis. A ver, trae... ¡Leñe: ¿sabes que pega esto?! Jolín que si pega. Oye, que no puedo soltar la mano. ¿Ves la que has liado?... Nada: que no. ¿Para qué te haré caso? ¡Moza, moza!... Anda, hija, tira de ese caldero, que mira qué gracia, que está todo pegajoso, y lo ha comprado el señor, y nos hemos quedado aquí encolados que no hay manera. ¡Todavía me estoy acordando de la vez que me viniste con aquel perro tuerto. ¡Lo que a tí no te coloquen...!
-¡Ya ves, me colocaron a ti...! ¡Mozo, chico!: a ver, tú que tienes más fuerza, tira a ver de ese caldero, mira si lo despegas, haz el favor.
Enmarañados. Libro de Kells, siglos VIII-IX.
No tardó mucho tiempo en verse toda la casa hecha un compacto racimo que tenía por núcleo el caldero del pecado, como hidra de tentáculos que se retorcían y agitaban con rabia y desesperación, hasta que el amo cayó en la cuenta de lo ocurrido.
-Esto ha sido por vender al huido ese. ¡Pobre chico: era para haberle ayudado a escapar!... A ver si queda alguien suelto por ahí, que vaya por los mercadantes, si acaso nos quieren descambiar este caldero infernal... La avaricia rompe el saco, está visto.
El arrepentimiento pudo lo que no habían podido los tirones y al instante se vieron sueltos amos y criados. Los mercaderes recobraron muy contentos el caldero a trueque del muchacho enclenque que para poco les valía y Ciarán se apresuró a devolverle la libertad.
La llamada Vita quarta de San Patricio precisa que los mercaderes eran los mismos que iban en el barco en el que luego zarparía el fugitivo a su tierra. Dice que el caldero, que era enorme, quedó pegado no a la pared, sino a las espaldas de Cianán, que lo llevaba a cuestas, y que éste y su familia, adheridos todos al caldero como una especie de centolla o anémona humana, tuvieron que acudir en maraña al barco, pateando y dando gritos desoladores de socorro, a implorar la piedad de Patricio.
Y éste continuó su fuga rumbo a la libertad, decidido firmemente a no volver a poner los pies en Irlanda.
Pero ¿qué?: el hombre propone y Dios dispone. Andando el tiempo, Patricio volvió a Irlanda para evangelizarla y a su paso por otro Cianachta, el actual Keenaght en el Ulster, conoció al matrimonio formado por Séadna y Ethne, que estaba entonces esperando un hijo. marido y mujer se convirtieron y San Patricio los bautizó.
-Séadna, bendigo el vientre de tu noble mujer.
-Noble y nobilísima -dijo el orgulloso marido-, porque es descendiente de Eogan Mór.
Eogan Mór, fundador de la dinastía Eoganachta, que mandaba en la mitad meridional de Irlanda, era hermano de Cian, el antepasado de los Cianachta.
Aquel niño aún por nacer era el futuro obispo San Cianán.
Según el diccionario hagiográfico de de Pádraig Ó Riain, a pesar de la incoherencia cronológica, detrás de estos dos Cianán se oculta el  mismo personaje.
San Patricio, según se lee en una de las vidas de San Columba (Betha Colaim Chille) era amigo de San Cianán y como -esto lo añade el Santoral de Óengus- tenía mucho peor letra que él, le encargó una copia de las Escrituras (o de su regla monástica); San Cianán le pidió otra de su puño y letra a cambio, por veneración.
Sabemos por la vida de San Albeo que Cianán, de niño, estuvo educándose con aquel santo. En una ocasión, San Sinchell el Encorvado, que estaba de viaje, pidió posada a San Albeo y éste le cedió su monasterio entero, desplazándose con sus monjes a otra parte mientras se quedase allí su huésped. Cianán, no por maldad ni por codicia, sino por travesura de crío -"pueriliter agens"-, robó un recipiente pequeño de bronce que pertenecía a Sinchell. A San Albeo no le fue revelado el hurto hasta que llevaban largo trecho recorrido.
-Muchacho, ¿cómo se te ocurre coger lo que no es tuyo?
-No sé...
-¿No sabes? Trae acá ese cacharro. ¿Ahora qué? Tenemos que desandar cinco leguas para restituir esa perola: ¡ya ves la gracia que has hecho!
Pero cuando el niño dejó el recipiente en el suelo, vinieron los ángeles y por el aire se lo llevaron a su dueño (ver El niño lobo en su patria).
Más tarde, cuando San Cianán ya era mayor y había construido la famosa iglesia de piedra llamada Damliac, fue a visitarlo otro santo, San Cairnech. Así cuentan las notas del Santoral de Óengus esa visita:
"Le fueron a preparar un baño. La tina estaba desfondada. 
—Esto es una vergüenza —dijo Cianán.
—¿Qué? —dijo Cairnech.
—La tina, que está desfondada —dijo Cíanan.
—Llenadla de agua —dijo Cairnech— y vamos a lavarme.
Dos en la tina. Capitel románico.
Allí dentro fueron echando agua y no se salía ni una gota.
—Cairnech, ¡a la bañera! —dijo Cianán.
—¡Vamos los dos juntos!
Y allá que fueron.
—¡Qué bonito cuerpo tienes, hermano! —dijo Cairnech.
—Hasta ahora, sí: no está mal.
—¡Pues suplico a Dios —dijo Cairnech— que tal como ahora está siga para siempre, sin corromperse ni pudrirse, hasta que venga Cristo a la gran asamblea del Juicio Final! 
Y así se ha cumplido."
Cianán murió, según los Anales des Ulster, en el año 489. Hasta tiempos de Adamnán, cada año por Jueves Santo un obispo de rango superior le cortaba el pelo y las uñas. El obispo Adamnán fue a la tumba con ganas de ver el cuerpo con sus propios ojos y de cerciorarse de su estado tocándolo. Al momento, perdió la vista de los ojos. Desolado,  se quedó allí mismo, decidido a no probar bocado hasta que San Cianán lo perdonase. Y así le fueron sanados los ojos. Desde entonces, nadie es osado de entrar en la tumba.
La iglesia de piedra, prodigio arquitectónico en la Irlanda de su tiempo, fue consagrada por otro santo amigo de San Cianán: San Mochua. Resultaba que los albañiles decían que en tiempo de lluvia había que parar la obra; por eso San Cianán iba pidiendo a todos los santos de Irlanda, uno detrás de otro, que rogasen a Dios buen tiempo para seguir los trabajos. Uno le conseguía un mes de bonanza, otro una semana, el de más allá quince días... A fuerza de oraciones y ayunos, Cianán consiguió que le fuese revelado qué santo podía granjearle más tiempo de sol: ¡un año entero, un milagro de los más grandes para Irlanda! Se trataba de San Mochua, y la condición que éste le puso fue que sería él quien celebrase la consagración del templo maravilloso. 
San Cianán había ido a ver a San Mochua con quince de sus monjes y a la vuelta se tropezaron con un río crecido imposible de vadear. Mochua, que los había acompañado hasta allí, tendió sobre las aguas su manto, sobre el cual, como si fuese una tabla, se subieron los quince (aunque es de suponer que un tanto apretados) y cruzaron el río. La prenda recobró luego su blandura original. Ni siquiera se había mojado.
San Columba fue otro de los santos que tuvieron gran admiración a Cianán, que había vivido tiempo antes que él.
Un día que San Columba -o Colum Cille- estaba de paso por Dom Liac, entró a recogerse en la iglesia de piedra. Allí estaba enterrado Cianán y Colum Cille se quedó meditando sobre su tumba. De pronto, ¡oh prodigio!, la mano del santo inhumado, perforando la tierra, surgió del suelo tendida, como diciendo al apóstol de los pictos:
-¡Vengan acá esos cinco!
Con la serenidad que confiere la santidad, en vez de salir despavorido como hubiera hecho cualquier mortal, San Columba estrechó la mano de la momia amistosa. Desde entonces, San Cianán no ha vuelto a tolerar que nadie toque su cuerpo. 
Pádraig Ó Riain, cuyo diccionario he citado más arriba, fijándose en la similitud entre el nombre del santo y el de su nación, los Cianachta, conjetura que este personaje enmascara a algún antiguo ser mitológico, dios epónimo de su pueblo.
Otro de los motivos que lo llevan a esta hipótesis es la constante asociación de Cianán con calderos de todos los tamaños.
Se ha observado repetidamente en la épica irlandesa que ciertos personajes son trasunto humano de dioses, como Nuadu y Nuadat, que decía al principio de esta entrada. Así, Cú Chulainn lo es de su padre Lug, al igual que varios Lugaids, y lo mismo se ha sugerido de Fionn mac Cumhail, el máximo héroe ossiánico.
Ahora bien, Cianán es diminutivo de Cian (que resulta de un antiguo vocablo celta, *cennos, "largo", atestiguado en antropónimos y gentilicios galos) y Cian  es un personaje muy conocido en la mitología irlandesa: como que es el padre del propio Lug.
Uno de los mitos irlandeses más famosos es que tiene por héroes a los hijos de Tuirenn. En él, Cian es asesinado a pedradas por los hijos de su enemigo Tuirenn. La ley permite que los culpables se libren de la venganza a cambio de una compensación. Arteramente, Lug exige en pago del crimen una serie de objetos mágicos casi imposibles de conseguir y cuya búsqueda supone una muerte segura. Lug tiene en su mano -en su larga mano- la posibilidad de librar de ella a los hijos de Tuirenn, merced precisamente a uno de los talismanes que ellos mismos le han pagado. Pero, rencoroso, se niega a cedérselo y todos, padre e hijos, mueren a la vez. 
En la épica irlandesa (y en la galesa) aparecen una y otra vez dos objetos simbólicos relacionados entre sí y cargados de complejos significados: la lanza y el caldero. Así, Celtchar mac Uthechar tenía una lanza tan maligna y mortífera que debía permanecer sumergida en un caldero de veneno si no se quería que empezase a alancear espontáneamente a diestro y siniestro.
La importancia del caldero en la religión celta salta a la vista con echar un vistazo al extenso artículo que dedica a ese objeto el Dictionary of Celtic Myth and Legend de Miranda J. Green.
A cualquiera se le vienen a la cabeza los dos objetos místicos que le son exhibidos a Perceval en la narración artúrica: la lanza sangrante y el graal.
La doncella del Graal en la película de Eric Rohmer
Perceval le Gallois (1978)
En Irlanda, de estos dos objetos es la lanza la que principalmente corresponde a Lug. Pero tampoco está del ausente la conexión entre Lug y el caldero.
Bernard Sergent ha estudiado la notable similitud entre el Lug celta y el Apolo griego. Y Apolo sí que se relaciona con diferentes calderos. El caldero délfico, ante todo, pero no sólo él. Por ejemplo, en la ciudad de Krannon se paseaba en procesión en honor de Apolo un caldero al que iba atada una pareja de cuervos (aves sagradas de Lug, por cierto, igual que de Apolo).
El caldero de Apolo, indica Sergent, es símbolo de regeneración, de muerte y resurrección, y es por tanto un símbolo iniciático. Como el caldero donde fue guisado y resucitado Pélope; y, en Irlanda, el caldero de los Tuatha Dé Danann, en cuyo seno los guerreros heridos recuperaban la salud... igual (se puede añadir) que los niños de varios milagros obra de santos cristianos, como San Vicente Ferrer en Morella. Y, por supuesto, el Graal cristianizado, que es instrumento de regeneración de toda la humanidad gracias al sacrificio divino.
