martes, 25 de septiembre de 2012

El santo de la hermosa cabellera

El santo de los que se llaman Barry es San Finbarr o Barr Fhind o Barro, obispo de Corcaigh (Cork en inglés). De este santo se conserva más de una vida medieval, tanto en latín como en irlandés.
San Barro era originario de Connacht, de la estirpe de los Uí Briúin, que se remontaban al gran rey Eochaid Mugmedón.
Este rey Eochaid Mugmedón fue padre de Niall Noíghiallach, Niall Nueve Rehenes, ancestro de los O'Neill (dinastía que dominó la mitad septentrional de Irlanda durante varios siglos), al que engrendró en su esclava Cairenn Chasdubh, Cairenn Rizosnegros. Unas fuentes dicen que esta esclava era sajona y otras que una princesa britana, y su nombre, Cairenn, podría ser una adaptación irlandesa del latín Carina. 
Los Uí Briúin, en cambio, descendían de la mujer legítima de Eochaid, llamada Mongfind (Cabello Rubio). 
Una vez más nos encontramos ante la tópica pareja de mujeres -rubia y morena- que 
Rivalidad de reinas: Krimilda y Brunilda representadas como
la Rubia y la Morena en una ilustración alemana de 1892.
chocan por su rivalidad y por su carácter, arquetipo femenino al que el Romanticismo dio nueva vida gracias a las Rebecca y Rowena de Ivanhoe de Walter Scott (ahí a un tópico se superpone otro, el de la díada de arios y semitas, Norte y Sur, Oriente y Occcidente: pero eso ya es harina de otro costal). Nosotros, aparte de Casta y Susana, tenemos a la ardiente morena y a la tierna trenzas de oro de la Rima XI de Bécquer. 
Las apariciones de la pareja son miles por todas partes. Pero a lo que voy. 
Por supuesto, Mongfind y Cairenn se odiaban y su enemistad tuvo importantes consecuencias para la Historia de Irlanda. Pero eso también es otro asunto.
Los Uí Briúin se extendían de Norte a Sur a lo largo de la franja Nororiental de Connacht, lindando con el Ulster y el Laiginn (Leinster). 
Un rey de los Uí Briúin, durante una cogorza monumental, se acostó con su propia hija, la cual concibió gemelos. De éstos a uno lo ahogaron en el río y a otro lo expusieron en el monte para que se lo comiesen las alimañas, pero lo adoptó y crió una loba. Tiempo después, unos porqueros (personajes, como se ha dicho en varias ocasiones, que generalmente tienen un papel relevante y especial relacion con lo sagrado en las leyendas irlandesas) lo descubrieron y se lo llevaron al rey, que inmediatamente lo reconoció y le dio honores principescos. Pero cuando creció, por causa de la vergüenza que envolvía a su nacimiento, decidió expatriarse con el acuerdo de su padre, y se instaló en Mumu (Munster), en tierras de los Uí Liatháin (cerca de la actual Cork), donde su estirpe se multiplicó. A ella perteneció San Barro.
La leyenda del nacimiento de aquel Amorgen tiene bastantes semejanzas con la de San Ailbe, que apareció en estas entradas no hace muchos días (ver Niño lobo irlandés en Roma).
Nació, pues, en el reino de los Uí Liatháin una niña de excepcional belleza, tanta que el rey decidió reservarla para concubina suya, prohibiendo bajo severas penas que ningún hombre fuese osado de arrimársele. Pero cuando la muchacha creció, sin darle tiempo al rey a consumar sus planes, un buen día se vio que estaba encinta. El rey la mandó llamar.
-¿Puede saberse quién es el padre de ese borde?
-De borde nada; es el hijo de mi marido: Amorgen el herrero.
-¡Amorgen! ¡Mi herrero, el superior y maestro de los herreros de las forjas reales!
-Ése. 
-¿Pues cómo? ¿No sabíais que tenías mandado no tener trato carnal con ningún hombre, sino conservarte doncella para mí?
-En ciertas cosas no mandan los reyes, con todo su poder.
-¡Insolente! ¿No ves que os puedo aplastar como a un terrón?
-No por eso dejarás de quedarte con las ganas de lo que pretendías.
-Ya he oído bastante; que preparen una hoguera suficiente para arrojar en ella a esta deslenguada y al patán que se la ha beneficiado. Ahora os vais a enterar.
-Que nos quiten lo bailado.
Pero estaba visto que las cosas le salían torcidas al rey.
-¿Ya están hechos carbonilla esas dos buenas piezas?
-Señor: ¡imposible! La hoguera no quiere arder.
-¿Habéis puesto leña bien seca?
-Como yesca, pero no hay manera. Lo mismo que si fuesen piedras del río.
Según la versión irlandesa de la leyenda, el rey tuvo la crueldad de ordenar a los condenados que preparasen su propia hoguera y la encendiesen antes de ser abrasados en ella; pero una tormenta espantosa impidió que la leña ardiese.
-Traedme aquí otra vez a los reos.
Cuando estuvieron en presencia del furioso rey, se oyó una potente voz:
-Rey, estás cometiendo un crimen horrendo y sacrílego. Si sigues empeñado, verás lo que tardas en ir de patas al Infierno. Y tú sí que vas a arder cuando estés allí dentro.
-¿Cúya voz es ésta?
-¿De quién va a ser? Del hijo de Amorgen el herrero, que te estoy advirtiendo desde el vientre de mi madre. 
El rey se rindió ante el prodigio y no sólo dejó ir libres a los esposos, sino que cuando nació el niño acudió a visitarlo y a pedir con humildad su bendición.
-Dile al rey cómo te llamas -dijo la madre-. Di: "Me llamo..."
-Me llamo Loán. Bienvenido, rey. Ahora ya nos conocemos de vista. Te encargo que favorezcas a mis padres, que Dios te pagará todos los beneficios que les hagas. Tienes mi bendición. Y ahora me callo hasta que me llegue la edad de hablar cualquier niño corriente.
Amorgen, de todas maneras, no era ningún pelagatos. Aparte de que los herreros en Irlanda, como miembros del áes dána ("gentes de arte") gozaban de la misma consideración que los músicos, arquitectos o médicos, éste era el principal del reino y era señor de una pequeña aldea.
Con todo, Loán, el futuro San Barro, aunque naciese libre, fue engendrado en una esclava, como Santa Brígida.
La figura del herrero reviste a menudo carácter sagrado.
San Eloy, relieve alemán del siglo XIV.
Una noche Amorgen  acogió en su casa a tres anacoretas de Laiginn que venían pidiendo hospedaje. Los monjes vieron al niño y quedaron pasmados.
-¡Qué niño tan bonito! En él resplandece la gracia del Espíritu Santo. Déjanos que nos lo llevemos con nosotros y le enseñaremos a leer.
-Mañana mismo os lo podéis llevar.
-No, que tenemos asuntos que resolver; y a la vuelta nos lo llevamos a Laiginn si queréis.
Iban de camino con él y empezó a llorar.
-Este niño lo que tiene es hambre.
-No sé de dónde vamos a sacar leche para darle. Hijo, aguántate un ratito.
-No: mirad, ahí asoma del bosque una cierva. Por ventura querrá darnos algo de leche por amor de Dios.
Efectivamente, la cierva tenía milagrosamente llenas de leche las ubres; la ordeñaron y sacaron una jarra entera con que dieron de comer al niño santo.