Naturalmente, este símbolo se encuentra incluso más allá de la ideología indoeuropea (y muy en particular en las creencias chamánicas) porque es una metáfora que se ocurre a uno con facilidad la de la regeneración espiritual como transformación culinaria. En el caldero se echan en agua los alimentos crudos y troceados, y gracias a la acción del fuego resurgen transmutados en delicioso cocido. Maravillosa alquimia la del caldo.
Y como este mundo es un bosque de símbolos, el caldero se convierte también, para la imaginación, en el vientre de la mujer donde se hornean a fuego lento los nuevos seres y en el vientre de la tierra que transforma a la simiente en mies, cuya digestión produce el oro y demás metales y en cuyo seno esperan los muertos la resurrección.
Y así, agricultura, preparación del pan, metalurgia, alfarería y la reproducción de los animales (nosotros incluidos) vienen a ser distintas formas de la misma actividad cósmica. Claro que todo tiene su reverso y (como indica Erich Neumann, el mitólogo jungiano al que me he referido ya varias veces) el ambivalente caldero es también el de la destrucción, el caldero infernal y el de las brujas (las brujas de Macbeth por ejemplo). 
Fra Angelico, El juicio final (detalle).
Por otra parte (pero no tan por otra parte) el caldero entre los irlandeses es símbolo de soberanía. Es famoso el relato la ceremonia de entronización irlandés que se encuentra en la obra de Giraldus Cambrensis, donde el futuro rey se baña en el caldo de una yegua sacrificada ritualmente. Por supuesto que el rey tiene que ver con la muerte y resurrección cíclica de la naturaleza (puesto que es él quien la asegura y ésa su más importante función). Pero es que además el rey es el dador por excelencia: por eso le pertenece el caldero de donde fluyen como de un cuerno de la abundancia los bienes que obsequiar.
Recordamos el enorme caldero de Guaire, que protagonizó una extraño viaje aéreo (ver Un precursor).
Sin embargo, la Soberanía es mujer (y el rey sólo lo es mediante su unión con ella) porque el pote y la tahona universales son, para el mundo simbólico, el vientre femenino.
En la antigua Irlanda los reyes delegaban esta función de distribución de riquezas en el "hospitalario" (briugu) que tenía a su cargo un establecimiento donde se repartía toda clase de bienes (lo que a veces terminaba en la ruina absoluta del hostelero).
Muchos santos irlandeses heredan esta prodigalidad del rey, imagen de la de la Naturaleza, en milagros de multiplicación increíble de alimentos.
El caldero y la taza de la soberanía aparecen en la narración titulada Baile an scáil, en la que Lug se aparece al rey Conn Cétchathach y le muestra a la Soberanía en forma de una bella joven junto a esos objetos destinados a que el rey cumpla su función de repartidor de bienes. Según los Anales de los cuatro maestros, Conn comenzó a reinar en el año 123 de nuestra era; y por cierto, era de la familia de Cianán, puesto que su antepasado Eogan el grande, fundador de la dinastía de los Eoganachta, era su nieto.
Otros dioses irlandeses aparecen relacionados con calderos, como el médico Dian Cecht (ya lo hemos visto) y el dios marino Manannán mac Lir. Pero el que más constante y estrechamente se asocia con ese recipiente es Dagda o Eochaid Ollathair. El caldero de Dagda no tiene fondo (como el cuerno inagotable del que dieron, en el mito nórdico, a beber a Thórr, dios del que se han señalado varios parecidos con Dagda). 
Ahora bien, como advierten Stercx y Bernard Sergent (éste en una nota de su Celtes et Grecs I: le livre des héros, con referencia a aquél), los textos medievales irlandeses apuntan (e incluso uno del siglo X afirma explícitamente) la identidad de Dagda y de Cían, padre de Lug.
Cianán, el santo -Cíancito-, habría sido por tanto, antes de su cristianización, un trasunto humano del Dagda, importante divinidad de la Irlanda pagana e identificada a veces con el galo Sucellus.
El dios galo Sucellus.
Aunque San Cianán suele celebrarse el 25 de Febrero, el Santoral de Óengus lo menciona el 24 de noviembre:
"La Cíanan Doim Liacc,
Cain dias dian tuirinn..."
"Con Cianán de la Casa de piedra,
Hermosa espiga de nuestra mies"...
Espiga y mies, símbolos de resurrección y abundancia, símbolos eucarísticos también. Pero ¿será casual la elección del nombre Tuirenn, que coincide con el del enemigo de Cían, muerto víctima de la venganza implacable de Lug?

domingo, 17 de febrero de 2013

Un peregrino más

En la entrada anterior se trataba de viajeros irlandeses a tierras de Oriente, a mediados del siglo XI. Hoy sigo hablando de peregrinos ilustres.
Por los años en que Mariano Escoto partía rumbo a Alemania (por 1068) nacía en Borgoña Enrique, futuro conde de Portugal. Y menos de dos décadas después, en 1082, en el reino de Galicia, en el lugar llamado Ganfei, un niño al que sus padres -Oveco y Eugenia- pusieron Teotonio.
Ganfei está cerca de Tuy, a cuya diócesis pertenecía, en la orilla opuesta del Miño.
La Vida de Teotonio, escrita en latín en el siglo XII, poco después de su muerte, fue recogida por Alexandre Herculano en el tomo I de sus Portugaliae monumenta historica (donde se puede leer en línea)  y traducida más tarde, en el siglo XV, al portugués.
Oveco y Eugenia, viendo en su hijo disposición para el estudio, lo enviaron con su tío Don Cresconio, obispo de Coimbra, y el sabio arcediano Don Tello. 
Interior de la catedral vieja de Coimbra.
http://commons.wikimedia.org/wiki/File:
Sé_Velha_de_Coimbra_ou_Igreja_da_Sé_Velha_10.jpg
A la muerte de Don Cresconio, Teotonio marchó a Viseu, donde por la estima debida a su fallecido tío se le concedió el cargo de ostiario de la catedral. Era un joven de costumbres reconocidamente virtuosas, modesto en el vestir, bien formado, alto, de rostro agraciado y aspecto alegre, tan alejado de una severidad glacial como de una frívola y afeminada gesticulación. Nunca se le veía con el ceño fruncido ni se le oía alzar la voz.
Encantaba su tono, dulce y grave, tan distinto de las habituales exageraciones efectistas de los predicadores; con su habla suave y paternal consolaba al afligido y conmovía al pecador. Hablaba llanamente y sin afectación; incluso cuando prior de una importante comunidad monástica siempre tuvo por mejores el sentido común y la palabra sencilla que la mundana filosofía y la retórica.
Comía frugalmente y a menudo eran su almuerzo unas cebollas con sal. Así disfrutó de salud y rehuyó cuanto pudo a los médicos. En su vida consintió sangría ni purga, puntales de la terapéutica en su tiempo.
Este semblante de serenidad alejada de todos los extremos supo darle a la expresión del santo el autor del San Teotonio que se encuentra en el Museo de Arte Antiguo de Lisboa, atribuido a Nuno Gonçalves. En ese cuadro parece un labriego vistiendo el hábito monacal por alguna promesa y que posa solemnemente, rígido, en el estudio de un fotógrafo donde hubiese ido a retratarse para conservar el testimonio de su voto cumplido.
Sentado en el canto de su banco de madera, empuña el báculo como una pértiga para impulsar alguna barca. Va tocado con su mitra -San Teotonio como prior de Santa Cruz tenía derecho a uno y otra aun sin ser obispo ni abad- como si no le perteneciese, con el  aire de leve incongruencia con que llevaría una chistera quien no está acostumbrado a ella.  
En Viseu, San Teotonio no tardó en ganarse aprecio universal y fama de sanador milagroso y debelador de diablos.
Esta virtud nunca lo abandonó. Ya siendo prior de Santa Cruz acudió en auxilio del monje inglés Samuel, que como otros muchos cruzados había venido a la reconquista de Lisboa. Samuel cayó enfermo y se le aparecían unos demonios muy negros que lo atormentaban pinchándolo con lanzas. Los diablos eran invisibles salvo para el infeliz Samuel, pero todos lo veían gritar y retorcerse por obra de las lanzadas. Era aparecer Teotonio y huir los diablos como una nube de mosquitos; pero en cuanto se daba la vuelta caían otra vez sobre el monje con renovada saña.
Lo mismo sucedió a otro lego: a éste el Demonio se le aparecía también en forma de un negro, pero que lo asaeteaba con un arco. Y como los anteriores, huía de Teotonio.
-Amigo -dijo el prior al lego-, curarte está en tu propia mano; pero algo te tiene que costar. Y ese algo es que tienes que renunciar a esa amiga tan cariñosa que tienes y a la que quieres tanto para no volverla a ver en tu vida. Porque es el demonio de la lujuria el que te atormenta y eso quiere decir la flecha.
-Pero ¿quién ha dicho?... ¡Eso es mentira!
-Tú sabes mejor que yo la verdad que hay en ello, y si no quieres más flechazos, confiesa y despídete de la moza. Las dos cosas van una con otra: si quieres amiga, apenca con el negro.
-Pues no tendré más remedio, pero la pena de la renuncia no sé si es mejor o peor de sufrir que los flechazos.
Demonios sagitarios. Miniatura del siglo XII en el Hortus Deliciarum
de Herrada de Landsberg.
Lo cierto es que el demonio negro arquero o bien acostumbraba aparecerse de verdad a distintas gentes por aquellos años o pertenecía al catálogo iconográfico almacenado en la imaginación colectiva, porque figura representado en más lugares.  
Ahora bien, la blandura de Teotonio no era incompatible con la severidad cuando la censura se imponía. A una mujer, bellísima, que prendada de sus encantos lo agobiaba con sus requerimientos no dudó en escupirle públicamente a la cara. Otra distinta, más audaz aún, lo atrajo a su confortable morada (Teotonio, en cambio, vivía con ascética parquedad: no tenía bancos ni sillas en su casa) y en ella a una privada recámara donde era su plan "abrandarlo con coças e luxuriosos afagos" "como hüa luxuriosa besta". Como era en el estío y el calor apretaba, quiso primero descalzarlo y descansarle los pies con un baño, mas no con buenas intenciones, porque "o queria certamente provocar". Comprendiendo (no requeriría gran penetración psicológica) de lo que se trataba, el prometedor clérigo salió despavorido a acogerse en sagrado, donde lo vieron todos los fieles huyendo descalzo iglesia adelante.
Insisto otra vez en la descalcez (especialmente si, no como aquí, se trata sólo de un pie). No hace mucho hablaba de San David de Gales, cuando para salvar a San Maedog salió de la cama con un zapato solo. No se trata sencillamente de un detalle indicador de la prisa o vehemencia de la reacción, sino de una marca de sacralidad. En Anatole le Braz leemos repetidamente que en ciertas ceremonias especialmente solemnes, y en particular las que tienen que ver con las almas en pena, el sacerdote debe ejercer su sacro oficio descalzo,  tiene que ser "prêtre jusqu'à la terre", sacerdote hasta la tierra. Es el contacto directo con la energía telúrica (la conexión con el Cielo está garantizada por su condición sacerdotal) lo que le confiere eficacia a su mediación entre dos mundos.
Pero no se crea que Teotonio tronaba solo contra unas pobres mujercillas fascinadas por su personalidad.
A la mismísima Doña Teresa, madre del rey de Portugal Afonso Henriques, la echó con cajas destempladas de su iglesia, donde había tenido la osadía de presentarse acompañada de su amante Don Fernán Pérez de Traba. En otra ocasión la reprendió públicamente porque le metía prisas para que se ventilase a la carrera una misa o algún otro acto litúrgico.