-Me parece que en este mismo sitio donde ha tenido lugar este milagro debemos tonsurarlo y enseñarle a leer.
-Tienes razón.
-Tiene un pelo tan bonito que merecería llamarse Finbarr. 
-Pues con Finbarr se queda.
(Finbarr en irlandés significa "hermosa cumbre").
Coincidió que pasaba por allí cerca San Brendan (aquél era san Brendan de Birr, no el gran navegante San Brendan de Clonfert, descubridor de ínsulas maravillosas); el carro en que viajaba metió la rueda en un bache y el santo se cayó al suelo. Y sus monjes veían con sorpresa que tan pronto sonreía como se ponía a llorar. 
-Padre, ¿qué son estas sonrisas y lágrimas?
-Sonrío de gozo de que estamos cerca de un gran santo, que a pesar de ser niño aún ha hecho grandes milagros y hará muchísimos más en su vida. Y me pongo a llorar de envidia porque Dios le ha concedido estos terrenos que me gustaban a mí para fundar un monasterio. Porque el nuestro está en territorio fronterizo y continuamente hay escaramuzas y trasiego de tropas y no se da un sosiego propicio a la oración, como aquí.
Los tres monjes comprobaron que el niño tenía una facilidad prodigiosa para las letras y empezaron a enseñarle los salmos. También tenía poderes sobre las fuerzas de la naturaleza. Cuando nevaba, como le gustaba la nieve igual que a todos los niños, hacía que no se fundiese alrededor de su celda mientras estaba estudiando, para poder disfrutar de ella al terminar la lección.
Llegó a visitar a los tres monjes un campesino rico, un tal Fidach, con el propósito de que uno de los tres lo aceptase como hijo espiritual. 
-Lo que te sugiero es que adoptes por confesor a Finbarr, el pequeño.
-No me parece adecuado a mi dignidad arrodillarme delante de un crío y contarle mis pecados.
-Tú verás, pero yo me confieso con él.
-Eso es otra cosa.
Y Fidach no sólo tomó a Finbarr por confesor sino que le donó sus tierras y ganados. 
San Barro estuvo criándose con aquellos tres monjes hasta que llegó a oídos de sus maestros la fama de un sabio, llamado Mac Coirp, que acababa de volver a Irlanda después de haber pasado años estudiando con San Gregorio en Roma, donde por cierto había sido condiscípulo de San David de Gales. 
San Barro poco más podía aprender de los tres monjes y se resolvió enviarlo al recién venido. Por el camino, devolvió el habla a un niño mudo y la vista a su hermana ciega, hijos del rey Fachtna el Enfadadizo, y resucitó a la reina que acababa de morir. 
Esto había sucedido así: estando San Barro entrevistándose con el rey había estallado un clamor de lamentos fúnebres y gritos de duelo.
-Ya ha ocurrido -explicó el rey-. Es mi mujer, que llevaba algún tiempo entre la vida y la muerte y ahora habrá acabado de padecer.
-No le toca aún -dijo San Barro bendiciendo una palangana de agua-; ordena que la laven con esto.
El rey lo hizo así y su mujer empezó a moverse y a desperezarse.
-¡Qué bien he dormido! -dijo- Estaba como un auténtico leño y no sé por qué han tenido que venir estas tontas a mojarme con unas toallas. ¡Las ocurrencias de los médicos! 
Había un cortesano incrédulo que pensaba que la reina se había curado por obra de la naturaleza y no por las oraciones y poder taumatúrgico de San Barro. Estaban charlando una mañana en un rincón resguardado del jardín de palacio, tomando el solecillo de invierno en un banco a la sombra de un nogal.
-Escucha una cosa, Barro: ¿por qué no haces un milagro, un milagrito pequeño para que yo lo vea?... ¡Ay!
Le había caído una nuez en la cabeza, y a esa primera siguieron otra y otra y se le vino encima un chaparrón de nueces que habían salido en el árbol de repente sin ser siquiera el tiempo de ellas.
-Y no vuelvas por más -dijo Barro-, que es pecado y gordo tentar a los santos, y es lo que hacían los que estaban mirando a Cristo en la cruz y así les fue.
San Barro siguió su camino hasta donde vivía Mac Coirp y le contó a lo que venía.
-¿Qué enseñas tú exactamente?
-Yo a San Mateo y Los hechos de los Apóstoles y luego lo último que ha salido en Roma, la Cura Pastoral de San Gregorio.
-Muy bien: quiero quedarme a aprender contigo, si me enseñas. Y dime: ¿tú lo conoces a San Gregorio?
-Mucho.
-¿Cómo es? 
-Calvo, con la nariz ganchuda. Y cuando escribe corre una cortinilla por modestia, para que no se vea al Espíritu Santo que se le posa en el hombro a dictarle.
San Gregorio Magno. Siglos X-XI.
Cuando acabó el curso, en pago de sus lecciones Mac Coirp le pidió a Barro que se mandase enterrar a su lado para que el día del Juicio Final resucitasen juntos. Luego se volvió a Roma para que San Gregorio lo consagrase obispo.
Barro puso escuela para niños y niñas y muchos futuros santos fueron allí a estudiar.
-Has hecho el camino en balde -le dijo San Gregorio a Mac Coirb cuando llegó a Roma y le pidió que lo hiciese obispo-. A mí no me corresponde ese honor. Eso tiene que ser en Irlanda. Vete otra vez a casa y busca a tu alumno Barro, que irá otro más digno que yo y os hará obispos a los dos a la vez.
Entre tanto, en Irlanda, guiado por un ángel, San Barro había ido viajando por distintos lugares, y en todos ellos dejando a las gentes pasmadas con sus enseñanzas y los milagros y curaciones que iba obrando.
Llegó finalmente con su guía adonde está hoy la ciudad de Cork, que era entonces una isla de tierra seca en mitad de una extensión pantanosa. 
-Aquí no te molestará nadie y puedes fundar tu monasterio.
En éstas estaban cuando, como surgida de la niebla, apareció una vaca a punto de parir su ternero.
Los monjes se pusieron a ayudarla y no tardó en llegar detrás de ella un paisano que se quedó atónito al verlos.
-¿Quiénes sois y qué hacéis aquí en medio de este cenagal?
-¡Qué preguntas! Somos unos monjes y estamos a ver si pare la vaca.
-Eso ya. Resulta que estos terrenos son míos y la vaca también, y la vengo siguiendo, que se me ha escapado del establo. Yo en todo esto veo la mano de Dios, así que podéis quedaros todo el tiempo que queráis, y tened también la vaca y el ternero. Os los regalo.
Aquél fue el principio de la ciudad de Cork.
Cuando ya San Barro tenía levantada una iglesia de madera, vio llegar a su maestro y lo saludó cariñosamente. Mac Coirp le contó lo que le había sucedido con San Gregorio.
Y como las voces se habían corrido sin que se supiera cómo, no tardó en reunirse una gran multitud a presenciar la milagrosa consagración de los dos obispos.
Otra versión de los hechos es que San Barro se encaminó a Roma con otros tres santos (uno de ellos San David) para recibir del papa la consagración; pero cuando San Gregorio alzó la mano para bendecirle, bajó una llamarada del cielo y se la chamuscó.
-Me está bien empleado, por querer consagrar al que es más que yo -dijo el papa sacudiendo la mano y soplándose en ella-. Vuelve a Irlanda y allí busca a Mac Coirp y ya encontraréis quien os haga obispos.