Ciertamente, influyen en esta severidad los motivos políticos, ya que Portugal se dividía entre los partidarios de la viuda Doña Teresa (y tras ella la influencia del poderosísimo conde de Traba) y los defensores de su hijo Afonso Henriques: tensiones que acabaron en guerra. Pero también es verdad que Teotonio también supo regañar, cuando hizo falta, a la reina consorte Doña Mafalda, mujer de Afonso.
Es de suponer que uno de los motivos de la admiración con que la gente veía a Teotonio era el haber hecho la peregrinación de Jerusalén; y estando ya de regreso en Viseu sintió nuevamente el afán de visitar los santos lugares y por segunda vez marchó a Oriente.
La vida de San Teotonio incluye una relación bastante detallada de su periplo que constituye un interesante documento de aquellos viajes en el siglo XI y que nos permite hacernos una idea del de Clemente, el fraile irlandés compañero de Mariano Escoto, que lo precedió en unos años (ver la anterior entrada).
Comenzaba la peregrinación por tierra hasta Bari, donde se embarcaba con destino a Jaffa. La travesía duraba tres semanas y los navegantes se exponían a numerosos riesgos. En su estudio sobre el miedo en Occidente, Jean Delumeau se extiende sobre el horror al mar, en particular a la tempestad, cuya descripción se convierte en tópico casi infalible de toda narración de un viaje marítimo, con idénticos elementos que se repiten a través de los siglos (las olas convertidas en montes cristalinos y movedizos, la nave zarandeada vertiginosamente por las olas entre las arenas del fondo y las estrellas que parecen tocarse con la mano, la desesperación de los pasajeros y marinos que se confiesan unos a otros a voces en medio del fragor de la tormenta...) Desde la novela bizantina hasta, por lo menos, la descripción entre romántica y simbolista de Hugo en El hombre que ríe, ya del 1869, nos los encontramos con más o menos variantes.
La Vida de San Teotonio introduce una no del todo excepcional en la tempestad que se abate sobre el barco de los peregrinos a la altura del cabo Maleas, la punta más extrema al Sureste del Peloponeso: la aparición repentina de una bestia terrible entre las olas:
-¡Éste es dragón! -decían unos.
-¡No, no: es monstruo marino! ¿No lo veis?
-¡Dejaos de cuentos: es el Demonio, el Demonio en persona que viene por nosotros! 
Monstruo marino. Ilustración de Gustavo
Doré para el Orlando Furioso.
-Dejaos de estar discutiendo si son galgos o son podencos -dijo San Teotonio- y encomendémonos a Dios, que es el que nos puede librar de lo que sea este vestiglo.
El autor de la vida, que conocía estos detalles de labios del propio San Teotonio, dice que lo que más le llamaba la atención al santo peregrino eran los ojos de la bestia llameantes como antorchas.
Gracias a las oraciones de Teotonio, se aplacó la furia de las olas y llegaron sanos y salvos a Jaffa.
La primera etapa del "tour" de los santos lugares era la tumba de San Jorge mártir en Lydda, hoy Lod. De ahí continuaba por Nazaret, el monte Tabor, Sebaste de Samaria, donde se visitaban las tumbas de los profetas San Juan Bautista, Eliseo, y Abdías, el pozo de la Samaritana y finalmente tras la acostumbrada oración en el Monte del Gozo, Jerusalén.
Hecho el recorrido de los santos lugares jerosolimitanos continúa el viaje por Betania (casa y tumba de Lázaro), Belén, el río Jordán, Jericó, Cafarnaún y el lago Tiberiades.
De regreso a Jerusalén, los monjes de la comunidad del Santo Sepulcro lo invitan a quedarse en su compañía. A pesar de sus propios deseos de permanecer en la ciudad santa, Teotonio siente una imperiosa vocación de regresar a Portugal por un tiempo y emprende el regreso prometiendo a los monjes de Jerusalén que su ausencia no será larga.
En efecto, regresado a Viseu al término de un largo y fatigoso viaje, comienza a hacer los preparativos de su tercera y definitiva peregrinación.
Sin embargo, sus proyectos quedaron frustrados al acercársele once santos varones de Portugal y manifestarle su propósito de formar una comunidad monástica, con el ruego de que se dignase presidirla. Ya estaban incluso adquiridos los terrenos para la construcción del edificio en Coimbra, junto a los Baños Reales.
Teotonio se dejó convencer por lo que veía ser voluntad divina y el año de 1132 se fundó la orden de la Santa Cruz, regida por la regla agustina.
Tanto viaje a Jerusalén, el nombre adoptado por la orden, el número inicial de doce miembros (como los doce apóstoles) y el de los que finalmente la fundaron, setenta y dos (como los setenta y dos discípulos) tienen un aire decididamente mesiánico y apocalíptico.
El culto de la Cruz y de su invención no deja de evocar a Santa Elena y Constantino, del mismo modo que la batalla de Ourique, momento fundacional de la monarquía portuguesa, con la visión del rey Afonso Henriques y la intervención de aliados sobrenaturales, parece remedo de la batalla del puente Milvio librada por aquel emperador. 
No hay que olvidar que se estaba asistiendo al nacimiento de un reino y de un reino que necesitaba mostrar al mundo unos triunfos (en el terreno de la sacralidad) comparables a los de la Galicia de la que se desgajaba, con el importantísimo centro jacobeo.
San Teotonio siempre fue defensor de la nueva monarquía. Ayudó con sus rezos al rey en las batallas y en la enfermedad; a la reina en sus partos.
Afonso Henriques yace sepultado en la santa Cruz de Coimbra.
Rigió, en fin, Teotonio su comunidad con paternal blandura y severidad y siempre que era posible optando por la caridad antes que por el rigor.
Ya he dicho que su admiración a Afonso Henriques (de quien era amigo) no le impidió enfrentarse con él y con la reina, y aun reprenderlos. Así sucedió cuando liberó por su cuenta a los cautivos mozárabes traídos a rehala entre los moros como botín de una algara en el reino de Sevilla. A pesar de la renuencia del rey (probablemente temeroso de descontentar a los guerreros que se habían arriesgado en el raid), los mozárabes no sólo quedaron horros sino que a los que no quisieron regresar a sus casas se les concedieron terrenos cercanos a Coimbra.
Mostró una vez la reina Doña Mafalda la curiosidad de ver las partes del monasterio de Santa Cruz vedadas por la clausura.
-Lamentablemente, ahí no se puede pasar.
-Pues ¿quién me lo va a prohibir a mí, que soy la reina?
-Otra Reina más poderosa hay, que reina en esos sagrados a los que nos acogemos los que huimos del siglo.
-Bueno: yo paso; ya me sabrá Ella perdonar.
-No sé: lo que sé es que a Osías, por quererse meter en el Templo cuando no debía, le mandó Dios la lepra; yo no me arriesgaría en tu lugar. Eso está en la Biblia, ¿eh? ¡Que yo no me invento nada!
Doña Mafalda, acobardada, se fue refunfuñando. Con aquello Teotonio se ganó el resentimiento de la reina.
Como contribución a la construcción del monasterio de San Vicente en Lisboa envió Teotonio una cantidad de dinero al cargo de un anciano monje. En mitad del camino lo emboscaron unos almogávares de los moros y lo apresaron con su precioso envío. Pero poco tiempo después se le vio aparecer de nuevo, con su misión cumplida.
-¡Esto ha sido un milagro! ¡Un milagro de Dios! -excalmaba Teotonio.
-Bueno, milagro...Él me ha ayudado sin duda ninguna, ¡bendito sea Su Nombre! Pero la verdad es que he engañado al moro y lo he despistado.
-¿Y te parece poco milagro engañar a un moro de éstos, que se las saben todas?
-Ya… Éste en particular era medio tonto.
-Pues más a mi favor: porque es milagro salir tonto un moro y más aún que para uno que hay lo pongan a vigilar a un cautivo con tan suculento botín.
No sólo era San Teotonio frecuente visionario, sino que aparecía en las visiones ajenas. A un anciano se le mostró en el Cielo, vestido de ropas blanquísimas y rodeado de otros bienaventurados; entre tantos santos era a él a quien Dios distinguía con su mayor estima y hacía más honra.
El anciano hizo pública su visión, para gloria y vergüenza del modesto Teotonio. 
Otro monje, del ilustre monasterio de Claraval, contempló un gran prado amenísimo, de un verde fresco y brillante, que se extendía a modo de isla en medio del mar (lo que recuerda vivamente el mundo imaginístico de los periplos celtas al Más Allá (immrama) y los mágicos archipiélagos que salpican los mares de las novelas caballerescas): un prado como el de Manannán mac Lér, que era el mar mismo. Por la muelle hierba paseaban hombres vestidos con largas sayas cándidas. La visión le dio una gran sensación de bienestar y sosiego. Sin embargo, la isla (transparente simbolismo) estaba vallada y no se podia aportar a ella.
Cuando llegó una vez a Coimbra y conoció el monasterio de Santa Cruz, quedó atónito:
-¡Yo conozco a este hombre! -dijo señalando a Teotonio-; él es el superior de la isla verde de mis sueños; a él se dirigen todos con reverencia, estudian, celebran y obedecen sus consejos. Yo he de caer de rodillas y besarle los pies.
-¿Nunca habías visto al santo prior Teotonio?
-Nunca por nunca, lo juro: salvo en mis sueños nada más.
San Teotonio tenía una gran admiración a la reforma cisterciense y poseía como un gran tesoro un báculo obsequio de San Bernardo de Claraval.
Pasaban los años, envejecía San Teotonio y con la vejez le invadió una dolorosa saudade del Paraíso. Sus allegados se preocupaban viendo que aquella aspiración acabaría por consumarse más pronto que tarde.
San Teotonio tuvo una noche, en sueños, otra visión. Se hallaba en lo alto de una elevada torre que se erguía en mitad del claustro de Santa Cruz de Coimbra. Simbolismo evidente: el claustro representa el Paraíso terrenal, en cuyo centro se cruzan los cuatro ríos. El Paraíso terrenal es el paraíso perdido, por lo tanto el tiempo anterior al Tiempo, y en la historia de cada uno el mundo prenatal. La torre simboliza la voluntad de alzarse, de trascender la realidad habitual en pos de otra más sagrada. La torre es el vínculo entre tierra y cielo. En su sueño, el anciano monje estaba armado de una larga lanza sin hierro. Sin hierro, dice el autor de la vida, por la mansedumbre con que siempre luchó contra Satanás y sus tentaciones. Ante sí tenía a un anciano muy reverendo, envuelto en resplandecientes vestiduras.
Un abad frente a San Pedro. Manuscrito del siglo XI.
Llevaría páginas y páginas desmenuzar el simbolismo de la lanza. La lanza que abre los ojos (como se los abrió a Longinos) igual que la cornada del unicornio: la lanza que sangra (como la de Longinos, otra vez, y como la que se le mostró a Perceval en el castillo del Rey Pescador) y con la que se encuentran remotos, pero llamativos paralelos en la leyenda celta: lanzas envenenadas, lanzas animadas, lanzan que gotean negra sangre venenosa y que tienen que dormir con la hoja en un baño mágico que las apacigüe. Lanza es árbol también, y por eso duplicación de la torre. De la muerte por lanza como atajo al mundo divino es ejemplo el sacrificio dacio a Zalmoxis, precipitando a las víctimas sobre las puntas alzadas de las lanzas. 
Torre, lanza… por si esto fuera poco, Teotonio ve el símbolo más inequívoco, la escalera que asciende hasta los Cielos… El anciano se le presenta: es San Pedro, enviado por Dios para anunciarle su pronta partida de este siglo.