Y San Barro tuvo que volverse por donde había ido.
Entraron los dos santos, Barro y Mac Coirp, en la iglesia y al poco tiempo bajaron unos ángeles y los ungieron entre músicas y aromas celestiales. Del suelo brotó un óleo perfumado en que los santos y todos los demás asistentes acabaron chapoteando y quedaban benditos al pisarlo.
-Ahora lo primero es -dijo Mac Coirp- consagrar el camposanto donde tenemos que reposar hasta el día que resucitemos.
-Bien dicho.
La multitud, con los dos santos a la cabeza, marchó en procesión hasta el emplazamiento que parecía más oportuno y se trazaron los límites del terreno que se consagró como cementerio.
-¡Ay! -dijo Mac Coirp, llevándose una mano al corazón- ¡Me está dando que este cementerio lo estreno yo!
Y se desplomó muerto.
San Barro se quedó sin maestro y no tenía con quién confesarse. Pensó recurrir al que lo había bautizado, San Coling (otros dicen Eolang), que era un sacerdote ya muy anciano. El venerable viejo tuvo la revelación de su visita y mandó que le calentasen agua para lavarse los pies y bañarse, pero no quiso recibirlo:
-No soy digno de su visita; yo mismo iré a visitarlo a él dentro de una semana.
A pesar de su insistencia, San Barro se tuvo que volver por donde había venido y a los siete días se le anunció la puntual llegada del viejo monje.
-El motivo de mi viaje, Coling, era que me oyeses en confesión o en todo caso me designases un confesor.
-Yo te voy a poner un confesor mejor de lo que te puedes imaginar. Dame la mano.
Coling tomó la mano de Barro y la depositó en la de Cristo, que había bajado en persona a escuchar la confesión del santo. Todo el tiempo que duró la confesión, Cristo tuvo la mano de Barro cogida, y al acabar se levantó sin soltársela.
-¡Eh, eh! -dijo Coling- ¿Adónde vas tan deprisa?
-¡Pues adonde tengo Mi reino, con tu permiso!
-Sí, pero sin llevarte a Finbarr, que nos hace aquí mucha falta.
-Era mejor para él, que así venía recién confesado, pero como tú quieras.
Cristo soltó la mano, que desde entonces quedó resplandeciente y deslumbrante; y por modestia y para no dejar ciego a nadie con el fulgor que irradiaba, San Barro tenía que llevarla siempre enguantada o escondida en la manga. Y desde entonces fue tradición que los obispos de Cork no se quitaban el guante derecho ni para dormir. 
Este detalle de la mano recuerda a San Ninnidh (ver Cara sucia y mano limpia, parte 2) y a la mano inutilizada de San Macanisio (ver El manco de Conderi); más allá de ellos, a la deidad manca de de los celtas: Nodens, Lludd o Nuadu, el de la mano de plata, que hace pareja con el dios de la mano larga Lugu, Lleu o Lugh. Dioses que tienen, como ya se dijo, abundantes y documentados paralelos en otras mitologías indoeuropeas.
Desde la fundación de Cork hasta la muerte de San Barro transcurrieron diecisiete años.
Una versión de su vida dice que viajó en peregrinación a Roma y que a su regreso se detuvo una temporada en Britania, en el monasterio de San David de Gales. Estaba allí muy a gusto, pero de repente se le vino encima una gran inquietud por el mucho tiempo que había dejado a sus monjes descuidados y faltos de su guía paternal.
-No veo la hora de llegar a mi convento de Cork.
-Cógete mi caballo -respondió San David-. Te lo regalo.
Montó San Barro a caballo y sin detenerse, galopando sobre las aguas, cruzó a Irlanda y llegó rápidamente a su monasterio. 
Aquel caballo debía de ser de la misma raza que los de Manannán mac Lir, el hijo del dios del mar a quien la isla de Man debe su nombre. En uno de ellos vino Niamh Cinn Óir en busca de Oisín para llevarlo consigo a Tír na nÓg, la Tierra de los Jóvenes, y hacer de él su compañero. Niamh, hija de Manannán, lleva por cierto el mismo nombre que Nimue, la Dama del Lago de la leyenda artúrica. O de Enbarr, la montura perteneciente a Lugh. Para estas cabalgaduras, las olas son como prados de hierba perfectamente transitables.
Niamh Cinn Óir y Oisín cabalgan sobre las olas. Ilustración
de Niall Ó Neill para Laochas, de Séamus Ó Searcaigh.
Aquella de San Barro permaneció mucho tiempo al servicio de los monjes y cuando murió la representaron en una estatua de bronce que pudo verse durante siglos en el convento.
Sin embargo, la opinión más general es que San Barro no se movió de Cork y sus alrededores. 
Muchos más fueron los milagros de San Barro: tantos que según el autor de su vida irlandesa ningún hombre podría relatarlos todos. Haría falta que bajase un ángel del Cielo para poderlos contar. 
Cuando le llegó la hora, San Barro quiso visitar a dos de sus más íntimos amigos, San Cormac y San Baithine o Buchen, que vivían en Cluain (no Cluain Fearta, la fundación de San Ciarán, sino el monasterio llamado también Cill na Cluaine), y allí le sobrevino su última enfermedad. Murió sin más compañía que la de aquellos santos y San Fiama, que le dio la comunión.
Dios obró un prodigio memorable a la muerte de San Barro, y fue que el sol no se puso durante el tiempo de doce días, que fue lo que duraron sus solemnísimas exequias, a las que asistieron numerosos prelados y santos de toda Irlanda. Mientras tenían lugar, el alma de San Barro permanecía hospedada en su cuerpo mortal; y cuando hubieron terminado, un cortejo de ángeles descendió de las alturas para acompañarlo al Cielo con honor y reverencia.
La festividad de San Barro o Finbarr se celebra el 25 de Septiembre.  


  





miércoles, 19 de septiembre de 2012

La emperatriz y los osos

Hablaba hace unos días de la huida al bosque de algunas mujeres legendarias y de la relación de ese espacio, símbolo del caos, con la transgresión en el ámbito matrimonial: la mujer  que huye del casamiento, la que es expulsada al bosque o expuesta en él a las fieras (ver Huyendo al bosque)... Hoy, dieciocho de Septiembre, se conmemora la festividad de Santa Ricarda de Suabia o de Andlau, emperatriz y virgen.
Andlau, Alsacia, donde pasó temporadas Santa Ricarda en su infancia
y donde se retiraría a terminar su vida.
Ricarda de Suabia era hija del conde de Alsacia Erchengard. Algunos autores dicen que, a pesar de su nombre, éste era irlandés o descendiente de irlandeses. Incluso los hay que sostienen que la santa misma nació en Irlanda, y Felipe O'Sullivan Beare, erudito irlandés de principios del XVII que trabajó en la corte española, la incluye en su lista de santos irlandeses. O'Hanlon le dedica una entrada, el 18 de Septiembre, en sus Lives of Irish saints. El escritor alsaciano Édouard Schuré, esotérico y teósofo, amigo de Nietzsche, Wagner y Steiner, en sus Légendes de l'Alsace, asocia el temperamento independiente, altivo y la fuerte personalidad de Santa Ricarda al carácter de la raza irlandesa. También alaba la elegancia, belleza y encanto de la joven condesita.
Con casi veinte años, Ricarda se casa con Carlos, bisnieto de Carlomagno, que con el paso de los años irá acumulando en su poder un territorio tras otro hasta ser nombrado emperador de Occidente en el año 881.