Todo el  mundo estaba ya convencido de su próximo paso al Reino de Los Cielos. La víspera de su muerte se vio en el claustro “un muy grande ayuntamiento de estrellas brillantísimas”, que el propio santo reconoció, con tranquilidad y alegría, como signo de su inmediato pasamiento. A prepararse para él dedicó sus últimas horas.
Cuando tuvo lugar, por su actitud y gestos fue evidente a cuantos lo presenciaban que había acudido una delegación angélica a recibirlo y escoltarlo, aunque los ángeles en sí no fueran visibles. Y uno de los monjes cayó víctima de espantosas convulsiones, retorciéndose y echando espumarajos como hombre energúmeno. El ataque duró media hora. Se conjeturó que el Demonio, incapaz de hacer presa en el alma del santo prior, ciego de despecho se había precipitado sobre la primera víctima que había encontrado a mano, el alma de aquel pobre fraile distraído tal vez, o mancillado por algún pecadillo. Pero al final no había tenido más remedio que soltarlo también a él de entre las uñas. 
La festividad de San Teotonio, patrón de Viseu, se celebra el 18 de febrero.  

sábado, 9 de febrero de 2013

Iluminación digital


Los siglos VI y VII son indudablemente la edad de oro de las misiones monásticas irlandesas en el continente europeo. El Imperio carolingio y las incursiones y los asentamientos escandinavos en Irlanda señalan el fin de esa época de esplendor. Sin embargo, eso no quiere decir que las peregrinaciones de los irlandeses ni su actividad intelectual cesaran por completo.
Peregrinos. Vidriera del siglo XIII.
Aún hacia mediados del siglo XI tenemos noticia del viaje de cierto Mariano Escoto, que partió de Irlanda en el año 1066 ó 1067. Es la época en que los normandos cruzan el canal de la Mancha y se adueñan de Inglaterra. Mariano embarca con dos compañeros, cuyo nombre irlandés ignoramos y a los que la crónica llama Juan y Cándido (tal vez sea éste mismo al que más tarde denomina Clemente). El de Mariano sí nos ha llegado en la firma de uno de sus libros:  Muiredach mac Robartaigh, Muiredach trog, como dice: "el pobre Muiredach". Muiredach (en inglés Murray) nada tiene que ver, etimológicamente, con María ni con Mariano (y sí con el mar); pero como Muire es la Virgen María en irlandés, seguramente el peregrino consideró una buena idea latinizar su nombre de esa manera. En cuanto a trog, contiene la raíz del irlandés actual trua, 'pena' (como el bretón trugarez, "misericordia, gracias"). El nombre ya se utilizaba en galo y con toda probabilidad se conserva en nuestro truhán, palabra que nos viene de Francia. Originalmente un truhán es un desgraciado, un pobre.
Pero volviendo a  Mariano. El cronista, cuya obra (opúsculo que, aunque se titule Vida del beato Mariano abad de Ratisbona, es en realidad una crónica de las fundaciones monásticas irlandesas en Bamberg, Ratisbona y Würzburg) recogen las Acta sanctorum del 9 de febrero, informa de que era guapo de cara, de pelo rubio y brillante, sabio y prudente, de modo que era patente en él la Gracia del Espíritu Santo.  
Como hemos visto al hablar, por ejemplo, de Santa Úrsula, una de las rutas habituales para los irlandeses en el continente era remontar el curso de los grandes ríos, como el Rin. Así, nada tiene de extraño que Mariano Escoto y los suyos fuesen a dar a Bamberg, donde fueron bien acogidos. Aquí señalan las Acta sanctorum una equivocación del autor de la vida de Mariano Escoto, que confunde al obispo Otón de Ratisbona (anteriormente canónigo en Bamberg) con el importante San Otón de Bamberg: ambos personajes vivieron hacia la misma época aunque fue San Otón algo posterior.
Uno y otro, sin embargo, fueron peregrinos y San Otón brilló por su labor evangelizadora, a la que se debe la conversión de la Pomerania.
Cerca de Bamberg, río abajo, se encuentra Würzburg, famosa fundación monástica donde la comunidad irlandesa desarrolló una importante labor. Bamberg era una base desde donde el cristianismo irradiaba sobre poblaciones recientemente convertidas o que permanecían en el paganismo. Si era el celo evangélico lo que había guiado a Mariano y los suyos, nada tiene de extraño que se detuvieran en aquella ciudad.
El Imperio germánico vivía por aquella época unos tiempos revueltos. El joven emperador Enrique IV luchaba por imponerse a los nobles levantiscos (una pugna incesante que se prolongó durante toda su vida y en la que tuvo escaso éxito) y plantar cara al poder del papado.
Edward Schwoiser. Penitencia de Enrique IV
ante Canosa
.
Las diferencias entre el emperador y el papa estallaron en primer lugar debido a la cuestión del matrimonio imperial. Enrique IV aborrecía a su mujer Berta de Savoya y pretendía repudiarla aduciendo que el matrimonio no se había consumado. 
A decir del cronista Bruno el Sajón o Bruno Saxónico (su Historia de la guerra de Sajonia recogida en los Monumenta Germaniae historica puede leerse en línea), no contento con mantener dos o tres concubinas semioficiales, el emperador era un mujeriego insaciable y no dejaba belleza en sus dominios, casada o soltera, que no sometiese a su imperial capricho, fuese de grado o por fuerza. Luego, cuando se hartaba de alguna barragana, aunque fuese de la más alta alcurnia, la obligaba a casarse con alguno de sus criados. 
El obispo Adalberto de Bremen, encargado de su educación, le consentía todas sus travesuras.
-Si no se divirtiese ahora que es joven y puede, más que santo lo que sería es tonto.
Con razón actuaba así, ya que (siempre según Bruno) Enrique asesinaba a cualquiera que le diese algún consejo que le desagradase. Mataba sin haber dado muestras de enfado, para que sus víctimas no estuviesen prevenidas, y las enterraba con extremos de duelo y grandes honras para acallar las sospechas.
Claro que tampoco hay que dar excesivo crédito a Bruno. Los sajones mantuvieron una larga e intermitente guerra con Enrique IV y su juicio no puede ser imparcial. Bruno cuenta de él horrores, como que estuvo sujetando a una monja hermana suya (¡de Enrique, no de Bruno!) mientras otro la violaba por su mandato. "Se duda por qué era más infame, si por su perversa lujuria o por su crueldad inmensa".
Relata también Bruno un episodio digno de un fabliau: ansiando Enrique obtener un pretexto sólido para el repudio de la reina, le envía a uno de sus cortesanos que la requiera de amores, convencido de que la desdeñada esposa no podrá resistirse a sus encantos. La emperatriz, remisa al principio, acaba por acceder a recibir al galán en la intimidad de su alcoba. Mas no sin segunda intención.
Enrique acompaña al seductor a la cita con el propósito de aparecer en el momento oportuno, fingiendo la ira de un ultrajado marido. La emperatriz se las arregla para, una vez entrado su augusto consorte en los aposentos, cerrar la puerta tras él, dejando fuera al cómplice. 
Al instante, se precipita sobre Enrique un tropel de doncellas y camareras armadas de banquetas y bastones deslomándolo a palos.
-¡Hijo de puta! -gritó la reina cuando ya lo tenían medio muerto- ¿Cómo te atreves a entrar de escondidas intentando forzar a la emperatriz? ¿No sabes que si te encuentra mi marido, el valentísimo emperador, te destroza?
-¡Ay, ay! ¡El emperador soy yo! ¿No ves que soy Enrique? ¡Tu Enrique! ¡Ay! ¡Diles a estas furias que paren!
-¡Embustero! Si fueras tú mi marido, no querrías colarte de esconditillas como un ladrón, sino entrar abiertamente como quien va a meterse en su propia cama con su mujer legítima. ¡Anda, anda, lárgate y date por satisfecho de que no acabemos con tu miserable vida!
Enrique huyó y, fingiendo enfermedad, tuvo que guardar cama durante un mes entero hasta que se recobró de la paliza.
Los obispos alemanes, a pesar del terror que inspiraba el emperador, no se atrevían a declarar la nulidad de su matrimonio (a lo que él les instaba) y consultaron al Papa. Éste envió como legado suyo al severo asceta San Pedro Damián. Al parecer disuadió a Enrique IV del divorcio y de su negativa a pagarle a su mujer el débito conyugal, ya que un año después nacería descendencia suya y de la emperatriz.
En este agitado ambiente, pues, se instalan Mariano y sus compañeros, que pronto reciben el hábito de San Benito y, gracias al favor de Otón (al que había llamado la atención su vida pía y virtuosa), la donación de unos terrenos donde edificar su celda y dedicarse a la contemplación. Otón los exime de la vida común con los otros monjes por su ignorancia del idioma alemán.
Pero no se les olvidaba el principal motivo de su viaje, que era la peregrinación (como es propio, dice la vida, de los de su nación), y reanudaron el camino de Roma. No les duró mucho esa determinación porque al llegar a Ratisbona fueron recibidos por la abadesa de allí con tanta hospitalidad y reverencia que Mariano decidió quedarse en la ciudad a esperar el Juicio Final. 
Ratisbona en el siglo XVII.
Todo era obra de la Providencia, que pronto manifestó en él tan maravilloso talento caligráfico que fue el pasmo de todas las religiosas, no sólo por la belleza de sus trabajos como por su rapidez.
Emma, la abadesa, les rogó que permaneciesen como huéspedes suyos, suministrándoles casa, vestido, comida y cerveza. Y afirma el autor de su vida que entre los milagros que Dios hizo mediante estos irlandeses viajeros, no fue el menor la cantidad y calidad de las copias de uno y otro Testamento que salieron de sus manos (parece ser que uno de sus manuscritos se conserva aún en la Biblioteca Nacional de Viena). Asimismo, de limosna, Mariano Escoto copió muchos salterios y libros de oraciones que regalaba a las viudas sin recursos y a los clérigos pobres. Pero una parte importante de su producción iba destinada a las comunidades monásticas de frailes irlandeses establecidas en aquellas regiones y a los peregrinos de su misma nación que iban de paso por la ciudad.
No es difícil imaginar a Mariano y sus compañeros charlando con alguno de aquellos paisanos de las cosas de Irlanda, mientras compartían la cerveza de la buena abadesa bibliófila, saboreando el placer de escuchar la lengua de su tierra y envidiando un poco la suerte de quienes verían recompensados los azares del camino con la vista de los santos lugares.
Uno de aquellos paisanos había interrumpido, como él, su peregrinación en Ratisbona, donde a la llegada de Mariano y los suyos llevaba bastantes años recluido en estrecha celda subterránea. Era su nombre en latín Murcheratus o Muricheritacus, que en francés resulta Moucherat (lo cual parece nombre de mosca) y en irlandés Muirchertach, nombre bastante frecuente que en inglés ha adoptado la forma de Murdock. Con éste solía consultar sus dudas: ¿estaría haciendo bien en quedarse allí en Alemania o debería continuar su camino hasta Roma?
-¿Cómo voy a contestarte yo a eso? Mejor sería que ayunases y orases pidiendo una iluminación del Espíritu Santo.
Así lo hizo Mariano y esa noche oyó en sueños una voz:
-Mañana sal con tus compañeros Juan y Clemente y ponte en camino al despuntar el alba. Cuando veas salir el nuevo sol, detente, porque allí está decretado que resucites de entre los muertos.
Los peregrinos se entretuvieron rezando en una iglesia de San Pedro, en Ratisbona, y al salir los rayos del sol les dieron en plena cara. Ya tenían la respuesta. Sin embargo, andando el tiempo, Juan y Clemente cedieron a su inicial impulso peregrino. Uno llegó hasta Jerusalén, donde murió. El otro se detuvo más cerca, en una sierra de Austria, donde a ejemplo de Murcherato se enterró en vida en una diminuta celda.
Mariano solía quedarse trabajando hasta tarde, escribiendo por la noche a la luz de las velas o candiles. Hoy, que utilizamos estos medios cibernéticos, cuesta trabajo hacerse idea del esfuerzo físico que suponía la tarea de aquellos copistas, manteniendo durante horas una postura dolorosa, forzando la vista cuando faltaba la luz y expuestos al frío cuando no (las ventanas no tenían cristales).
La monja encargada de dejarle su provisión de velas lo había olvidado una tarde y se acordó cuando se disponía a meterse en la cama. Salió de su celda echándose algo de abrigo encima de la camisa, llamando de paso (por decoro) a otra hermana o hermanas.
-Pues ¿no decías que lo habías dejado a buenas noches? ¡Mira la de luz que sale por entre las maderas!
-Pero ¿y cómo no me iba a acordar que le había dejado velas? ¡Que me acordaría yo!... Esto lo tengo yo que fisgar a ver qué misterio es éste.
-¡Quita! ¿Y si lo pillas de mala manera?...¡Ji, ji, ji!
-¡De mala manera...! Sí que eres loca tú... ¡un santo...!
Casi se caen las monjas de espaldas y se quedaron temblando (tremefactas) al ver por una rendija a Mariano copiando, con la mano izquierda en alto y tres dedos de ella levantados, coronados de sendas caperuzas de fuego como si fuesen lámparas que irradiaban por toda la estancia un resplandor celestial, blanco y quieto, no amarillento y tembloroso como la triste claridad de las velas corrientes.
Monje escribiendo. Manuscrito del siglo XII.
Esto, aparte del milagro (más asombroso en Alemania que en Irlanda, donde ya he mencionado a algún otro santo que se alumbraba así para escribir a oscuras), indica la maestría de Mariano Escoto, que o bien copiaba sin necesidad de corregir, con una mano sola, o bien sujetaba entre los dedos en llamas el palillero de raer el pergamino y arreglar los puntos de la pluma. 
Las espías no fueron capaces de guardar el secreto y el milagro se propaló por toda la ciudad para gloria de Dios y alabanza de Su copista.
Mariano pidió y obtuvo licencia para construir en Ratisbona su propio monasterio y asilo para peregrinos. La fama de este establecimiento llegó hasta su tierra natal y fueron muchos los paisanos suyos que decidieron dejarlo todo y reunirse a él. Entonces en su pueblo todos recordaron lo que había dicho, cuando Mariano (todavía Muiredach) era niño, un viejo que solía adivinar el porvenir: que aquella criatura congregaría en torno a sí a muchos fieles peregrinos.
Contaba al autor de la vida de Mariano un fraile centenario que lo había conocido que era hombre manso y de dulcísimo trato: lo fue hasta después de muerto. Porque una vez que estaban junto a su tumba unos monjes charlando de algunas cosas frívolas y chistosas les llamó la atención del modo más amable: haciendo que su sepulcro exhalase de pronto un perfume como de flores del Paraíso.
Cortejo de peregrinos. Arte románico.
Pasaron los años, pero los monjes de aquel monasterio mantuvieron su vocación viajera y su relación con Irlanda. Y así, cuando hubo que reunir fondos para la construcción de un nuevo edificio mayor, algunos marcharon al Este, hasta Kiev, donde compraron pieles que luego pudieron vender muy ventajosamente en Ratisbona; también contribuyeron generosamente los fieles de Irlanda. Una nueva fundación irlandesa, dependiente de Ratisbona, se creó en Würzburg. El abad de ella, Macario, continuaba con las tradiciones ascéticas insulares, a juzgar por que, sin que nadie lo supiera, se había mandado hacer unos aparatos de madera que llevaba ceñidos al cuerpo, torturándoselo, y se había prohibido, como si fuese veneno, cualquier bebida que alegrase el espíritu. 
Mas he aquí que un día su obispo, por honrarlo, le ordenó por la santa obediencia que brindase con él.
¡Situación trágica muy típica de un personaje irlandés! Como Cú Chulainn y tantos otros héroes, Macario se veía atrapado entre dos prohibiciones contradictorias, dos gessa como se dice en gaélico. El héroe no tiene más remedio que obedecer a una de los dos a sabiendas de que la transgresión de la otra causará su perdición.
Por suerte para Macario, se produjo una intervención divina. Bebió el abad de la copa que le ofrecía el obispo, el cual, cuando mojó los labios a su vez en ella, exclamó furioso:
-¡Sumiller! ¿Qué vino es éste?
-El mejor de todo Würtzburg.
-¡No es sino agua de la fuente, atontado! ¡Sí que estás tú bueno!
-Pues yo lo he sacado de un tonel de la bodega, y era vino. No entiendo. Pongo por testigo a los Cielos y la tierra de que vino era, vino vinísimo.
-Pues no hay duda entonces -concluyó el obispo-: Dios ha hecho este milagro por Macario.
La fama de santidad de Macario se extendió por aquellas comarcas. Una noche de luna, mientras los monjes cantaban los maitines, se vio ante la puerta del monasterio una torre de fuego elevarse hasta el cielo, alumbrando a toda la ciudad con clarísimo resplandor. Este prodigio llenó a los vecinos de pesar, porque comprendieron que se trataba de un alma que se encaminaba al cielo. Y al cabo de los quince días, en efecto, moría el abad Macario.
Mariano Escoto fue beatificado por la Iglesia Católica. Las Acta sanctorum traen su vida, con una erudita introducción, el día 9 de Febrero.
  

viernes, 1 de febrero de 2013

El Aleph en Irlanda

Hubo en Irlanda, en la provincia de Connacht, un matrimonio noble y acomodado. La mujer se llamaba Éthne y el marido Sédna; y su gran desgracia era no poder tener hijos a pesar de sus muchas peregrinaciones, limosnas y plegarias.
Una noche, los dos se despertaron de pronto a la vez.
-Acabo de soñar una cosa rarísima -dijo Sédna a su mujer-: que una estrella del cielo te caía en la boca.
-¡Cosa más rara...! -contestó ella- Yo he soñado que se descolgaba del cielo la luna y yo me la tragaba.
(En una versión irlandesa de esta leyenda -hay  dos, aparte de una latina, editadas por Plummer- el rey traga la estrella y la reina la luna).
Samuel Palmer, Pastor con su rebaño a la luz de la luna (detalle).
-¿Y si fuera esto un signo -dijo, en cualquier caso, Sédna- de que nuestras oraciones han sido escuchadas?
-¿Tú crees? No veo qué relación tiene lo uno con lo otro.
-Probemos fortuna. Si estoy equivocado, ¿qué habremos salido perdiendo? Nada: al contrario.
-Es verdad: manos a la obra.
Aquella noche fue concebido el ansiado heredero. Los sabios sentenciaron:
-Una estrella anunció a los Magos el nacimiento de Cristo y la misma señal a nosotros el de un gran santo.
El alumbramiento (nunca mejor dicho) tuvo lugar en Inis Brechmaige (Breaghwy Island en inglés), isla de un lago en el actual condado de An Cabhán (Cavan), al sur de la provincia de Ulster. Digo que nunca mejor dicho porque el mundo saludó el nacimiento con un largo día ininterrumpido, sin que viniese la noche a velarlo con sus tinieblas. 
Un peine de madera que la partera le dio a Éthne para hacer fuerza o morder durante el parto brotó y dio hojas y flores. La losa sobre la que se derramó el agua lustral salió flotando por un río como un papel. Éstos son algunos de los prodigios que ilustraron el acontecimiento.
El recién nacido era descendiente directo de Colla Uais, uno de los tres hermanos Collas, caudillos que contribuyeron decisivamente a la decadencia del reino de Ulad con la destrucción definitiva de su capital, Emain Macha. 
Que vendría al mundo aquel niño había sido profetizado por los druidas, por San Patricio y hasta por Fionn mac Cumhail, el célebre capitán de los fianna, el Fingal de Ossian.
Se le puso el nombre de Aed, que se refiere al fuego (como el latín aedes, "hogar, llama sagrada"). Se lo conoce más por los diminutivos cariñosos Aedán (En inglés Ethan) y m'Áed Óg ("mi pequeño Aed) o Maedoc, que ha resultado en inglés Mogue. Pero muchos lo llamaban Hijo de la Estrella. Y tuvo por padrino a su propio ángel de la guarda.
"Sluind Aed fortrén Ferna! ¡Nombra al fortísimo Aed de Ferns!" dice de él el Santoral de Oéngus.
Ya de niño, fue entregado como rehén al rey de Tara Ainmire mac Sétna. Éste, advirtiendo una gracia especial en su faz, le preguntó:
-¿Qué prefieres, quedarte conmigo en mi corte o volver a casa con tus padres?
-Volver, pero sólo si sueltas también a los otros niños rehenes.
-¡Concedido, enemiguito! No sé qué hay en ti que no se te puede negar nada. Tú vas a ser un gran santo: ¡si no, acuérdate de lo que te digo!
Tal vez a causa de esa experiencia infantil Maedoc toda su vida abogó por los cautivos. Cuando uno de sus familiares fue capturado por los Ui Conaill Gabhra, que vivían en la orilla sur del Shannon (el pueblo adoptivo de Santa Ida, ver Un cilicio con seis patas), se presentó en la corte y se sentó a ayunar como medida de presión. El rey, que no quería ceder, vio cómo su hija moría repentinamente. La reina comprendió que ello se debía a la terquedad de su marido y acudió a implorar al santo, que resucitó a la princesa. Pero el padre continuaba inflexible. Maedoc ya estaba fulminando una maldición contra él cuando un niño que jugaba por allí intervino:
-¡Padre, una maldición no! ¡Es demasiado!
-¡Está ya pronunciada!
-Bien, pero que recaiga sobre... no sé... ¡esa piedra!
-De acuerdo: que recaiga sobre esa piedra.
La piedra, durísima, al recibir la maldición, se partió en dos pedazos y el rey, al verlo, se asustó y concedió la libertad del prisionero.
Hombre transportando un prisionero. Canecillo románico.
A otro cautivo lo libró aterrorizando a sus guardianes con el ataque de un ejército fantasmal, visible sólo para ellos. Este motivo no deja de recordar a las huestes mágicas que tan importante papel desempeñan en relatos épicos irlandeses medievales como el de La muerte de Muirchertach mac Erca o La muerte de Cú Chulainn.
Pero esto fue muchos años después y estábamos aún por la niñez del santo. 
Una vez que lo mandaron a cuidar de las ovejas vio ocho lobos merodeando alrededor de su rebaño.
-¡Lobos, lobitos, qué pinta de hambre tenéis! Llevaos ocho carneros, uno cada uno: ¡venga! para que no riñáis.
La niñera de Maedoc, que era la dueña de las ovejas, salió poniendo el grito en el cielo al enterarse de la generosidad del niño con lo que no era suyo. Pero de pronto salieron del bosque otros ocho carneros iguales a los perdidos, que Dios enviaba para librar al caritativo pastorcillo de la regañina.
El festín del lobo.