Santa Ricarda, al contraer matrimonio, estaba decidida a conservar su virginidad, determinación que el marido se avino a respetar. Dicen que era impotente y no le afectó demasiado el voto de su mujer. Carlos, Carlos el Gordo, es un rey del que la Historia no ha dejado un retrato muy halagüeño. Lo pinta como un tipo retorcido y taimado, receloso y vengativo. Le tocó lidiar con las cada vez más audaces incursiones de los vikingos y con las ambiciones de unos nobles que, en el desmoronamiento del imperio carolingio, luchaban todos contra todos por convertir sus dominios en pequeños estados feudales.
Para mantenerse a flote en medio de estas turbulencias, confió más en la astucia y en la crueldad que en la fuerza y el valor. Los tributos que consintió pagar a los hombres del Norte a cambio de la paz fueron considerados como un baldón por sus contemporáneos.
Al final de su vida, sucumbió a la locura y fue desposeído del trono de la Francia Oriental. Murió en el año 888.

Asedio de París por los normandos. Ilustración de Neuville (1883).
Es de creer que una personalidad tan escurridiza y tan poco directa chocase con un carácter entero y decidido como el que los historiadores prestan a su mujer. Parece ser que existió una sorda hostilidad entre los cónyuges y que si no estalló antes fue porque Ricarda pertenecía a una importante familia a la que apoyaba parte considerable de la nobleza y con la que carlos no se atrevía a entrar en conflicto abierto. Las facciones enfrentadas tenían un trasfondo étnico: suabos y alemánicos veían con malos ojos a los francos, en que se apoyaban la emperatriz y su consejero Liutgardo.
La influencia que habían ejercido Ricarda y su gran amigo y mentor Luitgardo, obispo de Vercelli, sobre Carlos al principio de su reinado se trocó en inquina, recelo y aversión por culpa de la cizaña que iba sembrando el partido antifranco.
No era difícil que un espíritu desconfiado, inseguro y medroso como el del emperador temblase ante unos personajes de lustre, cuyo influjo se imponía. Luitgardo, que ya gozaba de la confianza de la reina, se había llegado a convertir en una especie de valido cuya supremacía se hacía intolerable a los otros nobles.
Según la leyenda, santa Ricarda fue una reina peregrina; no sólo habría estado en Roma, donde fue coronada emperatriz por el papa Juan VIII, sino en Constantinopla, de donde llevó a Alsacia el cuerpo de San Lázaro, en Chipre y en Jerusalén. En todos estos lugares coleccionó importantes reliquias.
A su regreso, estalló la tormenta largo tiempo fraguada por sus adversarios. 
Los enemigos de Ricarda presentaron al emperador las relaciones de la reina con el obispo de la manera más odiosa:
-¿Tú has visto qué rostro? ¡Ni en la iglesia se cortan!
-¡Mira qué carita pone para besarle la cruz!
-Y él, ¡cómo se aprovecha!
-¡Como tonto! ¡Pues está la emperatriz para hacerle ascos!
-Pues si se portan así en la iglesia, donde puede verlos cualquiera, ¿qué no harán donde no los vea nadie?
El rey, que había declarado solemnemente ante el papa no haber conocido carnalmente jamás a la reina, se mordía los puños de rabia al oír las deshonrosas acusaciones.
Los estrechos colaboradores, Luitgardo y Ricarda, fueron acusados de adulterio; aquél, desposeído fulminantemente de sus cargos y desterrado de la corte; ésta obligada a comparecer ante un tribunal.
Ricarda exigió someterse al juicio de Dios. Según la fragmentaria biografía que recogen las Acta Sanctorum, se le hizo vestir una camisa impregnada de cera a la que se debía prender fuego por cuatro sitios. Si era culpable, el tejido ardiente se le pegaría a la piel, abrasándola. Otras versiones suman a éste un tormento más: caminar descalza sobre una alfombra de brasas o de rejas de arado calentadas al rojo.
La camisa encerada se negó a arder, como si fuese de amianto, mientras que las brasas o hierros candentes se iban apagando y enfriando ante las pisadas de la reina.
Algunos añaden que el principal calumniador de Ricarda, llamado el Caballero Rojo, mantuvo la acusación, obligando a la emperatriz inocente a buscar un paladín.
Como es frecuente en las novelas caballerescas, no lo consiguió hasta el último momento, cuando apareció un defensor misterioso, el Caballero Blanco, que entró en liza, derrotó  al acusador y lo humilló.
-Ahora que ya he limpiado mi nombre, no puedo quedarme ni un minuto bajo el mismo techo que un mal marido que presta oídos a calumnias asquerosas.
-Ni quiero yo que te quedes -contestó el emperador-. ¡Anda por ahí, calientaobispos, mosquita muerta!
Llena de dignidad, la emperatriz Ricarda salió de palacio con lo puesto y se adentró en el bosque.
Pronto se vio perdida y se dio cuenta de lo angustioso de su situación. Se sentó a descansar y a ver qué se le ocurría y al poco tiempo se le apareció un ángel.
-¿Qué te pasa, Ricarda, que estás tan afligida?
-¿Qué me va a pasar? ¿No me ves perdida en el bosque sin saber dónde ir, para que me parta el pescuezo por cualquier barranco o se me coman los lobos y los osos? ¿Te parece poco?
-Me parece poco: poquísimo. ¿Qué temes de las bestias después de lo que te han hecho las personas? Anda, ten fe y no desmayes. Sigue andando y donde veas unos osos te paras y te quedas a vivir.
La emperatriz continuó por el bosque temeroso hasta que, sintiendo sed, buscó un manantial y cuando lo encontró vio que se le había adelantado una osa con sus oseznos que estaban allí bebiendo y lavándose.
Fundación de la abadía de Andlau. Cuadro de Dubois, 1840.
Iglesia de San Pedro, Andlau.
 http://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/1/15/Andlau_Abbatiale082.JPG
Ricarda se hizo amiga de aquella familia osuna y obedeciendo al ángel se instaló junto a la fuente. Allí fundó un monasterio llamado Andlau, donde vivió retirada, orando y escribiendo, el resto de sus días. Los osos se quedaron a vivir con ella para siempre. En la cripta de la iglesia del antiguo monasterio se muestran las huellas de las zarpas de la osa fundacional.
El oso se convirtió en una especie de animal totémico del pueblo y en el monasterio se acogía con hospitalidad especialmente solícita a los juglares domadores de osos y se mantenía siempre, con veneración, a un oso vivo, hasta que uno de ellos devoró a un niño y se decidió sustituirlo por una estatua, que aún hoy está en la cripta.
La historia contradice a la leyenda: no sólo estaba ya habitado Andlau mucho antes de que los francos apareciesen por allí, sino que la fundación del monasterio por Ricarda está documentada años antes de su repudio por el emperador.
Es muy probable que el oso ya fuese objeto de culto en esos parajes en tiempos precristianos. 
La diosa Artio con su oso. Bronce antiguo del museo de Berna.
http://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/e/e9/HMB_-_Muri_statuette_group_-_Artio.jpg 
Entre los galos hubo una diosa cazadora, protectora de los osos y probablemente numen de la vitalidad de la vegetación salvaje, Artio. Artos es el nombre galo del oso. El mismo se encuentra en el irlandés art. Es muy frecuente en composición en la toponimia y la onomástica gala. Existe en Tréveris el epitafio de una joven Ursula, dedicado por su madre Artula. Probablemente la madre le quiso poner a la hija su propio nombre, Osita, pero traducido al latín, lengua más prestigiosa. 