Ya siendo hombre crecido y abad de un importante monasterio regaló a los lobos habrientos un par de terneros. El pastor del convento fue a hablarle:
-Padre: las vacas, por si no lo sabes, no dan leche como no tengan delante a los terneros. Entonces se alegran y empiezan a hacerles mimos y se las puede ordeñar. Si no, se ponen como locas, se les inflan las tetas y les duelen, pero no se dejan tocar, mugiendo sin parar que es un dolor. ¿Qué vamos a hacer ahora?
-No es difícil; que tú les hagas de ternero.
Y le trazó la señal de la Cruz en la tonsura. Desde entonces, las vacas lo veían como a su ternero, le restregaban el morro contra la cabeza; lo lamían y en su presencia se dejaban ordeñar sin acordarse de sus terneros.
Otra vez, yendo de viaje, se le acercó humildemente una loba hambrienta, haciendo ademanes de pedirle limosna.
-¡Eh, tú! -le dijo a un niño que había por allí- ¿Tienes algo de comer?
-Un pan y un cacho de pescado. Pero...
-Trae.
Y se lo dio a la loba, que engulló las dos cosas de un trago.
-...¡Pero que era de mi amo! Y ahora me va a arrancar la piel a tiras...
-No seas llorica, niño. Dame un puñado de hojas, o mejor dos.
Maedoc convirtió las hojas en un pan y un pescado como los de antes.
-Arreglado. En este mundo hay para todos. No hay más que repartirlo bien.
Sin embargo, otra vez se apiadó de un ciervo perseguido por una jauría. Le puso entre las astas su"ceráculo", las tablillas enceradas en que estaba estudiando (la versión irlandesa dice que su manto: ¿sería un manto encerado, impermeable?), y el animal quedó inmóvil como una estatua e invisible para los perros, que estuvieron dando unas vueltas por allí hasta que se cansaron y se fueron dando su presa por perdida.
San Maedoc era en su primera juventud muy amigo de San Molaise o Laseriano de Daim Inis (que no es el Laseriano del que hablaba en Laseriano, llama de fuego, sino otro). Eran casi tocayos, porque sus nombres significan "fuego" uno y "llama" otro. 
Una vez acudió a Laseriano una mujer desesperada, hecha un mar de lágrimas, arrancándose los pelos y dándose de puñetazos en el pecho. Habían desaparecido sus tres hijos en las aguas de un lago y no se encontraban los cuerpos para poderles rendir honras fúnebres.
-Yo no puedo hacer nada, pero sí Maedoc. Vete al lago y lo esperas en la orilla: le dices de mi parte lo que pasa.
Maedoc, cuando supo de labios de la madre lo ocurrido, ni corto ni perezoso se metió en el agua hasta encontrar a los niños ahogados en el fondo. Los resucitó sin perder tiempo.
-Salid del agua, que os está esperando vuestra madre y menudo susto le habéis dado. ¡Venga, espabilad! 
Al correrse las voces del poder taumatúrgico de Maedoc eran tantos los que acudían a él con súplicas que no lo dejaban vivir y resolvió desterrarse a Britania para perfeccionarse junto a San David.
Una de las versiones irlandesas de su vida dice que entonces peregrinó a Roma, donde vivió un año.
La mayor prueba que tuvo que soportar en Britania fue la inquina injustificada que le cogió otro fraile, ecónomo del convento, que se pasaba los días pensando cómo hacerle la vida imposible y poniéndolo por obra. Y a pesar de que Dios mostraba su predilección a Maedoc, como cuando creó un camino ancho y enjuto a través de un pantano para que el santo pasase con su yunta de bueyes, o cuando tornaba impermeables sus libros olvidados bajo la lluvia, o no permitió que se perdiese una gota de la cerveza que transportaba en su carro una vez que volcó, no cejaba en su saña. 
(Dice la versión irlandesa que la cerveza sí se derramó y Maedoc le mandó volver a los toneles milagrosamente reparados después del accidente). Es de creer que sería para los huéspedes la cerveza, que San David tenía prohibida toda bebida alcohólica a sus monjes.
Hasta tal punto llegaba la ojeriza del ecónomo que un día que Maedoc iba  al bosque a hacer leña pagó a un lego que lo acompañaba para que lo matase a hachazos. Pero cuando levantaba el arma para asestar el golpe, las manos se le quedaron pegadas al mango.
San David conoció por revelación divina lo tramado y se levantó de la cama a toda prisa para volar en auxilio de Maedoc, sin tener tiempo de calzarse más que una sola abarca. Los monjes, viendo a su superior correr de tan extraño modo, acudían en enjambre tras él y San David con gestos y voces procuraba alejarlos, hasta que se detuvo a la orilla de un río. Maedoc y el lego, arrepentido y sano, volvían risueños, rodeados de una alegre compañía de ángeles que sólo San David podía ver.
-Alejaos, os digo, hijos -insistió el abad-. Ya no hay prisa. ¿No veis la escolta tan escogida de Maedoc? Y tú, ecónomo, mal fraile, ¿por qué la has tomado con este invitado nuestro?
-No le riñas, padre -dijo Maedoc-: total, le queda poco de vida. Dios lo tiene sentenciado a mala muerte y a que su cadáver y tumba permanezcan hasta el día del Juicio desconocidos del mundo.
Y exactamente así ocurrió.
Vemos aquí una aparición más del motivo del héroe semicalzado (ver En el país de los tuertos el cojo es el rey): no es de creer que San David durmiese con un zapato sí y otro no, ni que la prisa le permitiese ponerse una abarca y no las dos. Y también fue al borde de un río perdió Jasón la sandalia: porque el río es umbral del otro mundo, lo que explica el carácter sagrado de los vados y de los puentes en distintas culturas.
San Maedoc hizo numerosos milagros en Britania. Un hombre, que había nacido con lo que entonces llamaban facies tabulata, es decir sin ojos ni nariz, consiguió una cara normal por intercesión de este santo. La misma sanó al hijo del rey, que estaba ciego, sordo, mudo y paralítico. O, según dice la versión irlandesa, era un medio hombre que tenía sólo un ojo, un brazo y una pierna, como el vizconde demediado de Italo Calvino. O, mejor dicho, como los fomore, el pueblo marino monstruoso cuya sangre corría por las venas del dios Lugh.
Al revés, un bromista, hombre de muchas campanillas, que acudió a él fingiéndose sordo y ciego por burla salió de la visita sin ver ni oír nada.
Había que tentarse las vestiduras antes de vérselas con Maedoc.
Sus rezos pusieron en fuga a un ejército invasor inglés, sin pérdida de una sola vida britana. Los germanos cogieron tal terror a la magia de San Maedoc que durante muchos años se cuidaron bien de poner el pie en tierras ajenas.
Al final, el santo regresó a Irlanda y cuando ya se acercaba a tierra su barco le fue mostrada una aterradora visión: unos piratas o bandoleros estaban robando y degollando a unos pobres viajeros. Maedoc empezó a tocar su campana y milagrosamente el tañido llegó a oídos del caudillo de los ladrones, que era un reyezuelo de por allí.
-Oigo una campana, y es de algún santo. Será mejor que dejemos de degollar y robar a estos desgraciados y salgamos a recibirle con honra a la playa, no sea que nos suceda alguna desgracia. 
Desembarcaron a Maedoc a hombros y le rindieron homenaje.
-¿Qué tierra es ésta?
-La de los Uí Censelaigh. 
Los Uí Censelaigh vivían en la esquina sureste de Irlanda, en el actual condado de Wexford (Loch Garman en irlandés).
-Me gusta, me quedo.
Otra leyenda explica de distinta manera cómo se instaló allí Maedoc. Estando tumbados los dos santos amigos, Laseriano y él, cuando jóvenes, charlando a la sombra de sendos árboles se preguntaban si seguirían siempre juntos, como era su esperanza, o los separaría la vida. De golpe, los árboles se vinieron abajo. La copa caída de uno señalaba al Norte y la del otro, el de Maedoc, al Sur. Los mozos comprendieron la señal, se abrazaron con lágrimas y cada uno siguió el camino indicado. Maedoc viajó hasta Ferns, donde fundó su monasterio. 
No debía de temer mucho a los viajes largos, porque alguna vez que se cansó, unos ángeles bajaron del cielo para llevarlo en volandas.
Llegado, pues, Maedoc a Irlanda de vuelta del convento de San David (llamado Menevia, que aún no lo había dicho), se acordó de que no le había preguntado a su maestro a quién debía escoger por confesor. Así que como no había barco disponible se echó a andar mar a través. No tardó en salirle al encuentro un ángel del Señor.
-¿Qué atrevimiento es éste? ¡Ponerte a andar sobre las aguas!
-Atrevimiento ninguno, que no lo hago confiado en mis poderes sino en la misericordia de Dios. Y no tengo más remedio que averiguar qué confesor me conviene coger.
-Espérate aquí en esta peña que pregunte. No te muevas.
Ángel y santo junto al mar. Manuscrito del siglo XIII.
-Que dice Dios -contestó el ángel al cabo de un momento- que no necesitas confesor de ninguna clase, pero que si te quedas más tranquilo, que cojas a San Molua. Y que no te pongas a andar por el agua, que pareces un niño, que no hacen más que meterse por los charcos.
Maedoc volvió a su monasterio, pero vio que se le había olvidado una campana en Britania y sin acordarse de la prohibición divina se encaminó otra vez a la playa para ir andando a buscarla. Dios había previsto su terquedad y para evitarle un pecado le había dejado su campana al borde del agua, donde la encontró, lamida por las olas. Había llegado flotando, traída por milagrosas corrientes.
Cuando el famoso rey Guaire enfermó de mucha gravedad, otro ángel (o si sería el mismo) avisó a Maedoc, que estaba de camino a Caisel, corte de Mumu, muy fastidiado porque los caballos de su carro se habían parado y no había manera de que echasen a andar.
-Eso es porque no les da la gana de ir a Caisel, sino al palacio de Guaire, como se lo manda Dios.
-Iremos pues. 
Guaire no corría peligro (reinó treinta años más) y Maedoc lo sabía, pero se apresuró para consolarlo. Los caballos, dotados de una rapidez milagrosa, hicieron el viaje en brevísimo tiempo; los montes se allanaban a su paso y los ríos y lagos se quedaban secos y lisos como carreteras para que anduviese cómodamente. 
El carro de Maedoc tenía esa virtud. Viajaba como el pensamiento. Cuando San Moluacha le comentó su deseo de peregrinar a Roma a pesar de su avanzada edad, le mandó subir al carro y desaparecieron ambos. A la mañana siguiente estaban de regreso y les había dado tiempo a visitar todos los santos lugares y reliquias de Roma.
Estos viajes milagrosos a Roma no son nada raros en la hagiografía medieval y aun posterior. Julio Caro Baroja estudia varios en un capítulo de Vidas mágicas e inquisición, el dedicado al Doctor Torralba.
El autor de la vita duda si el viaje fue real, si imaginario: sólo certifica que a su regreso San Moluacha se sabía Roma al dedillo, como si hubiera vivido muchos años en ella.
¿Qué tenía de extraordinario viajar a Roma sobrenaturalmente para quien como Maedoc subía al Cielo por escalera de oro y bajaba refulgente y teñido de gloria? Pues un testigo presencial de su ascenso, que era entonces párvulo que aprendía las primeras letras, lo vio adentrarse en las alturas, invitado a la recepción de San Columba, cuando pasó aquel santo a mejor vida.
Siendo San David muy viejo, mandó llamar a Maedoc para que se despidiesen antes de que se lo llevase Dios. Maedoc acudió y se quedó unos días de visita con San David. Pero al final estaba inquieto por sus monjes y algo impaciente por volver.
-No te preocupes -le dijo San David-: antes de lo que crees estarás con los tuyos. Ve a la playa y encontrarás transporte.
Lo que le estaba esperando donde mueren las olas era un monstruo marino de naturaleza desconocida, a lomos del cual llegó a Irlanda en menos que canta un gallo. 
Pero el milagro marino más extraordinario de esta santo ocurrió una vez que iba con una yunta a arar los campos de unas pobres monjas y le salió al camino una leprosa pidiendo limosna. No teniendo mejor cosa que darle, le dio uno de los bueyes.
-¿Que vamos a hacer ahora? Con un buey solo no podemos trabajar -dijeron los labradores.
-No pasa nada. ¡Buey! ¡Eh, buey!...
No tardaron en ver, maravillados, un buey que surgía de las olas del mar y avanzaba mansamente a colocarse bajo el yugo. Cuando terminaba la tarea del día, volvía al océano y cuando se le llamaba, regresaba de entre las aguas.
El toro, ya lo hemos visto, es animal propio de deidades marinas (díganselo a Pasífae).
Dédalo y Pasífae. Fresco pompeyano.
Otras veces, Maedoc apartaba las aguas ante él, cuando tropezaba con un río crecido u otro obstáculo acuático, para poder cruzarlo.
A poco de llegar a Irlanda, vino a verlo Aed Dubh, el rey de los Uí Briúin, que vivían al Este de Connacht.
-¿Qué quieres de mí?
-¿Hace falta preguntarlo? ¿No ves que soy un adefesio? ¡De buena gana cambiaba mi corona por otra cara que echara menos para atrás! No es digno del honor del trono un rey tan feo. ¡Solucióname este desastre fisionómico!
-Deberías contentarte con lo que te ha dado Dios, pero bueno. Duerme aquí esta noche tapado con mi manto.
A la mañana siguiente, el rey amaneció con la cara de Aedán mac Éicnech, el hombre más guapo y deseado por las mujeres que había en toda Irlanda. Se fue bailando de júbilo y colmando a Maedoc de donaciones y privilegios.
Algunos ponen este milagro antes de la partida de Maedoc a Britania. 
Otra vez, cuando estaba repartiendo la harina de  los molinos entre los labriegos de su monasterio, se coló un forastero de Osraige (que lindaba con los Uí Censelaigh) y se llevó unos sacos que no le correspondían. Como vio que el santo estaba despistado y no se enteraba, regresó inmediatamente a probar suerte otra vez, disfrazando entonces el rostro con una mueca por si acaso y haciéndose el tuerto.
-¿Por qué pones esa cara y por qué vienes por un trigo al que no tienes derecho, robándoselo a sus dueños de verdad? El trigo te lo doy de limosna, pero que sepas que te quedas con ese careto para los restos. Y en tu familia no faltará uno que salga así de guapo y ciego en cada generación. Ve con Dios y vuelve por más cuando quieras.
Maedoc no soportaba a los pícaros. Otros pedigüeños llegaron a él un día, desnudos y muertos de frío, pidiéndole alguna ropa por amor de Dios.
Maedoc mandó llamar a uno de sus monjes. 
-Ve a tal y tal sitio y encontrarás un lío de ropas debajo de una piedra; tráelo.
El fraile obedeció, encontró el bulto y asombrado del hallazgo milagroso las entregó a Maedoc, que las donó a los mendigos.
-¿Qué pasa, no os están bien? -dijo Maedoc al ver la cara de chasco de éstos- A mí me parece que como un guante. ¡Como hechas para vosotros!
Eran sus propias ropas, que habían escondido antes de presentarse al santo casi en cueros para dar más pena.
-No tengáis tanta cara en adelante, que os podía haber costado más que palabras la broma.
-Ya nos vamos, ya.
-¿Quién le habrá dicho...?
Y otros dicen que el santo los echó con cajas destempladas sin darles ni siquiera sus ropas y que cuando fueron a recobrarlas habían desaparecido porque Maedoc se había adelantado a repartirlas entre otros pobres verdaderos.
Reinaba entonces en Tara Aed mac Ainmirech (el hijo de Ainmire mac Sétna, que había liberado a Maedoc de niño). Pertenecían a la poderosa familia de los O'Neill, que habían establecido su supremacía sobre la mitad norte de Irlanda y pretendían extender su dominio hacia el sur invadiendo a los Uí Censelaigh. 
El pretexto era el cobro de un tributo que los irlandeses del Norte habían impuesto siglos atrás a los de Laiginn, el famoso "tributo de los bueyes" (ver Moling, libertador de Laiginn y La redención del tributo).
Las gentes huían con sus ganados en busca de refugio al monasterio de Maedoc y Aed decidió tomarlo y hacerse con todo. El santo salió ante la línea formada por los asaltantes e hizo la señal de la Cruz con su báculo. 
-De aquí no paséis.
-¡Valiente muralla, un signo escrito en el aire! ¿A quién crees que vas a parar con eso? -dijo un soldado más fanfarrón que los demás, y cayó fulminado en el sitio.
Sus compañeros huyeron en desbandada y el rey, enterado del prodigio, exclamó:
-¡Contra Dios no se puede combatir!
Y se retiró. Pero cuando se le pasó la impresión volvió a las andadas, levantando un ejército que marchaba desde todas las direcciones, como un puño cerrándose sobre los Uí Censelaigh.
-La ayuda de Dios es imprescindible -debió de pensar Brandubh, rey de los Uí Censelaigh-, pero insuficiente. Si nosotros no hacemos nada por nuestro lado, no la mereceremos.
Y en lo que hoy llamaríamos una acción de comando, al frente de un grupo de guerreros escogidos penetró en el real de Aed, dio allí la batalla y lo mató. 
Tras aquella batalla de Dún Bolg, desastrosa para los O’Neill, a cuyas aspiraciones sobre los Uí censelaigh puso fin, Brandubh se adueñó de todo el territorio de Laiginn hasta Mount Merrion (Calla Ruaidh), casi en Dublín. No por nada cantó la viuda de Aed este lamento, que recogen los Anales de los cuatro maestros, redactados en el siglo XVII:
Bátar inmuini trí toib
Frisna freisciu aitherrech:
Taeban Taellten, Taob Temra,
Taeb Aedha meic Ainmirech:

Hubo tres flancos amados
Que ya no volveré a ver:
El de Tailtiu, el de Tara
y el de Aed mac Ainmirech.
Tara era la capital de Aed y Tailtiu era la sede de un festejo anual donde se celebraban juegos, reuniones y feria. Ambas estaban en sendas colinas.
Volvía el rey triunfante por la orilla del mar conduciendo una gran cáfila de ganados y esclavos cuando se le acercó un mendigo leproso. Brandubh le dio de limosna un “ludario” mocho y negro, palabra misteriosa que la versión irlandesa interpreta como “buey sin cuernos”.
Ya en casa, Brandubh cayó enfermo con un gran dolor y se le mostró en una visión cómo lo llevaban al Infierno a cuyas puertas se le acercaban unas terribles fieras abriendo sus fauces amenazantes. 
Bestia infernal glotona. Capitel románico.
La mayor y más feroz de ellas con su aliento atraía al rey y a punto estaba de engullirlo, cuando aparecía un monje y arrojaba entre las mandíbulas del monstruo  un buey como el que había regalado Brandubh. No quedó saciada la bestia y tragado que hubo al buey empezó a tirar de nuevo del monarca con su aliento prensil. 
Erich Neumann, autor jungiano, insiste en este carácter atractivo, absorbente del Infierno, que relaciona con la atracción ejercida por la mujer sobre el hombre, la avidez de la tierra que traga la semilla y la digiere para hacerla renacer en nueva planta.
En todo caso, ante el fracaso del primer plan el monje empuñaba el báculo y la emprendía a garrotazos con la bestia, abriéndole la cabeza y cerrándole la boca.
Brandubh despertó, aunque postrado por la enfermedad, y contó su horrible sueño.
-Eso tienes en tu reino un santo llamado Maedoc que si no lo arregla él no lo arregla nadie. Mándalo llamar.
-¡No, no! Iré yo a verle personalmente en señal de veneración.
Y cuando desde su carro lo vio de lejos, que salía a recibirlo, exclamó:
-¡Ya comprendo que éste me librará del monstruo y de todas las penas del infierno! Ya lo conozco de vista: era el monje del sueño.
El rey sanó de su enfermedad y agradecido nombró a Ferns sede arzobispal de Laiginn y dispuso que él y sus descendientes fuesen enterrados allí hasta el día del Juicio.
Maedoc se dispuso a edificar un templo digno de tan noble arzobispado pero no tenía artífices que lo hicieran con la belleza y magnificencia que imaginaba. Así que llamó a un destripaterrones cualquiera y le bendijo las manos:
-Ahora por la misericordia de Dios eres un arquitecto consumado.
-¿Yo? ¡Anda éste! ¡Si hasta se me viene abajo una lumbre que prepare!
-Prueba y verás. ¿Cómo te llamas?
-Gobán.
-Pues el mundo recordará tu nombre como el del más prodigioso constructor.
Y en efecto, éste fue el famoso San Gobán, cuyo talento se disputaban todos los santos para construir sus iglesias (ver Viéndoselas con los demonios y La vaca de la Roja).
Pero como en el mundo no hay felicidad duradera, un día un malvado, el conde Sarano, asesinó a traición a Brandubh.
-¿Quién ha derribado -exclamó con extremos de aflicción Maedoc- esa columna de la Iglesia, sostén de los humildes, humillador de los soberbios? ¡La mano que tal hizo debiera caer desprendida del maldito cuerpo!
Maedoc se apresuró adonde tenían el cuerpo del rey y lo resucitó.
-Padre -dijo Brandubh-: sin ánimo de despreciar el favor, yo ya he vivido muchos años. Otro rey no os faltará que me sustituya y hasta con ventaja. Óyeme en confesión y dame el cuerpo de Cristo, eso sí: que ese traidor de Sarano me ha degollado sin darme tiempo a ponerme en Gracia de Dios. Y luego déjame volar al reino de los Cielos.
-Me parece bien pensado. Yo también me iría si pudiera, pero aquí hago falta a muchos.
Sarano se arrepintió sinceramente de su crimen a poco de haberlo cometido; desnudo, ayunando y sometiéndose a las más ásperas penitencias, se pasaba los días en llanto y oración sobre la sepultura de su víctima.
De pronto se oyó una voz de ultratumba:
-¡Bestia! ¡Morral! ¿Te parece inteligente lo que has hecho? ¡Matarme primero para después tenerte que arrepentir! ¡Anda, tarugo!, que por tu remordimiento se te perdona el pecado...
-¡Gracias, gracias!...
-Sí; pero primero espera una cosa...
-¡Ay!
El brazo homicida de Sarano había caído al suelo, desprendido del hombro.
-Las maldiciones de los santos es lo que tienen: que son irrevocables...
Tiempo antes, cuando Maedoc estaba construyendo el monasterio de Ferns, resultó que había por allí cerca un arroyo donde solían ir las mujeres a lavar y, peor aún, a bañarse.
Ya hemos visto varias veces las connotaciones mágicas y sobrenaturales, maléficas incluso, que pueden adquirir las lavanderas. Pero es de suponer que incluso sin pararse a considerar eso, a Maedoc no le hiciese gracia la cercana presencia de unas mujeres, algunas de buen ver, metidas en el agua, acaso medio remangadas, en camisa o peor, distrayendo el duro trabajo con cháchara y cantares, chapuzándose y salpicándose para turbación de los monjes contemplativos y ascetas. Así que les rogó que se fuesen con la música y la colada a otra parte. 