Art mac Cuinn (Oso hijo de Lobo o Perro) fue un rey legendario de Irlanda, hijo del célebre Conn Cétcathach (Conn de los Cien Combates) y padre del no menos famoso Cormac mac Airt, a cuyo servicio combatieron Fingal (Fionn mac Cumhail) y Ossian (Oisín).  Y el mismo rey Arturo es uno de los que llevan en su nombre al oso.
Una santa virgen, amiga de los osos, en el bosque, no puede dejar de recordar a la Señora de las Fieras, la diosa Artemisa. El origen del teónimo Artemisa no se sabe con certeza, pero los antiguos griegos lo relacionaban con artos, "oso", una forma alternativa del nombre que aparece más frecuentemente como arktos. E incluso el episodio del oso conservado en un santuario y que en una ocasión devora a un niño se encuentra entre los mitos de Artemisa (ver Huyendo al bosque).






viernes, 14 de septiembre de 2012

El niño lobo en su patria y final de San Albeo


Al final de la anterior entrada habíamos dejado a San Albeo, ya consagrado obispo por el papa, de regreso a su tierra.
Albeo había tomado tierra en Irlanda en el reino de los Dal nAraide, en el Ulster. Se dice que él mismo tenía sangre de aquel pueblo emparentado con los pictos de Escocia. En aquel tiempo tenían guerras los del Ulster con los de Connacht y estaban al borde del desastre. Habían sido derrotados en toda la línea y los tres hijos del rey habían perecido en combate. Ailbe los resucitó a cambio de que aceptasen la religión cristiana y bajo el signo de la Cruz derrotaron a sus enemigos.
Más tarde, también los de Connacht la adoptarían y la historia de esa conversión es la que sigue. 
San Albeo envió a un mensajero ante el rey de Connacht suplicando por la vida de cierto prisionero que tenía cargado de cadenas y condenado a muerte. El rey lleno de soberbia respondió a la embajada con escarnio y ordenando ajusticiar al cautivo y matarlo entre tormentos. 
Como tan a menudo se lee en las actas de los mártires, los verdugos no fueron capaces de ejecutar la sentencia. El que sí murió fulminado en el mismo momento fue un príncipe, hijo del rey. Abrumado, éste pidió piedad a San Albeo, prometiendo convertirse con todo su pueblo si su hijo era devuelto a la vida, lo que el santo obtuvo gracias a sus plegarias.
Sin rencor, Albeo favoreció además a los de Connacht haciendo que hormiguease de peces cierto río que nunca había llevado ninguno y dejando a los ribereños un seguro y cómodo medio de vida.
También en el reino de Osraige, que se extendía entre los de Laiginn (Leinster) y Mumu (Munster) dejó maravillado al rey. Éste se acercó a visitar al santo que estaba de paso por sus tierras. Durante la entrevista, el rey -Scannlan era su nombre- notó un especiado y deleitable aroma exhalado por la boca de Albeo. No quería ni podía resistirse al atractivo de aquel perfume que lo iba emborrachando y adormilando hasta dejarlo sumido en profundo letargo del que no salió hasta tres días más tarde. 
Durmiendo (Sueño de San José). capitel románico.
Cuando despertó, aturdido y desorientado, el santo le dijo:
-La Iglesia manda ayunar de vez en cuando, pero contigo no ha habido otra manera que tenerte dormido para que no tragases. 
Albeo recorrió toda Irlanda predicando, no con mucho fruto porque la conversión general de la isla estaba destinada a San Patricio. Humildemente, Albeo admitió la supremacía de San Patricio, que lo designó arzobispo de Mumu o Munster. En el solemne bautismo del rey Oengus de Munster en el sagrado peñón de Cashel, Albeo estuvo presente. Pero si San Patricio es el primero, después de San Patricio no había otro más grande. Una vez, como Albeo y San Ibar se cedían mutuamente el paso por cortesía y (ante la insistencia de San Albeo) San Ibar había aceptado pasar delante, un rayo luminoso del Cielo lo cegó. Recobró la vista por intercesión de Albeo. Fue Albeo quien consiguió del rey Oengus la isla de Aran Mór para San Enda (ver El desengaño de un príncipe). Tanta amistad le cobró Óengus a San Albeo que cuando le llegaron rumores de que el santo pensaba retirarse a hacer vida de ermitaño en la isla de Thule (aún desierta en aquella época), mandó a su flota bloquear todos los puertos e impedir el paso a cualquier barca, para que no se le fugase el santo.
Cuando los primeros noruegos llegaron a colonizar Thule, es decir Islandia, encontraron allí vestigios de una antigua ocupación humana y conocieron que quienes los habían dejado habían sido irlandeses.
Otro santo, San Sinchell, se dirigió a él en petición de un rincón donde poder vivir. Albeo le cedió su monasterio entero, con todo lo que tenía dentro.
-Vámonos sin llevarnos más que lo puesto -dijo a sus monjes-, que esto es que Dios quiere que empecemos una nueva vida.
Pero un frailecillo mozo, más con nostalgia que con avaricia, se quedó de recuerdo una tacita de bronce pequeña. Albeo tardó en darse cuenta y le riñó agriamente.
-Deja eso en el suelo. Eso que has hecho es robar. Y ahora por tu culpa tenemos que deshacer todo lo andado y volver a restituir la tacita.
No hizo falta: según decía estas palabras la taza salió volando y se fue sola a posar ante San Sinchell.
-Ven -le dijo un día un ángel-, que te voy a mostrar el lugar donde resucitarás el día del Juicio.
Albeo estaba con San Cenan y se fueron los dos con el ángel.
-¿Os gusta?
-Sí: está muy bien.
-Vamos a celebrar esto -dijo Albeo-: Mira a ver qué nos han dejado los ángeles. 
-Veo bajar unas cosas por los aires: una hogaza de pan candeal y un pescado al horno.
-No se pueden despreciar.
-De ninguna manera.
Miniatura del siglo XIV.
Con las monjas se llevaba muy bien este santo. Una vez iba de camino con un grupo de religiosas cuando una de ellas se puso enferma y como una niña caprichosa pedía una y otra vez que le diesen leche, gollería que no tenían aquellas parcas y ascéticas mujeres.
Los frailes de San Albeo murmuraban de lo delicado y melindroso de las monjas.
En aquel momento, salió del bosque una cierva y la superiora de las monjas mandó a otra hermana que se acercase al animal y lo ordeñase. Dio una leche deliciosa que sanó inmediatamente a la enferma con sólo mojar los labios en ella.
Este milagro causó un profundo disgusto a los monjes, como si hubiera sido un desperdicio del poder divino, mal empleado en los achaques de una monja histérica.
Un ángel del Cielo bajó a hablar con San Albeo:
-Diles a los tuyos que no sean envidiosos ni quieran meterse a jueces de las maravillas de Dios. Y tú, no te piques tampoco. ¿No ves que si quisieras podrías mover los montes o hacer el milagro que se te antojase? ¿No has hecho tú que tus monjes llevasen brasas encendidas en las manos desnudas como si fuesen guijarros de la playa? ¡Está muy feo que los santos tengan pelusa unos de otros!
Albeo estaba otra vez de visita en otro convento de monjas:
-¿Qué tal os va?
-Tenemos un problema serio. Hace años nos dieron a criar un niño. Mientras fue pequeño, todo fue bien. Ahora se ha hecho mayor y se ha hecho un bandarra.
-Lo habéis mimado.
-Será, pero se porta con nosotras como un tirano, hemos tenido quejas de que roba, no hace caso de nadie, se ha rodeado de una pandilla de maleantes que lo han nombrado su jefe y, en fin, nos trae por la calle de la Amargura. Habla tú con él.
Albeo aceptó el encargo.
-Chico, tengo que decirte cuatro cosas.
-Ya me las dirás mañana; ahora tengo que salir.
-Bueno, pero mañana no te olvides.
No lejos del monasterio les salió al camino una banda enemiga. Riñeron, salieron las espadas a relucir y tras una dura pelea el protegido de las monjas y los suyos quedaron vencedores. Mataron a sus enemigos y les cortaron las cabezas. Pero cuando fueron a descargar sus trofeos cuál no sería su sorpresa al encontrarse en vez de las cabezas y cuerpos unos grandes leños y tarugos de madera.
-Esto es una advertencia de Albeo -dijo el caudillo, atemorizado-. Ha dado movimiento a unos árboles y nos ha hecho creer que eran guerreros. Esos maderos andantes casi acaban con nosotros. Ha llegado la hora de sentar la cabeza...
Esto de los árboles convertidos en guerreros parece haber sido un motivo mitológico de la mayor antigüedad y que se encuentra entre los galeses, los irlandeses e incluso los antiguos galos. Es también el bosque de Birnam que se pone en movimiento para derrocar al tirano Macbeth. 
Tormenta en el bosque de Birnam. Ilustración de 1800 (detalle).
Leemos también en la Vida de San Albeo que el ganado con el que solía arar era blanco con las orejas rojas. Así era la raza bovina de los Tuatha Dé Danann, los antiguos dioses de Irlanda que moran bajo tierra, en los túmulos prehistóricos... He aquí un detalle más que relaciona a San Albeo con el antiguo mundo mítico precristiano. No en vano es San Albeo uno de los santos más antiguos de Irlanda.
Aquellos bueyes, Cuando Albeo los prestaba a algún vecino, iban a su casa y volvían de ella solos, conociendo el camino. Un día que un desaprensivo intentó matarlos para comérselos, cuando levantó la lanza se le partió en mil pedazos; y parte de las astillas, clavándosele en los ojos, lo dejaron ciego.
Ya queda dicho varias veces en estas entradas que las grullas eran aves sagradas desde tiempos paganos, y no sólo entre los celtas. Por su carácter migratorio simbolizaban el renacer, el ciclo eterno del cosmos; por su postura en una sola pata el tránsito de un mundo a otro; por su voz la profecía, la comunicación con el Más Allá.
Zancuda. Capitel románico.
Una vez se abatió sobre cierta comarca de Irlanda una plaga de estas aves, arrasando pastos y cosechas. Por orden de San Albeo los pájaros devastadores se reunieron en un prado, se dividieron en escuadrones y, cada uno con su capitán a la cabeza, emprendieron viaje hacia otras tierras.
Era ya viejo San Albeo y se entendía mejor con los animales que con los hombres, cuya peligrosa y molesta compañía cada vez lo incomodaba más. Un día estaba comiendo cuando surgió del bosque una loba a toda carrera y vino a posar su cabeza en el regazo del santo, mirándolo con ojos de pena. Pisándole los talones veían unos cazadores a caballo.
-Yo empecé mi vida entre vosotros y me amparasteis, y ahora que se me va acabando os amparo yo a vosotros. Loba, eh, loba, ¿cómo huyes dejando abandonados a tus lobeznos? Ve a buscarlos, que yo os defenderé y cuando tengáis hambre no os faltará de comer en mi casa.
Desde entonces casi todos los días la loba iba a almorzar con sus lobeznos bajo la mesa de San Albeo. Pero, como él había dicho, sus días en la tierra se iban agotando. 
El final de san Albeo parece sacado de una novela de caballerías.
Para su meditación, Albeo había elegido un roquedal de la costa. Se sentaba en una peña y cuando la marea crecía, se quedaba totalmente aislado en aquel farallón solitario, sin más compañía que el cielo y el mar. Un día, vio venir sobre las olas una nave de bronce que se detuvo pairando frente a él. 
Mandó a uno de sus frailes en una barca a saludar a los navegantes y enterarse de dónde venían, pero no respondió a sus llamadas más que el silencio. Uno tras otro, todos los monjes de San Albeo fueron enviados en la barca con el mismo resultado. Por último, San Albeo se resolvió a ir en persona, y como estaba, en zapatillas, se levantó de la roca y comenzó a caminar sobre las aguas rumbo a la embarcación. Subió a bordo por una escala, se inflaron las velas y la nave se alejó desapareciendo en alta mar.
Todos los monjes y discípulos lloraban la pérdida de tan gran santo.
De las alturas vino un ángel sonriente:
-¿Qué lloráis? ¡Antes de lo que creéis veréis a vuestro maestro de regreso!
Pasaron unas horas y la nave regresó por donde había partido. San Albeo bajó por la escala y caminó hasta la playa con sus zapatillas de andar por casa. Llevaba en la mano una palma cargada de frutos. 
Albeo no comentó a sus monjes nada de lo sucedido durante aquel rato que había pasado en la nave. La palma era tenida en gran veneración en su monasterio. Siempre permanecía verde y sus frutos perennemente frescos y apetitosos, diciendo "comedme", aunque nadie se atrevió a tocarlos.
A los tres años, el ángel se apareció de nuevo a San Albeo.
Ángel portador de palma. Relieve gótico.
-Albeo, he venido a llevarme la palma que has tenido todo este tiempo prestada. Ahora no te hace falta porque aquí no vas a durar mucho, y adonde vas sobran árboles de éstos por todas partes y sus frutos están para el que quiera cogerlos. Vete a la ciudad de Imleach (que se llama en inglés Emly) y espera allí.
Al poner el pie en Imleach, San Albeo sintió un fuerte dolor y supo que había llegado su última hora. Lo llevaron a acostar y todo el clero de la ciudad se reunió en torno a su lecho para velarlo en su enfermedad. No tardaron en oírse suavísimos cantos y una procesión de ángeles hizo su entrada solemne, rodeó al moribundo y se llevó consigo a su alma camino del Paraíso.

jueves, 13 de septiembre de 2012

Niño lobo irlandés en Roma

El santo que corresponde a los que se llaman Elvis es San Albeo o, en irlandés, Ailbe. 
San Ailbe es un santo bastante popular al que sin embargo no prestaron tanta atención los clérigos medievales. El Santoral de Óengus le dedica un único verso y no se explaya sobre él en las notas: tan sólo incluye información genealógica. Según estudiosos modernos de la hagiografía, las dos versiones de su Vida, en latín (una a la que aluden las Acta sanctorum y otra que edita Plummer), fueron redactadas tardíamente, no antes del siglo XII. Y a pesar de ello, al leerlas nos tropezamos con episodios que tienen todo el aspecto de pertenecer al folklore y remontarse a una remota antigüedad.
Éstos mismos son los que han causado que las Acta sanctorum la desdeñen como infestada de patrañas.