-¿Irnos nosotras? ¡Buena está ésa! -dijo la más atrevida- ¡Este terreno es nuestro y este arroyo es nuestro! Y nosotras y nuestras madres y las madres de ellas ya venían a lavar aquí antes que os cediesen las tierras del convento, de venir cautivo a Irlanda San Patricio y de nacer la abuela de Cú Chulainn. Aquí es nuetra casa y estamos como se nos antoja. ¡Y no queremos mirones!
Ésta era tan audaz porque era la hija del amo de los terrenos. 
Bañistas. Esmalte del siglo XVI.
Pero según estaba pisoteando la ropa en el río (pues o no se había inventado aún la paleta o no la tenía) los pies se le quedaron pegados a la ropa como si fuese de chicle, y por más que levantaba las rodillas alternativamente no se podía librar de ella; al probar a soltarse con las manos, también éstas se le pegaron, y braceando y pataleando parecía fantasma y ardilla voladora, hasta que la tela se pegó también a las piedras y por último éstas al suelo, conque la moza quedó como estatua por inaugurar y envuelta en su sábana empapada. 
Las demás, espantadas, corrieron con la horrenda noticia al padre de la ya casi asfixiada, lavandera. Postrado a los pies del santo logró el perdón y liberación de la muchacha.
En Ferns, San Maedoc hizo muchas curaciones y resucitó algún muerto. Sus monjes y sus fieles no se hacían a la idea de que un día pudiese faltarles.
-¡Ay, padre! ¿quién vendrá a guiarnos cuando no estés? -le dijo un fraile que iba con él de camino un día.
-Eso es muy fácil saberlo: el primero que nos abra una puerta.
-¿Sí?
-Sí.
Al llegar a un vado que estaba protegido por una cancela, se toparon un grupo de extraños personajes vestidos con trajes estrafalarios, gesticulando y jugando de la manera más estrambótica con espadas y escudos. Avanzaban brincando y bailando entre músicas y risas.
-¿Quiénes sois vosotros?
-Nosotros -dijo uno de aquéllos, quitándose con exagerada cortesía el sombrero- somos unos estudiantes pobres que nos ganamos la vida con unos números de juglerías y cantando y bailando por las ferias y las cortes. ¡Pasen los señores cenobitas!
Y con reverencia les cedió el paso abriéndoles la puerta.
-Esta vez, padre -dijo el monje-, te ha fallado el don profético.
-De ninguna manera.
-¡¿Qué!? ¡Un matachín, un giróvago, un chocarrero abad y obispo de Ferns!
-No entiendo que me pasa -dijo el juglar- pero me están entrando unas ganas invencibles de  irme con vosotros.
-Y así harás, y desde este momento te llamarás Mochua de Luachar. Mochua, yo te digo que tú serás santo, por raro que te parezca.
Así se cumplió, y cuando Mochua de Luachar ya era santo, años más tarde, y estaba edificando su iglesia, acudió a pedir consejo a Maedoc, porque le faltaba tanto la madera (entonces aún no se hacían iglesias de piedra en Irlanda) como la mano de obra.
-Esta noche quedaos en casa y no salgais ni os asoméis pase lo que pase.
En cuanto los monjes de San Mochua se recogieron, comenzó un gran estruendo, pero nadie se atrevía a asomar la nariz. Sólo el monje más curioso de todos se atrevió a mirar por una cerradura, y vio a una cuadrilla de jóvenes bellísimos con largas y rizadas cabelleras de oro que cargaban madera a cuestas como si fueran plumas y la ensamblaban y montaban con la facilidad de niños jugando a construcciones.
-¡Parad, parad! -dijo de pronto uno de ellos- ¡Que nos están viendo!
Y los carpinteros maravillosos se desvanecieron en el aire dejando la obra a medias.
No hay que dudar que fueran ángeles los constructores nocturnos, pero si lo eran, reaccionaron igual que los duendecillos del cuento de los hermanos Grimm, que cuando comprendieron que el zapatero y su mujer los habían visto trabajar por la noche, desparecieron para nunca más ser vistos.
Si fuera verdad la leyenda de que los duendes son ángeles que, durante la rebelión de Satanás, se mantuvieron neutrales esperando a ver qué bando ganaba para subirse a su carro, y así ni se quedaron en el Cielo ni merecieron ser condenados al Fuego Eterno, sería lógico que unos y otros compartan algunos rasgos psicológicos angélicos.
En todo caso, Mochua encomendó a San Gobán la conclusión de la iglesia y aunque el santo arquitecto salió bastante airoso del reto, quedó lejos de la perfección de la obra primera. 
Un día que fue de visita a ver a San Munnu en su convento, se extrañó:
-¿Qué pasa: no os alegráis de recibirme? ¡Muchos hermanos no han salido a acompañarme en esta cena de bienvenida!
-¡Ya quisieran ellos! Pero están enfermos y en las últimas, sin poder levantar la espalda de la cama ni apenas pasar un trago de caldo.
-Que vengan, que tienen derecho a un poco de distracción.
Habían recobrado la salud, para asombro de la comunidad entera, y cenaron y pasaron la noche alegremente. Al despedirse Maedoc, le dijo San Munnu:
-Antes de irte, déjalo todo como lo encontraste, si haces esa caridad.
-Pues ¿qué he trastocado yo?
-La salud de los hermanos.
-¡Olvídalo: Dios me ha concedido su curación!
-Sí, pero del sufrimiento se sigue gran perfección espiritual y no querría que perdiesen ese beneficio tan grande los hermanos.
-Bueno, como quieras: ¡que sean devueltos a su dolor!... Ya los tienes hechos polvo otra vez.
-Gracias; Dios te bendiga.
Con este San Munnu, que es el famoso San Fintan Munnu, le sucedió algo extremadamente curioso. Estaban charlando dentro de una iglesia cuando Maedoc se levató, estiró el cuello y se subió a unos escalones, quedándose absorto como en una visión fascinante. San Munnu le preguntó qué veía, y él, bendiciéndolo, lo llamó junto a sí y le mostró el mundo entero, desde donde el sol sale hasta donde se pone, como en un solo lugar (quasi unum stadium). 
Fausto, grabado de Rembrandt.
Esto es exactamente el “aleph” del cuento de Borges. Maedoc y San Fintan Munnu son Borges y Carlos Argentino Daneri en el sótano de la calle Garay. Borges cree que hay otros aleph y enumera varios en su cuento, pero no menciona este de Irlanda. Varios de ellos se encuentran en templos y lugares sagrados. Lo que yo no sé es si el de Maedoc se encontraba casualmente en la iglesia o ésta se construyó en torno del aleph porque existía allí previamente aquel punto de máxima concentración espaciotemporal. 
Una vez vino a pedirle ayuda un pobre agobiado por los impuestos, que no podía pagar. Maedoc estaba en el campo, trabajando en la sementera.
-¡Bueno, hombre! Mete la mano en la bolsa y coge todo el grano que puedas llevar.
-Con eso no pago, pero no están los tiempos para despreciar nada.
-Veras cómo sí te llega.
En efecto, los puñados de cebada se convirtieron en oro purísimo con que pudo pagar el tributo.
-¿De dónde has sacado tú ese oro tan fino? ¿No será que lo has robado?
El pobre labrador contó la historia entera.
-Pues ese oro es de Dios y a Él tiene que volver -dijo el alcabalero-. Devuélveselo a Maedoc, que lo emplee en lo que le parezca, y te perdono el impuesto por esta vez.
-¿Y yo para qué quiero oro? -dijo el santo al recibirlo de vuelta-. ¡A mí no me vale para nada! Que se vuelva cebada otra vez y así la siembro. Y arrojó el oro, hecho grano de nuevo, al sembrado.
Igual que del oro estéril hizo cebada fructífera, a los abedules y alisos plantados por error en su vergel hizo llevar fruto, así que puede decirse que pidió peras al olmo y las consiguió.
Tenía merecida fama Maedoc de hombre dulce y amable, que jamás se alteraba ni enfadaba. Un día, cierto patán se apostó con otros:
-¿A que lo cabreo a Maedoc?
-No vas a conseguirlo.
-Veréis cómo sí.
Maedoc estaba entonces a la orilla de un río; el gañán cogió carrerilla y de un empellón lo tiró al agua, entre las risotadas de todos.
-¡Obispo al agua!
Maedoc salió del río con los vestidos, los cabellos, la piel y el libro completamente secos.
-¿Se puede saber qué mosca te ha picado? -dijo sonriente.
-¡Perdón, perdón! ¡Era una broma! -dijo el rústico.
-No te preocupes. Dios se complace con tu inocencia y me manda decirte que Lo verás en el Reino de los Cielos.
-¡Gracias, gracias!
-Y además en seguida. Tienes un mes para arreglar tus cosas. Cuando pase, tu alma alzará el vuelo al Paraíso.
-¿Eh? ¡Socorro!
-No dudes que eso será así, don graciosillo. Así que no desperdicies el tiempo. No sabes cómo te envidio.
Maedoc era, como se ve, bastante guasón. A cierto cuatrero que le había robado el mejor de sus corderos para comérselo y que tenía la osadía de negar su fechoría, hizo que le asomasen las orejas del animal por la boca, para irrisión de todos los presentes. Pero a él también le tomaban el pelo. Una vez vino a verlo una delegación de monjes de san David de Gales. Era Pascua y se les sirvió una comida de vigilia: pan, agua y puerros. No la tocaron.
-¿Por qué no probáis la comida?
-No la probaremos mientras no pongáis sobre la mesa lo que se echa de menos: cochinillo y buey.
Así se lo sirvieron y comieron opíparamente. A la mañana, Maedoc le preguntó extrañadísimo:
-¿Cómo habéis querido comer carne siendo pascua?
-Padre, el cochinillo no había tomado más alimento que la leche de su madre. El buey no había comido en su vida más que la hierba de los prados. ¡Nutrimentos sanos y puros! En cambio, tus puerros estaban llenos de babosas y en tus panes hemos contado trescientos sesenta y cinco gorgojos. ¿Te parece poca carne? Puestos a romper el ayuno, ¡mejor con productos de calidad probada!
Hay que recordar además que los manuales de penitencia irlandeses medievales se muestran muy escrupulosos con la comida. Comer carne mordisqueada por un gato, beber leche donde hubiese caído un ratón y otros alimentos mancillados por el estilo se consideraban pecados graves.
El abad admitió que sus invitados tenían razón.
Un ángel vino a avisar a Maedoc de que sus días habían llegado a su fin y del lugar donde su alma debía separarse del cuerpo. Maedoc emprendió el viaje, que era largo, aprovechando para despedirse de sus numerosos amigos. Llamó a su primo el poeta Dallán Forgaill para que recogiese sus últimas voluntades y se encamino a Rossinver.
Allí lo esperaba una multitud de ángeles y santos: vírgenes, mártires, confesores, ermitaños... Lo recibieron con músicas y cánticos y lo acompañaron al Paraíso en comitiva.
Muchos fueron los milagros de San Maedoc después de muerto, y no los cuento por no alargar esta entrada y por sueño.
La fiesta de San Maedoc cae el treinta y uno de Enero. Ahora hace un rato que es primero de Febrero, fiesta de Santa Brígida, antigua festividad pagana de Imbolc y una de las fechas señaladas del calendario irlandés. 
Santa Brígida, Patrick Joseph Tuohy.
Hay demasiadas cosas que contar de esta santa importantísima y el volumen supera a mis ánimos. Otro año será... 
Hoy empieza en Irlanda la primavera.
Que todos la tengamos muy feliz.