Había en Munster, en la corte del rey Cronan,  un hombre de noble cuna (pero no muy valiente) llamado Olcnais que tenía amores secretos con una esclava real, Sanclit. Cuando Sanclit le confesó que había concebido un hijo suyo, Olcnais se echó a temblar. ¡Al rey no le iba a hacer gracia que hubiesen andado metiendo la cuchara en su plato! De manera que se calzó las de Villadiego y puso tierra por medio.
Sanclit pudo ocultar el desaguisado hasta que nació la criatura; entonces se descubrió el pastel.
Madre cautiva: grabado de la escultura de Stephan Sinding.
Los mayores santos de Irlanda, San Patricio y Santa Brígida, también pasaron por la esclavitud: aquél, raptado en Britania por los piratas; ésta, nacida en servidumbre en casa de un rico campesino. No era excepcional que los amos hicieran de las esclavas sus concubinas: así leemos, por ejemplo, en la Epístola a Corotico, de San Patricio, que las prisioneras se entregaban como recompensa a los mejores guerreros.
-¡Este borde, cachorro de esclava -dijo, pues, el rey-, lo que faltaba es que lo criase yo bajo mi techo junto a mis hijos y a mis expensas! Que lo lleven a matar al campo y que lo tiren por ahí.
Pero el Espíritu Santo insufló piedad en los corazones de los verdugos y en vez de matarlo lo abandonaron en un hueco debajo de una roca, algo resguardado del frío y de la lluvia. Aquel abrigo era la boca de la madriguera donde vivía una loba con sus lobeznos. El fiero animal se encariñó con el cachorro humano y con maternal ternura lo crió a la par que a sus propias crías.
Amamantando a los cachorros.
Pasando por allí cierto día un tal Lochan mac Lugir, lo vio, lo separó de sus hermanastros y se lo llevó. Ya iba llegando a casa cuando sintió que lo trababan de la capa. Se giró y vio a la loba que lloraba desconsoladamente y que no parecía dispuesta a soltar la capa mientras el hombre no soltase al pequeño.
-Loba, lo siento pero tienes que ser razonable. Este niñito ya no tiene edad para vivir entre lobos. Su sitio está entre las personas. Yo ya comprendo todo lo que has hecho por él pero ahora le debes un sacrificio más, que es dejarle venir conmigo. Lo entiendes, ¿verdad?
La loba soltó la capa, gruñó sordamente, se dio media vuelta y se marchó llorando.
Lochan no podía hacerse cargo de la criatura, así que la dejó en una aldea de emigrantes britanos que se habían asentado por allí.
-¿Cómo le vamos a llamar?
-Yo he pensado ponerle Ailbeo -dijo Lochan.
-¿Por qué? 
-Porque lo he encontrado debajo de una roca (ail en irlandés), vivo (beo, en irlandés).
En las Acta sanctorum dice que seguramente el fraile que escribió la Vita había leído la historia de Rómulo y Remo y quiso imitarla imaginando el nacimiento de San Ailbe. Probablemente, por el contrario, se basaba en tradiciones irlandesas. Ailbe es nombre canino: así se llamaba el perro de Mac Dathó, que provocó la contienda entre los del Ulster y los de Connacht relatada en Las historias del cerdo de Mac Dathó. Ese perro Ailbe, nacido de la cabeza cortada del guerrero Conganchnes, era hermano del perro del herrero Culann, al que dio muerte (y posteriormente reemplazó) el gran héroe del Ulster Cú Chulainn.
Por otro lado, el padre de Ailbe es Olcnais, y olc es la antigua palabra celta que designaba al lobo. Olc es el equivalente celta del inglés wolf y del latín lupus.
Posiblemente por motivos religiosos o supersticiosos, este animal perdió su nombre en celta (los antiguos irlandeses lo llaman , como al perro), mientras que olc pasó a utilizarse  para designar al mal.
Sea como sea, dice la leyenda de San Albeo que poco después de haber sido acogido el niño lobo por los britanos apareció por Munster un misionero predicando la fe de Cristo. No tuvo ningún éxito, porque la conversión de Irlanda estaba destinada a San Patricio. Cuando vio a Albeo en el campo, con las manos alzadas al Cielo y en actitud orante, le preguntó qué hacía.
-Me quedo pasmado viendo las cosas tan maravillosas como son: el cielo con el sol, la luna y las estrellas, los montes, el mar, los animales y todo. Que ninguna persona es capaz de hacer ni la más pequeña parte de ello, que a ver quién puede fabricar una hormiga o una hierba y que esté viva; y entonces me pregunto quién lo ha hecho todo esto.
-Pues verás, hijo...
El misionero instruyó en los principios de la religión a Albeo y lo bautizó con el nombre que ya tenía.
Albeo concibió grandes deseos de visitar Roma por lo que le había contado el misionero y como los britanos habían ahorrado bastante y se volvían a su tierra quiso acompañarlos. Ellos no querían llevarlo consigo y se embarcaron dándole esquinazo. Pero los vientos y las corrientes los devolvían una y otra vez al puerto donde los esperaba Albeo y al final no les quedó más remedio que resignarse a llevárselo.
En Britania, Albeo se puso a buscar barco para viajar a Roma. Por burla, un armador le regaló un barquichuelo roto y podrido que tenía arrumbado en un muelle. Albeo se montó en él, zarpó y milagrosamente comenzó a navegar a toda velocidad. Viéndolo, el armador se arrepintió de su regalo:
-¡Eh, chico, vuelve acá, que era broma! ¡Te desregalo el barco! 
-¡No se dirá que soy un pirata que va por la vida robando barcos! ¡Para ti para siempre!
Y arrojando su cogulla al mar saltó por la borda y se sentó encima.
-Barquito, vete con tu dueño; y tú, cogulla, llévame a la otra orilla.
Navegantes. Manuscrito alemán del siglo XIII.
Ambas extrañas naves le obedecieron y en poco tiempo llegó Albeo a tierra, donde ya lo había precedido la fama de las maravillas que obraba. Unos soldados, por gastarle una broma y ponerlo a prueba, fueron ante él llevando un ciego, un mudo y un sordo que habían encontrado por ahí, a ver si era capaz de sanarlos. Lo fue en efecto y los soldados quedaron atónitos.
-¡Pues sí que es verdad que haces milagros! 
-Y sé hacer más cosas.
-¿Como qué?
-Como que os caiga encima un nevazo que no podáis ni asomar la nariz de las tiendas, para que os toméis los milagros de Dios a chirigota.
Dicho y hecho. 
Y es que san Albeo mandaba en el tiempo. Si, por ejemplo, durante la siega caía alguna tormenta, el cielo se mantenía azul y el tiempo seco donde estaba su cuadrilla. Estas habilidades eran muy características de los druidas (como explican ampliamente en su libro sobre ellos Guyonvarc'h y Le Roux) y de los chamanes, cuyos lejanos sucesores son los brujos tempestarios de nuestra Europa en la Edad Media y principio de la Moderna.
Sobre el campamento empezaron a condensarse unos nublados cárdenos y al poco tiempo caían los primeros copos de la nevada, que no cesó hasta que, agachando la cabeza, vinieron a disculparse ante Albeo.
Pero entonces surgieron del monte tres fieros leones, dieron muerte a un hombre y dos caballos y se los llevaban a sus leoneras arrastrándolos con la boca. Todos los soldados habían huido despavoridos.
-¡Eh, leones! -dijo San Albeo- ¿Qué, os llevais a estos infelices a coméroslos donde nadie os vea?
Los leones soltaron sus presas y acudieron a lamer respetuosamente los pies del santo, como pidiendo perdón; después, se los secaban con las melenas. Albeo resucitó al guerrero muerto.
-Ya veo que todo lo puedes -dijo el rey, que había presenciado lo ocurrido-. Por eso, haz el favor de resucitar a los dos caballos, que son de mis favoritos. Y manda a los leones que no vuelvan a causar más estragos.
-De acuerdo; pero los leones han mostrado buena voluntad y no estaría de más que a cambio de los caballos les dieras algo de comida: no cazan por gusto, sino por hambre. ¡Si lo sabré yo, que soy de familia de lobos y he pasado las penurias de ellos!
León. Relieve gótico.
-Ahora mismo no hay qué darles. Tenemos los víveres contados.
-Dile a tu intendente que me acompañe.
Albeo y su acompañante subieron a un monte donde el santo se arrodilló a orar. No tardó en cuajarse en el cielo un denso nubarrón que, lenta y solemnemente, bajó a posarse junto a ellos. Cuando su oscuridad se disipó, apareció en su lugar una manada de cien caballos, que San Albeo dio a los leones para que fuesen comiendo y no tuviesen que molestar a las personas.
Llegado a Roma, Albeo se puso a estudiar con un sabio obispo llamado Hilario; el cual, para fortalecerlo en la humildad, le dio el oficio de porquero, ordenándole llevar sus piaras a un monte estéril donde el ganado apenas encontraba raíces o bellotas que llevarse a la boca. Pero por voluntad divina los puercos de Albeo se ponían más gordos y lustrosos que los de los demás porqueros. Encariñados con su pastor, lo seguían a todas partes, incluso acompañándolo cuando daba la lección; con su báculo trazaba alrededor de ellos un círculo en el suelo y ni los animales se escapaban ni los cuatreros y alimañas del campo eran capaces de cruzarlo para hacerles daño.
El porquero es un personaje importante en la mitología irlandesa y las leyendas de los santos han heredado este carácter misterioso y sagrado que lo acompaña (ver San Pablo de Leonís; San Ke, sobrino de Arturo). El propio San Patricio fue porquero.
Llegó la época de la siega e Hilario encargó a Albeo que contratase una cuadrilla de segadores. En vez de ello, se puso a rezar y durante la noche los ángeles bajaron y en pocas horas segaron las inmensas mieses de la Iglesia.
-Hemos tenido un año fatal -le dijo otra vez Hilario-: los árboles no llevan casi fruto. ¿Puedes rezar para que se carguen de él?
-Los árboles están como están porque Dios quiere y yo no rezo para torcer su voluntad, pero sí para que se apiade de nosotros pecadores.
A poco de entrar el santo en oración, empezaron a llover manzanas, exquisitas manzanas como nunca se habían catado, con sabor a miel, en tal cantidad que no daban abasto a almacenarlas en el monasterio.
Crecía la fama de San Albeo y con ella la rabia de los envidiosos. Uno de ellos, deseando acabar con él, le mandó una jarra de vino envenenado. Al recibirla el santo, algo raro notó. Volcó la jarra y -¡oh prodigio!- el vino se quedó contenido en su interior mientras el veneno  se derramaba por el suelo. Y cobrando vida y forma de serpiente salía como un rayo a morder al envenenador, que cayó fulminado por su virulencia.
Albeo, devolviendo bien por mal, resucitó al envidioso, que se arrepintió y pidió perdón.
Vinieron de Irlanda cincuenta santos a visitar a Albeo en Roma (quiere esto decir que, según esta leyenda, no eran pocos los cristianos que existían en la isla antes de la llegada de San Patricio) y el papa los agasajó con un fastuoso convite. Albeo hizo más: hizo que el banquete, una vez consumido, se rehiciese por milagro, y así durante varios días. 
Por eso, cuando fue consagrado obispo (que, por cierto, lo tuvieron que hacer los ángeles, porque ni el papa se juzgaba digno de ungir a un santo tan eminente) tuvo que encargarse él del festejo.
-Un milagro que se me da muy bien es hacer que llueva.
Se puso a rezar y cayeron cinco lluvias sucesivas: de frutas, de pescado, de aceite, de pan candeal y de vino exquisito. Con todo ello se dio una fiesta y hartazga para todo el pueblo de Roma que duró varios días y todos se hacían lenguas de la largueza y magnificencia de San Albeo. 
Años después, estando en Irlanda con Santa Brígida, descendió del cielo una jarra de puro cristal llena de vino. El santo no se la quedó, sino que galantemente la regaló a Santa Brígida.
El papa envió a Albeo a predicar a los gentiles y el recién nombrado obispo salió de Roma donde había pasado unos años fructíferos y gratos, pero no perdió el contacto con la ciudad santa.
Una de las veces que mandó mensajeros (San Lugith y San Sailchin) a ella desde Irlanda, como no se mostraban muy animados a emprender tan largo y azaroso viaje, les prometió que volverían sanos y salvos y para que se contentasen les dio por acompañante a San Gobán, un excelente cocinero.
A su regreso, San Gobán enfermó a bordo del barco y murió.
-San Albeo no ha mentido. Nos prometió que volveríamos sanos y salvos nosotros, pero de Gobán no había dicho nada.
-Es así, pero tenemos que hacer algo.
-¡Declarémonos en huelga de hambre!
Los santos empezaron a ayunar y al tercer día el alma de Gobán regresó a su cuerpo y se revistió de el.
-Gracias, compañeros. He visto a San Albeo, y por la ambigüedad de su promesa se ha permitido a mi alma regresar a este mortal barro, de lo que me alegro porque tengo algunos pecadillos pendientes...
Cuando volvía Albeo de Roma, a su paso por Dol, en Armórica, supo que San Sansón estaba muy afligido porque se le habían caído y hecho añicos un cáliz y una ampolla para los óleos, y juntó los pedazos de tal manera que ni el más sutil hubiera conocido la laña. De paso, resucitó a un matrimonio recién ejecutado por el crimen de haber hablado mal de él. Y entrando en una iglesia, presenció una escena algo ridícula: el cura pretendía decir misa, pero las palabras, anudadas en su garganta, se negaban a salir por más esfuerzos que hacía.
-No escapará ni una palabra de tus labios -dijo Albeo- mientras no sea proclamada la grandeza de un santo aquí presente, San David, que será obispo ilustrísimo y está asistiendo a la misa desde el vientre de su madre, esa mujer preñada que ahí veis. ¡Loor a él y bendición a ella!
Dicho esto, fue desatada la lengua del sacerdote y se concluyó la misa.
Madre con niño. Capitel románico.
Años después, en un pueblo de Irlanda, una mujer tuvo un hijo en secreto. El asunto vino a saberse y la pecadora se negaba a confesar quién era el padre. San Albeo reunió a todos los hombres del pueblo en la plaza.
-Aquí falta uno.
-¿Cómo lo sabes?
-Porque lo sé.
-Sí que falta, pero es un carretero astroso que...
-Que venga, que venga.
Nada más aparecer aquel hombre por el camino, el niño, que estaba en brazos de su madre y aún no hablaba, exclamó:
-¡Ése es mi papá!  
Con su llegada a Irlanda, ya como obispo y predicador de la fe, comienza la segunda parte de la vida de San Albeo, que voy a dejar para otro día por no aburrir.